Introducción
Tan loco no estaba, ¿no?

Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que saben cuánto pesa la Copa del Mundo…

No sé por qué, pero como me pasó otras veces con otras frases —como aquella de «la pelota no se mancha», el día del partido homenaje en la Bombonera—, se me ocurrió esa para saludar a mi familia en la última Navidad, la de 2015, la primera que pasábamos todos juntos en la casa de siempre, en Villa Devoto, aunque sin mis queridos viejos, don Diego y doña Tota. Muchos creen, todavía, que esas frases me las escribe alguien. Y no, la verdad que no: me salen del corazón y me vienen a la cabeza. Aquella noche, miré al cielo y les agradecí todo lo que ellos me habían dado en la vida, que fue mucho, mucho más de lo que yo les di. Ellos me dieron todo lo que tenían, todo. Y me bancaron siempre, en las buenas y en las malas. Y mirá que tuve varias malas, eh…

Esa noche, alguien, no me acuerdo quién, me regaló una réplica de la Copa del Mundo. Y ahí, cuando volví a tener en las manos ese trofeo dorado, cuando volví a acunarlo como si fuera un bebé, me di cuenta de que habían pasado casi treinta años desde el día que había levantado la Copa de verdad en México. Y me di cuenta, también, de que esa alegría debe haber sido uno de los mejores regalos que les hice a mis viejos. El mejor regalo. Para ellos y para todos los argentinos. Los que nos bancaron… y los que no nos bancaron también. Porque al final la gente, toda la gente, salió a festejar.

Y me di cuenta, también, de que a medida que pasa el tiempo esa Copa pesa cada vez más. Tres décadas más tarde, esos seis kilos y pico de oro ya parecen toneladas. Y yo no celebro que otro jugador argentino no la haya vuelto a levantar desde 1986, que quede bien clarito. Sería un traidor si lo hiciera. Como sería un traidor si no contara ahora todo lo que vivimos en aquellos días tal cual me sale, tal cual lo siento. Porque así hablo yo, así habla Maradona. Como voy a decir varias veces en este relato, me han pegado en muchos lugares en todo este tiempo, pero en la memoria no.

Y, sí, lo acepto, hay cosas que veo diferentes treinta años después. Creo que tengo derecho. Yo he cambiado mucho, es cierto, y muchos hablan de mis contradicciones. Pero en algo no cambié ni me contradije: cuando me decidí a jugarme por una causa, lo hice y lo di todo. Por eso digo, hoy, que me hubiera gustado que, tantos años después, Bilardo hiciera por mí lo mismo que en su momento yo hice por él. Nada más. Que se hubiera jugado por mí como yo me jugué por él. Porque él sabe mejor que nadie cómo me jugué en medio de la guerra del menottismo contra el bilardismo y del bilardismo contra el menottismo. Me jugué por una causa que tenía que ser de todos. Puse la camiseta por encima de mis gustos, porque a mí el Flaco me llegaba al corazón, aunque no lo dijera públicamente.

El resto está en la historia. Y cada uno lo recuerda como lo siente, como le sale. Por eso digo que esta es mi verdad, la mía. Que cada uno tenga la suya.

Lo único que puedo gritar, para que todos escuchen, y lo único que puedo escribir, para que todos lean, es que tampoco me olvido de que, cuando decía que íbamos a ser campeones, me trataban de loco. Bueno, tan loco no estaba, ¿no?: al final, salimos campeones.

Cómo hicimos para salir campeones es lo que yo voy a contar acá.

Muchos me preguntan por esa famosa frase mía, cuando era un Cebollita y ya llamábamos la atención con un grupo de pibes, a las órdenes de Francis Cornejo. Me habrán visto muchas veces. Salí por la tele, en blanco y negro, más negro que blanco, diciendo: «Mi primer sueño es jugar en un Mundial, y el segundo es salir campeón…». La frase seguía, pero alguno la cortó ahí y todos pensaron que yo estaba hablando de salir campeón del mundo. ¡Y en realidad yo estaba hablando de salir campeón con la octava, con mis compañeros, con mis amigos! Hace poco apareció el video completo: para mí, la octava era como la Selección… Pero ¿¡qué iba a hablar de salir campeón del mundo si ni televisor tenía!? Eso debe haber sido antes del Mundial ’74, ni idea tenía… Así son las cosas, muchas veces.

¿Cómo podía imaginarme, por ejemplo, que iba a estar contando desde un lugar como Dubai todo lo que hicimos en México hace treinta años? ¡Desde Dubai! De Villa Fiorito a Dubai, así ha sido toda mi vida. Y lo agradecido que estoy con esta gente, que me abrió las puertas cuando me las cerraban hasta en mi propio país. Me dieron trabajo, me dieron amor, y me dieron dinero, también. Pero, sobre todas las cosas, yo me adapté a ellos y no ellos a mí. Me dieron mucha tranquilidad cuando más la necesitaba, porque yo venía muy apenado por todo lo que había pasado en 2010, después del Mundial de Sudáfrica.

Me gusta sentarme acá y recordar. Me siento frente a uno de los tantos televisores que tengo en mi casa, acá en la Palmera de Jumierah, y en las mismas pantallas donde veo partidos de fútbol de cualquier rincón del mundo —porque veo todo, todo, desde Italia hasta Inglaterra— vuelvo a ver ahora aquellos de México 86…

Aunque les parezca mentira, no los había vuelto a ver nunca en la vida.

Bueno, los goles a Inglaterra sí, mil veces, porque mil veces los pasaron y mil veces me los mostraron. Pero los otros partidos no. Es la primera vez que los veo de nuevo. Y cuando los vuelvo a ver, minuto a minuto, vuelvo a sentir el dolor de las patadas de los coreanos, a disfrutar el duelo contra los italianos, a embolarme contra los búlgaros, a sentir que hice magia contra los uruguayos, a ver que volé contra los belgas y a disfrutar el festejo contra los alemanes. Vuelvo a ver todo y eso no hace más que sacarme recuerdos y más recuerdos.

Que son los míos, eh. Cada uno recordará todo aquello como quiera. Yo lo recuerdo así. Recuerdo que me preparé para volar. Y volé. Cumplí con lo que dije. Y jugué limpio. Aunque otros me quisieran jugar sucio. A mí la droga me hizo peor jugador, no mejor. ¿Sabés qué jugador habría sido yo si no hubiera tomado droga? Habría sido por muchos, muchos años, ese de México. Fue el momento de mayor felicidad adentro de una cancha.

Ahí, en México, yo puse mis ganas de ganar la Copa del Mundo por encima de cualquier cosa. Dejé de lado al Napoli, dejé de lado mis gustos futbolísticos, le hice entender a mi familia que aquella era la oportunidad. Hablé y hablé con mis compañeros para que todos sintieran lo mismo… Y es el mensaje que le dejo a Messi y a los Messi que van a venir, ojalá, después de Lio.

Cuando venían y me preguntaban para qué estábamos, una vez que nos habíamos instalado en la concentración, que habíamos empezado a entrenarnos como yo quería, ¡co-mo-yo-que-ría!, contestaba: «Para ser campeones del mundo». Y cuando me preguntaban para qué estaba yo, decía: «Para ser el mejor del mundo». No era de agrandando, no. Era de pura confianza. Y para transmitirles confianza a todos los demás. ¿No creían en nosotros? ¿No creían en mí? Agárrense, porque nosotros sí creíamos, yo sí creía. El loco de Maradona creía.

Cuando le hacían la misma pregunta a Platini, contestaba: «No sé, hay que ver el tema de la altura». Cuando le hacían la misma pregunta a Zico, contestaba: «No sé, yo no estoy bien de la rodilla y el equipo se tiene que armar». Cuando le preguntaban a Rummenigge, lo mismo. Y ahí estaban nuestros rivales, mis rivales.

De mí podrán decir cualquier cosa. Pero cuando me propongo algo, lo consigo. Y con la pelota en los pies, yo siempre sentía que iba a conseguir lo que me proponía. Valdano me decía que, cuando yo tocaba la pelota, parecía que le hacía el amor. Y algo de eso había…

Que tuve miedo, ¡claro que tuve miedo! Cuando vos sentís que hay mucha gente atrás esperando que le cumplas un sueño, tenés miedo, ¿cómo no vas a tenerlo?

En esos momentos, que en el Mundial fue un par de veces, antes de la final, por ejemplo, yo pensaba en la Tota, en mi vieja. Y decía —lo decía, no lo pensaba—: «Estoy cagado, Tota, vení a ayudarme, por favor…». Y la Tota no iba a venir en ese momento, porque estaba en Buenos Aires. Porque yo había querido que se quedara, que se quedaran todos, menos mi viejo, porque lo único que me importaba era estar enfocado en jugar. En jugar y en ganar. Eso era lo que me hacía feliz.

Yo era un chico. Y sigo siendo un chico. Me acuerdo bien que aquel Mundial, podés fijarte en los archivos, se lo dediqué a todos los chicos del mundo. Fue lo primero que dije en la conferencia de prensa en el Azteca, cuando me preguntaron a quién se lo dedicaba. A todos los chicos del mundo, contesté, y les mandé un beso.

Antes de eso, antes del festejo con todos los demás, me había encontrado con Carmando, Salvatore Carmando, el masajista napolitano que había llevado conmigo. Me dio un beso en la frente y me dijo:

—Diego, sos campeón del mundo, sos campeón del mundo… ¿Te das cuenta de lo que significa eso?

—No. Sólo me doy cuenta de que soy el hombre más feliz del mundo —le contesté.

Muchos, muchos años después, treinta, me doy cuenta de que ser feliz es hacer felices a los demás. Y creo que los argentinos fueron felices con lo que nosotros hicimos en México. Yo me pude haber mandado muchas macanas —y de hecho me las mandé—, pero nadie, nunca, se va a olvidar de que les metí dos goles a los ingleses, todavía con la herida muy abierta por la guerra de Malvinas, y que levanté esa Copa del Mundo que ningún argentino volvió a levantar hasta hoy.

Nadie, nunca, se va a olvidar de eso. Yo tampoco.

Y, por las dudas, acá lo vuelvo a contar. A mi manera, que seguro es distinta a la de otros. Por eso, les digo, les escribo, les repito: les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra, y uno de los pocos argentinos que sabe cuánto pesa la Copa del Mundo…