5. La lucha por los reductos del seminario y comandancia. Del 1 al 8 de enero de 1938

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LA LUCHA POR LOS REDUCTOS DEL SEMINARIO Y COMANDANCIA. DEL 1 AL 8 DE ENERO DE 1938

La documentación del EdN nos permite hacer un poco de balance sobre el tremendo coste que tuvieron para la infantería las operaciones relacionadas con la contraofensiva para recuperar Teruel, seguramente mucho más del esperado. El punto más sensible era el que tenía que ver con la pérdida de mandos intermedios, esqueleto de cualquier ejército moderno por su función vital en el encuadramiento de las pequeñas unidades y en la dirección de las operaciones sobre el terreno. Por eso, desde el terreno, los jefes del CEC y el CEG solicitaban a Dávila que pusiera en marcha la «incorporación urgente […] mayor número posible oficiales para repartir entre las unidades Infantería que han tenido gran cantidad de bajas esa clase». Ya el día 22 de diciembre se habían remitido desde el Ejército del Centro (EdC) seis capitanes de infantería, tres tenientes y 12 alféreces provisionales; cinco días después el EdC volvió a remitir dos capitanes, un alférez y ocho tenientes. En cualquier caso, no volvemos a disponer de cifras hasta finales de mes, con los combates por El Muletón y la ribera del Alfambra en curso. Por ejemplo, el día 20 se transfirieron siete tenientes provisionales, tres alféreces provisionales y tres sargentos también provisionales. Es decir, todos ellos habían obtenido sus ascensos por méritos de guerra y por la existencia de vacantes en sus propias unidades, pero estaban pendientes de cursar los estudios pertinentes y presentarse a examen si querían hacer valer sus galones. Esto pone de manifiesto los problemas de números existentes dentro del ejército sublevado —también en el EP— a la hora de dotar a sus unidades con un número suficiente de oficiales y cuadros intermedios capaces, tanto por la escasez existente frente a las necesidades vigentes como por la falta de formación y las bajas. Por último, el día 23 fueron destinados a unidades del frente de Teruel cuatro tenientes provisionales, un capitán habilitado, 11 alféreces provisionales y uno con rango reconocido, así como un alférez provisional[1].

Esto planteaba un nuevo problema. En conjunto se trata de números importantes que bien podían llegar a afectar seriamente la cohesión y capacidad de combate de las pequeñas unidades si los nuevos mandos no conseguían entenderse bien con sus hombres. La relación entre este tipo de oficiales intermedios y los combatientes solía fundamentarse muchas veces en lazos de afinidad forjados a lo largo del tiempo y la experiencia compartidos, de ahí que la cuestión de los relevos y la necesidad de cubrir las vacantes por convalecencia o muerte fuera tan sensible. De esta forma se explica el conflicto surgido en el seno del ejército rebelde por aquellos días de enero, donde se ponían de relieve los graves problemas derivados de la falta de cuadros y el modo en que se procedía con los pocos que había. Precisamente, a raíz de los cursos formativos celebrados en Toledo para alféreces que quisieran ascender al grado de teniente con mando sobre compañía, desde la 105.ª División, desplegada en el frente de Belchite, el día 10 de enero se elevó una protesta por los problemas derivados ante una posible marcha de muchos de sus cuadros para asistir. No es de extrañar el interés, dado que para muchos parecía una buena salida hacer carrera en el ejército, aparte de las mejoras que suponía cualquier ascenso en materia salarial. Sin embargo, los jefes de brigada de la 105.ª División solicitaban que se concedieran los ascensos necesarios sin necesidad de retirar a los oficiales intermedios de sus unidades, alegando que los candidatos habían demostrado tener las cualidades y aptitudes requeridas para el mando de las compañías y que cualquier complemento formativo que necesitaran podían recibirlo sobre el terreno. De lo contrario, se advertía de «las consecuencias funestas que necesariamente ha de acarrear el dejar poco menos que abandonada a la tropa dispersa en múltiples posiciones en el largo frente del sector». Al fin y al cabo, se señalaba, «los cuerpos están en el límite mínimo de oficialidad, con grave perjuicio de la eficiencia de las unidades y riesgos consiguientes a una falta de encuadramiento de las fuerzas, que ya exige que se le preste la debida atención». El principal temor manifestado por el mando de la 105.ª División era que el paso por los cursos derivara en la pérdida definitiva de los cuadros intermedios formados al calor de la experiencia de guerra y en contacto diario con la tropa, sobre todo porque «la compenetración» entre unos y otros «solo puede adquirirse con el tiempo, y los cambios de destino son sumamente perjudiciales en este aspecto»[2]. Así pues, como podemos ver, no solo había una feroz competencia por los recursos humanos existentes, sino que además se luchaba de forma encarnizada para conservar aquellos de los que ya de se disponía.

Este problema aún era más agudo si cabe en el seno del EP, un factor más a la hora de explicar la victoria del bando sublevado, así como muchos de los problemas de las fuerzas republicanas a la hora de operar sobre el terreno, por bien concebidas que estuvieran las operaciones militares. En el caso de los golpistas, esta problemática también reflejaba un conflicto habitual entre militares profesionales, que reivindicaban sus supuestos derechos corporativos, y aquellos que habían ascendido desde los escalafones más bajos partiendo como conscriptos o voluntarios. Sin embargo, lo más interesante es constatar que la propia tropa y los mandos responsables de cada unidad parecían tener claro el criterio a seguir. A su parecer debían permanecer al mando aquellos que habían forjado su autoridad y su mando dentro de la unidad y en estrecho contacto con su realidad militar y humana. En cualquier caso, Dávila hacía valer sobre cualquier otro el criterio manifestado por Franco. El Caudillo se mantuvo fiel a los militares de carrera, mundo del que procedía y al que debía su poder omnímodo, señalando que si había un alférez profesional debía corresponder a él el mando de las compañías, y no a un teniente provisional, por muchos que fueran los méritos de este[3].

Que el equilibrio de fuerzas había vuelvo a cambiar fuera del cerco queda bien ilustrado en el descenso de la actividad artillera del CETS durante las jornadas siguientes al día de Año Nuevo de 1938. El día 2 de enero tan solo se registra el lanzamiento de 754 proyectiles, mientras que el día siguiente fueron 528, muy por debajo de los números de días anteriores. Desde luego, las piezas sufrían con el frío, pero no menos que los vehículos que las transportaban o proveían de munición. El mismo día 2 se perdieron seis camiones y dos coches, cuatro de estos últimos durante el desplazamiento del armamento a nuevos emplazamientos. Además, la relativa estabilización del frente, que no iba en detrimento de la intensidad de los combates, sino todo lo contrario, hacía que las amenazas enfrentadas fueran en aumento, por las mismas dificultades para camuflar las piezas. Buena prueba de ello es el ataque aéreo sufrido el día 3 por la 2.ª Batería del 1.er Regimiento Pesado, que hirió a un artillero y destruyó varios equipos. En aquellos días, la actividad era constante y la muerte podía llegar de la forma más inesperada. La propia artillería rebelde ejecutaba ataques de hostigamiento desde sus nuevas posiciones al oeste de La Muela, llevando a cabo concentraciones de fuego de diez minutos repetidas a lo largo de la mañana del día 2 sobre emplazamientos estratégicos como el cementerio viejo, Santa Bárbara y la carretera de Alcañiz. No por nada, desde allí partían muchos de los refuerzos republicanos que bajaban hacia el frente, situado entre la Masía del Chantre y Concud, dos kilómetros y medio al noroeste y en poder de los rebeldes desde el día 31. Toda esta actividad se combinaba con concentraciones de fuego sobre La Muela, uno de los principales escenarios de combate durante los días siguientes[4].

Con constantes ataques y contraataques a lo largo de diez días seguidos, en medio de un frío polar con nevadas constantes, La Muela pasaría al imaginario colectivo de los combatientes de ambos bandos como una de las experiencias más terribles de la guerra en curso. A primera hora del día 1 de enero, amparadas en el efecto sorpresa, las tropas de la 47.ª División del EP, recién llegada de la provincia de Cuenca como refuerzo, consiguieron restablecer el cerco sobre Teruel al ocupar la zona oriental de este accidente orográfico vital (véase mapa 3). De este modo, las tropas de rescate quedaban privadas de una vía rápida de penetración en la ciudad a través de su zona más baja a orillas del Turia, de ahí también que se retiraran las vanguardias que habían alcanzado el Puente de Hierro, al verse expuestas en su flanco derecho. Las fuerzas republicanas comandadas por Gustavo Durán se concentraron a lo largo de tres kilómetros en la carretera de Cuenca, desde la rambla de Barrachina, un kilómetro al noroeste de Villaspesa, hasta la zona al sur de la estación de ferrocarril. Cuando recibieron la orden de asalto, apoyados por un batallón de tanques soviéticos T-26, ascendieron por las laderas con una movilidad penosa a causa de la nieve, que les llegaba por las rodillas. Así lo recuerda el veterano sargento de ingenieros de la 47.ª Isaías Lou Artigas: «Nos habían mezclado con la infantería para que abriéramos trincheras en cuanto llegáramos», pues ya se preveía que una vez que se disipara el efecto sorpresa y dadas las condiciones del terreno la reacción del enemigo daría lugar a violentos combates:

Sorprendimos al enemigo todo confiado, la mayoría en grupos junto a las hogueras o durmiendo encima de la nieve. Al percatarse de nuestra presencia y no disponer de trincheras donde guarecerse corrían a refugiarse donde podían. De momento, ayudados por la sorpresa, ocupamos las crestas que dan al lado del río, sin otras dificultades que las impuestas por el frío y el propio terreno llano. Ellos se reharían pronto y tendrían que cavarse trincheras en el centro de La Muela[5].

He aquí pues una buena muestra de que la batalla de Teruel se daba prácticamente por concluida en el bando rebelde después de haber asistido a la espantada general de las fuerzas republicanas y el derrumbamiento del frente que guarnecían. El cansancio producido por las operaciones, que habían tenido lugar en condiciones terribles, y el exceso de confianza de las fuerzas sublevadas hicieron posible aquella maniobra del EP que acabaría siendo clave a la hora de hacer de la de Teruel una batalla de desgaste decisiva en el devenir de la guerra. Al tratar de realzar el valor de sus hombres, el propio García-Valiño ponía de manifiesto sin quererlo la falta de preparación, la precariedad de medios, la improvisación y las negligencias cometidas por su propio ejército, que envió a miles de hombres en pleno invierno a Teruel sin los equipos adecuados para ello. Tras su visión heroica de los combates de La Muela se escondía la cruda realidad de unos combatientes enviados a morir en condiciones terribles:

Era admirable la superación a todos los sufrimientos de aquellos soldados españoles enardecidos por las destrucciones que contemplaban en los edificios de la ciudad mártir […]; ni sus equipos ni su calzado (la mayoría usaban capote, manta y alpargatas) eran apropiados para aquella cruel estación; sus fusiles y armas automáticas también acusaban la baja temperatura negándose a funcionar en muchas ocasiones; los heridos habían de transportarse en mantas durante kilómetros y kilómetros, pues las artolas, y mucho menos las ambulancias, [no] podían adelantarse lo debido. Y todo ello en extensiones desoladas, sin más señales de vida que algunas pequeñas construcciones para el ganado con techumbres de paja llamadas en el país «parideras», cuyo exiguo número no bastaba ni para alojar a las Planas Mayores de Regimiento.

Las dificultades para la evacuación y los problemas para cavar refugios y trincheras adecuadas debido a la congelación del suelo no harían sino acrecentar el número de bajas. La sensación de desolación que transmitía el paisaje y la falta de accidentes naturales para protegerse de la crudeza del invierno y el fuego enemigo es algo que se repite en todos los testimonios, incluso en aquellos de tono apologético-propagandístico. Durante aquellos días de enero la situación en aquel escenario de combate quedaría en tablas, una expresión que no debe esconder el altísimo número de bajas causadas por el fuego y, sobre todo, por las congelaciones. Seguramente, el día 6 fue el más dramático para las fuerzas de la 1.ª División Navarra, a cargo de la defensa de la parte occidental de La Muela, que además combatía en paralelo unos cuatro kilómetros más al sur, en las llamadas muelas de Los Oraus (1074) y de La Alejandra (1057). Durante esa jornada las fuerzas de la 47.ª División del EP empujaron tanto a las fuerzas de García-Valiño como a las de la 61.ª División, al norte de La Muela, hasta el punto que las hicieron retroceder y aniquilaron el último núcleo de resistencia de la parte oriental, en Casa Blasco, junto a la vega del Turia. Aunque finalmente los contraataques consiguieron restablecer la situación, el recuerdo del entonces coronel era el de ver «montones de cadáveres enemigos en las alambradas»[6]. Es de sobra conocida la indiferencia de este afamado oficial golpista por la vida de sus hombres, algo que corroboran diversos episodios a lo largo de la batalla de Teruel. Uno de ellos tuvo por escenario los combates por La Muela, donde una vez más demostró que la necesidad militar estaba por encima de cualquier otra consideración, algo que seguramente tuvo una parte importante en su éxito durante la guerra, si bien a costa de muchos muertos. El alférez provisional y barón de Escriche Luis Romeo Julián, perteneciente a la 2.ª Bandera de Falange de Navarra, recordaba el modo en que García-Valiño estimulaba la competencia dentro de su unidad:

Dividía sus fuerzas en tres agrupaciones: falangistas, requetés y soldados del Regimiento de América. De esta manera nos picaba para combatir con más ardor. Algo inhumano y cruel. Así pasó que la división quedó en cuadro en esos diez o doce días de combate. Cayó el cincuenta por ciento de sus componentes, víctimas a partes iguales de la metralla enemiga y del frío[7].

Esta era la particular forma que García-Valiño tenía de apelar a la virilidad de sus hombres y de empujarlos a combatir por su admiración y su respeto, valores que en estructuras jerárquicas, represivas, colectivas y masculinizadas como las de un ejército pueden llegar a calar muy hondo, condicionando los actos de los hombres. Sea como fuere, los enfrentamientos por La Muela acabaron por dejar a los sitiados sin ninguna esperanza. Esto último queda bien reflejado en la ausencia de intercambios entre los últimos reductos de la capital y Caudé hasta el día 3, cuando el coronel Barba informaba de la voladura del Puente de Hierro sobre el Turia, situado bajo el Seminario, frente a la iglesia y el convento de los Franciscanos. Esa misma mañana la vulnerable posición sufrió de nuevo los ataques de piezas de artillería pesada, nada más y nada menos que de 155 mm, con un efecto devastador. Nada de esto impidió a los defensores rechazar los ataques enemigos y retomar durante esa misma jornada la iglesia de Santiago, que estaba situada en mitad de la llamada plaza de Las Monjas. De hecho, ese enclave había sido perdido en el curso de la madrugada, minado y hundido por las fuerzas republicanas, y su recuperación propiciaría la captura de armamento enemigo con el que se pudo sostener la resistencia unos días más. José Carrasco recordaba la sensación de pánico que experimentaron él y sus compañeros ante la primera explosión de una mina subterránea que vivieron de cerca, seguramente la misma que había volado la iglesia de Santiago, a menos de quinientos metros de sus posiciones:

Sentimos como una ráfaga de viento y al instante un terrible temblor de toda la parte del Seminario que ocupábamos. De momento quedamos anonadados sin acertar a explicarnos lo sucedido y tal fue la impresión recibida que muchos perdimos el habla […]. Tras esos segundos de incertidumbre cundió el pánico entre nosotros y quedamos inmovilizados sin saber qué hacer.

[…]. Fueron unos segundos, cinco, diez, veinte, no sé, poseídos de un terror indescriptible, de una sensación hasta entonces desconocida, aumentada por la oscuridad y agravada también por el pesimismo que volvía a dominarnos[8].

A la sensación de trance que generaba el aislamiento, la vida entre los escombros y los lamentos de los heridos, que yacían por todos lados se sumaría a partir de entonces el miedo a la muerte fulminante sin posibilidad de respuesta a manos de una nueva mina. Por eso, una de las primeras medidas fue incrementar las escuchas, para intentar detectar cualquier posible intento de perforación bajo el subsuelo. De hecho, como recuerda Carrasco, su paranoia y ansiedad no hizo sino incrementarse por «el silencio de las armas», o lo que él consideraba «el desprecio del enemigo», que con el cerrojo sobre Teruel más o menos seguro había desistido de cualquier intento de tomar los reductos al asalto. La 87.ª BM se limitaba a esperar la rendición, que era cuestión de tiempo, ya fuera por la inanición o por el efecto de las minas: «Fue uno de los hechos que más ayudó a resquebrajar nuestra moral»[9]. En este sentido, la situación de los sitiados no haría sino agravarse con el paso de cada hora, carentes de los medios más mínimos para atender el número creciente de heridos de bala o recuperados de entre los escombros. Por eso se solicitaba el envío vía aérea de «suero antigangrenoso y antitetánico, gasa, vendas, algodón, alcohol, esparadrapo y leche» con poder cubrir las necesidades de los heridos[10].

Como parte de los esfuerzos para quebrar la resistencia republicana, el 2 de enero se dio orden a la 13.ª División para que se desplazara por ferrocarril desde la zona Daroca-Calamocha hacia el frente de Teruel. La unidad entró en línea en una de las áreas más comprometidas, al oeste del camino que comunicaba Concud y Celadas, donde apenas se habían registrado avances desde el inicio de la contraofensiva, una situación que se mantendría en días sucesivos en medio de durísimos combates[11]. No por nada, la 13.ª será con mucha diferencia la unidad que sufrirá mayores bajas de entre todas para las que disponemos de datos exhaustivos. También hay que tener en cuenta que recién llegada y sin haber padecido el desgaste que ya afectaba a las unidades desplegadas desde hacía días en el frente de Teruel, esta debió ser empleada como punta de lanza, aprovechando que sus hombres venían de un periodo de descanso. Ya el día de su entrada en combate, el 5 de enero, tuvo un recibimiento poco halagador, registrando la friolera de 15 muertos —un oficial entre ellos—, 142 heridos —ocho de ellos oficiales— y 21 enfermos —uno oficial—. Los frustrados intentos de las fuerzas sublevadas por conquistar la cota 1204 —en realidad 1207 según las mediciones actuales—, que se sitúa al este del Cerro Gordo, entre el barranco de la Hoz y el camino que discurría de norte a sur entre Concud y Celadas, hicieron que el goteo de bajas fuera constante. Haciendo un seguimiento rápido por los partes de aquellos días, la 13.ª hubo de lamentar el 6 de enero la pérdida de cuatro muertos, 100 heridos —cuatro de ellos oficiales— y 105 enfermos —dos oficiales—; el día 7 fue particularmente aciago, con 22 muertos —dos de ellos oficiales—, 67 heridos —cinco oficiales— y 113 enfermos; dos días después quedan consignados siete muertos, 12 heridos y 117 enfermos —entre ellos un oficial—. A partir del día 10 se registra un notable reflujo en el número de bajas, con cuatro muertos, 15 heridos —tres de ellos oficiales— y 66 enfermos retirados del frente, tendencia que se mantiene el día 12 con dos muertos, 11 heridos —uno oficial— y 90 heridos.

Sin embargo, la propia dureza de los combates y la posición de vanguardia de la 13.ª no pueden explicar por sí solas las altísimas cifras de efectivos que causaron baja, más si tenemos en cuenta ese escalofriante número de enfermos diarios, que muchos días superaba el centenar y hasta casi mediados de mes se mantuvo siempre por encima de la cincuentena. De hecho, es la comparación con las otras cuatro divisiones del CEG, dentro del cual había sido integrada la 13.ª, la que nos da la medida de los sufrimientos padecidos por sus combatientes. Basta con señalar que el día 6 el 45 por ciento de las bajas por enfermedad dentro del CEG quedaron consignadas en la mencionada unidad, porcentaje que el día 7 aumentó hasta el 61,4 por ciento, que volvería a bajar hasta el 38,2 el día 9 y se mantendría en un 32,1 el día 10, volviendo a repuntar el día 12 hasta el 46 y el 40 por ciento el día 13[12]. Hay que tener en cuenta, como digo, que estos datos reflejan el porcentaje de bajas por enfermedad de una división de entre 9 y 10 000 hombres sobre un total de cinco divisiones, que sumarían en conjunto unos 45 000 efectivos[13]. Sin embargo, el hecho de que los hombres de la 13.ª fueran desplegados en cotas por encima de los 1100 metros, que destacan sobre el conjunto del paisaje, no tuvo por qué ser determinante a la hora de explicar el número de bajas, ya que en zonas como el llano de Concud, en un hondo, las condiciones debían ser iguales o peores por causa de la humedad (véase mapa 3). La diferencia quizás se encontrara en la existencia de un menor número de majadas o parideras que pudieran servirles como refugio, cosa que quizás no era tan acusada en el llano de Concud, bien surtido de este tipo de construcciones[14]. Por supuesto, el problema se agudizaba con la llegada de la noche o en las guardias, porque tal y como destacaba el excombatiente sublevado Félix Lagueruela, durante los combates o los repliegues, «a fuerza de correr y saltar ribazos incluso sudábamos»[15]. Así pues, los problemas que enfrentaba la 13.ª eran muy similares a los que afectaron a la 1.ª División Navarra en La Muela, que aun con todo tuvo muchas más bajas en un periodo de tiempo similar.

Así se explica que en cuestión de apenas doce días la 13.ª División perdiera nada más y nada menos que entre el 7 y el 8 por ciento de sus efectivos totales por enfermedad, donde también se incluían los casos de congelación. Si el frío extremo fue un componente omnipresente a lo largo de toda la batalla de Teruel, no menos cierto es que el momento más crudo se produjo en la primera quincena de enero. Sin ir más lejos, entre los días 28 de diciembre y 8 de enero la temperatura media había sido de −3,6°, repuntando las máximas hasta una media de 2,2° y descendiendo las mínimas hasta −9,4°[16] Así lo reflejan las bajas totales del ejército rebelde por enfermedad, que entre los días 1 y 16 del mes se cobraron entre 16 800 y 21 000 efectivos en el conjunto de la batalla, lo que equivaldría a un escalofriante 42 por ciento. Las peores jornadas fueron las del 4 al 7 de enero, una auténtica sangría que no solo es prueba de las terribles condiciones meteorológicas en que se vieron obligados a combatir los hombres, sino también de la escasez de equipo y medios adecuados para combatir los rigores del clima[17]. Esos días las temperaturas mínimas siempre estuvieron entre los −14 y −16°, con la excepción del día cinco, en que la mínima registró −5,8°[18]. Así pues, no es de extrañar que el recuerdo del frío sea algo que ha quedado grabado de forma muy viva en la memoria de todos los combatientes que pasaron por Teruel[19]. El veterano de la 61.ª División Tomás Fernández Montoya le confesó a Pompeyo García, señalando hacia La Muela, que «ahí enfrente he pasado los peores días de mi existencia»[20].

Llegados a este punto, conviene preguntarse cuál era el diagnóstico y el futuro habitual de estos enfermos. Un informe escalofriante del Hospital Militar de Recuperación de Calatayud, uno de los centros donde eran enviados muchos de los evacuados desde los hospitales de campaña de Cella o Santa Eulalia para su restablecimiento, aportaba cifras muy esclarecedoras con los pronósticos para los 648 enfermos que habían ingresado entre el 10 y el 27 de enero. De entre todos ellos, solo 126 —o lo que es lo mismo, el 19,4 por ciento— eran considerados recuperables y, por tanto, retornarían al frente tras su convalecencia. Sin embargo, el 80,5 por ciento restante, en este caso 522, habían quedado incapacitados de por vida, ya fuera por el desarrollo de enfermedades respiratorias infecciosas y/o crónicas o por las amputaciones derivadas de las congelaciones y los denominados pies de trinchera[21]. En definitiva, considerando que estos porcentajes pueden hacerse extensibles a buena parte de la batalla de Teruel con ligeros matices, cuatro de cada cinco combatientes retirados del frente por enfermedad o congelaciones en todos sus grados quedaron incapacitados de por vida y, por tanto, condenados en muchos casos a la miseria y la dependencia, al no poder valerse por sí mismos[22]. He aquí, pues, una consecuencia bien clara y palpable de la guerra y de las condiciones en que se vieron forzados a combatir muchos de los conscriptos, algo que a falta de datos debió de ser extensible al bando republicano casi con toda seguridad. Y es que conviene no olvidar nunca que en el trágico y desolador paisaje que la guerra deja tras de sí la muerte no es lo único irreparable, aunque sí sea quizás su consecuencia más visible. Además, es necesario señalar que los propios partes de bajas de las divisiones pueden ser engañosos respecto al número real de muertos. Estos reflejaban lo ocurrido sobre el terreno en un día concreto y recogían cuál era la realidad para la estadística en el momento en que se producía la evacuación del herido o el enfermo, pero lo cierto es que en no pocas ocasiones moría de camino a los centros de evacuación o tras sufrir durante días, semanas o meses en algún hospital de la geografía ibérica.

Sin embargo, mientras unos venían otros marchaban, algo que se traducía bien en los convoyes ferroviarios de ida y vuelta que recorrían de forma incansable la mitad sur de Aragón. No es mi objetivo abrumar al lector con guarismos, pero merece la pena citar algunos datos para conseguir una fotografía completa de la realidad humana y material de la batalla de Teruel. Solo así podemos hacernos una idea del tremendo desafío logístico que supuso la guerra civil en un ámbito decisivo para los conflictos de la contemporaneidad como es el de los ferrocarriles, pero también del drama y la realidad humana que había detrás de todo ello. Entre el 6 y el 29 de enero, solo en lo referente al número de heridos evacuados desde los hospitales de Santa Eulalia y Cella hacia centros hospitalarios permanentes, la cifra alcanza casi los 11 000 hombres[23]. Parece importante volver a destacarlo: quizás solo 2000-2200 de ellos volverían a combatir, mientras que los 8000-8800 restantes serían dependientes en diversos grados, con lo que ello suponía; más aún si procedían de familias pobres, tal y como era el caso de la inmensa mayoría de los conscriptos de ambos ejércitos. Sea como fuere, estos centros hospitalarios de la inmediata retaguardia tenían por misión estabilizar a los enfermos y heridos y llevar a cabo un triaje para proceder a su envío a distintos hospitales del territorio rebelde. Sin embargo, su misión era mantener disponible el máximo número de camas para la llegada de nuevos pacientes. De hecho, el de Cella, radicado en las escuelas (hoy Centro de Juventud), siempre solía tener más trabajo, por su proximidad al frente. En cualquier caso, los momentos más duros de enero se registraron con bastante diferencia en los últimos días de asedio sobre los reductos, así como en los tres días posteriores, dando un total de evacuados para las seis jornadas que van del 6 al 11 de enero de 4636 combatientes, con la primera de ellas marcando un pico máximo de 1271. Durante el resto del mes las cifras se mantuvieron muy lejos de estos registros, incluso durante las jornadas entre el 17 y el 29 de enero, cuando tuvieron lugar los combates por el Alto de las Celadas, El Muletón y sus inmediaciones[24].

Mientras tanto, en el interior de la ciudad la voladura del Banco de España, que había quedado convertido en un amasijo de ruinas, hacía mucho más comprometida la defensa del reducto de la Comandancia (véase mapa 2). Así pues, ocurría que a menudo los soldados republicanos se infiltraban a través del esqueleto del edificio, poniendo en riesgo la seguridad de los convalecientes del Hospital de la Asunción, situado al oeste del propio Banco de España, y cogiendo a los sitiados por la retaguardia y el flanco. Tal era la situación que a menudo la plaza de San Juan quedaba batida por el fuego enemigo, lo cual hacía casi imposible la comunicación con el vecino hospital de campaña del Casino, que estaba justo delante, a cien metros. Según cuenta Fernando Cámara, en uno de aquellos días en que nadie se atrevía a cruzar bajo la lluvia de plomo tuvo que ser una enfermera del Hospital de la Asunción, María Pilar López García, la que se ofreciera para llevar la comida a los heridos del Casino junto a otra compañera, que resultó herida. Al parecer, tanto se debía López a sus enfermos y convalecientes que nunca los abandonaba durante los bombardeos, poniendo en riesgo su integridad mientras muchos otros sanitarios corrían al refugio[25]. De hecho, en condiciones así no era nada extraño que el terror invadiera a hombres y mujeres, así lo reconocía Fernando Cámara al señalar que «muchas enfermeras […] estaban en los refugios atemorizadas». Sin embargo, la disciplina militar, la presión social y el instinto de protección sobre la propia familia —no olvidemos que muchos combatientes tenían a los suyos en los mismos reductos— acababan haciendo que todos y todas se vieran impelidos u obligados a cumplir con sus funciones. También pudo ayudar la presencia de las monjas destacadas en los hospitales como enfermeras, algunas de las cuales también serían víctimas de las minas que estallaron bajo el Casino[26].

De vuelta al exterior de la plaza, la aviación republicana se estaba mostrando bastante eficaz durante aquellos días en las acciones aire-tierra, tal y como prueba la pérdida —«avería», dice la documentación— de un camión y un coche de la artillería del CETS a manos de los aviones. Sin embargo, los pilotos republicanos sufrían sobremanera en los enfrentamientos directos con los cazas rebeldes, que les infligían graves pérdidas, en parte por la superioridad técnica de algunos de sus aparatos y por la habilidad de sus portadores[27]. Con buena posición de tiro para seguir cooperando con el vecino CEG, la artillería del CEC apoyaba de vez en cuando al primero con concentraciones de fuegos como la del día 4, intentando desbaratar un ataque republicano en el llano, al noreste de la Masía del Chantre. De hecho, ese día se registró un notable aumento de la actividad, con el consumo de 1152 obuses. En parte se debía al intento desesperado por apoyar a las tropas de la 1.ª División de García-Valiño empeñadas en la defensa de La Muela de Teruel y las muelas de la Alejandra y los Oraus. Para ello se llevaron a cabo concentraciones de fuego a partir del mediodía tanto en las laderas de dichas cotas, para hacer desistir al enemigo en sus ataques, como también en todo el camino hasta ahí, intentando dificultar el envío de refuerzos y abastecimiento.

Así pues, fueron machacadas la Rambla del Molino, que discurría a los pies de La Muela de los Oraus, contra la carretera de Cuenca, que discurría de norte y sur al este, por la vega del Turia, y también posiciones enemigas en La Muela de Villastar, desde donde eran apoyados los asaltantes republicanos. En cualquier caso, no es casual que la artillería se concentrara a partir del día 5 en batir el valle del Alfambra desde Los Baños, justo en la entrada del río en el llano por las Atarazanas, ya cerca de la confluencia con el Turia; las trincheras al norte de Teruel, en la actual salida de la ciudad; la propia carretera de Alcañiz; y la Masía de Santiaga, frente a las Viñas de San Cristóbal. Ese mismo día el mando del EP había aprobado el despliegue de nuevas unidades en el área de operaciones de la capital del sur de Aragón y aquel era uno de los principales puntos de concentración a su llegada desde el Bajo Aragón[28]. Uno de los encargados de tirar contra dichas posiciones era Jeremías Hernández Carchena (1911-1963), cuya batería se encontraba emplazada por entonces en el cerro de Santa Bárbara de Celadas, dos kilómetros y medio al noroeste de dicho pueblo. La tónica habitual de los artilleros, según quedó consignada en su diario, estuvo marcada por el aburrimiento, elemento central de la experiencia de guerra de la mayor parte de los combatientes, pero también por la presencia habitual del alcohol, las conversaciones con los compañeros de armas, la monotonía de la alimentación, la añoranza del hogar y los juegos de cartas para romper con la rutina[29]. Por supuesto, la existencia de estos hombres en la inmediata retaguardia no era ni por asomo similar a la de los combatientes de primera línea, mucho más expuestos a los elementos, al desabastecimiento y al peligro de la metralla, pero sí que se parecía a la de las tropas de ocupación, las reservas o los servicios de intendencia.

De vuelta al interior de la ciudad, la situación no hacía sino empeorar por momentos, tal y como destaca el telegrama de Barba en la tarde del día 6 de enero: «Más de 700 heridos y población civil compuesta de 600 mueren de sed e inanición desde hace tres días», a pesar de lo cual «los combatientes de Seminario y Santa Clara», entre cuyas ruinas y sótanos languidecían los sitiados, «sabremos morir honrando España»[30]. José Carrasco era muy explícito al respecto de los pormenores de la defensa del reducto, señalando que «en una habitación interior sin ventilación alguna teníamos que “arreglarnos” todos, lo mismo hombres que mujeres y lo hacíamos con la mayor naturalidad del mundo, únicamente separados por un montón de piedras y escombros». De hecho, insistía en señalar que era difícil mantener alta la moral allí, tal era el escenario depresivo del día a día: «Era desalentador y doloroso no poder atender las angustias y llamadas de unos o de otros». Respecto a los cadáveres, combatientes y civiles, apuntaba que eran apilados en una habitación habilitada a tal efecto. Esto daba lugar a escenas dramáticas y dantescas en medio de la pesadilla constante que vivieron los sitiados, sometidos al shock traumático del hambre, la sed, los combates, los bombardeos de la aviación y la artillería y, por supuesto, la muerte:

[…] resultaba desgarrador el tener que quitarle o arrancarle de sus brazos a una madre enferma o herida, al hijo que tenía muerto en el regazo.

Nuestra depresión era terrible y hombres hechos y derechos que también se estaban jugando la vida, llorábamos como niños ante las súplicas y sollozos de tantas madres que preferían seguir con ellos, acariciándoles y besándoles a que los llevásemos a engrosar aquella macabra alineación de cadáveres.

Sin embargo, añadía de forma muy gráfica que «el olor que expedían los muertos era irresistible y este neutralizaba con su fuerte hedor que pudiésemos percibir el de la orina o el del excremento, que día tras día se iba acumulando»[31]. En medio de aquella situación inimaginable también cumplieron su servicio como enfermeras un grupo de mujeres, entre las cuales se encontraban Soledad Royola, Pilarín Blasco Figueroa y Julia Buj Julve. Encerradas allí compartieron la miseria, el dolor y el miedo de los combatientes y los civiles, viéndose obligadas a realizar su trabajo en las peores condiciones. La propia Mercedes Milá Nolla (1895-1990), como autoridad al mando de todo el personal femenino de los hospitales del bando sublevado, trataba de hacer llegar su aliento a sus subordinadas en Teruel dirigiéndose a ellas en los siguientes términos: «Enfermeras que tenéis el honor de asistir a esos héroes y que en vuestra sagrada misión os hacéis también dignas de ellos»[32]. Su proclama ponía de manifiesto el papel destinado a la mujer en la nueva comunidad nacional, siempre subordinadas respecto al varón, en este caso el combatiente, que era el que brillaba y acaparaba todo el protagonismo de la narrativa colectiva impuesta por el régimen. Así pues, su dignidad y su coraje venían dados a través del servicio que prestaba al hombre y, por tanto, de la aceptación de su rol secundario en todas las esferas de la vida. En cualquier caso, varios meses después de acabada la guerra y tras pasar por el cautiverio Royola, Blasco y Buj fueron recomendadas por Joaquín Moneva Sánchez, teniente médico y responsable de las intervenciones quirúrgicas en el reducto del Seminario, para recibir la Cruz del Mérito Militar[33]. Otras como Leandra Giménez Gómez-Cordobés tuvieron más suerte. En su caso, a pesar de ser encarcelada en la zona republicana, fue capturada el día 23 de diciembre y se ahorró las penurias propias del asedio. Sin embargo, a punto de acabar la guerra también solicitó los beneficios derivados de sus 665 días de servicio como enfermera en la plaza[34].

La prueba de las condiciones en que combatían muchos de los defensores la encontramos también en el reducto de la Comandancia, donde el comandante de artillería Fernando Calvo se había puesto al frente de todos los parapetos de la posición a pesar de encontrarse convaleciente por las heridas recibidas pocos días antes en La Muela[35]. De hecho, el día 6 parece haber sido el que registró los combates más duros durante aquellas jornadas fuera del cerco, con los últimos intentos sublevados por enlazar con los sitiados. Uno de ellos estuvo protagonizado por la 61.ª División, al mando de Muñoz Grandes, que no solo fracasaría en su objetivo de alcanzar Teruel por la zona del convento de los Capuchinos, sino que además recibió un fuerte ataque sobre las fuerzas que había dejado de guardia al norte de La Muela. Ese mismo día el empuje del EP había hecho retroceder a parte de la 1.ª División, como ya he señalado al principio del capítulo. Tal fue el desastre de la jornada que no solo se registraron numerosas bajas, sino también un cierto número de deserciones. De este modo quedó descartada toda esperanza de salvación, dado el agotamiento producido por los combates constantes durante una semana en condiciones imposibles y, por tanto, el estancamiento de los avances en todos los sectores[36]. José Carrasco reconoce que dentro del reducto del Seminario fue el día 6 el mismo en el que empezó a declinar la esperanza de los defensores en una liberación procedente del exterior, aunque siguieran haciendo cábalas al respecto, fruto de su situación desesperada y de la incertidumbre de lo que podían esperar de sus futuros captores:

El sexto sentido que yo creo que nació en nosotros aquel día seis de enero fue ese: el ver que nuestra misión había finalizado, aunque no con el resultado que hubiésemos esperado.

[…] Abrigábamos todavía la esperanza de algo que podría ocurrir que nos favoreciese, que no todo fuese negativo […].

Dos días, decíamos nosotros, dos días que cesase de nevar, que amainase la crudeza de la baja temperatura, para que pudiese emplearse nuestra aviación y seguro que estaríamos salvados.

Sin embargo, a pesar de decir que nadie pensaba en deponer las armas, se contradecía al reconocer que en el reducto los combatientes hablaban sobre la situación:

No comprendíamos por qué algunos de los jefes […] no se decidían a iniciar las gestiones de rendición. Pensando humanamente creíamos que era lo que procedía, ya que el pretender seguir defendiéndonos y resistiendo entre cadáveres, heridos y escombros era buscarnos una muerte segura […][37].

Tampoco el apoyo de la artillería del CETS consiguió contener el avance de las fuerzas del EP, a pesar de que ese día 6 redobló sus esfuerzos lanzando hasta 2383 proyectiles contra posiciones enemigas. De hecho, aquella fue una jornada funesta para los artilleros. Para mayor desgracia de los miembros de su dotación, una de las piezas de la 18.ª Batería del 13.er RL estalló por la explosión precoz de un proyectil en el momento de la carga. Esto no solo inutilizó la pieza afectada, sino que hirió de gravedad a dos artilleros, Casimiro Pousa Rodríguez y Domiciano Fernández Abella, y a otros dos les causó heridas leves, el teniente Juan Peña Alonso y el artillero de segunda Eligio Díaz Ramos. Se trata de un tipo de accidentes que no eran extraños cuando se manejaban obuses y piezas recalentadas por el esfuerzo, y no era fácil saber cuándo le podía tocar a uno[38]. Pero además, aquel día los ataques aéreos republicanos también acabaron con la vida de Pedro Escuder Ríos, de la 1.ª Batería del 10.º RL, al tiempo que hirieron a Carlos López Lucas, de la 2.ª Batería del 10.º RL. De hecho, este último era celebrado como parte del personal distinguido porque «se negó a ser retirado de su puesto». De esta manera podemos ver cuál era la vara por la que se medía la virilidad dentro del ejército sublevado, donde la inconsciencia en ciertos casos se consideraba como la forma más alta de valor y entrega y se estimaba por encima de todo. Un caso muy similar lo encontramos el día 8 con un desenlace fatal. En esta ocasión, Agustín Estacas, un cabo de la 3.ª Batería del 4.º RP que estaba a cargo de la central de teléfonos se negó a abandonar su puesto «para mantener comunicación con el observatorio y el Mando, a pesar del intenso cañoneo y de haber recibido indicación de sus superiores para refugiarse». Por lo tanto, contravenir las órdenes de los superiores solo estaba permitido siempre que fuera para superar los mínimos establecidos por el servicio, aunque ello pudiera comportar la pérdida de personal valioso y hasta cierto punto irremplazable. De hecho, destacar este tipo de acciones era un modo de invitar a otros a emularlo, siempre y cuando ansiaran el reconocimiento de sus compañeros de armas. Al fin y al cabo, esta inconsciencia es una forma de sumisión y renuncia tal que a ojos del mando tenía que ser bien vista a la fuerza, ya que dichos principios eran los que se esperaban de cualquier combatiente. Por eso, el de Estacas era visto como «alto ejemplo del concepto del deber», una muestra de «valor y serenidad extraordinario»[39].

Dado el panorama general, a primera hora del día 7 el comandante del EdN autorizó tanto a Barba como a Rey d’Harcourt para proceder a la evacuación de los heridos irrecuperables e incapaces de portar armas, siempre y cuando se contara con garantías y mediara la intervención de la Cruz Roja. Las órdenes ponen de manifiesto que aún se esperaba un último esfuerzo de los dos núcleos de resistencia, «en espera nuestra llegada que no ha de retrasarse pues enemigo ha sido duramente castigado y seguirá siendo batido con toda energía». Sin embargo, como decía, la intensidad de los combates en el exterior se había reducido sobremanera. Mientras tanto, en el interior la situación se había tornado insostenible por la falta de alimentos y agua, lo cual provocaba la desmoralización de los defensores. El propio Barba, siempre entusiasta, reconocía que «se sienten conatos de malestar que castigamos con todo rigor», algo que encaja con el relato de José Carrasco. Sea como fuere, el coronel al mando sabía que el uso de la fuerza y la implementación de medidas draconianas no bastarían para mantener la disciplina, por lo que solicitaba el envío de «víveres y hielo y a ser posible refuerzos». De hecho, había comenzado un constante goteo de deserciones sobre el que cada vez se tenía menos control[40]. En el exterior aquel día aparecían claras evidencias de que las fuerzas rebeldes habían perdido la iniciativa, y a duras penas conseguían contener los ataques republicanos sobre La Muela. Tal era la situación que la artillería del CETS tuvo que intervenir in extremis frente a un asalto lanzado desde la carretera de Cuenca, el cual fue frenado con un poderoso fuego de barrera que se hizo durar veinte minutos[41].

No sería hasta las tres de la mañana del día 8 de enero cuando los sitiados del Seminario tendrían conocimiento de la rendición pocas horas antes del reducto de la Comandancia, al mando de Rey d’Harcourt. El acta formal, que conocemos por la copia que entregó su viuda, Leocadia Alegría, al secretario encargado de instruir la Causa General en Aragón, Teodoro Aisa, nos permite adentrarnos en las causas que llevaron al coronel a tomar una decisión negociada que lo acabaría convirtiendo en el cabeza de turco del fracaso militar del ejército sublevado en aquellos primeros compases de la batalla de Teruel. Esta señalaba que «después de veinticinco días de defenderse sin recibir ayuda del exterior contra un enemigo muy superior en número y material», las únicas posiciones que quedaban en su poder eran el Hospital de la Asunción, las «ruinas del Colegio Sadel y parte del Gobierno Militar» (véase mapa 2). La situación se veía agravada por el aislamiento respecto al reducto del Seminario, pero sobre todo por carecer de agua y alimentos, escasear las municiones y armamento de todo tipo, unido al goteo incesante de deserciones. La conclusión de Rey d’Harcourt era muy clara tras reunirse con más de una veintena de oficiales del reducto que ratificaban el acta de rendición:

[…] consideran que se han agotado todos los medios que el deber y el honor militar aconsejan en la defensa de esta plaza, cuya prolongación no podría beneficiar a la marcha general de las operaciones, no obteniendo más que el sacrificio del numeroso personal no combatiente y heridos que encerrados en el Hospital de la Asunción se verían obligados a seguir la misma suerte que la población militar, por lo cual acuerdan la rendición […][42].

Esta información, portada al reducto del Seminario por un comisario del EP, fue puesta en cuarentena, al entenderse que se trataba de un ardid para provocar la desmoralización de los defensores y forzarlos a la rendición, que era precisamente lo que solicitaba el emisario republicano. Pocos minutos después de la visita del enviado se detonó una mina bajo las ruinas de la iglesia de Santiago, que sepultó «a la casi totalidad de sus defensores» y que precedió a su toma definitiva por parte de las fuerzas republicanas. Menos de dos horas después, cerca de las cinco de la mañana obtuvieron confirmación de la rendición del reducto sur por boca de un representante del propio Rey d’Harcourt, lo cual motivó la petición de autorización por parte de Barba para evacuar a los heridos al amanecer[43]. Raimundo González Bans, que fue uno de los defensores del Seminario hasta su rendición, recuerda que las fuerzas republicanas consiguieron forzar esta aprovechando la confusión y el caos de la evacuación en las primeras horas de la mañana. Descansados, los milicianos se infiltraron en una posición defendida por unos hombres al límite de sus fuerzas y faltos ya de reflejos, de ahí que eximiera al coronel Barba de cualquier posible responsabilidad[44]. José Carrasco recordaba que la jornada del 7 y la madrugada del 8 de enero «fue un día y una noche de constante alucinación, de pasar de un pensamiento a otro, de querer y no querer actuar». Lo que más venía a su memoria son los efectos de los nervios y la tensión acumulada, las fuerzas quebrantadas por el hambre, pero también el miedo generado por la propaganda frente a lo que entonces ya era inevitable: deponer las armas. De hecho, Carrasco rememora los debates con algunos de sus compañeros de armas sobre el mejor modo de entregarse al enemigo, y dejando un fiel reflejo de aquellas horas de zozobra e incertidumbre, pero también de esperanza y deseo de acabar con aquella tortura, se preguntaba si era posible temer una cosa y desear al mismo tiempo que se produjera:

Es difícil expresar lo que se siente en esos momentos, porque a pesar de nuestras cavilaciones, de tantas cosas como uno piensa, después, si se analizasen bien, la mayor parte son producto de una imaginación calenturienta y, por tanto, descabelladas. O sea, que honradamente no podíamos considerarnos responsables de estos pensamientos, porque eran producto de unas circunstancias tan anormales que obligaban a nuestra imaginación a trabajar a un ritmo anormal y poseídos también, para qué negarlo, de un miedo cerval[45].

Por eso recuerda que ante tal deformación de la realidad les sorprendió sobremanera el buen trato que les dispensaron sus captores. Esto no fue óbice para que muchos de los refugiados, como las monjas del destrozado convento de Santa Clara, rompieran a llorar presas del pánico al ser tomadas prisioneras, tal y como recuerda el veterano de la 84.ª BM Blas Alquezar. No es extraña la reacción de aquellas mujeres si tenemos en cuenta dos cosas: la violencia anticlerical del verano y el otoño del 36 había alcanzado una gran virulencia en el marco de la retaguardia revolucionaria y, al mismo tiempo, había sido explotada a fondo por los golpistas para movilizar a sus propios partidarios y denunciar al enemigo a ojos de la opinión pública mundial. De ahí que los combatientes se vieran obligados a tranquilizar a las monjas: «“No lloren, que no les va a pasar nada”, les decíamos. “No, que ustedes son muy malos”, nos respondían. Y nosotros les intentábamos calmar: “Que no se preocupen, que no tenemos cuernos ni cuatro patas”»[46]. Por su parte, a los sitiadores les sobrecogió el aspecto de los vencidos y los civiles que se refugiaban entre las ruinas con ellos, por su aspecto físico lamentable, que hacía que a menudo requirieran la asistencia de los soldados republicanos, y sus súplicas para que les dieran de beber. De hecho, Pere Calders se quedó consternado al entrar en contacto con los evacuados de los reductos que llegaban en camiones a la zona de Levante donde él se encontraba de maniobras con su unidad:

Son gente hundida en la miseria, enferma, que lo ha perdido todo, incluso la capacidad de llorar; no sabemos si es que realmente van vestidos con tonos oscuros o si bien la suciedad que los recubre hace que lo parezca, pero nos da la sensación de que toda esta gente está de duelo.

Nunca habíamos visto unos hombres tan envejecidos, ni unas mujeres tan decaídas, ni unas criaturas tan delgadas[47].

Durante la tarde del día 7 y la madrugada del día 8, dos centenares de sitiados que aún se valían por sí mismos consiguieron romper las líneas enemigas, con la guardia baja tras el anuncio de la rendición y con los combatientes auxiliando a la población civil, que a duras penas podía mantenerse en pie. Estos consiguieron alcanzar las propias líneas a la altura de la Guea de San Blas, situada en la vega del Guadalaviar y a más de cuatro kilómetros de la ciudad. La mayor parte de los evadidos formaron dos grupos diferentes, es probable que con la idea de pasar más desapercibidos y aumentar las posibilidades de éxito. Uno iba encabezado por el teniente Ataulfo García Mahave, jefe de la defensa de las posiciones Puertas del Hospital y Banco de España en diferentes ocasiones, y guiado por el turolense Julián Asensio, mientras que el otro iba capitaneado por el famoso padre Gil, el hasta entonces alcalde José Maicas y el concejal Alonso Bea, marchando a través de La Muela y perdiendo por el camino a unas treinta personas bajo las balas. El teniente médico provisional Fernando Cámara integraba el primero de los grupos, también marchaban con ellos la enfermera María Pilar López García y el cabo Aguilar Manzano. Además los hubo, como el alférez provisional Martín, del cual ya he hablado antes, que cayeron en manos del enemigo impedidos por las heridas, aunque quisieran evitarlo a toda costa. El periodista y propagandista del bando sublevado Federico García Sanchiz (1886-1964) recogía en una crónica de posguerra la imagen de los fugitivos cruzando las aguas heladas del río Turia a unos −13° y bajo el fuego de las ametralladoras republicanas que intentaban darles caza: «Los fugitivos, temblorosos y con los dientes rechinantes, prorrumpieron en vivas a España, echándose a llorar en brazos de los Requetés». Sobre todo recordaba el ansia de venganza —a sus ojos justicia seguramente— de algunos como el hasta entonces alcalde de la ciudad José Maicas, después de la tensión vivida y los sufrimientos que salían entonces a la luz: «Loco parecía el Alcalde Maicas, el alcaldico, menudo y leve, que hablaba de volver vindicativamente a su sitial, desorbitados los ojos»[48].

Cabe pensar lo dramático que debió de ser el momento para muchos de los defensores, fueran sus convicciones más o menos acendradas, todos habían estado bajo los efectos de una propaganda que se demostró sumamente efectiva a la hora de dibujar determinados arquetipos aterradores del enemigo. Tal pudo ser el caso del tal Martín, herido en ambas piernas. Era un hombre hecho a sí mismo, en tanto que oficial por méritos de guerra; había obtenido la Medalla Militar en 1937 y, además, se había distinguido en los combate por Teruel. Sin embargo, el miedo inoculado por la propaganda, el deseo de seguir combatiendo o la incertidumbre frente al futuro empujó a otros como el alférez provisional Ricardo Lacalle del Río a escapar, a pesar de que se encontraba herido en una pierna y hospitalizado desde los combates en La Muela[49]. Otros como Raimundo González intentaron la huida en solitario, en parejas o grupos más reducidos, buscando pasar más inadvertidos. En su caso, perdió de vista a su compañero, un guardia civil al que daba por muerto tras haber sido herido durante la fuga[50].

En la zona republicana la noticia de la rendición de Teruel no tardó en correr como la pólvora. No obstante, con ese pesimismo instintivo que le atribuía Tomás Mora, Indalecio Prieto salió al paso de la euforia que pareció apoderarse de algunos como Jaume Miravitlles, jefe de propaganda de la Generalitat de Cataluña. Al parecer, este último había pensado poner en marcha una campaña masiva de propaganda para dar a conocer la supuesta trascendencia del triunfo militar republicano. Sin embargo, según contaba Miravitlles el ministro de Defensa se negó en rotundo afirmando que se trataba de una maniobra militar dilatoria que buscaba un golpe de efecto moral y un impacto en el ámbito internacional, pero que en ningún caso sería posible mantener la ciudad por más de tres semanas. Se equivocó en su previsión: la capital estaría en manos republicanas durante las seis semanas siguientes, sin embargo Miravitlles reconocía: «Entonces vi que la guerra estaba perdida. La ofensiva se había llevado a cabo para intentar llegar a un acuerdo negociado que pusiera fin al conflicto…»[51]. Por aquellos días los servicios de inteligencia alemanes informaban de que tanto el lehendakari vasco, José Antonio Aguirre, como el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, estaban bajo estrecha vigilancia soviética porque «ambos consideran como muy urgente y necesario un acuerdo con Franco»[52]. Y es que en el gobierno republicano había sectores partidarios de buscar un armisticio negociado con los sublevados para poner fin a la guerra y salvar lo que se pudiera del sistema democrático.

En el ámbito internacional también se tenía plena conciencia del sentido de la operación sobre Teruel, algo que ya reconocía el agregado militar británico en Barcelona el 18 de diciembre, cuatro días después de ponerse en marcha la ofensiva republicana, que a sus ojos «ha sido iniciada para levantar el prestigio moral, militar y político del llamado “gobierno” de los Rojos». Cuatro días después, coincidía con este su colega estadounidense al afirmar que no solo «la importancia militar [estratégica] de esta operación se puede difícilmente apreciar», sino que además «su finalidad» solo podía ser «levantar la moral». Sin embargo, al contrario de lo que había dicho el británico pocos días antes, «en Barcelona se nota poco entusiasmo sobre el éxito anunciado»[53]. Efectivamente, aquel ataque había tenido entre sus objetivos convencer a las potencias democráticas de la capacidad del gobierno de la República para ejercer su poder de forma eficaz y para conformar un ejército moderno, capaz de llevar a cabo operaciones ofensivas con éxito. No por nada, el día 4 de enero el encargado de negocios de la misión diplomática estadounidense en Barcelona ya señalaba sin dudarlo que «la lucha por Teruel adquiere cada vez más importancia política y militar». El EP había conseguido hacerse con la iniciativa en los campos de batalla y, por tanto, imponer a los sublevados «las condiciones de lucha». Otros como el embajador británico, que trataba de escrutar en el fondo de los artículos de prensa y las informaciones que le llegaban por vías oficiales, preferían mostrarse prudentes y pensar que «el desenlace no es tan seguro como el “gobierno” quisiera hacerlo creer a la gente». Así pues, lo que ocurriera a partir de entonces en la capital del sur de Aragón sería decisivo en el devenir de la guerra, dado que ambos contendientes habían desplegado a sus mejores fuerzas[54]. Esta era una sensación que también llegaba hasta las propias tropas que permanecían a la espera de acontecimientos en frentes secundarios o en la retaguardia, como en el caso de Pere Calders, que veía claro desde Castellón que la de Teruel había pasado a ser una batalla de desgaste:

Por la cantidad de jefes y oficiales heridos o muertos estos últimos días puede juzgarse el número de bajas que habrán sufrido los soldados. Cada día llegan nuevos contingentes de heridos y hace falta gente de reserva con el fin de rehacer las unidades. Hemos observado que nuestros jefes están preocupados, […].

La lucha de Teruel cobra el carácter de batalla decisiva, la primera gran batalla de nuestra guerra, y son necesarios muchos hombres para sostenerla[55].

Consumada la rendición de los sitiados y dada la imposibilidad de derrotar al EP y alcanzar Teruel con la estrategia y los métodos empleados hasta el momento, la batalla entraba en una nueva fase, algo que queda claro en la documentación. Ese día 8 la orden del comandante del EdN fue «establecerse sólidamente en la línea alcanzada que serviría como base de partida para futuras operaciones». No dejaba de ser una forma eufemística de reconocer el fracaso en el cumplimiento de los objetivos, algo muy típico en el lenguaje militar de cualquier ejército moderno. En realidad equivalía a decir que se abría un periodo para recomponer las fuerzas, desgastadas por el riguroso clima y más de diez días de intensos combates. Sin embargo, el final de los reductos del Seminario y la Comandancia no trajo la calma, o no al menos de forma inmediata. Todavía, durante los días 8, 9 y 10 de enero las fuerzas republicanas trataron de establecer un perímetro defensivo exterior que permitiera defender Teruel con las máximas garantías. Al fin y al cabo, estaba claro que aquel solo había sido el primer asalto de una batalla que ya se presumía larga. Así se explica que la actividad de la artillería se concentrara durante aquellas jornadas en generar barreras de contención al sureste de Concud y, también, en las entradas de los barrancos de la Casa de Blasco, de Barrachina y del Molino. Estos últimos accidentes geográficos, situados en la margen derecha del Turia, entre Teruel y Villastar, eran las principales vías de acceso naturales para acceder a La Muela y a las muelas de los Oraus y la Alejandra, puntos todos ellos donde prosiguieron los combates con el objetivo de conseguir posiciones más favorables.

Una vez más, el estudio de la experiencia de los artilleros del CETS en el curso de esos días nos permite profundizar en las particularidades y problemáticas de su vida cotidiana en situaciones de combate intenso[56]. De algún modo, cuando su objetivo eran los artilleros situados al otro lado del frente, la artillería disfrutaba de ventajas muy similares a las que se encontraba frente a la infantería enemiga en operaciones ofensivas. Como no podía ser de otra forma, las piezas enemigas también se situaban en emplazamientos estratégicos, que además podían adivinarse gracias a la trayectoria de los proyectiles, una habilidad que se desarrollaba con la experiencia y, claro está, con los conocimientos de balística. Evidentemente, quienes estaban enfrente tampoco eran mancos ni tuertos, y eso muy a menudo ponía en apuros a las dotaciones de las piezas, que como ya hemos visto habían de operar a menudo bajo el fuego enemigo. Ese fuego de contrabatería, que es como se denomina al intento por neutralizar las piezas del enemigo o cuanto menos acallarlas al saberse sus dotaciones localizadas, era una de las principales amenazas a las que habían de enfrentarse los artilleros y, nuevamente, una muestra de que en la guerra moderna la muerte acecha a cada momento. Buen ejemplo de ello es lo ocurrido el día 8 de enero, cuando un impacto directo sobre la central telefónica del grupo de baterías al mando del comandante Ignacio Moyano acabó con la vida de cuatro soldados y dos heridos graves, entre los cuales se encontraba el ya mencionado Agustín Estacas. También el grupo de baterías al mando del capitán Astorga fue localizado y batido por los artilleros republicanos, dando como resultado la muerte del tirador Julio Burgos Fernández, impactado por un casco de metralla, y dos heridos.

El hecho de ser localizado y batido con acierto a la primera podía tener consecuencias dramáticas, sobre todo si los impactos conseguían acertar en los polvorines próximos a las piezas, tal y como les ocurrió el día 10 a los miembros de la 2.ª Batería del 1.er RP. De cualquier modo, la mayor parte de las veces se tomaban las precauciones necesarias para situar los almacenes de munición a una distancia prudencial. En el caso que nos ocupa se valoraba que las dotaciones hubieran continuado con sus cometidos a pesar de encontrarse el polvorín a 100 metros de donde estaban ellos. Una inconsciencia que también se valoraba en el caso del cabo Virgilio de Mingo Pérez, de la 1.ª Batería del 10.º RL, que no solo era un entusiasta voluntario desde el inicio del Movimiento, prueba irrefutable de lealtad a la causa que era convenientemente subrayada, sino que tras ser herido en su puesto de apuntador se negó a ser evacuado. Lo mismo que los cabos Rogelio Fortes González y Augusto Luengo Gil, de la 2.ª Batería del 4.º RP, que a pesar de las heridas siguieron firmes en sus puestos[57]. Sin embargo, también el miedo formaba parte de las respuestas habituales de los artilleros ante las amenazas, como ocurrió el día 18 de enero durante un bombardeo de la aviación republicana sobre las posiciones del Cerro Gordo, donde se encontraba estacionada por entonces la batería de Jeremías Hernández. Ante la virulencia y acierto del ataque se vieron obligados a tirarse cuerpo a tierra. En este caso decía de su coterráneo y uno de sus mejores camaradas, Patricio Blas Hernández (1916), que hacía poco se había incorporado a filas y que «está conmigo todo asustado, porque era la primera vez que se encontraba en esos apuros; los trozos de metralla silbaban por encima de nosotros y caían a un metro de nuestros pies». No obstante, el hecho de que no diera más importancia al suceso y pasara a hablar de lo que había cenado prueba que tenía interiorizado aquello como parte de la cotidianeidad de la guerra, a pesar de que aquella acción costó la vida de un compañero y dos más resultaron heridos[58].

También en el ámbito internacional el gobierno de la República estaba intentando realizar algunos movimientos para librarse de una excesiva influencia soviética. Hasta entonces esto había sido difícil, tal y como reconocía Tomás Mora al reflexionar sobre el malestar que generaba entre ciertos sectores del gobierno republicano la presencia de consejeros soviéticos. De hecho, los servicios de inteligencia italianos en España se extrañaban de que no hubiera conflictos y protestas más acaloradas en torno al papel de dichos consejeros, que según los informes de los transalpinos «hacían y deshacían a su antojo sin el control de nadie»[59]. Sin embargo, cabe poner en cuarentena las visiones desde el lado fascista, por muy certeros que intentaran ser los análisis del espionaje, ya que estos también podían estar influenciados por los prejuicios y por el deseo de agradar a los jefes con lo que esperaban oír. En cualquier caso, el propio Negrín fue muy claro al respecto en una cena con los mandos del Ejército del Este (EdE) y del EdM poco antes de la batalla de Teruel: «La Unión Soviética es el único país que nos está mandando ayuda. El Partido Comunista es el […] que más contribuye al esfuerzo bélico. Solo por estas razones os suplico que seáis tolerantes con los consejeros»[60]. Y aunque Mora estaba convencido de que el jefe de Gobierno estaba bajo la influencia soviética, no era menos cierto que el éxito militar provisional alcanzado por el EP en la batalla de Teruel estaba dando lugar a movimientos en los equilibrios de alianzas políticas dentro de la República.

Sin ir más lejos, en enero de 1938 los servicios de información alemanes comunicaron a las autoridades golpistas que «el Gobierno rojo trata de anular al Partido Comunista en la España roja», sobre todo porque según parece «la ayuda rusa actualmente es mucho menor que la de Francia y los Estados Unidos». El propio embajador británico en Barcelona era consciente de que el PCE tenía una presencia en el gobierno que no se correspondía para nada con su peso real en la sociedad española[61]. Así pues, cumplida la necesidad de sostener a la República en los momentos de mayor apuro y aislamiento, el resto de fuerzas políticas y el propio gobierno se estaban moviendo para restablecer los equilibrios y sacar a los comunistas de ciertos puestos sensibles de responsabilidad[62]. De hecho, la inteligencia italiana parecía contar con buena información sobre la continua llegada de transportes franceses «de todas las dimensiones» por la frontera catalana. Además, su informe de primeros de diciembre de 1937 hacía hincapié en la supuesta entrada de capitales extranjeros «de todas las partes y en cantidad considerable», especialmente de Suecia y Noruega[63]. Un mes después, a mediados de enero los italianos se mostraban suspicaces con los británicos por el hecho de que parecía que había en marcha una campaña de apoyo «a favor de los rojos contra los “facciosos”». De hecho, se hacía eco de una casa cinematográfica británica que había enviado personal a Teruel para recoger material sobre el EP[64].

Por supuesto, se esperaba que esto pudiera tener su traducción en la esfera internacional, con un apoyo mucho más abierto y decidido de las potencias democráticas. El Reino Unido seguía mostrándose escéptico hacia el gobierno republicano, como se pone de manifiesto en una entrevista mantenida por el embajador de dicho país con el secretario general de la CNT-FAI, Mariano Rodríguez Vázquez. Los servicios secretos alemanes se hacían eco de los contenidos de la conversación, donde el primero se había mostrado partidario de una España democrática no sometida a la influencia de poderes extranjeros ni a fuerzas radicales; regida por un Estado suficientemente fuerte como para asegurar el mantenimiento del orden interno; y, por último, que no tuviera ambiciones en el extranjero ni inspiración militar. Frente a los deseos expresados por el gobierno británico a través de su representante, el régimen triunfante en la guerra tan solo iba a cumplir el segundo punto, y en buena medida amparado en el uso de la fuerza bruta. De hecho, el día 13 de enero el gobierno republicano había expresado su estupefacción ante el embajador británico. La queja tenía que ver con el trato de igualdad que se había dispensado a las autoridades golpistas desde el Reino Unido al nombrar como su representante en la zona rebelde a alguien de la categoría de Robert Hodgson (1874-1956). Frente a lo cual, el embajador se defendió señalando que su gobierno tenía el deber de «proteger sus intereses y a sus súbditos» en cualquier sitio. Sin embargo, las autoridades republicanas tenían razones para sentirse ultrajadas, ya que Hodgson, cuya esposa era una rusa blanca exiliada y una ferviente anticomunista, estaba plenamente alineado con los rebeldes en su visión de la guerra civil como un conflicto contra «hordas controladas por los comunistas, inspiradas por el Komintern y apoyadas por la escoria, en gran parte extranjera, entre la que se reclutan las fuerzas republicanas»[65]. De hecho, un informe de la inteligencia alemana indicaba que ya a la altura del 24 de diciembre de 1937 el gobierno francés había manifestado que parecía «indiscutible una dictadura de un partido después de la guerra»[66].