6. El aprendizaje y ejercicio de la guerra total: la miserable contidianeidad durante la batalla a mediados de enero

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EL APRENDIZAJE Y EJERCICIO DE LA GUERRA TOTAL: LA MISERABLE COTIDIANEIDAD DURANTE LA BATALLA A MEDIADOS DE ENERO

Apenas una semana después de haber sido derrotados los últimos reductos que resistían en el interior de Teruel, Juana Salas de Jiménez, presidenta de la Junta Suprema de la Confederación de Mujeres Católicas, mostraba su preocupación por el posible destino de las enfermeras capturadas dentro de la plaza por las fuerzas republicanas[1]. Por ese motivo, el día 14 de enero se dirigió a Mercedes Milá con objeto de averiguar información sobre su paradero y situación y realizar gestiones a través de la Cruz Roja Internacional de cara a conseguir su liberación[2]. Era bien conocido que el gobierno republicano había puesto todo su empeño en controlar los asesinatos extrajudiciales de cara a la opinión pública internacional, algo de lo que se hacía eco el mencionado capitán Raimundo González dos días después de haber escapado a la rendición del Seminario: «Han tenido especial cuidado [los republicanos] en evitar de momento todo fusilamiento»[3]. Por supuesto, eso no había sido óbice para que en ambos bandos se dieran casos en que pudiendo hacerlo se evitara la toma de prisioneros recurriendo a la ejecución casi fulminante de hombres desarmados e indefensos[4]. Y es que la necesidad que las autoridades republicanas tenían de hacerse creíbles a ojos de las potencias democráticas pasaba por demostrar que algo había cambiado, que había al frente un Estado firme y decidido con una línea clara de acción. La figura que tenía que servir a tal fin era el obispo de Teruel y Albarracín, Anselmo Polanco (1881-1939), cuya captura con vida y traslado a Valencia se convirtió en una prioridad para el gobierno.

El encargado de esta delicada misión fue el comisario-inspector del EdE, Tomás Mora. Este recordó con Ronald Fraser algunos detalles del viaje junto al religioso, y tenía muy claro aún en la posguerra que salvar a Polanco y darle un trato humano valió más a ojos de la opinión pública mundial que cualquier campaña de propaganda. Al parecer, el comisario-jefe le preguntó a su prisionero si acaso no habría merecido la pena servirse de su influencia para persuadir a los jefes de la plaza de la conveniencia de aceptar la oferta de rendición republicana, algo que habría evitado sufrimientos innecesarios a la población. Polanco le contestó a Mora que puede que tuviera razón, «pero debe tener en cuenta que nadie se resigna fácilmente a la derrota»[5]. Al igual que muchos de sus colegas del alto clero, el obispo había participado en la campaña electoral de febrero del 36 desde el púlpito de la catedral. Con un tono milenarista muy del gusto de la Iglesia de la época, que acabó impregnando por completo los propios discursos de la contrarrevolución en España, llegó a afirmar que había que elegir «entre los defensores de la religión» y «los voceros de la impiedad, del marxismo y del amor libre»[6]. Estos diagnósticos de crisis liminal y apocalipsis inminente no solo fueron muy comunes entonces, sino que además son una clara muestra del modo dramático en que algunos contemporáneos —no todos, ni siquiera seguramente muchos— vivieron los acontecimientos del momento. En cualquier caso, vale la pena señalar que mientras el obispo era tratado con mimo por las autoridades republicanas el resto de prisioneros eran concentrados en el viejo Mercado de la actual plaza Domingo Gascón, hasta mil hombres procedentes de los dos reductos y de los frentes. José Carrasco recuerda que tal era la situación de hambre y sed entre ellos que tuvieron lugar varias peleas a puñetazos por el reparto del agua y en la competencia por un montón de basuras, donde buscaban desesperadamente algo para comer[7].

En lo puramente militar, el día 8 de enero forzó un reenfoque de la batalla de Teruel para las fuerzas rebeldes, en el caso del EP sería el día 10, cuando fracasaron los últimos intentos de desalojar al enemigo de La Muela. Sin embargo, teniendo en cuenta que permanecían sobre el terreno 90 000 combatientes republicanos y que los sublevados seguían desplegando nuevas tropas a lo largo de la vega del Jiloca, estaba claro que solo se trataría de una pausa momentánea. Aquellas serían jornadas de reflexión para los mandos de ambos ejércitos y días de «descanso» para los combatientes, que en muchos casos habían sido llevados hasta el límite de sus fuerzas físicas y psíquicas, como prueba el propio impasse en que había caído la batalla en la última semana. Y es que resulta imposible mantener a los hombres sometidos a tales niveles de estrés y exigencia durante tantos días seguidos[8]. Sin ir más lejos, el mando rebelde daba por «materialmente deshechas las Divisiones 11 (Líster), 68, 39 y 25» a pesar de la «tan cacareada ofensiva de Teruel». Vale la pena destacar que el comandante comunista de origen gallego era el único mando de unidad que se mencionaba de forma específica, buena muestra de su elevación a la categoría de mito en la España republicana, lo cual había provocado de rebote que los rebeldes desarrollaran una gran fijación con su figura. Es evidente que el hecho de haber puesto fuera de combate a la división de Líster, aunque fuera a costa de un alto número de bajas propias, provocaba una gran satisfacción entre las autoridades de la España sublevada[9].

Los corresponsales extranjeros demostraban estar muy al tanto de la situación real cuando afirmaban que «las operaciones en el frente de Teruel están detenidas en sus altas concepciones por los temporales de nieve y que ambos ejércitos acumulan refuerzos para evitar los movimientos envolventes con que unos y otros se amenazan». Sin embargo, parece que las cosas eran muy diferentes entre los republicanos refugiados en el País Vasco francés, quienes dejándose llevar por la euforia soñaban con que Teruel pudiera ser el anhelado punto de inflexión de la guerra a favor del bando leal. La oficina del SIPM en Burgos parecía regodearse con los informes de sus agentes, señalando «una ceguera en la confianza de estas operaciones» en torno a Teruel o que los exiliados no dejaban de hablar «de planes, que indican su extravío, hablando de que si las fuerzas rojas llegan en breve a Calatayud, la guerra entrará en una nueva fase». Sin embargo, como decía más arriba, esto prueba una vez más el éxito momentáneo de los planes de Rojo por dos veces, que había conseguido abortar la proyectada ofensiva sobre Madrid, mantener firme al EP en torno a Teruel tras la desbandada del día 31 y, finalmente, aportar un balón de oxígeno a la retaguardia republicana. Para los mandos del SIPM el cambio resultaba sorprendente, pues al caos y abatimiento de la Nochevieja «ha sucedido una reacción de confianza y de optimismo inexplicable»[10]. El propio Goebbels se lamentaba de que «desgraciadamente Teruel ha vuelto a caer en manos de los rojos. ¡Es un escándalo!», y un poco más adelante mostraba su contrariedad por el hecho de que «los españoles —refiriéndose por supuesto a los sublevados— han abandonado Teruel y con ello tienen que desistir de toda su ofensiva nacional»[11]. Sin embargo, en la capital de la España rebelde existía una confianza total en que la resolución de la batalla de Teruel no solo era cuestión de tiempo, sino que además sería decisiva para el triunfo final de sus armas en la guerra.

También merece la pena detenerse en el análisis que realizaba el mando del CTV sobre las tres primeras semanas de combates, marcadas por la ofensiva republicana y la frustrada contraofensiva sublevada. El informe era claro y diáfano al señalar que las fuerzas del EP, a pesar de ser muy numerosas, fueron mantenidas «a raya durante algunas semanas, por algunos miles de hombres, que inflingieron [sic] a aquellas grandes pérdidas». Si bien es cierto que la defensa de los reductos se había saldado con éxito durante tres semanas, no lo es menos que cualquier tipo de guerra urbana favorece sobremanera al defensor frente al asaltante y que, además, el enfoque republicano en la reducción de estos focos de resistencia estuvo encaminado a reducir al máximo el número de bajas propias. El uso de las minas subterráneas respondió a la pura necesidad militar, que además se enmarca en las propias lógicas de la guerra total, el desprecio por la vida del enemigo y la deshumanización del conflicto, carente de normas y regulaciones, una coletilla que en cualquier caso resulta extraña de por sí al hablar de un enfrentamiento armado. Por lo que respecta a las fuerzas desplegadas en el perímetro exterior del cerco, encargadas de contener cualquier intentona de salvación, su objetivo era precisamente ese: cerrar la pinza en torno a Teruel y establecer una línea defensiva impenetrable. Además, los refuerzos del ejército sublevado no tardaron demasiado en llegar, empezando a hacer acto de presencia de forma progresiva a lo largo de los diez días siguientes. Sin embargo, con un enfoque un tanto sesgado, el informe del CTV defendía que la resistencia en la zona de Los Llanos de Caudé «fue reforzada y dotada de un elevado número de armas automáticas que entraron muy bien en juego en este terreno llano y abierto, viéndose además esta defensa muy facilitada por la falta de artillería y aviación por parte de los nacionales, y de las condiciones atmosféricas contrarias a estos». Sin embargo, fueron esas mismas condiciones del terreno las que facilitaron el machaqueo de las tropas republicanas desplegadas en el llano a manos de la artillería, y también de la aviación cuando esta pudo entrar en acción.

Tratando de indagar en la capacidad combativa y valorar hasta qué punto habían llegado los esfuerzos de la República en la creación de un ejército moderno, el informe del CTV señalaba que durante su contraofensiva el ejército rebelde asestó un golpe durísimo al enemigo, a pesar de encontrarse «en condiciones de fuerza muy similares». Sin embargo, como ya he señalado, ciertas circunstancias coadyuvaron al desastre republicano del 31 de diciembre, todo ello sin olvidar la potencia de fuego mucho mayor de los golpistas. Con todo, los italianos no dudaban en mostrar su asombro al constatar que las labores para la creación del EP habían «dado resultados verdaderamente eficaces». En cualquier caso, comparaban las operaciones republicanas en torno a Teruel con las ejecutadas durante el verano en Brunete y Belchite, también operaciones ofensivas muy localizadas y de distracción, en ambos casos para aflojar o paralizar el empuje de la ofensiva sublevada en la zona norte de la península. A ojos del Estado Mayor del CTV, las circunstancias y el modus operandi eran muy similares en los tres casos: un primer éxito republicano favorecido por el efecto sorpresa y la debilidad de las fuerzas defensoras; una resistencia enconada por parte del EP ante la respuesta sublevada, con gran número de bajas en ambos casos; y, finalmente, una vuelta a la situación original tras un duro desgaste, tal y como ya podía verse a finales de febrero, fecha en que se firma el informe. No obstante, los italianos eran capaces de reconocer que la apuesta republicana en torno a Teruel, así como su capacidad de respuesta, habían ido mucho más lejos que en Brunete y Belchite, sobre todo por la afluencia constante de refuerzos procedentes de todos los sectores, tanto por un lado como por el otro. A sus ojos, la batalla por la capital del sur de Aragón ponía de manifiesto la «capacidad ofensiva bastante modesta» del EP y «una capacidad defensiva —con relación a las posibilidades de ataque por parte de los nacionales— que pudiéramos llamar normal», un análisis inteligente y acertado[12].

Los infructuosos ataques frontales de los sublevados contra las defensas de Teruel habían dejado diversas enseñanzas, las cuales a su vez ponían de manifiesto los enormes retos planteados por el armamento moderno, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones tácticas. Algunos de estos problemas ya habían surgido durante la Gran Guerra, una experiencia radicalmente nueva que había puesto en cuestión buena parte de los dogmas y preceptos de los militares profesionales y del universo castrense europeos. Por supuesto, los oficiales españoles que combatían en la guerra civil española habían conocido un tipo de conflicto netamente diferente en las estribaciones montañosas del norte de Marruecos, tanto por la naturaleza del enemigo y la calidad del armamento como por el modo de combatir. Podría decirse que hasta cierto punto habían permanecido ajenos a las profundas transformaciones táctico-estratégicas propiciadas por el conflicto del 14-18, a pesar de ciertas iniciativas como la Colección Bibliográfica Militar. Así pues, al igual que les había ocurrido a sus colegas europeos apenas veinte años antes, gran parte de los militares españoles de ambos bandos se vieron obligados a aprender lo que era una guerra moderna, a lidiar con sus dificultades y a sobreponerse a ellas sobre la marcha, con todo lo que ello implicaría de exposición para las tropas que combatían sobre el terreno. De hecho, conforme el conflicto avanzó y devino total también se acrecentaron los retos y los problemas a los que dar respuesta, de manera que este siempre exigió un tremendo esfuerzo de adaptación, tanto por parte de los mandos como de los hombres encargados de ejecutar sus órdenes[13].

Precisamente, uno de los principales desafíos que había marcado el devenir de la Gran Guerra fue la irrupción de las armas automáticas y de cañones de artillería en una cantidad y con una cadencia de fuego y unos calibres de un potencial destructivo sin parangón. Coordinar de forma eficaz el empleo de la artillería y la infantería mientras esta última avanzaba, todo ello a la par que se neutralizaban los esfuerzos del enemigo por defenderse, se convirtió muy pronto en un problema central en el nuevo modo de hacer la guerra, hasta el punto de provocar disputas y malos entendidos entre los responsables de cada arma. Pronto se demostró que a pesar del positivismo y el auge del método científico, dominantes también en las academias militares durante el cambio de siglo y las primeras décadas del novecientos, la guerra no podía reducirse a la categoría de una ciencia exacta o al funcionamiento de una máquina que se rigiera por una serie de reglas predecibles. Sin duda eran muchos otros los factores que entraban en juego, entre ellos la existencia de un enemigo que se defendía con todos los medios a su alcance, pero no menos el clima, la orografía, el tipo de suelo, la vegetación, el tipo de armamento, el grado de conocimiento de los mandos superiores e intermedios o de los servidores de cada arma, etc. No obstante, ante todo y por encima de cualquier otra dimensión estaba el hecho de que el peso último de la guerra descansaba en su mayor parte sobre la infantería, compuesta por seres humanos cuya misión era ejecutar sobre el terreno lo que no dejaban de ser planes preconcebidos. Así pudieron comprobarlo de forma paradigmática los británicos en El Somme en julio de 1916, cuando la infantería se encontró con que la brutal preparación artillera de una semana no había acallado la resistencia alemana. Pero además, por muy diversas razones los hombres se vieron incapaces de seguir las cortinas de fuego de sus propios cañones, tal y como se había previsto, quedando en muchos casos expuestos frente al enemigo en tierra de nadie o en un complejo entramado de fortificaciones y trincheras que ahogó su ataque frontal[14]. Por aquel entonces, apenas comenzaba a descubrirse el tremendo poder destructivo de la artillería más moderna, si bien en la guerra civil estadounidense de mediados del XIX y en otros conflictos europeos se había podido presentir.

Cosas parecidas ocurrieron también en Teruel desde el 23 de diciembre de 1936 hasta la caída del Seminario el día 8 de enero, tal y como se lo hacía saber ese último día Carlos Martínez de Campos (1887-1975), comandante general de artillería en el EdN, a su superior, Joaquín García Pallasar (1877-1960), comandante general de artillería del ejército sublevado. El autor del informe señalaba que se habían seguido al pie de la letra las órdenes, efectuando una preparación artillera basada en la concentración de fuego de todas las piezas divisionarias y de los cuerpos de ejército de Castilla y Galicia sobre los diferentes objetivos asignados, un método que se conoce actualmente como bombardeo en alfombra. Él mismo reconocía que este enfoque iba en detrimento de la precisión, y que lo que buscaba en realidad era hacer mella en la moral del enemigo, más que centrarse en un tiro ajustado con efectos materiales concretos. En este sentido, el coronel se lamentaba del tremendo derroche de munición y del desgaste sufrido por las piezas a causa de un método que creía ineficaz, sobre todo porque muy a menudo se ordenaba repetir las preparaciones artilleras al persistir la resistencia enemiga. Además, la situación se veía agravada por las constantes peticiones de los mandos de las diferentes divisiones, que no siempre podían ser cubiertas con los medios existentes. Así se explica otra de las quejas del coronel de artillería, que acusaba a la infantería de desperdiciar una y otra vez preparaciones que desde su punto de vista habían tenido «suficiente precisión». Sin embargo, la reticencia de los mandos a atacar podría ser muestra de que no se habían alcanzado los objetivos y no se podía avanzar sobre las posiciones enemigas con unas mínimas garantías.

En cualquier caso, el coronel tenía muy clara su visión de las cosas: la responsabilidad por el mal empleo de la artillería recaía sobre los comandantes al mando de los cuerpos de ejército y las divisiones, siempre y cuando no se debiera a la propia incapacidad de los servidores de la batería o a un mal empleo de los recursos por su parte, algo que sería perceptible a simple vista. De ahí que apuntara a la incompetencia y al supuesto conservadurismo de los oficiales al frente de las grandes unidades: o bien no sabían leer la situación de forma adecuada, hasta el punto de dar lugar a errores constantes en el tiro cuando indicaban los objetivos, o bien no estarían dispuestos a asumir el riesgo de un alto número de bajas que implicara jugarse su prestigio o su cargo ante sus hombres, sus colegas y el propio Franco. De hecho, el autor creía que a menudo los mandos concedían «excesiva importancia […] a los obstáculos que observa[n] desde su propio puesto de mando». Esto no le impedía reconocer la «falta de iniciativa o método en algunos mandos artilleros divisionarios», que no contaban con la formación y experiencia necesarias, pero también apuntaba al «desconocimiento de las limitaciones y posibilidades del fuego artillero» por parte de muchos de aquellos oficiales de infantería. Desde el punto de vista del autor del informe, estos últimos parecían esperar poco menos que milagros de la intervención de la artillería: «Tampoco es juicioso pretender que antes del asalto haya desaparecido todo vestigio del enemigo. Hay que marchar, en ocasiones, bajo el fuego, y hay una última fase […] en la que se lucha cuerpo a cuerpo y en la que se prodigan las granadas de mano».

Por lo demás, se quejaba del uso inadecuado (o inexistente) de las banderas y paineles por parte de la infantería, lo cual hacía más difícil una coordinación eficiente y segura del avance de esta con la acción de la artillería, perdiendo su cortina protectora y dejando a los fusileros a merced del fuego enemigo. Así pues, parece que los problemas de comunicación e interpretación debían de ser bastante recurrentes. Sobre todo, parte del análisis apuntaba a las dificultades de muchos mandos para interpretar el mejor modo de salvar una determinada dificultad al pie del terreno, hasta el punto de que su falta de iniciativa les llevaba a recurrir de forma constante a la artillería divisionaria o de cuerpo para ablandar la resistencia. A ojos del coronel de artillería esto daba lugar a retrasos decisivos en el avance eficaz de las operaciones. Al final, se acababa acusando a los artilleros de tener un papel irrelevante en el curso de los combates, lo cual le parecía injusto, tal y como se demostraría en la segunda mitad de la batalla. De hecho, eran bien conocidas las dificultades que se habían tenido que salvar por disponer de «una organización rudimentaria», por la falta de personal y formación adecuados, dadas las exigencias crecientes de la guerra y la masividad del ejército nacido al calor de esta[15]. Para hacerse una idea del esfuerzo realizado por el ejército sublevado en su intento por reconquistar Teruel entre finales de diciembre y primeros de enero basta con ver las cifras de municiones entregadas y consumidas: cuatro millones y medio de cartuchos, 73 000 granadas de mano y 27 500 granadas de mortero de 45, 50 y 81 mm consumidas por la infantería, así como más de 150 000 obuses de artillería de diferentes calibres, incluyendo más de 10 000 de 155 mm[16].

En este sentido apuntaba otro informe de la misma Comandancia General de Artillería, remitido el 11 de enero, donde se insistía en que el empleo más eficiente de la artillería de cara al éxito de las operaciones combinadas con la infantería pasaba por una concentración de fuego de gran intensidad en intervalos cortos de tiempo. Sin embargo, insistía en las dificultades que planteaba la gran extensión de los frentes para un ejército de masas precario en extremo, carente de personal y material suficiente para poder hacer la guerra con garantías y cubrir las necesidades derivadas de esta. Sobre todo se quejaba de las dificultades para rastrear el frente enemigo y para reunir información de valor sobre sus posiciones, todo ello unido a un conocimiento a menudo deficiente del escenario en que se combatía. Para salvar la situación, el comandante de la artillería sublevada en Teruel proponía asegurar un flujo de informaciones y datos entre unidades desplegadas en sectores contiguos, en este caso para asegurar un conocimiento del terreno en áreas amplias y para poder coordinar ataques masivos con el mayor número de piezas a mano[17].

Por suerte para ellos, el bando republicano no estaba ni mucho menos en una situación más favorable. Hay que tener en cuenta algo que ya he señalado en otras ocasiones, que, si bien es propio de cualquier guerra, fue algo muy característico de la española, dado el punto del que partían los ejércitos en pugna en cuanto a su personal profesional y sus doctrinas. A ello hay que sumar la naturaleza de un conflicto cambiante que, además, devino día tras día más exigente en términos humanos y materiales. De este modo, la guerra planteó un reto logístico y organizativo ingente, forzando hasta el límite las costuras de ambos ejércitos y sociedades en su esfuerzo por adaptarse a nuevos contextos y expandir su capacidad de movilización y encuadramiento. Así lo prueba, por ejemplo, la creación de la Comandancia de Ingenieros del EdN el 12 de enero, muy pocos días después de la rendición de los defensores del Seminario. Tal y como reza el documento donde se aprueba dicha medida, las fortificaciones se habían convertido en un elemento clave en la guerra moderna. Esto era así tanto en el ahorro de fuerzas, pues en caso de estar bien concebidas y construidas permitían cubrir una mayor extensión del frente, como a la hora de coordinar esfuerzos defensivos y evitar una exposición excesiva de la tropa. Aunque a estas alturas pueda parecernos una perogrullada, solo al calor de las necesidades marcadas por el propio desarrollo y magnitud de la batalla de Teruel se tomó conciencia de la necesidad de contar con un mando especializado en estas cuestiones dentro del EdN. Al fin y al cabo la potencia de fuego de los contendientes y la pericia del propio enemigo, mucho más experimentado y mejor comandado que en la fase de la guerra de columnas, no había dejado de ir en aumento, al tiempo que se había pasado de una guerra de movimientos a otra de naturaleza mucho más estática.

El personal adscrito a la unidad de ingenieros debía ser capaz de prever respuestas ante cualquier posible contingencia, disponer el material para ello en lugares estratégicos y dar con soluciones transitorias de garantías y a gran escala, tal y como requería el momento. Tal era la importancia conferida a la misión que el coronel Joaquín de la Llave, hombre designado para el cargo, podía disponer de los batallones de trabajadores (BBTT) de prisioneros de guerra y de los zapadores según su criterio, así como también requerir la mano de obra de soldados de infantería siempre y cuando no fuera en detrimento de las misiones encomendadas a sus respectivas unidades. De hecho, durante aquellos días no solo se aprobó la creación de la comandancia en cuestión, sino que además, y bastante relacionado con ello, quedó establecido un único criterio para el tratamiento de los prisioneros de guerra y desertores de todo el frente de Teruel, como casi siempre a espaldas de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros. El 16 de enero de 1938 se estableció que estos habrían de ser enviados al campo de tránsito de Monreal del Campo. Allí serían interrogados y clasificados, seguramente con el objetivo de tener autonomía a la hora de determinar lo más rápido posible cuáles podían permanecer en el frente y la retaguardia integrados en BBTT y cuáles debían ser enviados a campos de concentración, tal era la necesidad de mano de obra de un ejército cada vez más grande[18]. No obstante, todas las peticiones y decisiones debían ser puestas en conocimiento del comandante del EdN, Fidel Dávila, especialmente porque los materiales empleados en las fortificaciones eran escasos y se trataba de un aspecto sensible de la guerra. La idea no era otra que diseñar entramados defensivos dispuestos en profundidad, tal y como se denominaba desde la Gran Guerra a las diferentes líneas de trincheras conectadas entre sí, de manera que se pusiera al enemigo en serias dificultades en caso de ataque. Inmediatamente, este caería en una maraña de fortificaciones que, además, contarían con el apoyo de una segunda línea dispuesta para cualquier eventualidad.

Mención aparte merece la cuestión de los BBTT, una institución que formaba parte del vasto universo concentracionario improvisado por el nuevo régimen a lo largo de la guerra civil. Estos eran integrados por prisioneros de guerra republicanos que ni podían ser considerados afectos al llamado Alzamiento Nacional ni tampoco inmediatamente «reciclables», pero cuyos antecedentes militares o políticos eran insuficientes como para enviarlos ante un tribunal militar. Sin embargo, al no contar con informes favorables de las autoridades competentes el nuevo Estado se sentía legitimado para disponer de ellos como mano de obra forzosa empleada en los más diversos quehaceres. Al mismo tiempo, esto servía a dichas autoridades para delegar en manos de sus mandos militares un problema de primer orden, como era el de lidiar con la inmensa masa de prisioneros, que no dejó de aumentar paralelamente al crecimiento de ambos ejércitos y al progresivo retroceso y derrota de las fuerzas republicanas. Y digo problema porque no solo ponía bajo el control de las autoridades a unos individuos que solo por haber integrado el EP eran considerados como sospechosos y potencialmente hostiles al Alzamiento, sino también porque malvivían hacinados en condiciones inhumanas en los campos de concentración que el régimen fue creando desde la estabilización de los frentes.

En muchas ocasiones, asociados a los propios ejércitos y cuerpos de ejército rebeldes y, por tanto, a disposición de sus mandos, realizaban tareas auxiliares de primera importancia para el mantenimiento de la maquinaria de guerra franquista. Siempre desde la óptica del nuevo régimen, la idea era garantizar una eficaz reeducación y reintegración de estos individuos a la comunidad nacional a través de su contribución al esfuerzo bélico de la verdadera España. Sin embargo, no dejaba de ser un pretexto para disponer de mano de obra forzosa mientras las autoridades dirimían su situación legal y política. Por supuesto, también se dio el empleo de los prisioneros del ejército rebelde en la zona republicana con distintos cometidos, como la reconstrucción y construcción de infraestructuras o los trabajos agrícolas. A la altura de enero de 1938 los servicios de inteligencia alemanes que operaban en la península calculaban que debían de ser unos 50 000 en total, aunque cabría analizar más a fondo la documentación republicana para precisar cuántos de ellos estaban integrados en la economía de guerra[19].

La gran importancia que tenían para los militares golpistas los BBTT queda clara en un intercambio de telegramas entre los comandantes del 5CE y el EdN a finales de diciembre, con la contraofensiva rebelde por Teruel en pleno apogeo. Concretamente, el primero reclamaba que le fueran restituidos al coronel jefe del Servicio Militar de Ferrocarriles los batallones 65, parte del cual se encontraba por entonces en Santa Eulalia; 66; 67, que estaba entre Cella y Monreal; y 68, que mantenía parte de sus efectivos en la estación de Caminreal. Parece ser que se contaba con esta mano de obra para construir la doble vía entre Castejón y Zuera. De ahí que resulte un tanto cómico el tono irónico del telegrama, donde se señalaba que «por diferentes órdenes, ninguna emanada de mi autoridad», las referidas fuerzas se encontraban dispersas en el frente de Teruel y otros puntos de Aragón. Queda claro que los trabajadores forzosos resultaban cruciales para todas las agencias y autoridades en el cumplimiento de las tareas y misiones asignadas por la más alta autoridad, en este caso el CGG; por eso no es extraño que fuera un motivo habitual de fricciones, tal y como ocurriría una y otra vez durante la Segunda Guerra Mundial dentro de las policracias cívico-militares repartidas por toda la Europa fascista. De hecho, la respuesta de Dávila, responsable del conflicto, era concluyente sin ambages: «Me interesa se encuentren en los lugares señalados los Batallones de Trabajadores afectos al Servicio Militar de Ferrocarriles, le manifiesto que mientras duren las actuales circunstancias no es posible prescindir» de «los servicios encomendados a estas unidades»[20].

Es difícil saber cuántos de ellos tomaron parte activa en la batalla de Teruel cavando trincheras y realizando trabajos de fortificación; reparando puentes; desescombrando y desactivando artefactos explosivos; arreglando caminos; transportando heridos; cavando fosas comunes para los cadáveres; cortando leña; acarreando todo tipo de bultos, mercancías y armamento en las estaciones y entre los centros logísticos y el frente; remendando y lavando uniformes; trabajando en las cocinas; etc. Las cifras y las unidades variaron a lo largo de los más de dos meses y medio que duraron los combates en la zona. Lo que sí sabemos es que a principios de enero de 1938 el EdN tenía bajo su mando un total de diez BBTT, pero por supuesto no todos estaban desplegados en el área de operaciones de Teruel, sino que se encontraban repartidos de norte a sur por toda la línea del frente y la retaguardia insurgente en Aragón. Sin embargo, aunque lejos de la zona más caliente, su contribución podía ser vital y directa en el esfuerzo de guerra rebelde en torno a la capital turolense. Por ejemplo, el 11.º y el 12.º se encontraban desplegados en Villareal de Huerva y Paniza, y tenían como misión limpiar de nieve el puerto de montaña homónimo, por donde discurría la vital conexión por carretera y ferrocarril entre Zaragoza y Teruel. Otros como el 19.º y el 20.º sí se encontraban desplegados en Monreal y Santa Eulalia, adscritos a la 84.ª División para ser más exactos y «dedicados a trabajar en caminos y trabajos de descarga». Por su parte, el 65.º, 67.º y 68.º estaban dedicados a labores de carga y descarga en las estaciones de ferrocarril de Santa Eulalia, Cella, Monreal del Campo y Caminreal, donde las exigencias diarias eran abrumadoras, por tratarse de centros logísticos de la retaguardia sublevada durante la batalla de Teruel[21].

Casi un mes después, en un documento del 24 de enero se especificaban con más claridad los cometidos de los diversos BBTT y sus compañías en el frente de Teruel. Por ejemplo, el 19.º BT tenía desplegados un cuarto de sus efectivos entre Caudé y Concud, donde desempeñaban trabajos de fortificación junto al 20.º BT; otro cuarto del 19.º BT estaba repartido entre Cella y Santa Eulalia, pueblo donde se encargaban de cremar el ganado muerto, de construir nuevos hornos de panificación, de acarrear municiones y de tareas de carga y descarga en la estación de ferrocarril. La otra mitad del batallón, organizada en la Agrupación B, trabajaba en la fortificación de la línea del CEM entre Monreal y Calamocha. Además, por aquel entonces parece que también operaba sobre el terreno el 26.º BT, encargado de mejorar las fortificaciones del CETS. Por su parte, el 65.º BT, que mantenía una compañía en Almudévar, tenía a casi todos sus efectivos dedicados a trabajos de carga y descarga en Cella y Santa Eulalia, donde trabajaban junto al 67.º BT y parte del 68.º, que también estaba desplegado en Caminreal y Gallur. El mando reconocía que estos tres últimos habían sido destinados a los trabajos para la mejora de las infraestructuras ferroviarias entre el valle del Ebro y el Alto Aragón, excusándose porque «la necesidad ha obligado a utilizarlos en la forma expuesta»[22].

De hecho, eran habituales las quejas del comandante general de Ingenieros del EdN, porque según este «es constante el que los Batallones de Trabajadores sean desplazados de un lugar a otro, que reciban órdenes de cambiar de cometido y que aparezcan o desaparezcan Batallones, sin que esta Comandancia General tenga conocimiento de ello». Por eso mismo, el jefe de dicho cuerpo se planteaba realizar algunas propuestas en días próximos con el fin de conseguir regular el uso y situación de los BBTT, «con la única preocupación de mejorar el rendimiento de esos importantísimos elementos de trabajo, de los que no se ha obtenido todavía en esta zona todo el provecho que puede derivarse de una acertada distribución de fuerzas y organización de trabajos». Se trata de unas discusiones sobre maximización de los esfuerzos y racionalidad económica en la explotación de la mano de obra forzosa que, desde luego, no son extrañas para ningún lector que esté un poco familiarizado con las dinámicas que muy pronto estarían vigentes en toda la Europa fascista. La frialdad administrativa en el tratamiento de las vidas humanas implicadas y la lógica productiva imperante en la utilización de los elementos indeseables aporta algo de luz sobre la naturaleza del régimen del 18 de Julio[23]. Ya a mediados de enero de 1938, el mencionado comandante presentó su propuesta de organización y sus objetivos, que pasaban por la creación de un batallón de trabajadores por división, dados los numerosos y penosos trabajos que estas habían de atender, y la necesidad de liberar el máximo número de fuerzas en disposición de combatir. En último término, disponer de 600 trabajadores forzosos por división, compuesta cada una por unos 10 000 hombres, no dejaba de ser una forma de maximizar la capacidad combativa de las propias unidades. Además, para acabar de cuadrar la propuesta y poner la guinda planteaba que las misiones de escolta encargadas de vigilar a las compañías de trabajadores fueran asignadas a los combatientes «de toda confianza y excelente conducta ya que por ser este servicio generalmente menos penoso y de menor peligro podía constituir una postura de descanso»[24]. Así pues, la supervisión y custodia de estos infortunados era presentada como una posible forma de premiar a los que se distinguieran por su hoja de servicios, una suerte de tregua en medio de la batalla, al tiempo que se promovía un aprovechamiento constante de los recursos disponibles.

Sea como fuere, existe un documento muy interesante donde se detalla de forma muy clara la organización interna del 19.º BT, quizás por medio de este podamos establecer una hipótesis respecto al número total de trabajadores forzosos radicados en la retaguardia del frente de Teruel. El 27 de enero dicha unidad contaba con un total de 1442 trabajadores repartidos en ocho compañías de entre 140 y 150 hombres, así como un destacamento de 245 hombres destinados a los talleres de Monreal. Cada una de estas compañías solía estar vigilada en todo momento por una escolta de entre 10 y 12 hombres de diverso rango y solía estar emplazada en diferentes destinos, dependiendo de las necesidades cambiantes del EdN, del CE o de la división a la que estuviera adscrito el BT en cuestión. Por ejemplo, había dos que estaban radicadas en Cerro Gordo, tres en Monreal, dos en Calamocha, otra estaba entre Caudé y Concud y otra en Santa Eulalia. Suponiendo una organización y dotación similar para el conjunto de los BBTT, podríamos establecer el número de trabajadores forzosos desplegados en el frente de Teruel hasta en 7000 hombres[25]. De hecho, la gran cantidad de efectivos implicados, su nivel de exposición y la dureza de los trabajos a los que estaban sometidos hacía que fueran víctimas de accidentes de forma habitual, tal y como señala un documento del 13 de febrero de 1938. Ese día, hacia las dos de la tarde se hundió el techo de una de las naves que albergaban las municiones del CETS, sepultando bajo las ruinas a cuatro trabajadores forzosos del 15.º BT: Luis Torrado Noceda y Vicente Aurelio Álvarez fallecerían, mientras que los otros dos, José Toroel González y Primitivo Lojo Serna, resultaron heridos[26].

A la altura de marzo de 1938, pocas semanas después de la batalla de Teruel, el EdN había clasificado a más de 140 000 prisioneros de guerra, con lo cual cabe pensar que varios miles de ellos tuvieron algún protagonismo en tareas auxiliares dentro del CETS, del CETN y del propio EdN, así como también de la propia Comandancia General de Ingenieros. De hecho, en medio de la improvisación reinante y la falta de medios, quedaba en manos de los mandos a cuyas unidades se adscribían los BBTT «perfeccionar su organización, atendiendo a los cuadros, bajas, vestuario, escoltas y cuanto contribuya a mejorar estas fuerzas, reclamando todo lo preciso de mi estado mayor». En este sentido, como decía, primaba la racionalidad económica y la necesidad militar, conscientes de que la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores forzosos contribuiría a extraerles el máximo rendimiento y favorecería el propio esfuerzo de guerra[27]. Finalmente, y creo que merece la pena señalarlo siquiera como hipótesis, la presencia de los trabajadores forzosos en el frente y sus aledaños era una manera muy clara de hacer visible el nuevo orden y las jerarquías instauradas en el curso de la guerra por el propio régimen fascista. Se trataba de un modo de hacer cómplice a toda una maquinaria de guerra y su estructura de mandos, de socializar los valores de la nueva España entre sus combatientes, invitándolos incluso a ejercer sobre los prisioneros el poder que les correspondía como parte de la comunidad nacional regenerada y robustecida. También, en términos más prosaicos, era todo un aviso para que todos aquellos que dentro de las filas rebeldes pensaban en desertar, seguían indecisos o eran refractarios frente al régimen se sintieran afortunados de no compartir destino con aquellos trabajadores y se reconciliaran con su pertenencia al llamado ejército nacional.

En algunos casos, los BBTT también sirvieron como destinos correccionales para combatientes indisciplinados del ejército sublevado, a veces incluso para unidades enteras. Tal fue el caso de la 15.ª Bandera de la Legión, que el 20 de diciembre, justo cinco días después del inicio de la ofensiva republicana sobre Teruel, se ordenó que fuera retirada al completo y enviada a Daroca para ser dedicada a trabajos forzosos por su «comportamiento deficiente»; una vez allí se decidiría cuáles de entre todos sus oficiales podían ser considerados reciclables. En cualquier caso, no he podido averiguar los motivos concretos por los cuales se apartó del servicio a la mencionada unidad[28]. Sí que es interesante constatar que los comandantes de las divisiones y cuerpos de ejército elevaban constantemente solicitudes para transferir a determinados combatientes a los BBTT cuando eran considerados «elemento[s] peligroso[s]» debido a «sus antecedentes políticos y observaciones recogidas sobre su ideología y comportamiento». No obstante, las órdenes emanadas del propio Franco el 25 de enero de 1938 revelan otra de las dimensiones de los BBTT. Existía tanta satisfacción con su conducta y desempeño que en muchas ocasiones sus integrantes, cuando quedaba probada su fiabilidad política, eran «reciclados» y enviados a sus cajas de recluta para incorporarse a las unidades del ejército, un proceso reeducativo a ojos del nuevo régimen. Es por eso por lo que Franco consideraba poco adecuado que se incorporara a los BBTT a individuos considerados problemáticos, por las complicaciones que ello podía comportar a nivel disciplinario y de rendimiento laboral, de manera que lo que se proponía era crear un batallón de trabajadores especial donde lidiar con dicho colectivo como convenía[29]. Así pues, aquí quedan patentes, siquiera de forma parcial, algunas de las líneas maestras del sistema disciplinario imperante en el seno del ejército sublevado mediada la guerra civil. Al mismo tiempo, el documento nos permite adentrarnos en los entresijos del proceso de clasificación, aislamiento, depuración y reeducación al que eran sometidos aquellos elementos considerados dudosos en un primer momento. Se trataba de una compleja maquinaria biopolítica al servicio de la creación de la nueva comunidad nacional, donde había un pequeño resquicio abierto a la redención aceptando el statu quo y la explotación impuesta por las nuevas autoridades.

Mientras tanto, los combates en torno a la capital del sur de Aragón despertaban curiosidad e interés en todo el mundo, todo ello favorecido por la cobertura mediática de que gozaba la guerra civil y la abundancia de extranjeros que se habían desplazado a territorio peninsular por diferentes razones. Por deformación profesional, los militares profesionales eran un colectivo particularmente sensible a cualquier enfrentamiento bélico abierto, que siempre constituía una oportunidad inmejorable para conocer de primera mano la aplicación práctica de los nuevos ingenios técnicos y de lo que se aprendía y enseñaba en manuales y academias. Por supuesto, la batalla de Teruel no pasó desapercibida para los cuerpos de oficiales de los países latinoamericanos, algo que vino favorecido por el discurso político-cultural del fascismo español en torno a la idea de la Hispanidad y la solidaridad entre sus pueblos[30]. Así lo ponía de manifiesto el deseo del coronel Esteban Crespi, agregado militar del ejército uruguayo en París y Berlín, de visitar el frente de Teruel junto con un colega capitán siempre que el desarrollo de las operaciones lo permitiera. Desde luego, el momento no era el más propicio: un día antes se había paralizado de forma definitiva la improvisada contraofensiva rebelde para retomar la plaza, y ese mismo 3 de enero había cedido la resistencia en el Gobierno Civil. Sin embargo, todo permite pensar que su petición debió de ser atendida, ya que este tipo de encuentros eran muy comunes y solían servir para forjar relaciones interesantes en el curso de una guerra y de cara a la paz, aportando apoyos políticos, económicos y sociales, impulsando grupos de presión en el extranjero o constituyendo redes para el intercambio de informaciones, experiencias, conocimientos, prácticas, etc. Sin duda alguna, este turismo institucional de guerra trabajaba en paralelo a los esfuerzos propagandísticos, y bien podía servir para convencer a reticentes o indecisos de las virtudes de la nueva España[31].

La guerra continuaba, y aunque fuera a un ritmo mucho más pausado y marcado por la inercia, seguía conservando para el soldado de a pie todo el dramatismo de la muerte inesperada y la miseria cotidiana. El quehacer de la artillería vuelve a ser buena prueba de la propia naturaleza de la guerra y sus dinámicas, llevando a cabo acciones rutinarias como el hostigamiento del enemigo empeñado en tareas de fortificación, los ataques contra el tráfico y las infraestructuras, el bombardeo de posiciones de primera línea y el fuego de contrabatería. Así discurrieron las cosas hasta el día 16, y aun con todo el número de municiones consumido no era insignificante: 491 obuses el día 11, 331 de ellos de los más pesados (155 mm); 192 el día 12; 543 el día 14; o 1180 el día 16, siendo 816 de 155 mm. Así pues, la ciudad, su entorno y los hombres que malvivían en ella seguían recibiendo la carga diaria de muerte y destrucción de la artillería[32]. Pere Calders recuerda su entrada en la ciudad por aquellos días, donde los únicos habitantes eran soldados y «unas cuantas criaturas, delgadas, miserables, que parecen un espectro de la infancia», y que eran objeto de todo tipo de contemplaciones por parte de los combatientes, que debían pensar en aquellos seres queridos a los que habían dejado atrás. Sin embargo, lo que más le abrumaba era la sensación de silencio y de vida interrumpida:

La mayoría de las casas tienen las puertas abiertas; la vida que encerraban fue rota tan de pronto que al entrar nos encontramos comedores con la mesa puesta, con restos de comida y vino, y vinajeras con aceite y vinagre. Nos encontramos camas que todavía conservan la marca del cuerpo que las ocupaba, armarios llenos de ropa, cunas paradas, cocinas con ollas en los fogones que contienen una comida que nunca se acabará de cocer. Colgada en la parte de afuera de una ventana medio deshecha hemos encontrado una jaula con dos pájaros muertos dentro.

Y este silencio, ¡este silencio terrible que nos llena de miedo y nos hace temer por nosotros y por nuestros hogares! Solo se siente a intervalos el lamento de un gato que, aprisionado por las ruinas, se debe morir de hambre en algún sitio. Las bestias no han escapado a la destrucción. […]. No nos atrevemos a respirar para que la muerte no nos dilate los pulmones y nos haga imposible la vida[33].

Por aquellos días, la rutina era muy similar en el ámbito de la guerra aérea, con reconocimientos cotidianos, ataques y enfrentamientos entre cazas. Por su parte, la aviación rebelde se dedicó a bombardear pueblos del entorno de Teruel, como La Puebla de Valverde, Villel, Argente, Tortajada, Perales del Alfambra, Rillo o Camañas, seguramente con el pretexto de ser puntos de concentración de tropas, nudos de comunicaciones y centros logísticos con polvorines y almacenes de intendencia. Neugass se hacía eco de ello el día 3 de enero a su paso por Perales del Alfambra, señalando que «el pueblo se ha quedado sin techos y los caminos están llenos de boquetes». De hecho, los bombardeos continuaban incluso en plena noche, provocando el día anterior la explosión de dos camiones «que resaltaban en medio de la carretera blanca. Uno de ellos estaba cargado de munición. Explotó». Así pues, como vemos, a pesar de que la posibilidad de ejecutar grandes operaciones de infantería se había visto dificultada por la nieve, la guerra continuaba con intensidad en el aire[34]. Uno de los pilotos que dirigieron los bombarderos del bando sublevado encargados de estas misiones en Teruel fue José Ramón Calparsoro (1908-?), quien estaba a los mandos de un Heinkel 46. Este joven de clase media-alta, que antes de la guerra era gerente de una fábrica de papel en Tolosa (Gipuzkoa), apenas tenía la experiencia de un breve curso de aviación civil que había realizado un par de meses antes de la guerra. Así pues, para poder acceder al arma aérea mintió sobre el número de horas de vuelo que llevaba a sus espaldas, una buena prueba del tremendo grado de improvisación y el caos que imperaba en todos los ámbitos del ejército sublevado durante los meses posteriores al golpe. De hecho, cuando hacía sus primeras clases con un bombardero ligero Breguet 19 recordaba que:

El día que me soltaron […], me entró pánico. Me temblaba todo, pero, al fin, conseguí tomar tierra. Como habíamos mentido sobre nuestras horas de vuelo, nos trataban como expertos. [… En] mi primer servicio […] ¡Hasta tuve que preguntar dónde tenía que pulsar para disparar la ametralladora!

La ansiedad, el miedo y el terror fueron divisas constantes en la experiencia de muchos de aquellos jóvenes que se enfrentaban por primera vez a la guerra y que se veían obligados a aprender sus rudimentos sobre la marcha. Sin embargo, lejos de amedrentarse, Calparsoro, que era ingeniero de profesión, no tardó en aprender a improvisar y a ofrecer sus propias ideas para mejorar el rendimiento bélico de su Heinkel 46, lo cual equivale a potenciar su poder destructivo. Con ciertas modificaciones consiguió cargar dichos aparatos con dos bombas de 50 kilos, en lugar de la decena de 10 kilos que era norma. Es habitual que, en contacto con el armamento, los combatientes promuevan desde abajo evoluciones en el modo de hacer la guerra y acaben superando las regulaciones establecidas por los manuales. Se trata de una constante en la guerra moderna, fruto del propio deseo de muchos soldados por ir más lejos en el desempeño de sus funciones y aumentar la eficacia de su propia actividad, ya sea por sus propias convicciones, por su sentido de la responsabilidad o por el deseo de conseguir el reconocimiento de compañeros y superiores. En este caso concreto, la mejora fue sufrida por la población civil de los pueblos de la retaguardia republicana en el frente de Teruel. En cualquier caso, Calparsoro recordaba de los días de Teruel el frío terrible sobre la ciudad, a donde llegaban volando desde Zaragoza. Allí era habitual su trato con Joaquín García-Morato (1904-1939), el as de la aviación sublevada y piloto de la BAH, que solía pedirle su automóvil para irse de picos pardos. También tenía contacto constante con los alemanes de la LC, dado su uso habitual como intérprete por su experiencia laboral en Alemania durante sus años jóvenes: «Yo les decía: “vosotros venís aquí a aprender, porque si quisierais terminar la guerra, acababais con todo esto en dos días, pero no os conviene”. Era verdad»[35].

La aviación republicana hacía lo propio en el valle del Jiloca, con sendos ataques el día 12 de enero contra objetivos en Santa Eulalia y Monreal del Campo, los cuales parece que se saldaron con el derribo de cuatro bombarderos ligeros Tupolev-SB, dos por combates aéreos y dos por el tiro de las piezas antiaéreas[36]. Este aparato de diseño y producción soviética, uno de los más avanzados de su estilo en la guerra civil, tenía un problema que lo hacía extremadamente vulnerable: no disponía de depósitos autosellantes, de manera que un impacto directo en la zona que albergaba el combustible era siempre fatal[37]. La experiencia de guerra de las tripulaciones de los bombarderos, aparatos que por su diseño y su tamaño estaban de por sí muy expuestos, es una de las más ignoradas por los estudios de la guerra. En el caso de los Tupolev-SB —conocidos como Martin Bomber por los rebeldes y Katiuska por los republicanos— eran tres los componentes de las dotaciones que servían dentro de cada uno de ellos, el piloto, el ametrallador de cola y el artillero, y por supuesto conocían las limitaciones de sus aparatos y el alto índice de mortalidad de las tripulaciones de bombarderos. Antes de entrar en acción la ansiedad y las supersticiones estaban a la orden del día entre los aviadores, y en el curso de las misiones, cuando aparecía un enjambre de cazas enemigo o empezaban a tirar las baterías antiaéreas, podían llegar a darse auténticos episodios de pánico a bordo de los aparatos[38].

En tierra la norma eran los intercambios de tiroteos, localizados en el espacio y cortos en el tiempo, pero poco más. Todo esto daba lugar a algo tan consustancial a los conflictos armados como es la normalización de la muerte, que curiosamente los propios lectores y autores tendemos a hacer nuestra, obviando inconscientemente lo que entrañan en última instancia los acontecimientos bélicos sobre lo que leemos y escribimos: miseria, sufrimiento y muerte. Por eso es importante entender el engaño y la trampa que hay tras ideas como «calma en las trincheras», «día tranquilo», «actividad escasa en el frente», y la insensibilidad que entraña en lo que se refiere a la comprensión de la experiencia bélica. Curiosamente, la literatura sobre la guerra está llena de este tipo de expresiones, por mucho que tenga sentido en el intento de explicar y destacar la intensidad variable de los combates en el marco de una batalla. La no realización de operaciones de gran alcance no entraña ni mucho menos la ausencia de conflicto, por mucho que abra este a nuevas dimensiones propias de la vida en el frente, como por ejemplo el hastío. Lo cierto es que cada día la guerra cobraba su peaje. Sin ir más lejos, jornadas de esas que suelen considerarse tranquilas en la guerra, como supuestamente lo fueron los días del 11 al 15 de enero en la batalla de Teruel, estuvieron marcadas por la evacuación de 2014 heridos y enfermos desde los hospitales de Cella y Santa Eulalia, una cifra que desde luego no es insignificante[39].

En cierto modo no deja de resultar comprensible que los combatientes acaben desarrollando una cierta aversión contra la retaguardia, un sentimiento común a casi todas las guerras totales. Parte de ese resentimiento tiene mucho que ver con la creencia de que los que permanecen en sus hogares son incapaces de entender los sufrimientos, las privaciones y la tensión nerviosa padecidos en la vida de primera línea o durante los combates. Por ejemplo, Jeremías Hernández se quejaba el 7 de enero en su diario de que «todos reciben paquete [del correo militar] menos yo», algo que para la moral de un combatiente solía ser devastador, y eso es lo que explica que esa fuera la única referencia que dejara consignada aquel día[40]. De forma más desarrollada, Pere Calders denunciaba que la retaguardia no se hacía a la idea de «sus temores, sus privaciones, su sometimiento a todas las incomodidades», en referencia a la vida de los soldados, tanto era así que «hay veces que nos sentimos abandonados, que nos parece que no hay nadie que comparta nuestras inquietudes y que nadie se acuerde de nosotros»[41]. Puede que tal distanciamiento sea cierto, y sin duda sería algo natural, sobre todo porque una parte sustancial de los civiles en la retaguardia bastante suelen tener con enfrentar sus propios problemas y miserias cotidianas. No obstante, buena culpa de la percepción negativa de los combatientes hacia la retaguardia suele residir en la visión edulcorada de la guerra transmitida en la sociedad a través de los medios de comunicación y la cultura de masas. Resulta interesante al respecto el testimonio del mutilado de guerra vasco José Ferrero Delgado (1914-?), que perdió una pierna por una ráfaga de ametralladora en la defensa del Alto del León, en la sierra de Guadarrama, el 26 de julio de 1936. Tras pasar un penoso periodo de convalecencia donde salvó la vida por muy poco, marchó a Fuentencalada (Zamora), donde estaban su madre y hermanos:

Allí pasé el resto de la guerra. Fue la peor época de mi vida. Solo les faltó echarme. El gobierno nacional me pasaba una peseta diaria. Era poco, pero debió de dar lugar a envidias. Unos falangistas comenzaron a hacerme la vida imposible. […]. Me di cuenta de que en una guerra existen por lo menos dos mundos en cada bando. Los que luchan en el frente y los que mandan en la retaguardia. La guerra en las trincheras es a veces mejor que entre los vecinos del pueblo. Hay más compañerismo y más lealtad en el frente[42].

Así pues, la guerra civil española no fue una excepción en lo que se refiere a los conflictos frente-retaguardia y a la difusión de imágenes edulcoradas y heroicas de la guerra entre la población civil. La prueba es un artículo del diario Treball del día 7 de enero, donde la dirección se vanagloriaba de haber logrado la superioridad sobre el enemigo en lo que se refiere a la motorización de las fuerzas del EP. De hecho, «el innegable éxito de Teruel», tal y como se calificaba la ofensiva sobre la capital, era atribuido al aprovechamiento de dos elementos fundamentales: «El movimiento y la sorpresa», dos palabras que llenaban la boca de buena parte de los militares de la época[43]. Sin embargo, discursos como este eran ejercicios de autocomplacencia de cara a la galería frente a la miserable realidad cotidiana de quienes combatían sobre el terreno. Si algo había probado la batalla de Teruel, una vez más, es que la infantería seguía soportando todo el peso de la guerra y dependía en exclusiva de sus piernas y de su ingenio para sobreponerse a las numerosas dificultades que iban saliendo a su paso durante las operaciones. Pere Calders lo dejaba muy claro al señalar que los combatientes «no comen nada más que pan y carne en conserva. Nada más que eso», todos los días lo mismo una y otra vez, y añadía:

Por las barrancadas de Villastar, en lo alto de La Muela de Villastar y en la falda de Sierra Palomera, hemos visto batallones que tenían que ir a buscar el agua a doce kilómetros de distancia del lugar donde se encontraban; y en esta tierra, a pesar del frío a menudo se tiene una sed que deja la boca seca y endurecida, como si fuera una sed tropical[44].

De hecho, las condiciones climatológicas en que se combatía estaban revelando los límites de la motorización en toda su crudeza. Ninguna imagen podía ser más elocuente que los centenares de transportes atrapados por la nieve en las cunetas de la carretera de Valencia la tarde-noche del 31 de diciembre al 1 de enero, durante la desbandada republicana. Esto marcó la tónica constante en los combates por Teruel, donde el gran número de efectivos desplegados, las dificultades del terreno, los impedimentos causados por el clima y la calidad de las carreteras dislocaron los servicios de intendencia, hasta el punto que los hombres podían pasar uno o dos días enteros sin nada que llevarse a la boca[45]. Así se constató cuando la 15.ª BI fue llamada al frente, como bien reseñaba James Neugass en su diario el día 1 de enero: salvar los ciento diez kilómetros entre Alcorisa y Camarillas les había costado quince horas. Tal era la situación que él era el único miembro del cuerpo médico de la 35.ª División que había llegado a su destino, ya que el resto de «los treinta vehículos del convoy se han ido averiando o atascando por toda la sierra de Gúdar. Dios sabe dónde estará el personal. Creo que soy el que ha llegado más lejos gracias a que mi coche iba poco cargado y se ha portado bien»[46]. Por supuesto, se acabó demostrando que el único medio fiable y eficiente para el suministro de las tropas eran los burros y las mulas, como la que portaba Pascual Lorenz Aguilar, abuelo del autor. Este, que abastecía a las tropas republicanas en La Muela, se vio sorprendido por la aviación enemiga durante un servicio. Ante el terror de ser ametrallado lo único que pasó por su cabeza fue «enrunarse» en la nieve para evitar ser avistado, lo cual le costó una neumonía que estuvo a punto de acabar con su vida.

Desde luego la situación tampoco era mejor para los civiles, aunque Primitiva Gorbe recuerda que en Villalba Baja no pasaron hambre. Al fin y al cabo, al declararse el golpe y estallar la guerra se habían matado los cerdos, y justo entonces se estaba trillando la cosecha del año, que todo el mundo recuerda como extraordinaria. Además, parece que la vida económica del pueblo siguió con bastante normalidad, incluso con la cooperación de los militares alojados en el pueblo, muchos de los cuales, como corresponde a la España de la época, habían sido trabajadores del campo en sus propios lugares de origen. En cualquier caso, reconoce que las mujeres cuyos maridos eran movilizados sí que lo pasaron peor, al fin y al cabo eran uno de los dos pilares básicos en cualquier familia. De hecho, los combatientes se alojaban en las casas de los paisanos, hasta el punto de que en el caso de la familia de Gorbe solo tenían una habitación para su uso personal, ya que el resto de la vivienda era para dar cobijo a los militares. De hecho, para poner las provisiones a salvo de posibles saqueos mantenían la comida en la falsa, que hacía las veces de granero y almacén.

Las dificultades no hicieron sino incrementarse incluso en lo que se refiere a la vida social, ya que por motivos de seguridad se impuso un estado de excepción que entre otras cosas prohibía que se reunieran más de tres personas en la calle, algo habitual en casi cualquier zona de guerra. Tampoco estaba permitido tener las luces encendidas durante la noche, para evitar atraer la atención de la aviación en los ataques nocturnos. Así pues, muchas de las labores que se hacían en las horas de oscuridad del final de la tarde, como masar para la elaboración del pan, tenían que hacerse en la penumbra. A ello se unía el problema de tener que compartir el horno comunal con los militares, que lo habían intervenido y se encargaban de su regulación por la simple razón de que la elaboración de productos para el frente tenía absoluta prioridad. En definitiva, Gorbe concluye que «así íbamos pasando la vida, pero mal, porque la una vez cañonazos, la otra vez la aviación, siempre tenías que estar al quite».

Aunque recuerda que las tropas del EP «se portaron muy bien», e incluso hace referencia a la presencia de extranjeros y personal soviético en el pueblo, que en el último caso parece que tenían la extraña costumbre de dormir bajo el puente. Por su parte, no tiene constancia de que se produjeran malentendidos o conflictos en ningún momento. Sin embargo, Primitiva Gorbe tampoco tenía una opinión general positiva de las políticas de ocupación de los milicianos, sobre todo por lo que a la gestión de recursos se refiere. A pesar de lo fructífero que había sido el año 1936, que hacía que hubiera de todo, no dudaba en señalar que los primeros convoyes de milicianos que pasaron por allí «en cuatro días abandonaron todo y se llevaron todo». Quizás, este modo de actuar no solo revelaba una clara desempatía hacia las poblaciones afectadas y la existencia de un marco propiciatorio para que muchos camparan a sus anchas, sino la creencia que no pocos tenían en las semanas del verano de que la guerra duraría poco y luego todo volvería a la normalidad. Tanto es así que Gorbe llega a afirmar que «si los rojos hubieran sabido guardar pues habrían tenido mucho». Meses después, nada más comenzar la ofensiva del EP sobre Teruel su padre recibió orden de matar a casi todos los corderos, se supone que para abastecer a las tropas de primera línea, aunque muchos los frieron y se los comieron delante de la propia familia. Sin embargo, ya en el curso de los combates por la ciudad reconoce que los combatientes se conformaban con sus raciones, sin necesidad de complementarlas con exacciones forzosas. Aun con todo, los civiles solían verse obligados a colaborar en el esfuerzo de guerra transportando el abastecimiento para las tropas de primera línea con sus caballerías[47]. En su caso, Gregorio Ibáñez sí que recuerda que en Cuevas Labradas los soldados «se llevaban lo que querían, y aunque te quejaras lo mismo te daba». El modus operandi solía implicar a dos o más combatientes: «Uno en la puerta con el mosquetón así [en pose de alerta] y el otro agarraba, subía y si había cuatro longanizas se las llevaba, o una, o un jamón y aquí se ha terminado todo». De hecho, un día acudieron unos soldados a casa de su abuela cuando su padre se encontraba ausente, aprovechando para llevarse una cerda, una burra y un macho hacia la comandancia, donde también estaban las cocinas. Así que cuando volvió a casa, el cabeza de familia marchó raudo para allá a pedir explicaciones y regresó con los animales sanos y salvos[48].

Lo cierto es que las tres primeras semanas de combates en torno a la capital turolense habían revelado algunos de los problemas y limitaciones que sufrían las fuerzas del EP, entre ellas la cuestión de las municiones. El hecho de que los orígenes del armamento adquirido por la República fueran múltiples y, por tanto, mucho más heterogéneo que el proporcionado por alemanes e italianos a sus aliados en España provocó numerosos contratiempos. Por ejemplo, era difícil distribuir de forma eficiente entre las unidades la munición de diferentes calibres requerida por los diversos modelos de fusil, cañón y ametralladora que se empleaban dentro de cada una de ellas. Los servicios de inteligencia alemanes estaban al corriente de estas dificultades de los republicanos, a las cuales había que añadir la escasez de las propias reservas de municiones, un problema que al parecer no se había podido resolver por completo con la fabricación de proyectiles y obuses en territorio peninsular. Si una guerra total tensa las costuras de los países más desarrollados, no digamos ya las de un país pobre e incapaz de autoabastecerse como la España de finales de los años treinta. Y es que el de la munición no era sino uno más entre los múltiples problemas que afectaron durante la guerra a la Republica, que también había de enfrentarse a la falta del personal técnico especializado capaz de reparar el armamento dañado[49].

Sin embargo, las fuerzas sublevadas enfrentaban algunos problemas similares que también ponen de manifiesto las condiciones de penuria y escasez en que se estaba llevando a cabo la guerra. Sin ir más lejos, durante los días de relativa calma posteriores a la rendición de los dos reductos de Teruel la Comandancia General de Artillería del EdN aprovechó para ordenar a las unidades que organizaran la recuperación de todos los cargadores vacíos de fusil ametrallador de 65 mm. Se trata de sutilezas y cuestiones que suelen ser poco atendidas por la historiografía de la guerra, pero que merecen ser tenidas en cuenta para comprender la compleja gestión y reciclaje de los recursos, necesarios para hacer viable el esfuerzo bélico. En este caso se trataba sin duda de los cargadores de las Fiat-Rivelli 1914, un modelo italiano de la Gran Guerra enviado por la Italia fascista a sus aliados españoles. Esta arma realizaba entre 400 y 500 disparos por minuto, lo cual nos da una idea de su capacidad para barrer el terreno. De hecho, su munición era más fácil de gestionar a nivel logístico, pues se servía de cargadores extraíbles de cincuenta balas, aunque su escasa capacidad la hacía incómoda en los momentos más apurados, dado lo que costaba recargarla y la facilidad con que se encasquillaba. En cualquier caso, el objetivo del EdN era conseguir mayor autonomía en la producción y distribución de munición, remitiendo dichos cargadores a las armerías de Burgos y Zaragoza para que fueran recargados y reenviados a las unidades, por eso todo lo que se pudiera recuperar en el campo de batalla era más que bienvenido. De hecho, parece ser que los jefes de CE y división ponían dificultades a la hora de ceder a sus hombres para dichas misiones, seguramente por el riesgo que entrañaban al verse expuestos al fuego enemigo en campo abierto o dada la falta de entusiasmo de los combatientes. Tal llegó a ser la situación que el propio Franco hubo de intervenir amenazando con aplicar medidas drásticas contra aquellos mandos que entorpecieran la misión de los llamados oficiales de recuperación, a cargo de la organización de dichas tareas[50].

Los retos y la dimensión de lo que estaba ocurriendo en España quedaron muy bien consignados en un artículo escrito por el general de las fuerzas aéreas francesas Paul-François-Maurice Armengaud (1879-1970) el día 14 de enero en La Depeche. Al fin y al cabo, en la guerra civil no solo se dirimía un nuevo episodio de la lucha entre las fuerzas de la revolución y la contrarrevolución, el más sangriento y prolongado desde la Revolución y las guerras civiles rusas, sino también los futuros enfoques militares de los ejércitos europeos. Por eso, muchos hombres como este antiguo comandante de las fuerzas aéreas francesas en Marruecos analizaban con lupa el teatro bélico español y hablaban de «batalla apasionante y sugestiva aun para aquellos que la han seguido lejos», cuyo eco «continúa resonando en el mundo entero». No dejaba de tratarse de un oficial de la época, que contemplaba el desarrollo de los acontecimientos en términos táctico-estratégicos, geopolíticos y de eficiencia militar en el empleo de hombres y armamento, despojando a la guerra de toda su dramática dimensión humana. A sus ojos:

España posee dos ejércitos como jamás los había tenido; sostiene un millón y medio de hombres bajo las banderas, entrenados, equipados para la guerra con todas las armas, y que el día en que hayan puesto fin a sus polémicas constituirán un instrumento con el que habrá que contar al hacer el balance de los ejércitos europeos.

Efectivamente, la guerra civil española había evolucionado hacia una guerra total con dos ejércitos de masas. Sin embargo, para Armengaud lo más característico del conflicto no era que el peso del esfuerzo bélico recayera sobre la infantería, sino más bien que esta estuviera apoyada por un armamento poco abundante, con escasos medios artilleros, blindados y aéreos. Para muestra, un botón: el número de piezas de artillería disponibles en relación con los hombres desplegados era tres o cuatro veces menor en España de lo que lo había sido en el ejército francés durante la Gran Guerra, algo que también nos permite hacernos una idea de la brutalidad y el carácter desproporcionado del conflicto del 14-18. Así pues, se trataba de una guerra total en un país pobre. Por eso mismo, su extremada duración solo podía atribuirse a las ayudas procedentes del extranjero, pero también al celo de los contendientes por dotarse de los medios necesarios con el único objetivo de derrotar a su oponente. Esto había llevado a desarrollar o reciclar industrias autóctonas capaces de reponer repuestos para la reparación del armamento, e incluso de producir su propio material de guerra. Es Por eso que el artículo de Armengaud, con la batalla de Teruel en su ecuador y a la vista de los hechos, trataba de arrojar luz sobre cuál podría ser el futuro desarrollo del conflicto. Para ello confrontaba la realidad de las fuerzas en pugna, señalando la superioridad de medios materiales que tenían los rebeldes, al tiempo que contaban con la mayor parte de los generales o, también, con el hecho de que tres cuartas partes de sus oficiales intermedios eran profesionales. Por el contrario, el EP contaba con unos «cuadros formados muy rápidamente», con lo cual «carecen naturalmente de una gran cultura militar […], pero son gentes de buena voluntad y de elevada moral».

En otro orden de cosas, Armengaud incidía en el carácter cerril de Franco y sus subordinados, que a pesar de tener a su lado técnicos y especialistas de origen alemán e italiano muy capacitados «no son muchas veces atendidos», con claro prejuicio para sus intereses. Además, precisaba que a pesar de contar con el apoyo decisivo de la LC y la Aviazione Legionaria italiana (AL) el ejército sublevado tenía «una débil capacidad ofensiva», como había quedado probado por el lento desarrollo de las operaciones a partir del otoño de 1936. Algo parecido ocurría con el EP, cuyos mandos y organización interna carecían de las nociones tácticas necesarias «para cumplir servicios y obtener éxitos con la mayor economía de fuerzas y limitación de pérdidas». La conclusión, por tanto, era muy clara: la guerra civil española volvía a ser un caso paradigmático de guerra de posiciones o trincheras forzada por la escasa preparación de los oficiales para un conflicto de aquellas características, por la falta de potencia de fuego y por el equilibrio de fuerzas existente. Para Armengaud bastaba con analizar los esfuerzos de ambos contendientes en el ámbito de las obras y la fortificación, creando frentes con varias líneas defensivas en profundidad, al estilo de las de la Gran Guerra. Por tanto, la situación de empate solo se rompía puntualmente con operaciones muy localizadas, como las del llamado frente norte, el Jarama, Brunete, Guadalajara, Belchite o las actuales en torno a Teruel, que al igual que ocurría en el conflicto del 14-18 se saldaban con bajas muy desproporcionadas para la longitud del frente de operaciones.

El artículo de Armengaud, impecable en su análisis estrictamente militar, concluía con algunas hipótesis de futuro que en apenas dos meses se iban a demostrar parcialmente erróneas. El general francés veía poco probable que el ejército franquista fuera capaz de dar un golpe decisivo a la guerra con una «ofensiva de masas, ancha y profunda, barriendo las posiciones del frente, desembocando en terreno libre, prosiguiendo irremisiblemente su avance y rompiendo el equilibrio». Eso iba a ser exactamente la llamada Ofensiva de Aragón, que entre el 7 de marzo y el 19 de abril llegaría desde el centro de Aragón hasta la orilla del Segre y el mar Mediterráneo a la altura de Vinaròs, recorriendo 150 kilómetros en poco más de un mes y partiendo en dos la zona republicana. Armengoud creía que las tropas rebeldes no habrían soportado un avance como este por la falta de pericia de sus mandos en este tipo de movimientos, por la dilatación de sus líneas de abastecimiento y por el debilitamiento de sus flancos, pudiendo acabar en desastre. Nada de esto ocurrió, y ello sería incomprensible sin el desgaste, el derrumbe y el dislocamiento que supuso para el EP la batalla librada en torno a Teruel, sobre todo por sus mayores dificultades para reponer sus pérdidas humanas y materiales. Así pues, la lucha por una plaza y un territorio sin valor estratégico acabó siendo la más decisiva en el devenir de la guerra, tanto o más que la defensa de Madrid y desde luego más que la batalla del Ebro[51]. Entre los propios combatientes y civiles de los alrededores de Teruel existía esa misma sensación, tal y como recuerda Primitiva Gorbe: «Siempre decían [los militares]: quien gane Teruel ganará la guerra»[52].

De hecho, los rebeldes ya estaban preparando su nueva acometida para intentar avanzar en la toma de la capital del sur de Aragón, siendo los objetivos la conquista de El Muletón y la margen izquierda del Alfambra por parte de las fuerzas del CEG y el control de la margen derecha del Turia por parte del CEC. Lo único que había cambiado aquellos días era el tiempo, con ese sol de invierno tan propio de Teruel que derretía la nieve y el hielo acumulados durante los primeros días de enero, y con la desaparición de las heladas, que ayudaba a hacer la vida un poco más plácida para los combatientes. Y es que las metas planteadas por el mando rebelde para su nueva ofensiva incidían en los mismos errores de la fallida contraofensiva, prácticamente también en los mismos escenarios y con el mismo método, aunque esta vez sumando nuevas unidades al esfuerzo. Puede que hasta 500 piezas de artillería, número fabuloso para la potencia militar del país y para lo visto hasta entonces en el conflicto, apuntaran sus cañones hacia el Alto de Celadas el día 16 de enero, y unos doscientos aviones estaban preparados para entrar en acción[53]. Así pues, todo permitía pensar que los siguientes combates alargarían la agonía de los combatientes e incidirían en el tipo de batalla de desgaste que ya había tenido lugar desde finales de diciembre.

A los múltiples peligros y dificultades que habían de afrontar los combatientes había que añadir la miseria cada vez mayor de la dieta, a pesar de que los que se encontraban en el frente tenían prioridad sobre los civiles en el abastecimiento. Los problemas eran particularmente agudos en el lado republicano, tal y como se pone de manifiesto en los informes de los servicios de inteligencia alemanes, que señalaban que la escasez de víveres había obligado a reducir la ración de pan de 400 a 300 gramos (de 200 a 100 en el caso de la población civil). Por no hablar de la ración de carne, que era reducida en extremo e inexistente en la retaguardia para el común de los mortales. Al parecer, los labradores se mostraban cada vez más reticentes a vender y poner sus productos en el mercado si no era a cambio de bienes de consumo básicos como ropa de invierno o calzado, una prueba de la escasez reinante en la retaguardia y del propio colapso de la economía fruto de la guerra. Parece que directamente habían dejado de aceptarse las pesetas de la zona republicana, que habían perdido todo su valor. Además, en el mismo informe se explicaba que entre los sectores de la población que cultivaban su propia tierra tenía buen impacto la propaganda sublevada gracias a los prisioneros del ejército rebelde empleados en las labores agrícolas, sin duda un sujeto de importancia en la retaguardia republicana. Como no podía ser de otro modo, la situación alimentaria y los gravísimos déficits nutricionales que comportaba para la población redundaban en una «cada vez mayor cantidad de enfermedades» como la disentería o el tifus, este último transmitido sobre todo a través de los piojos y las pulgas.

Por supuesto, los combatientes también eran muy propensos a contraer este tipo de afecciones, que podían llegar a derivar en graves problemas de salud si no eran convenientemente tratados. Al fin y al cabo, la propia dejadez que imponía en los hombres la vida miserable de los parapetos y las trincheras hacía que la suciedad se acumulara con rapidez. Al no existir medios para promover una higiene continuada —muchas veces resultaba difícil hasta lavar la ropa— y no organizarse un sistema de recogida de basuras o deyección el olor podía llegar a ser insoportable. Por tanto, era común encontrarse latas de conservas, todo tipo de desperdicios y excrementos humanos o de animales. No es de extrañar que los frentes de combate fueran focos habituales de infecciones. Pero la suciedad y la podredumbre también formaban parte de la vida cotidiana en la retaguardia, algo que contribuía a acentuar la sensación de opresión y cansancio que causaba la guerra. Desde luego, y a pesar de los graves castigos que ello podía comportar, parece que se daban con cierta recurrencia los robos y saqueos de tiendas y puntos de abastecimiento. Así pues, con el objetivo de agravar la situación de crisis humanitaria en la zona republicana, los servicios de inteligencia alemanes recomendaban bombardear el centro logístico de Puigcerdà, donde se concentraban grandes depósitos y almacenes de víveres y municiones que llegaban a través de la frontera francesa[54].