7: Las moradas de los muertos

7

Las moradas de los muertos

—Bendita Madre de la Noche —dijo Malus sin aliento, escrutando las profundidades de la noche como si Vor pudiera aparecer en cualquier momento entre la maleza.

En ese preciso instante, los matorrales de helechos se removieron y apareció uno de los guías que cerraba la marcha con los ojos desorbitados por el miedo. El druchii se paró en seco.

—¿Dónde está Vor? —preguntó con una voz que el pánico había transformado en un hilo.

—¡Corre! —dijo Malus, que, con un ágil movimiento, se montó en la silla de Rencor.

El guía druchii se lo quedó mirando, sin terminar de entender la desaparición de Vor. Asestándole en el hombro un golpe de plano con la espada, Malus gritó:

—¡Corre! ¡Maldita sea!

El hombre se puso en movimiento, y Malus espoleó su montura, que emprendió un trote veloz. Rencor iba sorteando con facilidad la vegetación cada vez más rala, dejando atrás con sus grandes zancadas a los guías druchii avanzados hasta penetrar en los aledaños de la necrópolis. Los pies del gélido golpearon el abigarrado pavimento cuando el noble invirtió la marcha de su montura para contar las cabezas de los druchii que lo seguían con dificultad. Vio a tres de los hombres de Vor; los druchii encargados de cerrar la marcha de la columna todavía no estaban a la vista. Malus se agazapó en la montura tratando de ofrecer el menor blanco posible al mismo tiempo que escudriñaba la línea arbórea intentando detectar alguna señal de movimiento.

—Vuestro señor se ha marchado —dijo el noble a los aterrorizados guías—. Los malditos espectros nos lo arrebataron de las manos.

Los hombres intercambiaron miradas de pánico.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió uno.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Les haremos pagar por esto —le espetó Malus—. Han estado jugando con nosotros desde anoche, pensando que éramos una presa fácil. Ahora tenemos la ocasión de hacer que lamenten su arrogancia.

—No —dijo otro de los guías, un hombre de edad más avanzada con la cabeza totalmente calva y una muesca en lugar de su fosa nasal derecha—. Esto es una locura. ¡No podemos derrotar a los autarii!

Malus atravesó al hombre con la mirada.

—¿Y qué propones que hagamos, entonces? ¿Ofrecernos como corderillos para que nos estofen? Estos salvajes se comen a los druchii de la ciudad del mismo modo que nosotros desollamos y comemos a un cochinillo. ¡Se trata de luchar o morir, mentecato!

—Fue tu tozudez lo que nos metió en esto —le replicó el hombre—. Si hubiéramos hecho lo que dijo Vor, ahora estaríamos en el Camino de los Esclavistas. —Se volvió hacia sus compatriotas—. Propongo que corramos hacia allí y dejemos al noble librado a su suerte. ¡Es a él y no a nosotros a quien quieren los espectros!

Malus cerró con fuerza la mano sobre la empuñadura de su espada. Se disponía a degollar a aquel insolente cuando un grito agudo resonó en el bosque. El último de los guías avanzó tambaleándose entre los árboles, lívido y con los ojos desorbitados. Vio a Malus y a los suyos, y avanzó a trompicones hacia ellos, tratando de decir algo sin que de su boca saliera sonido alguno. Después de unos cuantos pasos, tropezó con una raíz y trató de sujetarse a un tronco, pero se le resbaló la mano sobre la corteza húmeda y cayó de bruces en la hierba. Tenía clavados en la espalda tres virotes de ballesta y la ropa empapada de sangre. El hombre tuvo una última convulsión y ya no se movió.

El noble se volvió hacia los guías reunidos.

—Este es el destino que os aguarda si volvéis a los bosques —dijo—. Si queréis vivir, permaneced cerca de mí. Y ahora: ¡andando!

Sin esperar una respuesta, espoleó a Rencor, que partió al trote y se internó en los sombríos caminos de la necrópolis.

En torno a Malus, se alzaban edificios de piedra gris, estructuras que no habrían desentonado en Hag Graef ni en ninguna otra próspera ciudad de los druchii. Unas torres altas, como espadas, subían hacia el cielo plomizo más allá de los edificios cuadrados, dispuestas aquí y allá, a izquierda y derecha, mientras la ciudad de los muertos se iba abriendo camino por el sinuoso valle, ascendiendo cada vez más entre las montañas invisibles detrás de nubes de niebla y lluvia. Al principio, Malus sintió una especie de dislocación tan potente que apartó de su mente todo otro pensamiento. La sensación de llegar a casa era tan poderosa que se encontró mirando al cielo para ver las torres agrupadas del Hag.

Avanzó por una especie de avenida, un camino de piedra negra que recorría el fondo del valle entre apretadas filas de criptas y monumentos. Cada tanto partían del camino principal calles laterales que llevaban a tumbas específicas. El noble se giró en la montura para ver a los tres guías supervivientes, que venían pisándole los talones, y a continuación condujo a Rencor por un camino lateral sumido en las sombras crepusculares.

Unos veinte metros más adelante la calle se bifurcaba a la derecha, llevando a lo que parecía un jardín de piedra decorativo. En una esquina había una gran estructura, posiblemente una representación de una casa de placer o de un pabellón de deportes. Ventanas cuadradas e inusualmente altas se alineaban en las fachadas del edificio, que daban a ambas calles como negras oquedades en la sonrisa de una calavera gris. Con una mueca, Malus decidió que serviría para sus fines.

Detuvo a Rencor y se volvió hacia los hombres. El noble señaló con la espada a dos de ellos y, apuntando hacia el camino lateral del jardín, les ordenó:

—Vosotros dos id por ahí y haced todo el ruido que podáis.

Los hombres asintieron, respirando agitadamente. El tercero —el druchii calvo que había sido partidario de abandonar a Malus— levantó la vista hacia el noble.

—Y nosotros, ¿qué? —preguntó.

Malus señaló el edificio con la barbilla.

—Adentro. Cuando las sombras se hayan disipado les haremos probar de su propia medicina. —Se volvió hacia los dos señuelos—. Al oír el bramido de Rencor, volved y ayudadnos a degollar a algunos.

Los hombres esbozaron una sonrisa aviesa y se internaron en el jardín, chapoteando con sus botas en los charcos diseminados por la calzada.

Malus se dejó caer de la silla y condujo al nauglir hasta la ventana más próxima. La bestia de guerra olfateó la oscuridad que había al otro lado del portal antes de saltar por la abertura con sorprendente agilidad. El noble le hizo al druchii una seña de que entrara y, a continuación, lo siguió pisándole los talones.

En el interior, el aire olía a humedad y a cerrado. Lo único que se veía eran unos cuadrados de débil luz grisácea que el poniente pintaba en el suelo. De las largas hendiduras que formaban extraños dibujos en el suelo de piedra salían nubes de polvo, y Malus oyó un gruñido tenebroso que llegaba de las vigas del techo. «Es un milagro que esos viejos edificios no se hayan venido abajo en todo este tiempo —pensó—. Estaría bueno haber llegado hasta aquí y morir por apoyarse contra la columna equivocaba y quedar sepultado por una tonelada de piedra».

Se oía el ruido de un cuerpo pesado deslizándose sobre la piedra al moverse Rencor en la oscuridad.

—¡Alto! —dijo en un susurro, y la respuesta fue un golpe sordo al sentarse el nauglir sobre la piedra.

—¿Y ahora qué toca? —susurró el druchii calvo.

—Esperar y observar —dijo Malus en tono apenas audible—. Quédate al otro lado de la luz y observa la calle. No te muevas a menos que yo te lo diga.

El noble recibió sólo un gruñido como respuesta. Le pasó por la cabeza que al guía calvo no se le presentaría una mejor oportunidad de cortarle el gaznate y salir corriendo, pero apartó la idea de su cabeza. Contaba con que el deseo de venganza del druchii pudiera más que su cobardía y se dedicara a vigilar el sombrío callejón.

De inmediato, Malus cayó en la cuenta de que su plan tenía un fallo. La lluvia dejaba suspendida en el aire una neblina gris que creaba en los dos callejones pozos impenetrables de oscuridad. Sólo quedaba en ellos una franja central plenamente iluminada. Los sigilosos autarii eran capaces de sortear, amparados en las sombras, la emboscada de Malus si este no extremaba las precauciones. El noble respiró hondo y trató de concentrarse, poniendo máxima atención en el panorama más amplio que se abría ante él y no en una zona específica o un conjunto de detalles. Cuando llegara el momento se anunciaría con cambios sutiles en la escena exterior, movimiento que seguramente no percibiría de frente, sino en los campos de visión periférica.

Pasó un buen rato sin que sucediera nada. Malus podía oír claramente a sus señuelos por el jardín o sus inmediaciones, llamándose a voces. En las sombras exteriores nada se movía. ¿Sería posible que los espectros ya se hubieran deslizado a su lado pasando desapercibidos? Eso no había forma de saberlo.

Rencor se removió apenas. Malus estaba a punto de volverse para imponer silencio a la bestia cuando su vista captó un atisbo de movimiento, un sutil cambio en la profundidad de las sombras que había al otro lado del edificio en el que se encontraban. Podría tratarse de un efecto engañoso de la luz, o de una mala jugada de su mente cansada, pero entonces volvió a verlo. Los espectros se arrastraban por el camino y se dirigían silenciosamente hacia los hombres que estaban en el jardín.

Malus hizo una mueca en la oscuridad.

—Arriba, Rencor —susurró, y al mismo tiempo que el nauglir se ponía de pie, él desenvainó la espada—. ¡Ahora! —gritó corriendo hacia la ventana.

El noble se lanzó de un salto a la calle con un penetrante grito de guerra y blandiendo la espada. La respuesta fue media docena de disparos de ballesta, pero los espectros habían sido tomados por sorpresa y ningún virote dio en el blanco; se estrellaron contra las paredes del edificio, de donde arrancaron cortantes esquirlas de piedra.

Malus contó por lo menos diez autarii en las sombras fuera del edificio. Seis de ellos intentaban volver a cargar sus armas mientras los demás atacaban al noble con espadas cortas que emitían destellos feroces en sus manos. Un año antes, la visión lo habría aterrorizado, mientras que ahora la batalla hizo que su corazón se llenara de un júbilo salvaje.

El largo de la espada curva de Malus superaba en más de un palmo al de las que empuñaban los espectros, y el noble aprovechó al máximo esa ventaja. Se lanzó contra el autarii que tenía más cerca, descargando en la cabeza del hombre una profusión de golpes. El espectro reaccionó con la rapidez de una serpiente, bloqueando a diestro y siniestro con enérgicos movimientos. Entonces, Malus describió un amplio arco con su espada y alcanzó al hombre justo debajo de la rodilla. La espada de magistral factura atravesó capa tras capa de la vestimenta y penetró en la carne; cortó la pierna y produjo una efusión de sangre oscura. El espectro se desplomó con un grito de angustia, pero Malus ya se lanzaba en busca del siguiente par de enemigos.

Estos lo asaltaron por ambos flancos al mismo tiempo. Malus saltó sobre el hombre que tenía a la derecha e hizo retroceder al espectro con un relampagueante mandoble dirigido a sus ojos. El noble dio un paso adelante, exponiendo su flanco derecho al segundo autarii, oportunidad que aprovechó este para lanzarse sobre él en un intento de atravesarle la garganta con su arma. El espectro no consiguió su objetivo; el noble esperó hasta que el hombre lanzara el ataque, y entonces, giró sobre sus talones con un revés de su espada, que limpiamente le separó la cabeza del cuerpo. Giraba ya para hacer frente a su segundo enemigo cuando vio, sorprendido, que el cuerpo decapitado del que acababa de matar seguía trastabillando y, cayéndole encima, lo derribaba a tierra.

A Malus se le llenaron la cara y la boca de sangre caliente y salada cuando aterrizó sobre las resbaladizas piedras de la calzada debajo del cuerpo desmadejado. Oyó entonces el ruido inconfundible del acero hundiéndose en la carne: el otro espectro había acudido raudo y en su precipitación había clavado el arma en el blanco equivocado. Malus se revolvía debajo del cadáver, tratando de sacárselo de encima al mismo tiempo que intentaba alcanzar al otro autarii. De un salto, el espectro se puso fuera de su alcance, que era todo lo que Malus podía esperar. De un puntapié arrojó al muerto contra su adversario ganando toda la distancia posible para ponerse de pie nuevamente.

La tierra se sacudió y una pata escamosa del tamaño de un gran escudo se estampó contra el suelo a escasos centímetros de la cabeza de Malus. Rencor lanzó un atronador bramido y se incorporó a la refriega; le dio una dentellada al autarii portador de la espada. El espectro gritó, despavorido, y trató de salir corriendo, pero no contó con la sorprendente velocidad del nauglir. Rencor arremetió contra él, lo asió por un hombro y lo sacudió como lo haría un terrier con una rata cogida en sus fauces. Las costillas y las cervicales se partieron en una serie de crujidos, y el espectro cayó inerme.

Malus cambió de dirección; se apartó con una voltereta del nauglir desbocado y se puso de pie con dificultad. Oyó el sonido de ballestas que se disparaban, y más virotes atravesaron el aire. Uno rebotó en el espaldarón izquierdo del noble y fue a dar sobre el lado opuesto del edificio. Otros virotes alcanzaron a Rencor en la clavícula y en el costado, a lo que respondió la furiosa bestia con un rugido de pura rabia. El noble vio cómo el gélido giraba en redondo y arrancaba con el puntiagudo hocico el virote clavado en su hombro. Ya fuese por accidente o adrede, el látigo de su cola golpeó de lleno a uno de los ballesteros y lo lanzó sobre el pavimento transformado en un amasijo sanguinolento. El noble entrevió al druchii calvo en un combate cuerpo a cuerpo con otro de los espectros; la espada corta de cada uno de ellos amenazaba el gaznate del contrario.

Un gruñido y un chasquido metálico hicieron que Malus volviera la vista a la derecha, donde otro autarii trataba de recargar su ballesta. El noble se lanzó sobre él con un enloquecido aullido.

El tiempo pareció detenerse mientras atravesaba la calle, cubriendo la distancia que lo separaba del ballestero tan rápidamente como le fue posible. Malus no dejaba de aullar como un demonio esperando conseguir con eso que el otro se pusiera tan nervioso que no pudiera cargar el arma a tiempo. Era una carrera a muerte, y Malus la perdió.

El autarii apuntó la ballesta y disparó mientras Malus estaba todavía algunos metros fuera de tiro. Trató de esquivar el proyectil volviéndose de lado, pero este atravesó el espacio como un relámpago. Sintió un fuerte impacto contra el hombro y, a continuación, un dolor tan ardiente que lo dejó sin aire.

Malus se tambaleó mientras trataba de respirar, pero se rehízo y saltó hacia adelante. El fiero gesto del espectro se convirtió en un rictus de agonía cuando el noble le hundió la punta de su espada en la ingle. El hombre cayó redondo en medio de un charco de sangre que no paraba de crecer mientras el noble se daba de bruces contra la pared del otro lado de la calle. Allí permaneció apoyado un momento, tratando de recuperar el aliento y viendo las grandes gotas de sangre que se deslizaban por el asta del proyectil que tenía clavado en el hombro izquierdo. Caían a sus pies como gotas de lluvia mientras el dolor palpitaba al unísono con su agitado corazón.

Un espectro apareció amenazador a su izquierda. Malus se lanzó a por él con feroz determinación, apuntándolo con la espada ensangrentada. En el último momento reconoció al guía calvo, que se apartó de él con un grito de terror.

—¡Lo hemos conseguido! —dijo el druchii, blandiendo su cuchillo—. ¡Huyen para salvar el pellejo!

Malus a duras penas se mantenía de pie y trataba de centrarse en otra cosa para olvidarse del dolor. Se oían gritos aterrorizados que superaban incluso el ruido que hacían las mandíbulas de Rencor al saciar este el hambre con uno de los espectros muertos. Un momento después, el noble se dio cuenta de que los autarii se retiraban hacia el jardín de piedra. Frunció el entrecejo y meneó la cabeza con aire perplejo. Aquello no tenía sentido.

Entonces, oyó el ruido de combate dentro del propio jardín y cayó en la cuenta de lo que había pasado.

—Los malditos espectros han tendido su propia trampa —gruñó—. Vieron hacia dónde íbamos y enviaron a la mayor parte de sus hombres por el camino principal para distraernos.

No había habido tiempo de comprobar nada durante el combate, pero estaba claro que ninguno de los espectros gemelos se contaba entre los muertos de los que estaba sembrada la calle.

La expresión del guía calvo pasó del triunfalismo al temor en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Y ahora qué? —preguntó con voz que transpiraba desesperación.

—En primer lugar, tira con fuerza del maldito virote y sácamelo —dijo Malus con voz entrecortada, apoyándose en la pared.

El guía agarró con reservas el asta ensangrentada.

—De acuerdo —dijo, reuniendo valor—. Cuando cuente tres.

—¡Tira de una vez, maldita sea! —rugió Malus, y el guía arrancó el proyectil.

El mundo empezó a dar vueltas. En lo profundo de su pecho, Malus sentía que el demonio se retorcía extasiado, flotando en un mar de delicioso dolor.

—¡Rencor!

A la llamada de Malus, el nauglir acudió trotando obediente al lado del noble. De los cuatro virotes que tenía clavados en el flanco rezumaba profusamente un icor oscuro, pero la bestia de guerra parecía conservar toda su fuerza y velocidad. Malus avanzó dando tumbos hacia su cabalgadura y rápidamente le arrancó los proyectiles antes de alzarse con dificultad sobre la montura. Ya había cesado el ruido de combate en el jardín. Se les estaba agotando el tiempo.

El noble clavó los talones en los ijares del gélido y se reincorporó al primer camino lateral.

—¡De prisa! —le dijo al guía, y se volvió hacia la derecha, alejándose de la avenida principal.

Pasaron ante más edificios antiguos y desiertos en diversos grados de abandono. Malus fue estudiándolos uno por uno, buscando un lugar que dos hombres pudieran defender sin dificultad. Transcurrieron algunos momentos tensos en los que daba la impresión de que a Malus se le había agotado la suerte, pero entonces, al final del camino, atisbo un edificio cuadrado, sin ventanas, cubierto por los cuatro lados de elaborados bajorrelieves, que representaban una procesión de nobles druchii danzantes. El único acceso era una puerta estrecha cuya simplicidad contrastaba con el esplendor circundante. Malus lanzó a Rencor al galope en el preciso momento en que en el extremo del callejón que quedaba a sus espaldas se oía un coro de aullidos. El noble se volvió y consiguió ver a unos treinta autarii que formaban un grupo compacto en torno a dos figuras inconfundibles. Los dos espectros gemelos se habían echado hacia atrás las capuchas y aullaban al sollozante cielo como un par de lobos. A pesar de lo lejos que estaban, a Malus le pareció que sus tatuajes relucían con un luz fantasmal.

A Rencor le bastaron instantes para llegar al extremo de la calle, y el único superviviente de los guías estaba pegado al nauglir cuando Malus saltó de la montura y condujo a la bestia al interior del imponente edificio. El interior era una cámara amplia, sin divisiones, con un techo que se alzaba casi a cinco metros por encima de sus cabezas. Haces de luz endeble y chorros de agua de lluvia entraban por los lugares donde el antiguo techo había sufrido el deterioro de siglos. La luz apenas permitía ver. Había una plataforma en el fondo de la estancia y algo que parecía un altar de piedra verde y oscura desgastado por la acción del tiempo. Malus condujo a Rencor por el suelo sembrado de desechos y se encontró con que había una rampa detrás de la plataforma que bajaba hacia una oquedad oscura como una cueva.

Tras detener a Rencor, Malus echó la mano hacia atrás para coger la ballesta y la aljaba que llevaba bajo la silla de montar y se las pasó al guía.

—Colócate sobre la plataforma y dispara a cualquiera que consiga pasar por delante de mí —dijo.

El hombre recogió los envoltorios con expresión confundida.

—¿Qué vas a hacer?

Malus desmontó y desenfundó su segunda espada.

—Voy a matar a cuanto maldito espectro atraviese esa puerta —dijo con expresión torva, mientras desandaba el camino por el que habían venido.

Hay que reconocer que el calvo no perdió tiempo en discusiones. De camino hacia la puerta, Malus oyó el chasquido tranquilizador de la palanca de rearme de la ballesta. Fue sorteando los puntos por los que el tejado dejaba filtrarse la luz y la lluvia, amparándose en las sombras más densas.

—Y bien, demonio —dijo a Tz’arkan en un susurro cuando consideró que se encontraba a distancia suficiente—, sé que estabas esperando este momento. Préstame tu fuerza.

—Claro que sí —respondió el demonio con voz acariciante—. Espero por tu bien que sea suficiente.

Las palabras hicieron que a Malus le corriera un escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Y eso qué significa? —dijo, pero la pregunta quedó ahogada bajo el peso frío del poder de Tz’arkan.

La sangre se le heló en las venas; la carne y la piel se unieron y en el hombro se le formó una cicatriz con forma de estrella. Había recuperado su integridad física y, de hecho, por primera vez desde hacía días, se sintió realmente vivo.

En la puerta de acceso hubo un movimiento de espectros, y con una sonrisa gozosa, Malus se dispuso a salirles al paso.

Los autarii llegaban como una tromba oscura y llenaban el aire de penetrantes aullidos. A Malus le dio la impresión de que sus movimientos eran lentos y pesados, como los del ganado cuando se dirige al matadero. Sus espadas gemelas tejieron un tapiz de muerte justo al otro lado de la puerta: cortaron miembros, esparcieron entrañas y atravesaron gaznates a cada golpe de acero. Su macabra recolección hizo brotar de su garganta una risa enloquecida; muchos de los espectros ya estaban muertos antes de tocar el suelo, víctimas de una muerte tan instantánea que ni tiempo tenían de gritar de terror o de dolor.

Malus dejó de contar cuántos yacían apilados en la entrada. En realidad, tras la caída del décimo hombre, la matanza se había convertido en algo casi mecánico. Su risa se debilitó y aquello empezó a aburrirlo.

Fue entonces cuando uno de los espectros gemelos a punto estuvo de matarlo.

Los hombres muertos caían indolentemente al suelo. Cuando de sus heridas apenas había empezado a manar sangre, el muchacho se precipitó contra Malus blandiendo un par de ensangrentadas espadas. Atacaba como una víbora, tratando de alcanzar la cara y la garganta del noble, que por pura suerte logró apartar la cabeza en el último momento, de modo que el corte que amenazaba su garganta sólo le hizo una herida en la mejilla. El noble retrocedió parando rabiosamente el ataque, y el autarii apartó sus espadas al mismo tiempo que se lanzaba otra vez contra él como un torbellino. Las espadas gemelas resonaron contra su peto y sus espaldarones. Las junturas crujieron y los remaches se soltaron por efecto de los golpes. Malus, que hacía apenas un instante era un dios de la muerte, luchaba ahora a la defensiva.

Daba la impresión de que los espectros también tenían sus recursos mágicos.

La proximidad le permitía ver el reluciente dragón que cruzaba la cara del joven autarii. Había serenidad en su rostro, y una absoluta inexpresividad en sus ojos color violeta mientras descargaba sobre Malus una andanada de golpes. El noble se recuperó rápidamente, parando cada arremetida con pericia y presteza, pero el otro era implacable y superaba la guardia de Malus una y otra vez haciendo resonar su armadura.

Malus cedió terreno y poco a poco se internaba más en el edificio mientras trataba de encontrar un punto débil en la defensa del otro. Como el resto de los autarii, sus armas eran un par de espadas cortas, pero esto lo compensaban con creces su fuerza bruta y su velocidad. Cada vez que Malus lanzaba un ataque, el joven respondía con un contraataque potencialmente mortífero. A pesar del poder del demonio, el otro casi lo superaba.

El noble retrocedió aún más, procurándose un breve respiro. Oyó el golpetazo de una ballesta por encima de su hombro y vio que su contrincante desviaba el proyectil con una de sus espadas. En cuestión de segundos, el espectro le había hecho recorrer la gran estancia y volver al punto de partida.

Malus se apartó hacia la derecha, y el espectro se situó a la izquierda. Se movieron lentamente en círculo, midiéndose, buscando una oportunidad para atacar. Malus observó que el autarii ni siquiera parecía agitado.

—Incluso ahora estás jugando conmigo —gruñó el noble. El joven sonrió levemente por toda respuesta.

El noble estaba de espaldas a la lejana entrada. Se inclinó hacia atrás y saltó sobre el autarii. Las espadas entrechocaron, y Malus siguió su impulso hacia adelante, pero el joven no cedió terreno, y los aceros se quedaron inmóviles. El noble se afirmó e hizo un alto con el rostro a escasos centímetros de la cara de su contrincante.

—No puedes ganar —dijo Malus entre dientes—. ¿De dónde proviene tu fuerza? Dímelo y te perdonaré la vida.

El otro lanzó una carcajada.

—Eso no son más que palabras, noble —dijo—. Tus espadas no tienen nada que hacer con las mías.

Malus se esforzó, pero el joven no cedió un palmo.

—Es cierto —admitió a regañadientes—. Ese es el motivo por el cual decidí transformar esto en un enfrentamiento de ingenios.

El otro frunció el entrecejo.

—No entiendo.

Malus apoyó la bota en el pecho del autarii y empujó. Impulsado por la fuerza del demonio, el joven salió disparado por los aires y fue a parar a las fauces abiertas de Rencor. El grito sorprendido del espectro quedó sofocado por un crujido de huesos.

—Lo sé —respondió Malus, balanceándose sobre los pies—. Los tontos como tú nunca entienden, hasta que es demasiado tarde.

—¡Señor del Terror! —gritó el guía—. ¡El techo!

Malus alzó la vista. Los haces de luz parpadeaban al moverse los espectros entre ellos. Una vez más le habían ganado de mano. El asalto de la entrada sólo había sido una distracción, mientras el resto de los espectros trepaba por los muros y llegaba hasta el tejado.

El noble volvió a mirar hacia la puerta. También por allí aparecían más espectros.

—A la cripta —gritó—. ¡De prisa!

Malus asió las riendas de Rencor y, tirando de ellas, lo apartó de los restos del gemelo muerto. El guía bajó de la plataforma y desapareció rampa abajo, seguido de cerca por Malus.

El guía no había pasado de la base de la rampa cuando se paró en seco para tantear con la mano que le quedaba libre la oscuridad. Malus hizo al hombre a un lado y confió en que los sentidos del nauglir criado bajo tierra le permitirían advertir cualquier peligro.

Tras haber andado menos de cuatro metros en aquella negrura abismal, Rencor rozó un objeto alto y hecho de piedra. Se oyó un crujido siniestro, y el aire se llenó de olor a polvo. Sobre sus cabezas, el techo se estremeció.

Malus se quedó paralizado. Tenía la impresión de que el verdadero peligro no tenía nada que ver con fosos ni con pozos ocultos. Un movimiento en falso, y Rencor haría que el edificio se derrumbara encima de sus cabezas.

El noble respiró hondo y sintió en la boca un gusto a aire húmedo, estancado. En la estancia de arriba se oyó el grito desgarrado de la hermana gemela del espectro muerto, que inmediatamente se transformó en un alarido de rabia bestial.

—Ese…, ese chico —dijo el guía con voz aterrorizada—. ¿Qué era? ¿Y tú? ¿Qué eres tú?

—Silencio —ordenó Malus en un susurro—. Estoy tratando de pensar una manera de salir de aquí.

—Hay una —dijo el demonio, y su voz pareció reverberar en la negrura—. Está delante de tus mismísimas narices, pero dudo de que tengas el ingenio necesario para verla.

—¡No es momento para tus malditas adivinanzas! —le replicó Malus—. ¡A menos que puedas sacarme de este agujero, no quiero saber nada de ti!

—Yo no puedo…, pero tú, sí —dijo el demonio—. Sólo necesitas voluntad.

—¿Voluntad? —preguntó Malus con tono desabrido—. ¿La voluntad para hacerlo?

—La voluntad de usar todos los instrumentos que tienes a tu disposición, imbécil.

—En nombre de la Madre Oscura, ¿de qué estás hablando? —Malus buscó, perplejo, a su alrededor. Al mirar por encima del hombro, la escasa luz que llegaba de la planta alta le permitió ver los cuartos traseros de Rencor y, más allá, al guía que miraba, temeroso, rampa arriba—. Él no sirve para nada —dijo Malus en voz baja—, y Rencor no es tan rápido como para permitirme dejar atrás a una veintena de espectros. Y tendría tantas posibilidades de blandir el Ídolo de Kolkuth como de encontrar la salida de este pozo…

Se quedó con la boca abierta. El ídolo.

Envainó las espadas y rebuscó entre las alforjas de su montura con aquella escasa luz. Después de un momento, dio con un objeto pequeño y frío envuelto en seda. Lo sacó y lo descubrió. La figura de bronce destelló levemente.

Según las leyendas, el Ídolo de Kolkuth tenía el poder de curvar el espacio y el tiempo. Él mismo lo había visto en la isla de Morhaut. Pero ¿cómo funcionaba? ¿Qué sabía él de brujería?

Algo que una vez había oído decir a su madre, una poderosa bruja, resonó en su cabeza. El poder lo configura quien lo esgrime. Está hecho para servir, del mismo modo que un esclavo se adapta a la voluntad de su amo. ¿Y acaso la brujería no era un poder que se manifestaba?

Malus respiró hondo. El poder del demonio lo había abandonado y se sentía débil. Sin embargo, su poder seguía intacto. Todavía refulgía alimentado por el odio y el deseo.

Montó. Sentía al ídolo como un peso frío en su mano derecha. Pensó que todo era una locura. ¡Él no era un brujo! Pero si no hacía algo, iba a morir ahí abajo, en aquella tumba húmeda y vacía. Estaba dispuesto a dar lo que le quedaba de alma por engañar a la muerte un rato más. El guía se volvió.

—¡Madre de la Noche, ya los veo! ¡Esa chica autarii y su gente! ¡Ahí vienen!

—Que vengan —dijo Malus.

Con un grito tiró de las riendas de Rencor e hizo que el gélido describiera un apretado círculo. Su poderosa cola golpeó la cercana columna y la partió con un enorme estruendo.

Hubo otro gran crujido que en lugar de debilitarse creció en intensidad. De lo alto caían nubes de polvo. Malus sostuvo el ídolo en alto y visualizó el camino de fuera del edificio. Puso toda su voluntad en una única y furiosa orden.

—¡Llévame allí!

Malus clavó los talones en los flancos de Rencor. Hubo entonces un crujido tremendo, desgarrado, y el mundo se volvió del revés.