8. La depuración de responsabilidades dentro del bando sublevado y los contraataques del Ejercito Popular. Del 23 de enero al 4 de febrero de 1938

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LA DEPURACIÓN DE RESPONSABILIDADES DENTRO DEL BANDO SUBLEVADO Y LOS CONTRAATAQUES DEL EJÉRCITO POPULAR. DEL 23 DE ENERO AL 4 DE FEBRERO DE 1938

Todavía con la batalla por Teruel en pleno auge, el 24 de enero el general Varela levantaba su dedo acusador contra algunos de los mandos rebeldes a cargo de la defensa de la capital, responsabilizándolos por la pérdida de la plaza. Todo aquello formaba parte de una campaña de difamación orquestada por el propio régimen desde sus medios de comunicación, que justo en aquel momento comenzaba a cobrar forma en el seno del ejército rebelde. Uno de los principales objetivos era preservar el mito de la imbatibilidad de sus fuerzas militares y su Caudillo, construido sobre una sucesión de hechos de armas reproducidos y sublimados por los más diversos medios hasta la saciedad. Teruel no tendría cabida en la epopeya militar del fascismo español en armas y, por tanto, no pasaría a engrosar esa cadena de poderosos eslabones que constituían el relato de la Cruzada, desde el Alcázar de Toledo hasta Belchite, pasando por el Santuario de la Virgen de la Cabeza, Oviedo o Brunete; al menos no hasta que se produjera su reconquista. En aquel momento constituía más bien una mancha en la narrativa heroica sobre la que el nuevo régimen trataba de articular su identidad y su naturaleza. Por eso no es de extrañar que el primer interesado en desviar la atención y canalizar las responsabilidades fuera el propio Varela, en tanto que comandante del CEC. Al fin y al cabo, podía llegar a ser visto como uno de los máximos responsables de los fracasados intentos por socorrer a la guarnición desde el exterior y, por tanto, trataba de ocultar su propia incapacidad para conservar Teruel y salvar a los sitiados entre los últimos días de diciembre y los primeros de enero. Eso explica que ese día 24, dirigiéndose a su superior, señalara la necesidad de iniciar un proceso judicial «para aclarar conducta y exigir responsabilidades» mediante la recogida de testimonios de evadidos y supervivientes. A su parecer había indicios: «un conjunto de imprevisiones y tolerancias […] que por su importancia muy bien pudieran ser considerados como la primera y principal causa del delito cometido […] de cobardía y traición»[1].

Para dar apoyo a sus acusaciones o sospechas Varela incluía una copia del informe elaborado por uno de los evadidos del sitio de Teruel al producirse la rendición del reducto de la Comandancia el día 7 de enero. Se trataba del médico Fernando Cámara Nieto, purgado en los primeros días del golpe de Estado por sus simpatías hacia los sublevados y huido a zona rebelde desde Cuenca a finales de septiembre de 1936. Tras ponerse al servicio de las nuevas autoridades turolenses fue convertido en teniente médico y destinado al sector Puerto Escandón-Castralvo, además de servir en el hospital militar de la plaza durante los días del asedio. Una de las cosas que denunciaba el facultativo era la situación de abandono en que se encontraban las posiciones defendidas por las fuerzas rebeldes, sin olvidar el desinterés por la dimensión política movilizadora inherente al Alzamiento. Según él, esto se ponía de manifiesto en la dejadez con que se trataban asuntos como la propaganda e instituciones como los sindicatos. Al parecer, de nada habían servido sus denuncias y quejas. Sin embargo, conviene recordar que Teruel era un frente secundario como muchos otros de la península, querido así por ambos bandos hasta diciembre de 1937, con lo cual ni los medios humanos o financieros eran los mismos que en otros escenarios de primera importancia. En este caso, una sola división debía guarecer con unos pocos miles de hombres un enorme arco que iba de Molina de Aragón hasta el centro-norte de la provincia de Teruel, pasando por la Sierra de Albarracín y la capital. Sea como fuere, a ojos de Cámara la ciudad había sido una especie de Gomorra donde se habían congregado todos los vicios y epidemias que a su juicio habían hecho inevitable el golpe de Estado: si Mariano Muñoz Castellanos, jefe de la 52.ª División, era acusado de «masón y amigo de Azaña», rumor al parecer muy persistente entre la población, el jefe local de Falange, Juan Navarro, había sido supuestamente militante de la CNT «y hacía alarde de irreligiosidad».

La teoría de la conspiración cobraba fuerza amparada en supuestas órdenes orales que no solo habían prohibido construir fortificaciones, sino que además habían motivado el desmantelamiento de las existentes pocos días antes del ataque, en teoría porque atraían la atención de la aviación enemiga. Vuelto de un periodo de convalecencia por heridas sufridas en servicio, fue destinado a Albarracín, donde pudo conocer de primera mano los problemas de la plaza y de su sección del frente. Entre otras cosas denunciaba los intentos frustrados de Alberto Guinea, comandante militar, por conseguir más medios con los que defender el sector que tenía asignado, mejorar la protección de la carretera que comunicaba con Teruel a través de Gea de Albarracín y llamar la atención de la Comandancia Militar de Teruel, al mando ya de Rey d’Harcourt, sobre las concentraciones de tropas enemigas frente a la capital de la sierra. Así pues, cuando el EP se lanzó sobre Albarracín en julio de 1937 poniendo contra las cuerdas a sus defensores, no solo no se había puesto solución a los múltiples problemas, sino que el propio Alberto Guinea, buen conocedor del terreno, había sido transferido a un nuevo destino en Castralvo.

Según Cámara, a todo ello había que sumar la supuesta inutilidad y cobardía de los hombres al cargo de la Comandancia de Teruel, tanta que roza lo cómico y lo inverosímil hasta poner en seria duda el testimonio. Sin ir más lejos, durante el ataque sufrido por la capital a finales de 1936 acusaba al jefe provincial de Falange, Manuel Pamplona, y al jefe de Sanidad, Francisco Pontes, de haber huido a Zaragoza. Algo similar apuntaba respecto al comportamiento de Muñoz Castellanos, comandante militar de la plaza, quien según «la voz popular» habría acabado huyendo «en su coche, en pijama, hasta Bronchales», 55 kilómetros al oeste de la capital, durante el intento de infiltración republicano a través de las líneas rebeldes frente a Santa Eulalia en el verano de 1937. Además, acusaba a los mandos de la plaza de cooptación en la designación de cargos, toda una sorpresa dentro de las prácticas políticas habituales del nuevo régimen, así como también de obstaculizar el esfuerzo de guerra en ámbitos como el contraespionaje, saboteando o poniendo trabas a interrogatorios concretos mediante la eliminación de testigos.

En el ámbito más concreto de la batalla de Teruel propiamente dicha, Cámara acusaba al mando de haber mantenido desguarnecidos los sectores de Concud y San Blas, justamente aquellos por donde se introdujeron las fuerzas republicanas, a pesar de que se sabía que eran los más expuestos y carentes de medios. Aunque ya hemos visto la respuesta de las autoridades del 5CE ante las peticiones insistentes de refuerzos por parte de Muñoz Castellanos. Según Cámara, incluso se habrían retirado piezas de artillería y efectivos en el sector de Villastar dos días antes del ataque, aunque se tenía conocimiento del próximo ataque. Ya con la ofensiva en curso, acusaba a los mandos de haber abandonado las posiciones de Puerto Escandón-Castralvo, al este y sureste de la ciudad, sin aparente justificación. No obstante, como ya he señalado, esta decisión tomada el día 18 y ejecutada la madrugada del 19 tuvo que ver con un intento de acortar el frente, concentrar efectivos en la defensa y evitar que dichas tropas fueran cercadas, utilizando para ello posiciones más cercanas a la capital como El Mansueto. Entre las irregularidades apuntadas por el testimonio de Cámara está la de no haber contado con los militantes de segunda línea de Falange, que tuvieron que presentarse por iniciativa propia tras haber sido enviados de vuelta a sus casas el día 18 de diciembre.

Pero sobre todo, lo que más sorprendía a Cámara era que no se hubiera fortificado el casco urbano, hasta el punto de que el día 21, cuando los sitiados aún conservaban posiciones en el Cerro de Santa Bárbara y El Mansueto, las vanguardias del EP ya empezaban a infiltrarse por las partes bajas de la capital. Y si bien es cierto que todo apunta a que se cometieron algunos errores graves a la hora de plantear la defensa de la capital, no lo es menos que las fuerzas republicanas rebasaban con mucho las de los defensores; con una proporción de un soldado rebelde por cada siete asaltantes, los primeros no tardaron en verse completamente desbordados por el aluvión que se les vino encima. Además, parece que un desertor del ejército sublevado, chófer y por tanto buen conocedor del escenario, por el que se movía con asiduidad, había desvelado el emplazamiento de todas las fortificaciones y baterías, así como el número de fuerzas radicadas en el sector de Teruel, con lo cual los asaltantes conocían los puntos flacos del dispositivo defensivo[2]. Así pues, se decidió fortificar tan solo el Seminario y la Comandancia, donde se centraría la defensa a la espera de un pronto auxilio desde el exterior. Esto dejó indefenso buena parte del perímetro urbano del centro, donde la lucha se dirimió con relativa rapidez, a pesar de que seguramente habría ofrecido más opciones y garantías defensivas a los sitiados en un cerco prolongado como el que tuvo lugar. De hecho, Cámara denunciaba a los mandos de haberse recluido en esos dos reductos principales, abandonando el resto de la plaza en manos del enemigo y sin intentar el día 22 enlazar entre sí. Sin duda, el rápido control del entramado urbano turolense por parte de las fuerzas republicanas hizo esto último muy difícil, así lo prueba la muerte del capitán Félix Mínguez en el curso de una descubierta por las calles con 16 hombres a su cargo, o también las graves heridas sufridas por otros enlaces el día 23.

Precisamente, Cámara decía ser conocedor de los intentos de los defensores del cuartel de la Guardia Civil por comunicarse con el reducto de la Comandancia. Al fin y al cabo, estos se encontraban separados por el Paseo del Óvalo, por mucho que la exposición fuera total y la visibilidad de los tiradores inmejorable. Esto explica que el enlace enviado desde allí el día 23, alcanzó el Hospital de la Asunción con graves heridas, no tuviera éxito a la hora de solicitar refuerzos y agua para sus compañeros porque se consideraba, con buen criterio seguramente, que cualquier intento de conexión fracasaría. En cualquier caso, lo ocurrido el día 31 de diciembre de 1937 prueba que la estrategia por la que optó Rey d’Harcourt, en espera de un auxilio rápido desde el exterior, quizás no era tan errada. Lo que está claro es que no dejaba lugar para los contratiempos inesperados, como los que tuvieron lugar a partir del día 1 de enero, con el fracaso de la contraofensiva sublevada. En este sentido, la falta de previsión y alternativas a las que quedaron sometidos los defensores a corto plazo sí que pondría una parte de la responsabilidad sobre el mando a cargo de la defensa de la ciudad, si bien la principal causa de la derrota sublevada en Teruel tuvo que ver con el fracaso del auxilio desde el exterior.

De hecho, acusaba al mando de la plaza, con Rey d’Harcourt y sus tres tenientes coroneles a la cabeza, de haber tirado por tierra la moral de la tropa por la pasividad constante de la que hicieron muestra, sin presentarse nunca en primera línea y sin dar respuesta a problemas tan acuciantes como la falta de agua. Tal era el caos reinante, siempre según testimonio de Cámara, que no se organizaba un triaje y tratamiento adecuado de aquellos heridos leves que solo precisaban de una intervención superficial para volver a ser enviados a las posiciones defensivas. Supuestamente, el propio facultativo hubo de ponerse manos a la obra con hasta 200 de estos hombres, a los cuales asistió y repartió en diferentes posiciones, contribuyendo además a su correcta fortificación. Desde luego, en un contexto como aquel es lógico y posible que la improvisación jugara un papel importante, tal y como ocurre en cualquier combate urbano, y más aún dada la ausencia de mandos experimentados en número suficiente. No obstante, para Cámara el momento más flagrante llegó con la rendición del reducto de la Comandancia. Según él, esta no solo se llevó a cabo a espaldas de casi todos los jefes y oficiales —algo que desmiente el acta de rendición conocida en la posguerra—, y de los médicos, sino que además se hizo a puerta cerrada y en complicidad con los emisarios del EP. Para darle a la escena un componente de morbo e inmoralidad, Cámara acusaba a Rey d’Harcourt, al capitán José González Vidaurreta y al teniente Bernal de beberse «una botella de coñac» en compañía de los oficiales republicanos en el cuarto de guardia del Hospital de la Asunción, todo ello en medio del sufrimiento de decenas de heridos. Al parecer, cuando Rey anunció la decisión de rendir el reducto argumentando que «el Ejército de Franco había fracasado en su intento de llegar a Teruel», un militante de Falange llamado Juan Antonio Aznar gritó que «Falange no se rinde. Falange muere» y solicitó a los presentes que se unieran a él para proseguir con la defensa.

Como vemos, en el testimonio de Cámara estaban presentes todas las cualidades que a ojos del fascismo definían a los enemigos del nuevo régimen: la pasividad, la perversión, el afeminamiento y la traición. Antes que nada, el suyo era un relato moralizante destinado a cerrar filas, y el propio Rey d’Harcourt era el cabeza de turco. Por supuesto, en aquella nueva España no se podía cometer mayor pecado y provocación que poner en duda públicamente las cualidades de las fuerzas militares del nuevo régimen, tal y como había hecho el coronel. Todo esto explica que los hechos en torno al sitio de la plaza fueran sometidos a un proceso judicial ampliamente publicitado por los medios de comunicación del Movimiento, ya que su objetivo no era otro que limpiar el nombre del ejército, de las autoridades y del propio fascismo español, al tiempo que garantizar su infalibilidad. Es más, en un intento de salvar el honor de muchos de los defensores, Cámara se atrevía a señalar que el hecho de que muchos mandos aceptaran la rendición tuvo que ver con que «sus espíritus debilitados por el asedio se dejaron vencer a última hora por el sofisma de salvar vidas». Por supuesto, obviaba que toda resistencia era inútil militarmente hablando, sobre todo dado el impasse en que se habían sumido los combates fuera de la plaza, pero no menos por las condiciones en que resistían los defensores, rodeados de civiles, heridos la mayor parte de ellos, y sin apenas munición, alimento o agua. Sin embargo, en última instancia Cámara trataba de mostrar que la norma entre los mandos y la tropa del ejército nacional era la pureza de espíritu y la entrega desinteresada[3].

Todo esto ocurría en plena batalla por El Muletón y tras la llegada de las fuerzas rebeldes al curso bajo del Alfambra, días de poco trabajo para Varela dada la relativa calma de su sector, lo cual explicaría que se dedicara por entonces a proteger su buen nombre. Sin embargo, el éxito militar del CEG no supuso un cese de las actividades militares en la zona, especialmente en la retaguardia, donde se mantenía una actividad febril destinada a hacer posibles los próximos ataques. Los logros y ganancias territoriales del bando sublevado durante los últimos días no habían llevado a la ruptura del frente republicano y al derrumbamiento de su resistencia, tal y como se había esperado, sin embargo la toma de aquellos estratégicos emplazamientos había supuesto un duro revés estratégico para el EP y su posición en Teruel. En este sentido, si el mando republicano quería poner en aprietos a su enemigo y no dar por perdida la batalla por la capital estaba obligado a mover ficha. Además, había que ganar tiempo en previsión de nuevos ataques por parte del ejército rebelde. A tal efecto, se ordenó el envío de tres nuevas divisiones al área de operaciones turolense: la 27.ª, al mando de José del Barrio (1907-1989); la 46.ª, comandada por El Campesino; y, por último, la 66.ª BM, encabezada por Francisco Bravo Quesada. De hecho, los planes republicanos no solo pasaban por reconquistar las posiciones perdidas al norte y noroeste de Teruel, sino que por fin el alto mando se decidió a efectuar un ataque en el valle del Jiloca para cortar las comunicaciones del CEC y el CEG por carretera y ferrocarril. Este último se llevaría a cabo a la altura de Singra, partiendo desde Sierra Palomera y su éxito debía servir de apoyo a la operación para recuperar El Muletón y el Alto de las Celadas, además de que pondría en grave peligro todo el dispositivo sublevado en la zona. Precisamente, se esperaba que las urgencias planteadas por la contraofensiva obligarían al mando rebelde a desistir de lanzar nuevas operaciones para la conquista de Teruel, aunque fuera momentáneamente.

De hecho, los informes de inteligencia seguían llegando con regularidad y eran causa de preocupación entre los mandos rebeldes que dirigían los combates en el frente de Teruel. Uno de ellos se basaba en informaciones del 25 de enero, justo el día en que se desencadenó el proyectado ataque sobre Singra tras retrasarlo durante dos días seguidos. Dicho informe destacaba el desplazamiento de nuevos contingentes del EP al área de operaciones. Una de ellas era la mencionada la 27.ª División, que era considerada como fuerza de choque de élite y que contaba con un armamento excelente. Compuesta por miembros del PSUC, estaba al mando del también militante de dicho partido, líder sindical de la UGT en Cataluña y antiguo metalúrgico José del Barrio. En un principio, los informes de inteligencia del EdN prueban que los sublevados no creían que dicha unidad pudiera desplegar un alto potencial combativo, dada su baja moral, valoración que no obstante probaría ser equívoca desde su misma entrada en combate en el frente turolense[4]. De hecho, una vez más volvía a activarse la siempre temida amenaza de un ataque republicano en el sector de Bueña, aunque se sospechaba de las tropas de Líster, que tras pasar un breve periodo de descanso después de los combates del mes de diciembre habían reunido hasta 8000 milicianos. No es de extrañar que en previsión de estas maniobras la aviación rebelde mantuviera su presencia intimidatoria sobre las líneas de comunicación del EP en todo el valle del Alfambra, tal y como recordaba Carlos Montenegro, de vuelta al frente por entonces:

Se puede decir sin exageración que toda nuestra línea, que corre de Alfambra a Teruel, está batida; por ello se ve que el enemigo cuenta con un enorme material. Constantemente pueden contarse en el aire cien o más aviones. Son los dueños absolutos del aire. Así han reconquistado posición tras posición, las que perdieron en Teruel […]. Es tanta la aviación fascista que ya nadie le hace caso, limitándose solamente a mantenerla lejos con los antiaéreos. Ellos no bombardean; se mantienen haciendo observaciones con el fin de evitar el movimiento de las tropas o para influir psicológicamente sobre ellas[5].

Sin embargo, en algunas ocasiones se daban errores de la artillería antiaérea sublevada, que ante el miedo y la duda podía llegar a tirar contra sus propios aparatos llegando a derribarlos, tal y como recogió el día 24 en su diario Jeremías Hernández[6]. En cualquier caso, frente a aquellos vuelos de prestigio que eran una exhibición de poder por parte de los rebeldes, proseguían los preparativos del EP. Finalmente, el mencionado golpe de distracción tendría lugar algo menos de diez kilómetros al suroeste de Bueña, contra la población de Singra, y sería protagonizado por la recién llegada 27.ª División, posibilidad también contemplada por los agentes rebeldes en sus informes (véase mapa 4). De hecho, las tropas estacionadas en la zona tuvieron conocimiento de lo que se preparaba gracias a la deserción de un oficial de sanidad republicano la noche previa al ataque. Esto permitió desplegar refuerzos procedentes de la mermada 1.ª División de Navarra, que desde el pasado 21 de enero estaba siendo relevada del sector sur de La Muela de Teruel, algo que sin duda debió de caer como un jarro de agua fría entre sus hombres, muy desgastados por los combates de primeros de enero en las muelas de Los Oraus y La Alejandra. Sin embargo, la anulación de permisos siempre ha sido una realidad de la guerra moderna en situaciones de emergencia. Al margen de los detalles, que explicaré más adelante, lo que estaba claro es que el movimiento de hasta «400 mulos cargados» en el Altiplano y el Campo de Visiedo evidenciaba que esta vez sí se estaba preparando frente al valle del Jiloca controlado por los rebeldes. Mientras tanto, los servicios médicos de ambos bandos habían de lidiar con los combatientes que habían llegado a sus manos, muchos completamente destrozados por escalofriantes heridas de todo tipo, que eran la prueba más palpable de la evolución cuantitativa y cualitativa del poder destructivo del armamento bélico. James Neugass describía la situación reinante en el improvisado hospital de Valdecebro el día 24 de enero:

Durante toda la tarde no han parado de llegar al puesto carabineros hechos picadillo. Hemos debido de atender cien casos y casi ninguno estaba herido en un solo lugar. Una herida limpia que entra por un sitio y sale por otro es un lujo que solo era normal en la tranquilidad de la guerra mundial. Las balas dum-dum solían entrar limpias, pero salían a pedazos. Las modernas balas explosivas no salen, explotan en tu interior. Los heridos del racional siglo XX salen de las trincheras con el aspecto de haber pasado por una máquina de hacer hamburguesas[7].

Por aquel entonces los oficiales del EP eran plenamente conscientes de que la de Teruel había pasado a ser una batalla de desgaste cuyas consecuencias serían decisivas. El informe lo dejaba muy claro: «En ningún pueblo de la retaguardia han quedado fuerzas de ninguna clase», por eso el principal temor de los mandos republicanos era que los sublevados emprendieran una ofensiva general en toda la línea, tal y como de hecho ocurrió tras la caída definitiva de Teruel en manos rebeldes el 22 de febrero. Dos semanas después los sublevados se pondrían en marcha. A mediados de abril todo el frente de Aragón se derrumbaría por completo, excepto al noreste de Sobrarbe, donde resistió durante unos meses la llamada bolsa de Bielsa, y al sur de la provincia de Teruel, donde la progresión quedó frenada hasta el verano a la altura de Sarrión y Mora de Rubielos[8]. También en el bando rebelde quedaba clara la importancia decisiva de los combates por Teruel y su naturaleza de batalla de desgaste, lo cual quedaba corroborado por un documento redactado el 25 de enero de 1938 en el Estado Mayor del CGG. En él se concluía que, fruto de las exigencias de mantener el pulso impuesto por los sublevados, el enemigo había tenido que destinar al frente turolense a buena parte de sus reservas de los frentes del norte y el sur del Ebro y del centro de la península, además de la reserva general. Tal era la situación que el EP «no está en condiciones de llevar a cabo por el momento en ningún frente una acción a fondo a consecuencia del desgaste sufrido en la batalla de Teruel», y ello a pesar de que seguía conservando pequeñas reservas en todos los sectores que no obstante no podían ser desplegadas si no se querían correr graves riesgos. Por si fuera poco, el valor combativo y la moral de las unidades que seguían en primera línea había disminuido; pero no solo eso:

Se han producido muchos pánicos en muchas unidades [republicanas] del frente de Teruel viéndose los rojos obligados a fusilar individuos de tropa, a amenazar a los mandos y a dar órdenes severísimas para que las unidades de primera línea que retrocedieran fueran ametralladas por las situadas en segunda línea[9].

Lo cierto es que las previsiones de los golpistas fueron acertadas, tal y como prueban los partes de operaciones de la artillería del CEC. El mismo día del ataque contra Singra se ordenó el desplazamiento de las tres baterías al mando de Emilio Hernández Blanco, todas ellas equipadas con cañones de 155 mm, a la nueva área de operaciones. Además, el resto de la 1.ª Agrupación fue transferida al CEM, en previsión de la proyectada ofensiva en dirección a la línea del valle del Alfambra. Si esto es buena muestra de que el sector cubierto por el CEC estaba muy tranquilo desde hacía días, no lo es menos de que el ejército rebelde había desplegado la mayor parte de la artillería disponible en el frente de Teruel, que forzosamente había de ser repartida para atender con la efectividad requerida las necesidades de una línea tan extensa. Conscientes de esta dispersión de medios, algo que afectaba al EP bastante más que al sublevado, los días 28, 29 y 30 de enero las fuerzas republicanas aún realizarían nuevas intentonas contra las posiciones enemigas en las muelas de La Alejandra y Los Oraus, al oeste de Villaspesa, con ataques que incluyeron el uso de carros blindados en un terreno poco adecuado para su despliegue y aprovechamiento. Sin embargo, fracasarían en todos sus intentos de envolvimiento a través de la Rambla del Molino, que bordeaba las posiciones por el sur, algo a lo que contribuyó el fuego de contención realizado por los cañones de 105 mm del CEC. Así pues, como vemos, toda la línea del frente se mantenía más o menos activa, lo cual nos da una buena idea del tremendo grado de desgaste que comportó la batalla de Teruel para ambos ejércitos[10].

De hecho, a partir del 25 de enero los partes de bajas del EdN reflejan la actividad en el hospital de Monreal del Campo, algo que no es casual si pensamos en su cercanía con el nuevo teatro de operaciones abierto ese mismo día en Singra por el EP, unos catorce kilómetros al sur. Las fuerzas de la 27.ª División atacaron en mitad de la madrugada, aprovechando la niebla. La infantería asaltó el pueblo y sus inmediaciones apoyada por blindados, sin el efecto sorpresa deseado a causa de la deserción de un oficial sanitario durante la noche anterior que había puesto al corriente del próximo ataque a los rebeldes. No obstante, la resolución con la que atacaron las fuerzas republicanas puso en fuga a los defensores y dejó en manos de los asaltantes buena parte del pueblo y las principales alturas en torno a este. De hecho, esta circunstancia hizo que se designara a Emilio Esteban-Infantes, por entonces coronel de estado mayor, para llevar a cabo una investigación «sobre el comportamiento de la guarnición», cuando los combates por Singra todavía estaban en curso[11]. A pesar de encontrarse por entonces desplegado en el Cerro de Santa Bárbara de Celadas, unos 30 kilómetros al sur del nuevo teatro de operaciones, las impresiones que Jeremías Hernández dejó plasmadas en su diario son buena muestra de la incertidumbre que generó el ataque republicano entre muchos combatientes del bando rebelde. De hecho, según Hernández eran 60 000 hombres los implicados en la ofensiva, una sobreestimación tal que pone de manifiesto la rapidez con la que se extienden los rumores en la guerra y, también, la desinformación del soldado de a pie. En realidad, los asaltantes debían de sumar unos 8000 hombres. Aun así, en este caso los artilleros de Santa Bárbara disponían de cierta evidencia gracias a la buena visibilidad de la que gozaban desde su observatorio, que les permitía observar las pasadas de la aviación, además de sentir los temblores de la tierra y los estallidos de la artillería. Con todo, el miedo de Hernández y sus compañeros de armas tenía que ver con el hecho de que paralelamente a las operaciones de Singra estaban teniendo lugar los contraataques republicanos en El Muletón y Las Pedrizas, unos diez kilómetros al sureste, de ahí que dijera que «nos encontramos entre dos fuegos»[12].

Al fin y al cabo, en Singra la línea rebelde había resistido porque se había enviado un refuerzo de urgencia desde Villafranca del Campo que incluía un batallón de infantería y una sección de 35 regulares a caballo. El abrumador dominio aéreo de los sublevados hizo el resto, obligando a los atacantes a replegarse de sus expuestas posiciones en el pueblo y los cabezos en torno a este. En cualquier caso, el de Singra era un escenario muy localizado en cuanto a los medios puestos en liza, al menos si lo comparamos con otros combates acontecidos más al sur días antes. Basta con ver que a lo largo de aquella jornada el número de ingresados en Monreal fue de 61, de los cuales 27 pertenecían a la mencionada sección de combatientes marroquís, una prueba más del tipo de misiones encomendadas a dicho colectivo. De nuevo, las heridas causadas por la metralla habían sido la principal causa de las bajas, sumando 38 frente a los 21 combatientes heridos por fuego de fusilería. La medida de lo que estaba teniendo lugar en Singra, a pesar de la gran importancia que a nivel estratégico podía haber tenido un éxito republicano —siquiera puntualmente—, queda clara por el dato de ingresados registrado ese mismo día en Cella: 223 hombres, todos ellos procedentes del área de combate al noreste de la capital. Aquel día también quedó registrado el número de prisioneros —14 heridos y un muerto— que entraron en el hospital de Monreal, algo poco común en la documentación militar[13].

Silvano Soriano fue mudo testigo de todo ese trasiego de heridos, tropas y camiones, ya que tras seis meses en Alba su familia se había trasladado a Cella, 25 kilómetros más al sur. Así pues, el inicio de la batalla de Teruel los cogió ya instalados en Las Granjas, conocidas por los del entorno como Las Masadas, a medio camino entre Santa Eulalia y Cella. Como siempre, los lazos familiares y de amistad intracomarcales fueron fundamentales para dar acomodo y cierta estabilidad a los refugiados, en este caso un amigo de su padre fue quien les proporcionó «un poco de cobijo, una manta, una cama, en fin…». Tanto él como su padre y su hermano se dedicaron a pastorear ovejas allí, que era el oficio del cabeza de familia, y entre los tres apenas sacaban seis pesetas, lo justo para sobrevivir, todo ello en medio de unas condiciones de frío, miseria y bajo el peligro constante de la aviación enemiga. De hecho, tras el éxito de la ofensiva de El Muletón y con Celadas ya en la retaguardia sublevada, el cabeza de familia regresó al pueblo para escarbar en los escombros de su antigua casa y ver qué podía recuperar, y aún pudo recuperar «un jamón y una saca de harina de cien kilos», todo un tesoro en aquella época. Mayúscula fue la sorpresa que se llevó al acercarse a la corte donde tenían sus dos cerdos, que aún estaban vivos. Resulta que una pareja de ancianos se había negado a marchar del pueblo, a pesar de los bombardeos y el peligro, y durante la ausencia de los vecinos se habían dedicado a echar trigo a los animales, que gracias a ellos sobrevivieron. Así pues, como muestra de agradecimiento les regaló uno de los gorrinos[14].

Aún durante la guerra bajarían a vivir al mismo pueblo de Cella, frente a Los Herreros, donde está hoy el restaurante Miedes, que entonces era una zona donde había pocas viviendas y muchos pajares, con lo cual solía congregar a bastantes soldados en busca de refugio. En este caso se les asignó la casa de una familia que había marchado a la zona republicana en los primeros días del golpe[15]. Precisamente, Silvano recuerda que una mañana se levantaron y estaba todo el corral lleno de combatientes ateridos que decían venir de El Muletón, donde estaban teniendo lugar los durísimos combates de la segunda quincena de enero. De entre todos los que había, se quedaron sorprendidos al ver a tres de ellos junto a la puerta de su casa, que estaban tendidos en el suelo y no podían hablar, así que el padre de Silvano llamó a algunos de los que estaban por allí y les dijo: «“Ahí hay unos que estarán helaus. S’han helau”. Y ya les encendieron allí una lumbre y los calentaron». Cuando volvieron un poco en sí les preguntaron que por qué se habían echado al raso, a lo que contestaron que los pajares estaban llenos de gente, así que, agotados por la marcha de regreso a la retaguardia, se echaron juntos con una manta. Tal era la dejadez y la lasitud de los soldados, extenuados por los esfuerzos y la tensión psicológica a la que habían estado sometidos bajo la artillería y en los combates cuerpo a cuerpo, que muchas veces sencillamente se abandonaban en cualquier rincón y morían a causa de las temperaturas polares de aquel invierno. Además, el hecho de que en muchas ocasiones no encontraran refugio es buena muestra de hasta qué punto los pueblos y el territorio colindante se vieron desbordados e incapacitados para absorber el volumen de combatientes, personal, material y vehículos rodados que movía aquella guerra total. Así pues, no es casual que los tiempos de guerra fueran propicios para las epidemias y la mortandad, no ya solo por efecto de las balas, sino también porque soldados y civiles se veían forzados a vivir en la más absoluta miseria, precariedad y hacinamiento.

De hecho, al recordar a los soldados Silvano Soriano se apiada de ellos y se conmueve señalando que en muchos casos no entendían ni por qué estaban allí: «Los pobres, ni ideas tenían, si venían del frente llenos de piojos…». Una de las imágenes que le causaba más impresión era la entrada de los heridos en el hospital, que fue establecido en el edificio de las antiguas escuelas: «Venían muchos con las tripas afuera». Para lidiar con los altos niveles de mortalidad y los cadáveres se requerían los servicios de los paisanos, que durante el día se dedicaban a cavar zanjas en el cementerio y durante la noche cargaban a los muertos y los enterraban en las fosas. De hecho, algunos pastores que colaboraban en las tareas le contaban a Silvano Soriano que había combatientes que intentaban desertar haciéndose pasar por heridos o muertos, hasta el punto de que algunos solo reaccionaban al llegar al pie de las fosas. Desde luego aquella era una labor muy ingrata. En una época en que la cultura popular estaba mucho más dominada por las leyendas y las supersticiones, había veces que en plena noche los improvisados enterradores llegaban a pasar verdadero miedo al cargar con los cadáveres sobre el hombro. A veces el simple golpeo de las extremidades suspendidas en el aire contra sus espaldas les generaba tal respeto que llegaban a pensar que aún estaban vivos[16].

El hecho de que el ejército rebelde superara en medios al EP no significaba que tuviera cubiertas todas sus necesidades en materia armamentística, lo cual una vez más es prueba de las condiciones precarias en que luchaban los combatientes de ambos bandos. Así se pone de manifiesto en la petición realizada por el EdN el día 22 de enero, donde se solicitaba el envío de 140 mosquetones, arma más corta y manejable que el típico fusil de infantería; 25 pistolas; y ocho ametralladoras provistas de dispositivo antiaéreo destinadas a las baterías del 17.º Grupo de Artillería Antiaérea del CETN. No hay que olvidar que los artilleros también estaban sometidos al peligro de las infiltraciones enemigas al operar en la inmediata retaguardia, a veces cerca de la primera línea, de manera que sus dotaciones debían contar con armamento individual para repeler cualquier posible ataque. Sin embargo, en este caso solo se concedió el envío de 25 pistolas, que no obstante también estaban sometidas a estricto control, pues permanecían fuera del alcance de la tropa y debían ser adquiridas a título nominal por los oficiales que desearan hacerse con una de ellas. Respecto a las ametralladoras no las había disponibles, a pesar de ser un arma fundamental que no solo permitía realizar fuego en ráfaga más fácil de seguir y, por tanto, más efectivo a la hora de acertar a los objetivos aéreos, sino que además permitía proteger a las baterías contra los ataques de aviación a baja altura. Tampoco se sirvieron los mosquetones solicitados, que debían ser destinados de forma prioritaria a las nuevas unidades de infantería que se estaban formando por entonces y que según el documento no estaban armadas al completo[17]. Así pues, ya vemos que los medios de combate estaban tan solicitados como controlados en su distribución.

De vuelta a Singra, ya el día 26 las tropas de la 27.ª División llevaron a cabo hasta tres tentativas en su intento por tomar el pueblo y romper las líneas rebeldes, acompañadas en todo momento por blindados. Aunque no disponemos de datos de bajas para el bando rebelde, es de suponer que no fueron muy altas, porque siempre suele resultar más sencillo en la guerra defender que atacar, sobre todo cuando se está bien pertrechado y prevenido. El caso es que todas las tentativas republicanas fueron rechazadas por los defensores, reforzados ya con nuevas tropas. Jeremías Hernández se hacía eco de la dureza de los combates desde su posición al noroeste de Celadas, donde los enfrentamientos se extendieron desde las seis de la madrugada hasta las tres de la tarde, siendo una vez más decisiva la intervención de la aviación. Sin embargo, aquel día, y en medio de la confusión de los embates entre ambas fuerzas, algunos aparatos bombardearon por error las posiciones de la infantería sublevada, «haciendo bastantes muertos». De hecho, el curso de los acontecimientos no había propiciado que disminuyera el temor de los artilleros apostados allí, que temían una ruptura del frente que les obligara a iniciar una retirada precipitada[18]. En cualquier caso, el 27 de enero nos puede servir de referencia respecto a la virulencia de los combates, ya que a pesar de que prosiguieron las luchas por Singra y Torrelacárcel, cuatro kilómetros y medio más al sureste, ingresaron 24 heridos en Monreal, un tercio de los habidos dos días antes[19]. Finalmente, ese día fracasó el último intento republicano por tomar los Cabezos del Espino, un promontorio de unos 1069 metros que domina el estratégico puerto de Singra, por donde discurre la carretera Zaragoza-Teruel, y que marca el término municipal un kilómetro y medio al sur.

Mientras tanto, ese mismo 27 de enero volvieron a cobrar nueva intensidad los combates en la zona del Alto de las Celadas, entre las cotas 1179 y 1067, fruto de la contraofensiva lanzada por las divisiones 46.ª y 66.ª del EP, cuyo objetivo era recuperar la iniciativa y las posiciones estratégicas perdidas entre los días 17 y 22 de enero (véase mapa 3). Esa primera jornada de la contraofensiva republicana fue la 13.ª División sublevada la encargada de frenar en seco las acometidas de las fuerzas republicanas, especialmente las llevadas a cabo por brigadas de la 46.ª División en las primeras horas de la tarde. El parte de bajas es elocuente por lo que respecta a los esfuerzos de la primera, pero pone de manifiesto que los días anteriores se había pasado a desempeñar tareas defensivas, menos costosas si son ejecutadas de manera inteligente y con los medios adecuados. Así pues, a los 12 muertos y 57 heridos del día 27 seguirían los cinco muertos y 52 heridos del día siguiente y los nueve muertos y 60 heridos del 29[20]. El problema del primer asalto, que paso previo al asalto del Alto de las Celadas debía tomar la cota 1204, a cuatro kilómetros al noroeste de Villalba Baja y cuatro kilómetros al sureste de Celadas, es que tal y como recuerda José Español, veterano de la 46.ª División, la artillería no había conseguido mellar las defensas enemigas. Su conclusión era pura y simple, y en su opinión respondía al proceder habitual de El Campesino, que creía que bastaba con el valor que infundía el espíritu revolucionario: «No se había estudiado bien la localización de las defensas nacionales», lo cual era una condena al desastre. De hecho, Español recordaba que «a media tarde empecé a ver desde mi retrasado puesto de municionamiento filas interminables de camillas con heridos», víctimas de un ataque sin planificación previa[21].

El 28 habían fracasado los desesperados intentos de la 46.ª División de El Campesino por tomar la cota 1204, tres kilómetros al norte del extremo septentrional del Alto de las Celadas. Esta posición podía resultar de suma importancia porque desde lo alto se dominaba todo el llano de Celadas, cuatro kilómetros más al noroeste, y sus límites meridionales, marcados por el Cerro Gordo. Sin embargo, a pesar de los asaltos al amparo de esa noche del 28, que tuvieron continuidad de forma incansable a lo largo de la mañana y la tarde del mismo día, tan solo se consiguió desbordar la primera línea del tupido entramado defensivo de la 13.ª División rebelde. El efectivo sistema de trincheras había sido planificado por el comandante de la división, Fernando Barrón (1892-1953), y construido por sus combatientes durante los ratos de relativa calma en el frente, otra prueba de que en medio de una batalla existen pocos momentos para el descanso. De hecho, allí se ahogaría de forma desastrosa el último intento de la 46.ª División republicana por penetrar el dispositivo defensivo de las fuerzas golpistas, donde se dejaría por el camino de vuelta varios centenares de bajas. Estas, como ya apuntaba más arriba, contrastan con las pérdidas de una 13.ª División que supo rentabilizar al máximo sus esfuerzos. El periodista cubano Carlos Montenegro, amigo íntimo de Policarpo Candón (1905-1938), comandante de la 10.ª BM de la 46.ª División y caído en combate el día 27, había sido invitado por el gaditano a presenciar los combates por Teruel. Por eso mismo, fue testigo de las deliberaciones previas al ataque, que parecía contar con toda la información necesaria, a pesar de que se reconocía la posible insuficiencia de los efectivos que lo habían de llevar a cabo. Sin embargo, se trata de un relato laudatorio escrito a posteriori que apuntaba a varios problemas determinantes en el curso de los combates, entre ellos la supuesta falta de cohesión de la tropa por el reciente reemplazo de los comisarios, que ahora carecían de experiencia de combate. En cualquier caso, el fracaso se había consumado, a pesar de que la aviación rebelde no había podido intervenir debido al riesgo de fuego amigo por la cercanía entre asaltantes y defensores, ni tampoco a veces la artillería, a causa de la intensa niebla[22].

Un balance del CTV sobre las operaciones republicanas en Singra y sus contraataques en la zona de El Muletón y Las Pedrizas concluía que dichos combates, en continuidad con los de los días 17 al 23 de enero, habían comportado una reducción muy notable de la capacidad combativa del EP, dejándolo muy maltrecho en términos materiales y carente de reservas frescas e instruidas. En parte, el mando italiano atribuía el fracaso republicano a la falta de coordinación entre sus ataques, organizados de forma apresurada y sin la conveniente planificación. Esto comportó que acabaran «en una carnicería» para las unidades implicadas, las divisiones 27.ª y 46.ª y la 66.ª BM, sobre todo en el caso de la primera, que sufrió ante Singra un 50 por ciento de bajas[23]. A pesar del desastre, el 6 de febrero y con la fulminante ofensiva del Alfambra en curso, apareció en el Frankfurter Zeitung un artículo bastante bien informado que hacía balance de lo que iba de batalla en Teruel[24]. A pesar de que reconocía que persistía en el seno del EP «la lucha partidista», que la alimentación era de muy escasa calidad y que había una total escasez de medios, también señalaba que el fracaso de Franco a la hora de «llegar a una acción decisiva» «con un ejército bien disciplinado y abundante material» residía en el éxito de la República a la hora de crear un ejército moderno de masas. Así pues, la virulencia de la lucha en torno a Teruel y su extrema duración no eran sino la consecuencia directa de la capacidad de resistencia y las cualidades combativas alcanzadas por las fuerzas republicanas. Y a pesar de que no dejaban de señalarse los graves problemas de encuadramiento por la falta de mandos intermedios, sí que se hacía hincapié en el hecho de que los soldados republicanos «ya no abandonan el campo a los gritos de guerra de los moros y legionarios», tal y como había ocurrido en los primeros compases del conflicto. Tanto era así que este observador alemán consideraba la de Teruel como la segunda batalla de la guerra «en toda su extensión» después de la de Brunete, «por el número de sus fuerzas y por el carácter de la misma», que implicaba mejoras de orden táctico, aumento del material y los efectivos en liza y un mayor grado de preparación de las tropas[25].

Desde luego, los mandos políticos del EP no eran ajenos al problema que representaba la pérdida del Alto de las Celadas y El Muletón, tal y como reflejaba el comisario de la 67.ª División, Pelayo Tortajada Marín (1915-1944), en un informe del día 3 de febrero de 1938. Después del fuerte desgaste al que había estado sometida la 216.ª BM de dicha unidad, que combatía desde el día 30 de diciembre y había vivido un punto culminante en la carnicería de los días 17 y 18 de enero, no le tranquilizaba el hecho de que la situación hubiera quedado estabilizada, sobre todo tras los frustrados contraataques de la 46.ª División. Todo invitaba a pensar, según este, que el control estratégico de las alturas al norte de la plaza y la situación de indefinición en La Muela al oeste «es un peligro constante para Teruel, estando este batido hasta con ametralladoras» desde este último punto y, por tanto, «estando a merced de cualquier sorpresa que nos quiera hacer [el enemigo]». De hecho, Tortajada no entendía que se estuvieran retirando unidades del frente, dejando sobre el terreno un número de efectivos absolutamente insuficiente para contener cualquier intento serio de conquistar Teruel por parte del ejército sublevado, tal y como se iba a poner de manifiesto en muy pocos días[26]. La situación se veía dificultada por el extremo agotamiento y la baja moral de la tropa, algo que según confesaba el comisario también le estaba empezando a afectar a él por sus idas y venidas constantes entre las unidades tratando de levantar el ánimo de los combatientes. Por eso solicitaba el envío de hombres de confianza que pudieran colaborar en el enardecimiento de los soldados[27].

Que la situación en la propia capital no era ni mucho menos segura queda de manifiesto en el viaje efectuado por James Neugass a Teruel a finales de enero. En esta ocasión, con la carretera de Alcañiz completamente cortada, la única conexión con la capital era por la carretera de Sagunto. Su misión era hacer acopio de diversos medios para organizar el hospital de La Puebla de Valverde, hacia donde se encaminarían a partir de entonces las evacuaciones de heridos. Pues bien, al llegar allí no solo se encontró una ciudad en el mismo estado de abandono en que había quedado tras los combates concluidos tres semanas antes, con «los mismos caballos muertos» en el Viaducto, sino que fue recibido en dicho paso elevado por las balas trazadoras procedentes de las ametralladoras emplazadas en el norte de La Muela. Una vez en la ciudad participó del expolio de lo que aún quedaba, tanto para cumplir con su misión como para satisfacer sus propias necesidades. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue «un alarido humano como de rabia». Sorprendido, no dudo en preguntar:

—¿Qué es eso? ¿Un herido?

—No, los heridos están demasiado enfermos para chillar. Esos son los lunáticos que están en la casa de locos. Está fuera, entre las líneas. El manicomio se quedó aislado y solo pudimos evacuar la mitad.

—¿Cómo comen?

—Les llevamos comida por la noche. Las monjas se la cocinan.

—¿Crees en la eutanasia?

—¿Qué es la eutanasia?

—Déjalo[28].

La disolución de la frontera entre civiles y combatientes, característica más destacable de la guerra total, se ponía de manifiesto de forma desgarradora en este episodio. Sin embargo, vale la pena destacar que por esa misma naturaleza el alcance de la batalla de Teruel desbordó con mucho el espacio geográfico comprendido al sur de la provincia, implicando un área muy amplia que participó de forma directa o indirecta en el desarrollo de los acontecimientos. No es casual que por aquellos días también hubieran sido bombardeados por los rebeldes sendos objetivos estratégicos, como eran la gasolinera y los depósitos de combustible de Valencia, una ciudad y toda su región circundante que participaban de lleno en el esfuerzo de guerra del frente turolense gracias a la carretera y el ferrocarril de Sagunto. Aquellas vías de comunicación no solo aportaban constantes refuerzos humanos, armamento y víveres vitales para las tropas que combatían al sur de Aragón, como mostraba el convoy que había llegado a Sarrión-Teruel el día 22 de enero, sino que además habían sido el eje más transitado para la evacuación de refugiados civiles. Más al norte también habían sufrido sobremanera Alfambra y Perales del Alfambra, nudos de comunicaciones y centros logísticos vitales para el abastecimiento de las tropas desplegadas al norte de Teruel. Los pajares y la parte del castillo del primer pueblo servían como polvorines para municiones y material de guerra orientados especialmente hacia el Campo de Visiedo. De ahí que otro de los ejes en torno a los cuales había pivotado el despliegue republicano durante la batalla de Teruel fuera Alcañiz, que por entonces estaba a unos 65 kilómetros en línea recta del frente de Zaragoza y a 118 de Alfambra[29]. Por la capital del Bajo Aragón había pasado una parte importante de los refuerzos procedentes de esta área de reposo para la tropa dentro de la retaguardia gubernamental, así como también de la propia Cataluña.

Lo que está claro es que a finales de enero los servicios de inteligencia rebeldes estaban especialmente interesados por el número y características de los efectivos acantonados en el Campo de Visiedo y el Altiplano, que era precisamente el área escogida por el mando sublevado para dar el golpe que acabara de encauzar a su favor las operaciones en el frente de Teruel. Sin lugar a dudas, la elección de ese sector como escenario de su próxima ofensiva estaba apoyada en los informes de inteligencia, que ponían de manifiesto hasta qué punto los esfuerzos republicanos se habían concentrado más al sur. Efectivamente, esta se centraría en una franja de terreno que dibujaba una curva de unos 45 kilómetros en la zona norte del frente de Teruel, desde Portalrubio hasta Bueña, previendo una penetración que debía llegar hasta Argente y Visiedo al oeste, donde había desplegadas varias baterías antiaéreas; y Perales del Alfambra y Fuentes Calientes, más al este. En Pancrudo, primer obstáculo a batir antes de alcanzar Perales del Alfambra, había un par de batallones; un poco más al este, Cervera del Rincón con solo un batallón era el obstáculo antes de Fuentes Calientes, donde además había un polvorín importante situado en La Fuentepicada, un kilómetro y medio al este de la población; por lo demás, eran pocos los refuerzos que podían enviarse desde la vecina comarca de las Cuencas Mineras. Mientras tanto, poco más de 40 kilómetros al sur una operación simultánea debía partir del norte de Celadas para asegurarse la línea dibujada por el valle del río Alfambra, desde la población homónima hasta la confluencia de la carretera de Alcañiz-Teruel con la de Teruel-Cedrillas. De este modo se pretendía embolsar a las tropas republicanas destacas en Sierra Palomera, que habían constituido una amenaza constante para las líneas de comunicación del ejército sublevado en torno a la capital del Aragón meridional. Sin embargo, tal era el grado de infiltración de las redes de espionaje rebeldes en el entramado militar republicano que aún se esperaba contar con informaciones más exactas sobre la situación en Teruel[30].

Por su parte, otro informe de inteligencia de la 108.ª División, que iba a participar en las próximas operaciones dentro del CEM, revelaba la presencia de hasta 30 000 hombres en todo el territorio al norte de Alfambra, según informaciones procedentes del Parque de Camiones de Intendencia del vecino pueblo de Perales del Alfambra. En ese mismo informe se reconocía que no estaba muy claro el emplazamiento exacto y la situación de la 11.ª División de Líster, muy maltrecha tras su participación en los combates ofensivos y defensivos de diciembre por la posesión de la ciudad de Teruel. En último término, el confidente concluía que había un importante despliegue militar republicano en todo el Campo de Visiedo —algo que contradecía las informaciones de otros agentes—, pero también que existía miedo y ansiedad entre los mandos por la posible inminencia de un ataque sublevado cuya dirección y objetivos se desconocían[31]. Sin embargo, la realidad es que las tropas tenían mandos poco capacitados y estaban muy escasas de armamento adecuado para responder a cualquier acometida seria del enemigo, tal y como pronto comprobarían las tropas rebeldes.