8: El devorador de almas

8

El Devorador de Almas

Sintió el viento silbándole en los oídos y, durante un momento, le revolvió el estómago la sensación de estar suspendido en un vacío infinito. Oyó sus propios gritos de terror, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Había saltado del precipicio y, cuando se dio cuenta, empezaba a caer.

«El destino —oyó que murmuraba una voz dentro de su cabeza—. Debes seguir un sendero o perderte en el vacío para siempre. ¡Escoge!».

Malus cerró los ojos y expresó su voluntad en un susurro. No podía sentir nada. ¿Tenía todavía el Ídolo de Kolkuth en la mano? Trató de olvidar el terror del salto y de centrarse en la calle que había en el exterior del antiguo edificio. «Este es mi sendero —pensó—. Este es el lugar al que quiero ir. ¡Obedece mi orden!».

Un puño invisible se cerró sobre sus entrañas y apretó con una fuerza inclemente. Sus huesos empezaron a irradiar un frío terrible, una sensación que agradeció. A continuación, se produjo un impacto espantoso y ya no se enteró de nada más.

Lo despertó el golpeteo de las gotas de lluvia sobre su mejilla. Abrió los ojos y se encontró boca abajo sobre unas piedras negras y con la cabeza metida en un charco de agua salobre y bilis.

Con un gruñido se puso boca arriba entre quejidos provocados por las dolorosas convulsiones que le sacudían todo el cuerpo. Por primera vez desde hacía días, cuando sintió los diminutos impactos delineando los planos y aristas de su rostro, la maldita lluvia le pareció una bendición. Sus miembros estaban debilitados y se sentía hueco y frío por dentro. «Esta es la sensación que produce encontrarse entre los muertos —pensó de pronto—. Me he convertido en un muerto viviente».

La sensación de unas escamas que se deslizaban por el interior de sus costillas perturbó los pensamientos del noble.

—Acabas de probar por primera vez la brujería, Malus Darkblade. ¿Te ha gustado?

—Ha sido terrible —dijo el noble, exhausto—, pero no esperaba otra cosa. ¡Maldita brujería! —añadió con un gruñido, tratando de ponerse de pie a pesar de su debilidad.

Le temblaban las piernas, y el esfuerzo hizo que se le revolvieran las tripas, pero un momento después consiguió alzarse sobre los codos. En ese instante, reparó en que todavía tenía el ídolo apretado en la mano. No lo sentía. En realidad, sus sensaciones eran muy vagas.

Descubrió que estaba tirado en el estrecho callejón, a algunos metros del templo sin ventanas donde se había refugiado. Había dos o tres cuerpos desmembrados a la entrada y tanto el dintel como el muro grisáceo presentaban salpicaduras de sangre. Las paredes del edificio estaban surcadas de profundas grietas y muchos de los bajorrelieves se habían hecho trizas sembrando de escombros la calle. En el aire flotaba una espesa nube de polvo que lentamente se iba asentando sobre la tierra bajo el peso de la lluvia. Por lo que pudo ver, ni uno solo de los espectros había conseguido escapar.

—No obstante, volvería a hacerlo —dijo con fría certidumbre—. Haré lo que deba hacer, sea lo que sea, para librarme de ti.

—Claro que sí. —El demonio rió con una risita cómplice—. Habrás hecho muchas cosas terribles antes de que tú y yo hayamos terminado, Malus Darkblade. Es tu sino.

—¡Sino! —exclamó Malus—. Yo soy el dueño de mi destino, demonio. —Lentamente, abriendo un dedo tras otro, soltó el ídolo, que cayó al suelo con estrépito—. Para bien o para mal, el camino que elijo en este mundo es mío y sólo mío.

—Creas lo que creas —dijo Tz’arkan—, al final, el resultado es el mismo.

—Ahórrame estos jueguecitos —gruñó el noble.

Miró en derredor buscando a Rencor y lo vio a unos metros a su espalda. El gélido estaba echado de lado, lo cual era mala señal. Reuniendo sus mermadas fuerzas, Malus se puso de pie con paso vacilante.

—Hay un torbellino de fuerzas a tu alrededor, Malus. En este mismo momento ejercen presión sobre ti y determinan la trayectoria de tu fugaz existencia. Cerrar los ojos no hace que desaparezcan.

Enfurecido, Malus sacó un cuchillo que llevaba al cinto y aplicó la aguzada punta a su garganta.

—Podría matarme ahora mismo —dijo—. Nadie puede impedirlo. Si puedo hacer eso, ¿dónde queda la ilusión de ese sino del que hablas?

—Excelente pregunta —respondió el demonio. El ser infernal parecía realmente divertido—. Pongamos a prueba tu teoría. Mátate.

—¿Qué?

—Ya me has oído, noble. Córtate el cuello con la daga.

—Yo… —dijo Malus, vacilante—. Yo no deseo morir, demonio. No se trata de eso.

—Claro que sí —replicó Tz’arkan—. Se trata de eso; precisamente de eso. No te matarías por nada del mundo porque no es tu sino hacerlo.

—No, estás retorciendo el argumento —dijo Malus con rabia—. No quiero matarme porque quiero hacer que mi familia sufra por las ignominias que ha cometido conmigo. Quiero reclamar el título de vaulkhar, entre otras cosas. Tengo ambiciones, demonio, ambiciones terrenales. —Hizo una pausa para tomar aliento y consiguió emitir una fugaz carcajada—. Morir ahora sería… inconveniente.

—Y por eso vives… como lo exige tu sino —insistió el demonio.

—Sabía que ibas a decir algo por el estilo —dijo Malus con sorna.

Se puso de rodillas junto a Rencor y apoyó una mano en el flanco de la bestia. El nauglir respiraba superficialmente. El noble se arrastró gateando hasta la cabeza de la bestia y con suavidad le abrió uno de los grandes párpados. Sólo se veía la parte blanca del ojo.

De repente, el gran reptil tuvo un espasmo y sacudió las cuatro patas y la cola como un látigo. Malus se apartó rápidamente, librándose por los pelos de la pata delantera del nauglir cuando el gélido se puso de pie de un empujón.

La bestia de guerra, con su tonelada de peso, se alzó del suelo, emitiendo chasquidos y gruñidos, y luego volvió a plegar las patas y se agazapó. Husmeó el aire cautamente y, al ver a Malus, dejó escapar un gruñido afectuoso.

Malus meneó la cabeza.

—Estúpido lagarto —dijo cariñosamente—; si no te conociera, diría que habías perdido el sentido.

El nauglir soltó un largo bramido y se apoyó, vacilante, sobre los cuartos traseros. Malus no podía culpar a la bestia.

Malus cabalgó toda la larga noche, ascendiendo el sinuoso camino del valle en medio de la lluvia.

Había extraído los proyectiles que Rencor tenía clavados y había limpiado las heridas lo mejor que había sabido. Su larga experiencia le indicaba al noble que la constitución del gélido haría que cicatrizaran en cuestión de días, siempre y cuando los proyectiles no estuvieran envenenados. Mientras la oscuridad se iba cerniendo sobre ellos, condujo al gélido de la brida nuevamente a la avenida principal e inició la búsqueda de la cripta de Eleuril; montaba sólo cuando el cansancio le impedía dar un paso más. El nauglir avanzaba incansablemente, sin notar casi el peso del druchii y su armadura. Vor le había dicho que la tumba del príncipe estaba cerca de la cabecera del valle, todo un día más de cabalgada por el negro camino. Con suerte llegaría al amanecer y encontraría algún lugar donde tomarse un breve descanso.

Las horas transcurrían en silencio. Sólo se oían el tamborileo de la lluvia y las suaves pisadas del nauglir. Por fin, el entumecimiento se había transformado en una especie de frío penetrante que lo recorría de pies a cabeza. Cuánto hubiera dado por un buen fuego y, todavía mejor, por una buena copa de vino; pero ambas cosas eran imposibles. En más de una ocasión, pensó en la frasca de vino que llevaba en las alforjas, pero una y otra vez apartó la tentación. ¿Quién podía saber qué otros peligros acechaban en las moradas de los muertos? Así, siguió cabalgando, helado y dolorido, con las palabras del demonio resonando todavía en su cabeza.

Lo que necesitaba era un vidente. El Rey Brujo y sus lugartenientes podían requerir los servicios de uno para que les mostrara los posibles resultados de sus acciones, y así gobernar y desbaratar los planes de sus enemigos. Se prometió que cuando regresara al Hag, Eldire y él tendrían una larga conversación.

Teniendo en cuenta sus sospechas, ¿podría confiar en algo que ella le dijera?

Tan absorto estaba en sus pensamientos que al principio no reparó en el cambio en la marcha de Rencor. El nauglir se pegó más al suelo y su marcha se hizo más lenta y más fluida. Los belfos del gélido se dilataron, aspirando con fruición el aire húmedo, y su hocico romo se acercó tanto al suelo que casi lo tocó. Sólo cuando la bestia de guerra emitió un largo y ronco gruñido salió Malus de sus cavilaciones. El gélido había captado el aroma de su alimento preferido: carne de caballo.

El noble refrenó apresuradamente a Rencor. Lo apartó de la carretera y lo obligó a internarse en las sombrías profundidades de uno de los lados del camino. Sobresaltado, cayó en la cuenta de que se aproximaba el alba; el cielo tomaba el tinte perlado que anuncia el falso amanecer. Jirones de niebla se pegaban a las bases de los edificios vacíos y de las amenazadoras torres. Malus estudió los alrededores con más atención: los edificios estaban hechos de materiales más refinados y adornados con tallas más graciosas e intrincadas, que a un tiempo resultaban familiares y extrañas. Había mayor profusión de torres, aunque algunas habían sufrido el desgaste de siglos y otras estaban prácticamente en ruinas. Había llegado a la morada de los Antiguos Reyes, las criptas de los últimos príncipes de Nagarythe.

—¡Alto! —ordenó el noble, dejándose caer de inmediato a la calzada.

Todos los sonidos parecían inusitadamente altos en aquella quietud envuelta por la niebla, y eso ponía nervioso a Malus. Sin pensarlo, echó mano a su ballesta, hasta que recordó que la había perdido durante su enfrentamiento con los espectros.

Una rápida mirada en derredor le permitió hacerse una idea de lo que lo rodeaba y reparar en un gran montón de escombros que había un poco más adelante en el camino. El montón de ladrillos formaba una empinada pendiente junto a una torre parcialmente caída, cuya parte superior sobresalía unas dos o tres plantas por encima de los edificios que había en esa zona de la metrópolis.

—¡Quédate aquí! —le dijo a Rencor.

Lamentó no tener una manera de sujetar a la hambrienta bestia, ya que era posible que, si tardaba demasiado, el nauglir se dejara llevar por el hambre y saliese a la caza de la fuente de aquel apetitoso olor equino. Sin dejar de mirar con desconfianza por encima del hombro, el noble avanzó lenta y silenciosamente hasta la torre quebrada y empezó a escalar los pesados bloques de piedra a los que la lluvia había vuelto resbaladizos.

El ascenso le llevó mucho más tiempo del que esperaba; los escombros eran algo inestables, y cada vez que con una mano o una bota hacía que se desprendieran algunas pequeñas piedras, se quedaba paralizado para detectar cualquier indicio de alarma. Después de casi una hora, llegó al punto más alto y se echó cuerpo a tierra sobre las piedras, escudriñando el panorama de apretados edificios y estrechas callejuelas.

En seguida vio los fuegos de los vigías: dos hogueras a unos veinte metros la una de la otra, de las que se alzaban unas llamaradas de tres metros de altura hacia la húmeda atmósfera. Habían sido encendidas en una pequeña plaza a varios cientos de metros de distancia y proyectaban un resplandor vacilante sobre las filas de oscuras tiendas de campaña y contra la tallada fachada de una torre funeraria situada en el extremo más alejado de la plaza. El ruido lejano de caballos inquietos se superponía al suave repiqueteo de la lluvia.

Malus estudió la torre más atentamente y empezó a sentir el miedo que le atenazaba las entrañas. El trabajo en piedra que decoraba el arco que remataba el nicho de la entrada era un gigantesco bajorrelieve de un príncipe druchii con una ornamentada armadura. Del puño derecho del príncipe colgaba un puñado de cabezas cortadas sujetas por el pelo, mientras que su mano izquierda estaba alzada y se cerraba sobre la curva de una luna en cuarto creciente.

—Bendita Madre de la Noche —maldijo en voz baja—. Están tratando de irrumpir en la tumba de Eleuril.

Rebuscando con las manos encontró en primer lugar el Ídolo de Kolkuth. La estatuilla de bronce estaba más fría que el hielo a pesar de estar envuelta en varias capas de mugrientas esteras. Malus la colocó rápidamente sobre las piedras del suelo y siguió rebuscando en sus alforjas.

—Con todos los lugares que hay en Naggaroth para buscar aventuras, tenían que venir precisamente aquí —musitó con tono airado.

Una rápida mirada al cielo le confirmó que faltaba menos de una hora para el amanecer. Los druchii del campamento se despertarían en cualquier momento. Tendría que actuar con gran rapidez si quería tener una oportunidad.

—¿Acaso supones que esto es mera coincidencia, Darkblade? —El demonio parecía realmente sorprendido.

Malus encontró un pequeño objeto envuelto en una tela y lo sacó, pero se dio cuenta de que era la piel de la cara de su hermano, bien conservada en sal y plegada para que no se deteriorara. La devolvió a la bolsa y buscó más al fondo.

—Es la época de las campañas —dijo con aire distraído—. Los señores druchii emprenden viajes en busca de gloria o de tesoros, o de ambas cosas a la vez. No dudo de que muchos de ellos estarían dispuestos a hacerse saqueadores de tumbas sin pensaran que se pueden salir con la suya.

—Pero ¿al frente de semejante ejército?

—Los bosques están llenos de espectros, demonio. De haber podido elegir, también yo habría traído conmigo un pequeño ejército. —Su mano tropezó, por fin, con una forma suave y redondeada. Malus se quedó un momento mirando la frasca y se dispuso a hacerla a un lado; después le quitó el tapón con los dientes y echó un buen trago antes de devolverla a la bolsa.

—¿Cuántos señores podrían reunir a tantos hombres sólo para ir en busca de reliquias?

—¿En todo Naggaroth? Docenas de ellos; estoy seguro —respondió Malus sin vacilar—. ¿Piensas que voy a creerme que todo esto tiene algo que ver conmigo?

—Necio druchii —dijo el demonio con desprecio—. De todas las criptas de este valle, da la casualidad de que esos hombres armados están acampados justo a las puertas de la torre que tú estás buscando.

—Pero eso significaría que alguien más sabe que estoy buscando la Daga de Torxus y que sabe además dónde la puedo encontrar —dijo Malus—, y no hay nadie…

La idea lo asaltó de golpe. Se dio cuenta de que Urial lo sabría. ¿Sería posible que hubiera reunido una fuerza tan de prisa? Har Ganeth estaba sólo a unos cuantos días de allí bajando por el Camino de los Esclavistas.

Malus respiró hondo, apretó los dientes con gesto obstinado y reanudó su búsqueda.

—Es posible que tengas razón —dijo—, pero ¿qué importancia tiene? Sea quien sea el que está al mando, todavía no tiene la daga en su poder o ya no estaría allí; de modo que todavía puedo llegar antes.

Ante la sorpresa del noble, el demonio rió de buena gana.

—No necesitas enemigos, Darkblade —dijo el demonio—. Tan listo, tan cruel, tan deliciosamente odioso, pero tan resuelto. Piensas que el mundo empieza y termina en ti.

—Y eso, ¿qué se supone que quiere decir? —inquirió Malus.

—Consecuencias, Malus; consecuencias. Ya has desbaratado los planes de mucha gente en tu afán de poder. ¿Creíste que te olvidarían en cuanto hubieras acabado con ellos? Te siguen tendiendo trampas, pero tú eres demasiado impetuoso para evitarlos.

—¿Y esto me lo dice un poderoso demonio que se dejó atrapar dentro de un cristal durante miles de años? Puedo prescindir de tus arranques de sabiduría —replicó el noble. En ese preciso momento su mano dio con un objeto plano y duro envuelto en seda—. Aquí estás —musitó al mismo tiempo que lo sacaba.

Malus buscó entre los pliegues de la seda y puso al descubierto un medallón octogonal hecho de grueso bronce y sobre el cual se había grabado un conjunto de extrañas runas que resultaba difícil reconocer. El Octágono de Praan era la primera de las reliquias que Malus había recuperado por indicación del demonio. Mientras que el Ídolo de Kolkuth podía curvar el espacio y el tiempo a su alrededor, el Octógono protegía a quien lo portara de la brujería. Con el entrecejo fruncido por la aversión, deslizó la cadena que lo sujetaba alrededor de su cuello y, a continuación, cogió un pequeño envoltorio que colgaba de la silla de montar y se lo echó al hombro. Después, y a regañadientes, recogió el ídolo y volvió a colocarlo rápidamente en la alforja.

Dejándose llevar por un impulso, estiró la mano y dio unas palmadas en el flanco de Rencor.

—Si no he vuelto antes de un día, tienes mi permiso para marchar sobre ellos y devorar a cuanto ser vivo se ponga en tu camino —gruñó el noble—. Mientras tanto, espera.

Dicho eso, Malus echó una mirada a la oscuridad del cielo, tratando de calcular la hora. Llevaría un buen rato averiguar dónde estaban emplazados los centinelas alrededor del campamento druchii, y todavía más, sortearlos y llegar a la tumba. Nada le apetecía menos que llegar a la torre y encontrarse atrapado dentro cuando saliera el sol y los saqueadores de tumbas volvieran a sus labores.

—Siempre te queda la posibilidad de volver a usar el ídolo —le susurró Tz’arkan taimadamente—. Un paso bastaría para colocarte ante las puertas de la tumba. Imagínate.

Malus hizo una mueca de desagrado.

—Claro está que puedo imaginarlo, demonio —replicó—. Por eso prefiero correr el riesgo con los guardias.

La entrada de la tumba era un breve pasadizo de menos de tres metros de largo que daba a una cámara cuadrada de unos seis metros de ancho. Estatuas de mantícoras mantenían una silenciosa vigilancia a ambos lados de las puertas abovedadas de la cripta frente a la entrada, y las paredes de la cámara estaban decoradas con mosaicos en los que estaba representado un druchii alto y bien parecido que infligía terribles torturas a una gran variedad de hombres y mujeres de noble aspecto.

Malus observó, de inmediato, que los supuestos saqueadores de tumbas ya habían estado trabajando en las grandes puertas de la cripta. Había mazas y cinceles diseminados por el umbral y profundas hendiduras en la superficie de las puertas. El noble miró hacia el otro lado, hacia la plaza, y vio que todavía no había ningún movimiento entre las tiendas de campaña. Le había llevado menos tiempo del que había previsto abrirse camino entre los guardias. La lluvia constante y lo tardío de la hora habían hecho que los centinelas se refugiaran dentro de los ruinosos edificios que rodeaban la plaza, dejándole despejado el acceso al campamento.

El noble se volvió y cautelosamente entró a gatas en la cámara, estudiando con atención las altas puertas y el daño que Ies habían hecho los guerreros druchii. «Es como si hubieran estado escarbando en la piedra», se dijo. Se acercó aún más, hasta que notó las manchas que había en el suelo ante el umbral.

«De modo que en la tumba cripta de Eleuril no faltan trampas para los incautos», pensó.

Malus se acercó todavía más, con cuidado de no pasar entre las dos mantícoras. Se puso en cuclillas y estudió el suelo buscando mecanismos o planchas ocultos.

—¡Ojalá Arleth Vann estuviera aquí! —susurró—. Probablemente podría hacer esto con los ojos cerrados. Yo no tengo ni idea de lo que estoy buscando.

Siguió examinando el suelo un rato, sabiendo que le quedaba poco tiempo, pero no encontró nada que le llamara la atención. Pensó que tal vez habrían desencadenado algo al tratar de atravesar las puertas; estudió los anillos, las bisagras y los herrajes de hierro.

El noble comprobó minuciosamente las incisiones hechas en las puertas. La madera era tan oscura y antigua que parecía piedra.

Malus la observó, preocupado. Observó el suelo buscando los fragmentos producidos por el cincel. Un momento después, descubrió un trozo del mismo color de las puertas y lo recogió. Los bordes cortaban como una cuchilla y en el fragmento no había ni vestigios de grano.

No era que la puerta fuera de madera que se había endurecido hasta parecer piedra. La puerta era de piedra.

—Esta no es la entrada —se dio cuenta—. Es un señuelo para distraer a los saqueadores. Entonces…, ¿dónde está la verdadera puerta?

El noble retrocedió hasta el centro de la cámara y empezó a estudiar, uno tras otro, los muros. Repasó cada una de las escenas representadas en las paredes, pero sin notar nada fuera de lo común. Había una evolución definida en las escenas que presentaban una cronología de las hazañas del personaje como inquisidor del Rey Brujo. La última escena de la secuencia lo presentaba abriendo en canal a un hechicero con una daga negra de aspecto extraño. Intrigado, Malus se acercó al mosaico. Curiosamente, estaba ubicado en el centro de la pared de la derecha.

Alargó la mano y pasó los dedos por las pulidas piedras del mosaico para apreciar su solidez. Al tocar con las puntas de los dedos la hoja de la daga, sintió que se hundía y oyó un ruido chirriante.

De repente, se sintió envuelto en un haz de luz verdosa que chisporroteaba al recorrer su cuerpo como si fuera fuego líquido. Sintió el aire caliente que producía a su paso, pero su energía lo recorrió como si se tratara de agua, y se desvaneció en un estallido instantáneo.

El noble retrocedió, vacilante, deslumbrado y con un zumbido en los oídos por la explosión. Pasó un momento antes de que se diera cuenta de que el medallón que llevaba al cuello relucía como bronce recién salido de la forja y de que el Octágono de Praan lo había salvado de aquella trampa embrujada.

Cuando dejaron de zumbarle los oídos, Malus oyó gritos de sorpresa que llegaban de la plaza. Tras una duda momentánea, alargó las manos y volvió a hacer presión sobre la pared. Una sección del muro se desplazó silenciosamente hacia adentro y dejó al descubierto una estrecha escalera que subía y bajaba, perdiéndose en la oscuridad.

Los ojos de los muertos estaban fijos en Malus mientras este subía por la escalera hacia la tumba del príncipe.

La piedra gris se transformó en negro mármol pulido dentro del pozo de la escalera y se encendieron globos de luz bruja como si los hubiera activado el eco de los pasos del noble. A cada metro que subía, encontraba un estrecho nicho abierto en la pared con un arco recubierto de oro y tallado con delicadas runas. En cada uno de ellos había un sirviente momificado con las manos plegadas y la cabeza baja en señal de súplica eterna. Tenían los ojos abiertos —tal vez los habían dejado así a propósito, o tal vez los párpados se habían retraído con el paso de los siglos mientras sus cuerpos iban sucumbiendo lentamente a la acción del tiempo—, y parecían mirar a Malus, que subía veloz escaleras arriba en busca de su señor.

No tenía conciencia de la distancia que había recorrido ni de la cantidad de figuras silenciosas y vigilantes que había encontrado a su paso cuando la escalera acabó ante una puerta abierta. Al otro lado, había una cámara circular de mármol pulido bañada con una luz mágica.

Una delgada estera de seda oscura conducía desde la puerta hasta el centro de la cámara, donde un atril sostenía un pesado libro encuadernado con piel oscura. Más allá del atril se elevaba una plataforma octogonal, sobre la cual, dentro de un ataúd vertical y ataviado con una armadura negra esmaltada, estaba la momia del príncipe Eleuril.

Otros ocho ataúdes formaban un círculo alrededor de la plataforma del príncipe, y desde donde estaba Malus podía verse que cada uno de ellos contenía el cuerpo de un caballero druchii con todos sus avíos de guerra y con una larga espada reluciente sobre el pecho. El noble permaneció en el umbral, indeciso. En el aire se notaba la magia. No sabía por qué, pero la sentía como un cosquilleo sobre la piel.

De la escalera llegaban sonidos amortiguados que los oídos de Malus percibieron como voces. ¿Serían Urial y sus hombres que habrían entrado por la puerta escondida y subían por la escalera?

Malus se volvió a mirar el cuerpo del príncipe. Las manos de Eleuril sostenían algo que tenía sobre el pecho. Pensó que podía ser una daga.

Moviéndose con todo cuidado, el noble entró en la cámara. El aire olía a cerrado. El techo formaba una bóveda a nueve metros sobre su cabeza y en lo alto podían verse las motas de polvo flotando en medio del resplandor de las luces brujas. Avanzó con cautela por la alfombra de seda, observando cómo se hacía polvo bajo sus pies.

En la antigüedad, los nobles de Naggaroth solían acudir a rendir homenaje a sus ancestros en las moradas de los muertos. Caminaban por alfombras como esa que pisaba Malus, se arrodillaban ante libros como el que estaba ante el ataúd del príncipe y leían en ellos las legendarias hazañas de sus antepasados. Así recordaban las glorias que se habían perdido cuando Nagarythe se hundió bajo las aguas y juraban venganza en nombre sus ancestros. En una época, los señores de la guerra del Rey Brujo solían recorrer el largo camino hacia la necrópolis en vísperas de una guerra para invocar los espíritus de los Antiguos Reyes, como solían llamar a los príncipes.

«Pero de eso hace ya mucho tiempo», pensó Malus. Las antiguas costumbres se perdían en la noche de los tiempos. Los volúmenes donde se contaban las grandes hazañas permanecían sin que nadie los leyera en la oscuridad de los sepulcros, y las alfombras de seda se hacían polvo bajo los pies de un ladrón. Así eran ahora las cosas.

El noble rodeó el gran libro y, extremando los cuidados, subió a la plataforma, que era muy estrecha. Apenas había en ella espacio para el ataúd del príncipe, y Malus no tuvo más remedio que sujetarse del borde de mármol para no perder pie. Allí, a escasos centímetros de la momia, Malus pudo ver la larga y negra daga que Eleuril sostenía con sus manos cubiertas con guanteletes. «Es curioso que lo entregan al descanso eterno con ese cuchillo», pensó, disponiéndose a apartar las manos del muerto. Lo lógico habría sido que hubiera preferido una espada.

Los dedos de Malus se posaron sobre el frío acero plateado del guantelete…, y el príncipe Eleuril lanzó un grito.

El noble sintió un escalofrío de terror que lo recorrió de pies a cabeza cuando los ojos del príncipe se abrieron de golpe y dejaron ver la furia de una luz azulada que relucía en el fondo de las negras cuencas. El noble retrocedió y se encontró a punto de perder el equilibrio en el borde de la plataforma. Antes de que pudiera recuperarlo, el cuerpo del príncipe se sacudió, volvió a una vida sobrenatural y le asestó a Malus un puñetazo con su mano enguantada.

La criatura tenía una fuerza terrible, que hizo que Malus saliera despedido hacia atrás como si fuera un niño. Chocó contra el atril, de modo que el gran tomo cayó sobre el suelo pulido y, por fin, se quedó encajado entre dos de los ataúdes de los caballeros. Horrorizado, vio que también ellos se levantaban de sus lechos de seda con los ojos centelleantes y lanzando gritos de furia.

Malus consiguió ponerse de pie y sacar sus dos espadas cuando los caballeros no muertos saltaron sobre él desde sus tumbas con temible velocidad y lo atacaron uno por cada lado. Sus largas espadas relucían como varitas mágicas y eran más rápidas que cualquier arma esgrimida por la mano de un ser vivo, y tenían tal fuerza que a punto estuvieron de obligar a Malus a ponerse de rodillas. Sin embargo, en lugar de ceder terreno, él contraatacó, esquivando con una finta al caballero de la izquierda y girando acto seguido sobre un talón para descargar un revés sobre el de la derecha. La espada del noble alcanzó al caballero por encima de la cadera. La piel apergaminada y los frágiles huesos se quebraron; el guardián de la tumba se partió en dos.

«Pese a su fiereza y su fuerza, son frágiles», observó Malus con una mueca despiadada mientras ponía toda su atención en el caballero que quedaba. Lo hizo justo a tiempo de parar un golpe arrollador que lo hubiera alcanzado en el pecho. El noble fue lanzado hacia atrás por la fuerza del golpe y sintió que un mano fría lo asía por el tobillo. Desde el suelo, el caballero caído golpeó con su espada la espalda de Malus, que mordió la armadura del noble y lo dejó atontado. Otro golpe del segundo caballero alcanzó a Malus en el brazo izquierdo. Un dolor ardiente lo recorrió desde el hombro hasta la muñeca e hizo que soltara la espada que sostenía con esa mano.

Con una mueca feroz, Malus dio un pisotón a la muñeca que lo sujetaba por el tobillo y la hizo trizas bajo su talón. Acto seguido, echó atrás el pie, dio una patada al caballero caído y le separó la cabeza del cuerpo. Cuando el cuerpo destrozado cayó al suelo, el noble se abalanzó contra el segundo caballero, le hizo perder el equilibrio y lo empujó contra su ataúd. Por las junturas de la armadura del muerto salió polvo cuando Malus cogió el brazo con el que el caballero sostenía la espada a la altura del codo y se lo arrancó de cuajo. A continuación, hundió la empuñadura de la espada en el cráneo insolente que cayó al suelo dando botes.

«Dos menos. Me quedan seis», pensó Malus, apartándose del cuerpo que se desmoronaba. Entonces, una mano huesuda tan dura como el acero lo cogió por el cuello. El noble apenas tuvo tiempo de gritar de rabia antes de que el penetrante grito de Eleuril le llenara los oídos y la Daga de Torxus se le clavara en el costado.