9: El precio de la daga

9

El precio de la daga

La Daga de Torxus se hundió en su carne, y Malus Darkblade se sintió morir.

Un dolor espantoso lo sacudió de pies a cabeza y tuvo la sensación de que una parte de sí se había desprendido y él había quedado flotando dentro de su propio pellejo. Le pareció que su corazón se paraba y que la sangre empezaba a estancarse en su carne. Perdió totalmente las fuerzas —a lo lejos oyó el ruido de su espada sobre las piedras del suelo—, y a continuación, cuando la oscuridad se extendía como aceite en sus ojos, fue como si su cuerpo se marchitara por dentro y la carne se volviera negra y dura como la mojama y los huesos se le petrificaran. Era como si la daga fuera un fragmento de la propia Oscuridad Exterior, que le extraía hasta el último atisbo de calor y de vida, y lo convertía en una oquedad bastarda que no era del todo demonio ni del todo hombre.

Lo último que oyó fue su propio grito de horror absoluto.

Se despertó respirando con dificultad el polvo de la tumba.

El aire seco raspaba su garganta maltrecha y le producía accesos de tos que extendían a todo el cuerpo el dolor sordo del costado. Sentía los ojos tan duros como piedras pulidas, y sobre ellos, los párpados parecían correosos. Malus no sabía si tenía calor o frío; en cierto modo, esas sensaciones le parecían ajenas, como si estuviera hecho de madera o piedra y no de carne pálida.

Estaba de espaldas, metido en un ataúd de bordes altos, con la cabeza apoyada sobre cojines de seda que crujían de viejos y olían levemente a descomposición. Tenía la pierna izquierda plegada sobre el borde del ataúd y la sentía pesada y entumecida. A Malus lo sorprendió esa sensación, y se preguntó si los muertos alguna vez sufrían la humillación de que se les durmiera una pierna. A su castigada mente aquello le pareció poco probable, con lo cual se vio obligado a aceptar el hecho de que, en cierto modo, todavía estaba vivo. El maldito príncipe le había clavado la daga y luego lo había echado a un lado como si hubiera matado un conejo.

Había silencio y oscuridad dentro de la tumba. El olor a cerrado era intenso y se mezclaba con el de sangre y vísceras. Lenta y dolorosamente, Malus alzó la mano izquierda. Los músculos le crujieron como cuero reseco cuando cerró los dedos sobre el borde del ataúd y trató de incorporarse. Hasta la débil caricia del aire sobre la cara se le hizo extraña a su cuerpo cuando logró adoptar la postura sedente. Tuvo un sobresalto al parecerle que no sentía el latido de su corazón. ¿Acaso la daga lo había transformado en un muerto viviente igual que el príncipe y los caballeros que lo rodeaban? Ojos ciegos miraban a Malus con expresión acusadora desde unos rostros pálidos, salpicados de sangre y con un rictus de terror y de dolor.

Malus tardó algunos minutos en hacerse cargo de lo que lo rodeaba. Nada menos que cincuenta hombres yacían muertos en la cripta del príncipe, atravesados y mutilados por las espadas de los caballeros no muertos, pero al final la victoria había favorecido a los vivos. No se veía por allí ni a uno solo de los príncipes guardianes, y el propio príncipe había quedado reducido a un montón de telas rasgadas y huesos astillados que algún druchii había reunido en una pila desordenada al pie de su ataúd vertical.

—La daga ha desaparecido —gruñó Malus—. Los supervivientes se hicieron con ella.

No tenía necesidad de hurgar entre los cuerpos para estar seguro. Los hombres que habían plantado sus tiendas en la plaza no habían venido a buscar la bendición de Eleuril, sino a robarle. Si se habían ido, quería decir que se habían llevado consigo la daga.

El noble se pasó una mano por la cara. Tenía la piel correosa.

—¿Cuánto tiempo habré estado aquí?

—Todo un día —dijo el demonio—. La daga te extrajo hasta la última gota de vida que no fuera ya mía.

—¿Qué significa eso? —inquirió.

—Significa que eres el primer mortal que ha sobrevivido al embate del Devorador de Almas —dijo el demonio—, pero sólo porque no tenías alma que devorar.

—¿Y eso es algo que debo agradecerte?

—La otra posibilidad era convertirse en un espíritu torturado, atado para toda la eternidad al lugar donde había muerto —dijo el demonio—. Comparado con la poderosa crueldad de la daga, yo soy el más benigno de los tiranos.

A Malus se le ocurrieron muchos comentarios irritados, pero por el momento se sentía demasiado desgraciado para debatir el tema.

—¿O sea que es cierto que Eleuril fue asesinado por el vengativo espíritu de su esposa?

—¿Él y también sus caballeros? —dijo Tz’arkan con desprecio—. No, al final de su vida se dio el lujo, y así lo ordenó a sus sirvientes, de morir por acción de la daga a fin de proteger a los druchii de la destrucción. Mantuvo su vigilia durante miles de años…, es decir, hasta que llegaste tú.

—¿Vigilia? ¿De qué estás hablando?

El demonio suspiró.

—Eleuril arrebató la daga a un hechicero de Slaanesh llamado Varean, que a su vez se había internado en los Desiertos para robársela a un señor de la guerra del Caos. Varean estaba buscando la espada porque había descubierto una profecía según la cual un hombre sin alma llegaría un día, se apoderaría de la daga y desataría sobre los druchii una ola de sangre y fuego. Cuando Varean fue arrestado por los hombres de Eleuril, prometió aceptar todos los castigos que el príncipe considerara adecuados a cambio de que Eleuril se ocupara de que se mantuviera la daga en un lugar seguro. Y el príncipe cumplió su palabra hasta la muerte. Por lo que a los druchii respecta, siempre les pareció muy extraño. Muchos pensaron que se había vuelto loco.

—¡¿Y tú lo sabías?! —gritó Malus—. ¿Durante todo este tiempo sabías que me encaminaba a una emboscada y no dijiste nada?

—¿Por qué preocuparse? —replicó el demonio—. Era otra de esas viejas historias relacionadas con una profecía. Pensé que tú no creías en esas cosas.

La risa del demonio quedó ahogada por un vendaval de terribles maldiciones mientras Malus saltaba por un lado del ataúd y caía sobre una alfombra de cadáveres que cubrían el suelo. El noble seguía maldiciendo por todos los espíritus cuyo nombre conseguía recordar cuando al caer sobre el costado de la herida el dolor atroz hizo que se desvaneciera.

Pasó algún tiempo antes de que Malus volviera a abrir los ojos. Lo primero que sintió fue la fría sensación de la sangre que manchaba su costado. Lentamente y con todo cuidado, se incorporó. La forma en que le palpitaban las sienes se parecía más al goteo del agua que al redoble de un tambor. El noble trató de examinar la herida, pero su armadura le dejaba ver poco más que el orificio triangular que el arma había hecho en su peto.

—Una fea herida —se quejó, resoplando—. Demonio, aunque odio decirlo, tendrás que curar esto. No creo que vaya a cerrarse sola.

—Todo a su debido tiempo, Malus —dijo Tz’arkan—. A su debido tiempo. Últimamente he sido demasiado generoso con mis dones. Te devolveré algo de tus fuerzas, pero el resto tendrá que esperar.

Malus sintió el toque frío del demonio extendiéndose a través de él, y el dolor se redujo. Sus miembros recuperaron parte del vigor, y el corazón le dolía por el esfuerzo de insuflarle más fuerzas. El noble trató de olvidar su lamentable estado lanzando más improperios al demonio mientras buscaba sus espadas entre los cadáveres.

Le había dado la vuelta al octavo o noveno cuando se dio cuenta de algo. Estudió el rostro del que acababa de mover y sintió que lo recorría un escalofrío.

—¡Eh!, yo conozco a este desgraciado —dijo, temeroso—. Su padre es miembro de la guardia personal del vaulkhar. No son hombres de Urial.

El noble se arrodilló entre los cadáveres, considerando las implicaciones. Además de Urial ¿quién podría haber reunido a tantos hombres y tener constancia del interés de Malus por la daga? La respuesta era obvia.

—Isilvar —dijo con odio después de un momento. Había miedo en su voz.

—¿Sospechas de tu otro hermano? —inquirió el demonio.

—Por supuesto —respondió—. Tiene el dinero y la influencia necesaria para reunir a un grupo de soldados como este, y sobradas razones para enfrentarse a mí.

El noble movió la cabeza caviloso. También estaba absolutamente seguro de que el hierofante del culto de Slaanesh en Hag Graef no era otro que Isilvar. Aunque se había salvado de la destrucción del culto, Malus le había abierto a Isilvar una herida terrible en la garganta que tardaría mucho tiempo en curarse, en el caso de que se curara.

—Él sabía que yo había estado en el templo del norte y que era tu… sirviente —admitió Malus—. Es posible que también supiese lo de las reliquias y lo de su poder para liberarte.

—Tu lógica es irrebatible —dijo Tz’arkan. ¿Había un deje burlón en su voz? Malus no estaba seguro—. La cuestión es: ¿qué vas a hacer al respecto?

El noble vio la empuñadura familiar de una espada en el suelo de mármol. La extrajo del hombre que yacía encima y usó el pelo de un guerrero herido para limpiar la sangre de la hoja.

—Evidentemente, sería un error desafiar a Isilvar y a sus hombres yo solo —dijo Malus, enfundando la espada—. Tendré que seguirlo de vuelta hasta el Hag y pagar el precio que me pida para conseguir que me dé la daga.

—Un plan caro, pero prudente —dijo el demonio con tono de aprobación—. Estás bromeando, sin duda.

—Por supuesto —replicó Malus con gesto apesadumbrado—. Voy a perseguirlo como a un zorro y a colgar sus orejas de mi cinturón, y si me da la daga sin demasiados problemas es probable que deje que muera con su virilidad intacta.

—No esperaba menos —dijo Tz’arkan—. Desde luego, Malus Darkblade, hay que reconocer que ante la adversidad siempre reaccionas con toda la violencia física necesaria.

Casi había amanecido cuando Malus salió de la tumba de Eleuril. Cada paso hacia la base de la torre había sido una tortura que había llevado a su cuerpo al límite de la resistencia. Cuando salió tambaleándose a la plaza vacía estaba ojeroso, arrastraba los pies y si movía las piernas lo hacía sólo impulsado por un odio que lo quemaba por dentro.

Los saqueadores de tumbas no habían perdido el tiempo. Habían levantado el campamento y se habían puesto en marcha inmediatamente, con lo que ya le llevaban todo un día de ventaja. Malus supuso que volverían al Camino de los Esclavistas y se dirigirían hacia el oeste, dejarían atrás las murallas empapadas de sangre de Har Ganeth y buscarían refugio en Hag Graef. No tenía la menor intención de permitir que Isilvar y sus hombres llegaran tan lejos.

Sin embargo, tuvo que perder más tiempo antes de que Rencor estuviera listo para emprender el viaje. Se encontró al gélido donde lo había dejado, acurrucado en uno de los edificios vacíos y devorando ruidosamente un par de caballos. A juzgar por las sillas de montar y los arreos que todavía llevaban encima, Malus dedujo que el nauglir, atormentado por el hambre, había atacado a la columna druchii en el momento en que abandonaba la necrópolis. Tenía clavados más virotes de ballesta, pero el noble sabía muy bien que no era conveniente acercarse a la bestia de guerra hasta que hubiera saciado su apetito. Cuando el nauglir se hubo hartado por fin, Malus tuvo acceso a sus alforjas y pudo comer parte de las raciones secas que le quedaban, e hizo bajar la carne y el pan resecos con dos copas de amarga sangre de caballo. Seguía sintiéndose peligrosamente débil y era consciente de que le esperaban días de dura cabalgada.

A mediodía, se había ocupado de las heridas de Rencor e iniciaron la persecución de los saqueadores. Al final, la lluvia se había convertido en una llovizna fría y pertinaz que distorsionaba los sonidos y ocultaba los objetos distantes tras un velo de niebla. Malus hizo que el nauglir cogiera un paso largo y sostenido para no cansarse, y estaba bien entrada la noche cuando el noble se vio obligado a hacer un alto. Aunque Rencor podría haber continuado todavía varias horas, Malus había ido perdiendo fuerzas poco a poco a medida que avanzaba el día y llegó un momento en que ya no estaba seguro de que pudiera mantenerse sobre la silla. Condujo al nauglir a una fragua abandonada y se acomodó contra el costado escamoso de Rencor con ambas espadas cruzadas sobre el regazo. Pronto se quedó dormido.

Se despertó al amanecer, apenas algo más descansado. Tanto su regazo como el suelo de piedra estaban manchados de rojo. No sabía cómo, pero en sueños se había vuelto a abrir la herida, y al ver el charco de sangre coagulada, pensó que tal vez había estado a punto de no volver a despertar. Sólo pudo engullir otra ración de carne seca antes de montar de nuevo y ponerse en marcha.

Malus pasó el día en medio del delirio que le producían la pérdida de sangre y la fatiga. Caían chaparrones intermitentes que alternaban con intervalos de un sol débil y mortecino que casi no calentaba. El trote del nauglir le resultaba soporífero, y de vez en cuando, se despertaba, sobresaltado, de una somnolencia vacua y se daba cuenta de que había recorrido varias leguas de las que no tenía conciencia.

Al final del día, había llegado al otro extremo del valle. La entrada de la necrópolis era una alta verja aislada, cuyas columnas tenían la forma de dos imponentes dragones. La puerta estaba tallada con las largas líneas curvas de intrincadas runas que Malus recordaba haber visto en la tumba de Eleuril. Se preguntó si habría en todo Naggaroth un solo druchii capaz de leer la lengua muerta de Nagarythe.

Al otro lado de la verja, había una sucesión de estatuas talladas todas en lustroso mármol negro. Eran de altas y voluptuosas mujeres druchii, cuyos cuerpos desnudos estaban tallados con gracia y riqueza de detalles. De sus dedos salían unas garras largas y curvas, y sus bocas sensuales presentaban unos terribles colmillos leoninos. Malus supuso que representaban a espíritus guardianes inspirados en mitos olvidados de su pueblo. Eran figuras imponentes, y el noble no pudo evitar cierta inquietud al pasar bajo su temible mirada.

El estrecho camino estaba hecho de la misma piedra negra que la necrópolis y sólo permitía el paso de dos cabalgaduras al mismo tiempo. De los saqueadores no había ni rastro.

Malus siguió cabalgando de noche, decidido a recuperar el tiempo perdido, pero al caer la oscuridad entre los árboles empezó a resultarle difícil mantenerse despierto. Se le ocurrió comer un poco más de carne seca, pero después de buscar infructuosamente en las alforjas durante varios minutos, desistió. Un poco más tarde se encontraba inclinado sobre la perilla de la montura con la cabeza caída sobre el pecho. Cuando se quiso dar cuenta estaba tirado en la hierba junto al camino. No había notado la caída. El noble buscó con la vista a Rencor, pero el nauglir había desaparecido. Una parte de su cerebro le decía que debía levantarse y encontrar al gélido, pero lo único que hizo fue acurrucarse y quedarse dormido.

Lo despertó horas más tarde un crujido de huesos. El sol se filtraba entre los árboles y Rencor estaba cerca, sentado y dándose un banquete con un jabalí que había cazado en el bosque. Cuando la bestia de guerra hubo terminado con la carcasa, Malus se arrastró hasta él y hundió la cara en la carne tibia, comiendo todo lo que pudo. Cuando por fin se puso de pie, vacilante, tenía la puntiaguda barbilla y las mejillas, blancas como tiza, manchadas de sangre.

Al avanzar el día, Malus sintió que iba ganando fuerzas y con la llegada del crepúsculo había recuperado lo suficiente la conciencia como para ver el refugio abandonado al pie de la montaña. Estaba apenas apartado del camino y tenía una buena vista de este y del Camino de los Esclavistas, que se encontraba a menos de cincuenta metros hacia el sur.

El noble se dejó caer de la montura e inspeccionó la antigua estructura. Por lo que se veía, había sido usada el día anterior: había un fogón intacto protegido por un gran trozo cuadrado de techo firme e incluso una pila de leña.

La perspectiva de calentarse al lado del fuego y de un techo para protegerse de la lluvia le resultó casi irresistible a Malus, pero al mismo tiempo sabía que más adelante por aquel camino los saqueadores de tumbas estarían también montando su campamento. Si no seguía avanzando mientras ellos descansaban, jamás les daría alcance. Meneando la cabeza, pesaroso, el noble volvió a montar y tomó rumbo oeste.

Esa vez tuvo la lucidez necesaria para darse cuenta cuando ya no pudo más y consiguió encontrar un tosco refugio para viajeros en el que acurrucarse para protegerse contra la lluvia. Incluso se arriesgó a despojarse de su peto y de su kheitan para examinar bien la herida que le había hecho Eleuril. Vio con alivio que de la herida triangular sólo quedaba una fea cicatriz en forma de estrella. El demonio se las había ingeniado para curar la horrible herida, pero era evidente que le había tenido que dedicar un tiempo y un esfuerzo considerables. «Hasta el poder de Tz’arkan tiene sus límites», pensó Malus, lo cual le produjo tanto regocijo como la propia cicatriz.

Con la recuperación gradual de sus fuerzas, Malus fue aumentando el ritmo de la marcha; cabalgó durante horas después de la puesta del sol, hasta el momento en que el cansancio le impidió mantenerse erguido. Él y Rencor adoptaron una especie de rutina: cuando el noble ya no podía más, conducía al nauglir hacia los árboles que bordeaban el lado norte del camino y buscaba un roble o un pino bajo el cual guarecerse. Con las fuerzas que le quedaban, desensillaba a la bestia y la dejaba libre para que cazara, con lo cual se aseguraba una ración de carne fresca y jugosa esperándolo al despertar. Eso le bastaba para seguir la marcha y acortar la distancia que lo separaba de los saqueadores y de su botín.

Al final del tercer día por el Camino de los Esclavistas, Rencor captó el olor de los caballos. El cambio en la actitud del gélido arrancó a Malus de su fatigada duermevela e hizo que refrenara a la bestia mientras estudiaba el trazado del camino que tenía delante sí. En la lejanía, siguiendo la curva de la costa, se podían ver las torres cuadradas de Har Ganeth, la Ciudad de los Verdugos. Aunque estaba a leguas de distancia, la sola visión bastó para que un escalofrío lo recorriera de pies a cabeza. Mucho más cerca, tal vez sólo a unas cuantas leguas al otro lado de una serie de suaves colinas, vio la cima de una sola torre estrecha, Vaelgor Keep, una de las docenas de fortificadas torres de información que jalonaban el Camino de los Esclavistas. De la torre salían volutas de humo: «Hogueras —pensó el noble—; suficiente para una numerosa banda de druchii».

La noche se avecinaba. Hacía un rato que había dejado de llover e incluso el plomizo cielo gris se había transformado en nubes rápidas empujadas por un moderado viento del oeste. Las colinas de color pizarra estaban teñidas de un naranja intenso por el poniente, y el Mar Maligno se veía tan oscuro como el hierro. A pesar de lo débil y vacío que se sentía, a Malus se le aceleró el corazón al pensar en que por fin tenía a su presa al alcance. El noble se dejó caer de la silla y empezó a urdir un plan.

Una sola luna llena brillaba contundente y dorada sobre el horizonte oriental, y se destacaba sobre una cortina de jirones de nubes. El viento seguía susurrando desde el oeste, silbando sobre las crestas escarpadas de las colinas de pizarra. Los ruidos del campamento le llegaban a Malus claramente hasta su escondite entre la espesura del lado norte del Camino de los Esclavistas: los hombres hablaban y maldecían mientras jugaban a los dados, o se reían por lo bajo sobre sus copas de vino, sentados en torno a una de las muchas hogueras de vigilancia. Los caballos piafaban, inquietos, en el corral de la torre fortificada y se oía el ruido de las mazas que utilizaban los artesanos para reparar el acero de la armadura y las armas de los huéspedes.

Según los cálculos aproximados de Malus, había por lo menos cien hombres acampados a las afueras de la torre, simples soldados y la propia dotación del fuerte, expulsada de su alojamiento para hacer sitio a los invitados de alta alcurnia. No se veían dentro del campamento estandartes que anunciaran la identidad del grupo, algo inusual pero no insólito. Malus sospechaba que Isilvar no tenía el menor deseo de hacer públicos sus movimientos, posiblemente con la esperanza de volver al Hag antes de que nadie sospechara siquiera que había salido.

El demonio lanzó una fría risita.

—Estás en el umbral, Malus. ¿Darás el fatídico paso?

Malus hizo una pausa con expresión ceñuda.

—¿De qué estás hablando, demonio?

Durante un momento, Tz’arkan guardó silencio.

—Te molestó que no te contara lo de Eleuril y su profecía. Aquí también hay otra profecía. ¿Quieres oírla?

Malus cerró los puños.

—¿Ya sabes lo que sucederá cuando entre en la torre?

—¡Oh, sí! La urdimbre está preparada desde hace siglos, Darkblade. Muchas vueltas y revueltas del destino te han traído hasta este punto. —Malus tuvo la sensación de que el demonio mostraba unos dientes afilados al sonreír, saboreando su disgusto—. ¿Te lo cuento?

—No me importa —le soltó Malus—. Voy a entrar en la torre digas lo que digas… ¡Me juego el alma si no consigo la daga! Diviérteme ahora. ¿Qué es lo que me espera allí?

El demonio le respondió con un susurro íntimo, como el de un amante.

—Tu ruina —le dijo en las profundidades de su oído—. Este es el lugar donde todos tus planes se van al traste.

Un escalofrío sacudió a Malus. Durante unos largos instantes, se quedó demasiado sorprendido para hablar.

—Estás mintiendo —consiguió articular, por fin.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —inquirió el demonio—. ¿Te he mentido alguna vez, Darkblade? Te estoy haciendo un favor al advertirte del abismo que se abre ante ti. Tienes la posibilidad de dar la vuelta y salvarte.

—¡Sabes que no puedo hacerlo! —dijo el noble entre dientes, con rabia—. ¡Si sigo esperando, los saqueadores de tumbas estarán bajo la protección de Har Ganeth y, después, de la propia Naggarond! ¡Tengo que dar el golpe esta misma noche!

—Entonces, debes aceptar tu destino…, tal como quedó previsto hace tiempo —dijo el demonio—. El escenario está preparado, Darkblade. Ve y representa tu papel.

La risa de Tz’arkan resonaba en la cabeza de Malus mientras dejaba atrás los árboles y avanzaba sigilosamente entre las sombras hacia la torre. A cada paso que daba tenía la sensación de que se iba cerrando una cuerda sobre su garganta, pero siguió adelante, decidido a lograr su propósito.

En la linde del campamento, justo donde ya no alumbraban las hogueras de vigilancia, Malus estaba en cuclillas estudiando el camino que seguiría para atravesar el espacio que lo separaba de las puertas de la torre. Unos cuantos druchii andaban dando vueltas mientras los demás estaban sentados comiendo, bebiendo o jugando después de todo un día de marcha.

Malus echó una mirada a la luna. Su luz salía y se escondía según pasaban las nubes delante de ella. Después de unos segundos, otro desgarrado manto gris la tapó sumiendo el campamento en la oscuridad. El noble aferró la empuñadura de su espada. Era el momento: tras echarse la capucha sobre la cara y envolverse bien en la oscura capa empezó a avanzar sigilosamente.

Atravesó el campamento como un fantasma, con pasos tan ligeros que el susurro del viento bastaba para ocultarlos. La mayor parte de los acampados ni siquiera repararon en él. Unos cuantos creyeron ver una forma oscura con el rabillo del ojo, pero al alzar la vista no vieron más que oscuridad.

En unos cuantos minutos, Malus había atravesado el campamento y se cobijaba bajo la sombra de la propia torre. Esta era una estructura alta, cuadrada, dominada por una ventana redonda con cristales emplomados cerca de la cima. Era evidente que se trataba de una parada obligada de los señores de la guerra que hacían incursiones en las montañas septentrionales.

Moviéndose de prisa y de modo silencioso, Malus llegó a las gruesas piedras de roble negro de la torre. Al otro lado se oían, amortiguados, los sonidos de una juerga. El noble apoyó una mano sucia contra la madera oscurecida y empujó. Evidentemente, estaba cerrada para que nadie entrara durante la noche. «Muy bien», pensó, pesaroso, volviendo a mirar hacia arriba.

Cuando hubo subido las tres plantas para llegar al ventanal, le temblaban las piernas de puro agotamiento. Reuniendo todo su coraje, sacó las espadas y se pegó contra los cristales de color rojo y cobalto. Pudo ver debajo la sala principal de la torre, dominada por el contorno desdibujado de la mesa del señor. Había unas figuras sentadas, comiendo o bebiendo vino. La figura que ocupaba la cabecera de la mesa se puso de pie, levantando en alto un objeto. La voz del señor de la guerra llenó la sala y llegó amortiguada a los oídos de Malus.

—¡La fabulosa Daga de Torxus es nuestra! ¡Cuando regresemos, nuestros nombres se inscribirán en el cuadro de honor del propio templo de Khaine!

Las aclamaciones entusiastas de los hombres llenaron a Malus de un rabia feroz que lo hizo lanzarse contra la ventana. Los cristales se hicieron trizas cuando el noble saltó como un león al interior de la sala.

—¡No, se inscribirán en urnas funerarias! —declaró al aterrizar en medio de una lluvia de cristales de colores.

El salón se llenó de gritos de alarma y del ruido de las sillas al caer cuando una docena de personajes de alta alcurnia se pusieron de pie y desenvainaron sus sibilantes espadas. Entonces, el que ocupaba la cabecera se volvió hacia Malus con expresión regia, en la que se mezclaban la sorpresa y la ira.

El señor de la guerra sostuvo la mirada de Malus, y el noble sintió que el helado puñal del reconocimiento se le clavaba en el corazón.

—¿Quién osa irrumpir aquí?

—Yo.

Malus oyó su propia voz. Las palabras salían como un gruñido torturado mientras el noble procuraba contener su desaliento. Lo único que quería era salir corriendo de la sala iluminada por el fuego, pero ya era demasiado tarde. La suerte estaba echada.

Los ojos del señor de la guerra se agrandaron mientras estudiaba la figura que esgrimía una espada ante él.

—¡Tú… eres un druchii! ¡Uno de los nuestros! ¿Qué te ha pasado?

Malus hizo una pausa, extrañado. Entonces, se dio cuenta de que debía de tener un aspecto lamentable: demacrado, ojeroso, cubierto por capas de sangre seca y mugre.

—¿Eso qué importa? —Señaló la daga que el señor de la guerra sostenía en la mano—. Eso es todo lo que me interesa, la Daga de Torxus. Me he pasado semanas buscándola para descubrir al final que tus hombres se habían apoderado de ella. —Malus envainó su espada y dio un paso adelante, alargando la mano—. Entrégamela.

El señor de la guerra miró la daga y después contempló la mano extendida de Malus. Con mirada desorbitada vio las venas gruesas, negras, que palpitaban bajo la piel del noble y se quedó pasmado al ver el enorme rubí oblongo que Malus lucía en el índice.

—Espera… Ya sé quién eres —dijo, de repente. Miró más detenidamente el rostro de Malus y su expresión se transformó en la rabia más profunda—. Malus. ¡Malus! —gritó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Todo se le iba de las manos, todos sus minuciosos planes y sus secretas ambiciones. Sentía que todo se desmoronaba. Malus sacó su segunda espada y se lanzó contra el señor de la guerra con un aullido de furia.

El señor de la guerra se puso pálido.

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo en nombre de Khaine! —ordenó, y sus subordinados se aprestaron a obedecer.

Los guerreros estaban embotados por el vino y demasiado confiados en su superioridad numérica. Esperaban que Malus cediera terreno al ver que se acercaban, pero se lanzó sobre ellos como un lobo herido. El primer hombre apenas tuvo tiempo de parar un mandoble salvaje que casi le abre un tajo en la cara. Malus hizo a un lado la espada del guerrero y le clavó la otra en la garganta. De la herida brotó un chorro rojo y brillante, y el hombre cayó y se ahogó en su propia sangre.

De todas partes, caían golpes sobre Malus. Una espada lo golpeó en la espalda y rebotó en su armadura, y otra le hizo un corte en la oreja izquierda. El noble paró un mandoble que trataba de alcanzarlo en el hombro y asestó un golpe con la otra espada sobre la muñeca del atacante. La hoja forjada por manos magistrales lo alcanzó en la articulación, y la mano del atacante salió despedida por la habitación. Creyendo haber encontrado una brecha, otro guerrero le entró por la izquierda tratando de alcanzarlo en el brazo. La espada dio entre dos planchas de la armadura e hizo un corte profundo en el bíceps del noble. Instintivamente, Malus le lanzó un revés de su arma a la altura de los ojos.

—¡Ah! ¡Mi cara! ¡Mi cara! —gritó el hombre, retirándose de la refriega.

Una espada golpeó a Malus en el hombro derecho y lo empujó de lado, lo que lo salvó de que el mandoble de otro, que le abrió una brecha en el cuero cabelludo, le partiera el cráneo. El noble sintió la sangre caliente corriéndole por la mejilla mientras se lanzaba contra el guerrero que tenía a su derecha. Este trató de impedir el avance de Malus, apuntándolo a la garganta, pero el noble lo bloqueó con la espada que llevaba en la izquierda y le dio al hombre una cabezada que lo derribó al suelo. Antes de que el guerrero pudiera recuperarse, el noble le dio un pisotón en la entrepierna y cortó el grito ahogado del hombre atravesándole el ojo derecho.

Tras liberar la hoja de la espada, giró en redondo, justo a tiempo para responder a la carga del último de los guerreros. El miembro de la guardia le lanzó una furiosa arremetida tratando de alcanzar a Malus en la cabeza o el cuello, y lo hizo retroceder por todo el salón. Malus paró cada golpe con rápidos movimientos de su espada derecha, mientras mantenía replegada la izquierda como un reptil dispuesto a atacar. El otro no cejó en su empeño hasta que le hizo un tajo en la mejilla, pero entonces su pie tropezó en una copa caída y perdió estabilidad. El noble paró su retirada y lanzó un mandoble con la izquierda, que alcanzó a su oponente en la garganta. Medio metro de acero teñido de rojo asomó por la parte trasera del cuello del miembro de la guardia y le partió en dos la espina dorsal. El hombre cayó al suelo sin vida.

La espada del noble rechinó sobre el hueso cuando tiró de ella para arrancarla del cuello del guerrero. Un repentino movimiento, que captó con el rabillo del ojo, hizo que Malus se volviera en el preciso momento en que el señor de la guerra le lanzaba un mandoble directo al pecho.

—¡Vete al infierno, escoria! —gritó el señor de la guerra. La punta de su espada alcanzó al noble en el brazo derecho, justo en la juntura del avambrazo y el espaldarón. Malus apenas notó la penetración de la hoja en la carne.

El señor de la guerra redobló el ataque, lanzando furiosos mandobles contra el pecho de su contrincante. El noble dio un salto hacia atrás, poniéndose fuera del alcance de la espada. El acero relumbró ante su cara, y esa vez pudo parar la pesada espada de plano y hacerla a un lado. La verdad es que se veía obligado a retroceder, y a ese paso, llegaría al extremo de la sala. El druchii atacaba sin pausa, presa de la furia.

El señor de la guerra lanzó un rugido y se lanzó sobre Malus sosteniendo la espada con ambas manos por encima de su cabeza. El movimiento desplazó hacia arriba el peto, dejando al aire una estrecha brecha donde se superponían dos piezas de su armadura. Sin pensarlo, Malus se dejó caer sobre una rodilla y arremetió con todas sus fuerzas. La punta de la espada alcanzó la cota de malla que cubría el abdomen del señor de la guerra e hizo que se desprendieran los eslabones. El peso de la carga del druchii hizo el resto. Se abalanzó sobre la espada de Malus y se clavó la afilada hoja casi hasta la empuñadura. El señor de la guerra cayó de rodillas con un gruñido.

Llevado por la desesperación, Malus aplicó la bota contra el pecho de su adversario y recuperó la espada. Un torrente de sangre oscura brotó de la herida. El druchii se quedó mudo, mirando la sangre que manchaba sus manos y, a continuación, alzó los ojos hacia el noble.

—¿Por qué, Malus? ¿Por qué? —preguntó a punto de perder el conocimiento.

La mano del noble se cerró sobre la empuñadura de su espada.

—Hago lo que debo —respondió—. Adiós, padre —añadió con amargura, y acto seguido separó la cabeza del señor de la guerra de sus hombros.

El cuerpo de Lurhan se desplomó sobre el suelo de piedra. Malus se quedó mirando el cadáver y sintió sabor a ceniza en la boca. ¿Cuántas veces había soñado con ese momento? En sus sueños, la escena siempre le había sabido a triunfo, no a tragedia.

Malus se agachó y arrebató la daga del cinturón de Lurhan. Había conseguido la reliquia, pero a costa de su propia vida. Ahora era un proscrito.

El noble sintió que el demonio se removía en su interior.

—¿Padre? —dijo Tz’arkan con fingida sorpresa—. Malus, ¿acabas de matar a tu propio padre?

—He conseguido la reliquia que querías, ¿no es así? —dijo con desprecio, medio mareado por la rabia y la consternación.

«No tuve elección —pensó obstinadamente—. ¡No tuve elección!».