11: El camino del odio
11
El camino del odio
Pasaron días; Malus ya no estaba seguro de cuántos. Había veces en que no sabía siquiera si era de día o de noche.
No hubo descanso ni pausa en su huida de los hombres de Lurhan. Los vengativos guardias del vaulkhar marchaban más de prisa en sus caballos, de modo que Malus jamás se paraba más de unos cuantos minutos. Rencor seguía adelante, incansable. Sus patas palmeaban las negras piedras del Camino de los Esclavistas mientras Malus perdía y recuperaba la conciencia, y deliraba por la pérdida de sangre y la fatiga.
Dejaron atrás Har Ganeth por la noche, lo bastante cerca como para oír los lamentos de las multitudes sacrificiales al otro lado de las murallas de la ciudad. El olor a sangre era tan intenso que incluso a media legua de la ciudad Malus tuvo que luchar encarnizadamente para que el nauglir no se desviara del camino, hasta que por fin el viento dejó de traer hasta ellos el poderoso influjo.
Las cosas empezaron a verse borrosas poco después de que se acabara la comida. Malus sabía que Rencor podía correr toda una semana con lo que había cazado y había comido por el camino, pero el noble no era tan afortunado. Tampoco podía darse el lujo de dejar que el gélido se pasara toda una noche cazando en el bosque. Al empezar y terminar cada día, Malus estudiaba el camino por detrás de ellos y calculaba por la nube de polvo que levantaban sus perseguidores la distancia a que se encontraban, y siempre quedaba claro que los cazadores más rápidos habían compensado con creces la distancia ganada por él la noche anterior. No podía hacer otra cosa que mantenerse fuera del alcance de los sabuesos del vaulkhar.
Durante las largas horas en la montura solía invocar el nombre de Tz’arkan y convocar el poder del demonio para curarlo. Nunca obtuvo respuesta. El noble maldecía al demonio, lo llamaba cobarde y alfeñique, pero ni siquiera se inmutaban las serpientes en torno al atribulado corazón de Malus.
Tres días y dos noches después de pasar Har Ganeth, a Malus lo sacó de su sopor el gruñido amenazador de Rencor. El noble se removió en la silla pensando irracionalmente que el nauglir se había parado al lado del camino para dormir y los hombres de Lurhan les habían dado alcance, hasta que oyó los débiles quejidos suspendidos en el aire nocturno.
Malus sujetó las riendas con todas sus fuerzas. En cuanto vio ante sí las altas estacas negras que se elevaban hacia el cielo se dio cuenta de que había llegado al punto en que el Camino de la Lanza y el Camino de los Esclavistas se cruzaban. Cuerpos en diversos estados de descomposición estaban amarrados a las estacas de doce metros de altura, con los miembros estirados y los huesos rotos por la forma de atarlos a los inclementes postes a los que estaban sujetos con alambres. Casi todos ellos estaban orlados por un fuego verde que los consumía y que se introducía en las cuencas vacías y en las bocas abiertas.
Algunos de los cuerpos llevaban días allí colgados; otros habían durado años, erosionados poco a poco por la acción violenta del viento y el hielo. Todos ellos habían nacido en noble cuna y muchos habían sido personajes bastante más destacados y poderosos que Malus. Todos habían transgredido las leyes del Rey Brujo y ahora sus espíritus temblaban de agonía mientras sus cuerpos eran consumidos por la implacable Tierra Fría.
Hasta Rencor percibió el manto de agonizante dolor que se cernía sobre la encrucijada y movía, irritado, la cola contra el aire helado. Malus cayó de pronto en la cuenta de que ese era el destino que le esperaba. «Lo que los hombres de Lurhan podrían hacer conmigo sería un acto de piedad comparado con el juicio de Malekith», pensó.
Entonces, se acordó del demonio, y su mente delirante volvió a ver la imagen del Rey Brujo y Tz’arkan luchando por la posesión del alma de un proscrito. Con una risa salvaje, Malus aplicó los talones a los flancos de Rencor y pasó al trote por entre el bosque de dolientes figuras. Sobre el horizonte occidental pudo ver la ciudad fortificada de Naggarond, cuyas negras torres estaban pintadas con una fría luz bruja. La cinta blanca del camino relucía bajo la luz de la luna, trazando una trayectoria sinuosa hasta la temible ciudad desde el lado occidental del cruce de caminos. Hecho con los cráneos de la especie maldita de Aenarion, el Camino del Odio iba sólo a Naggarond, y muchos druchii a los que se les había obligado a recorrerlo jamás habían regresado. Malus desenvainó su espada y apuntó con ella a la lejana fortaleza a modo de burlón saludo, antes de dirigir su cabalgadura hacia el norte. «Ahora que vengan a por mí si se atreven —pensó—, primero tendrán que enfrentarse al Arca Negra».
Tras dos días de cabalgar hacia el norte, Malus vio los primeros vestigios de hielo. Su aliento formaba grandes nubes de niebla en el aire frío y el viento era una bendición sobre su piel febril.
Se había estado aplicando vrahsha en las heridas a diario desde el combate cerca de Vaelgor Keep. Sin el efecto narcotizante de la toxina, seguramente no podría haberse mantenido consciente ni siquiera durante un día de dura marcha, y mucho menos toda una semana. La baba tóxica, incluso, era bastante eficaz para eliminar los tejidos gangrenados, pero no había tenido tiempo para mantener limpias las heridas durante el viaje y, en algún momento, se habían infectado.
No había forma de saber a qué distancia estaba del Arca Negra, pero detenerse no tenía sentido…, no tenía ni el conocimiento ni los elementos para tratar debidamente las heridas. Su única posibilidad era seguir cabalgando y confiar en que la gangrena no hiciera presa de él. De suceder eso, Rencor se volvería en su contra en cuanto flaqueara y no pudiera imponerse. Era una carrera no sólo contra los hombres de Lurhan, sino también contra su propio cuerpo desfalleciente.
Iba tambaleándose en la montura como si estuviera borracho y no paraba de lanzar improperios contra el demonio, pero Tz’arkan lo había abandonado.
Lo peor era que la guardia del vaulkhar parecía estar acortando la distancia. Durante un tiempo, Malus rechazó la información de sus propios sentidos, achacándola a la fiebre. Todas las mañanas, el noble se obligaba a volverse en la silla y mirar hacia el sur, buscando señales de hogueras, y desde que había tomado rumbo norte, las débiles columnas de humo le parecían cada día un poco más cercanas.
Sólo después de pasar por la tercera torre de vigilancia del camino se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo: la guardia había llegado a tal punto de desesperación que había empezado a cambiar de monturas en cada uno de los fuertes por lo que pasaba. Eso les permitiría avanzar mucho más de prisa que antes, pero con un coste enorme. Los hombres debían de haber llegado a la conclusión de que era preferible arriesgarse a ser torturados por derrochar los recursos del Estado que perder el honor por volver al Hag con las manos vacías. Malus se dio cuenta de que era una decisión fatídica. Si no llegaba a los límites del territorio de Calamidad en cuestión de unos cuantos días, los hombres de Lurhan le darían alcance. El tiempo ya no jugaba a su favor.
En un momento dado, llevado por la desesperación, abandonó el camino con la esperanza de que sus perseguidores le perderían el rastro. No podía recordar qué era lo que lo había llevado a tomar dirección norte y este. El terreno era más escarpado y más difícil, y perversamente pensó que tal vez era un reflejo de que sólo podría consumar su destino por el camino más difícil. Pero ni con eso logró despistar a los hombres de Lurhan. Se dio cuenta de que había ganado unas pocas horas antes de que sus perseguidores se dieran cuenta de que ya no iba por el camino y retrocedieran para volver a encontrar su rastro.
Rencor afrontó con vigor las colinas boscosas y empinadas, pero incluso Malus podía notar que la imponente bestia empezaba a acusar el cansancio. En ese terreno escarpado, las posibilidades de cazador y presa estaban casi igualadas, y todo se reducía a cuál de las dos partes estaba dispuesta a cabalgar más duro para conseguir su objetivo.
A la noche siguiente de haber abandonado el Camino de la Lanza, las escarpadas colinas se convirtieron en una ondulada planicie helada, que se veía de un color azulado reluciente bajo la luz de la luna. Las montañas se erguían, blancas e inclementes, en el horizonte septentrional; durante horas, Malus estuvo contemplando sus líneas irregulares, ansiando ver un atisbo del Arca Negra.
El tiempo dejó de tener sentido mientras cabalgaba por encima de aquella planicie interminable. Su cuerpo ardía y se sacudía por la fiebre, y su mente iba a la deriva. Soñaba cosas desordenabas. En un momento, se encontró acompañado por una partida de druchii que cabalgaban en sus gélidos por la planicie helada; no podía ver las caras de los jinetes, pero las voces que resonaban en sus oídos le parecían extrañamente conocidas. Se reían y se llamaban los unos a los otros, bromeando.
Malus intentaba hablarles, pero no le hacían caso, como si él fuera un fantasma que cabalgase entre ellos. Después de un rato, uno de los jinetes se acercó furtivamente hasta ponerse a su alcance. La armadura del caballero estaba cubierta de sangre seca, como si fuera un cadáver abandonado en un campo de batalla. Malus tendió la mano temblorosa para tocarlo, y el caballero se volvió a mirarlo. A través de las ranuras de la armadura, se veían unos ojos brillantes del moho de la tumba y de odio. Malus se apartó y, con una maldición, echó mano a la empuñadura de la espada. Cuando llegó a desenvainar el arma, la visión había desaparecido.
En otro momento, tuvo la sensación de que alguien estaba sentado detrás de él en la montura. Era una mujer —lo sabía con esa extraña omnisciencia que a veces acompaña a los sueños— y se apretaba contra él, rodeándole la cintura con los brazos y acariciando su pecho cubierto por la armadura. Podía sentir el tacto de sus dedos a pesar del brillante acero; dejaban un rastro tan helado en sus huesos como el paso de una gélida ráfaga. Malus sintió una cabeza sobre su hombro y un olor a tierra fresca mezclada con hedor a muerte cuando las manos de hielo se cerraron sobre su cuello.
El noble se sacudió y se revolvió echando la mano hacia atrás para arrancar a la criatura de la silla, pero lo único que encontró fue el aire. De repente, sintió un aliento de aire frío contra la mejilla y, a continuación, un impacto doloroso cuando su cuerpo cayó sobre la superficie helada.
Se despertó y vio a un monstruo que se cernía sobre él. Rencor le empujaba con el hocico la pierna derecha, como tratando de devolver algo de vida a su compañero de fatigas. Bajó luego la cabeza hasta la pantorrilla del noble y cuando olfateó la costrosa herida de Malus, este vio que retraía los labios y dejaba al descubierto los amarillentos colmillos. Malus lanzó un grito de alarma y le dio al gélido un puntapié en el hocico. Sobresaltada, la bestia se apartó un poco y se sentó sobre los cuartos traseros, estudiando a Malus con uno de sus ojos rojos.
Malus se despertó herido por la luz del sol y por el sonido de los cuernos de caza.
El suelo tembló cuando Rencor lanzó un rugido amenazador. Malus alzó un brazo y lo sintió tan pesado como si fuera de plomo, mientras trataba de protegerse los ojos del hiriente resplandor. Vio al nauglir de pie, gruñendo hacia el lugar por el que habían venido. Por toda respuesta se oyó el relincho amedrentado de un caballo, y Malus se dio cuenta de que la larga carrera había tocado a su fin.
Con un doloroso esfuerzo, Malus se dio la vuelta y consiguió ponerse de pie. Los hombres de Lurhan estaban sobre sus cabalgaduras a unos cien metros de distancia, observando a su presa desde una ligera elevación. En el extremo de sus largas lanzas, el viento frío hacía ondear gallardetes negros, el color de la venganza y de la enemistad moral. Los caballos temblaban de agotamiento, pero la expresión de los jinetes era de fría determinación, y sus miradas reflejaban un odio inquebrantable.
Mientras Malus observaba, el jefe de la partida sacó de las alforjas un objeto y lo levantó para que lo viera. Era la cabeza cortada de Lurhan, cuyo pelo negro se agitó desordenado por el viento. Era el estandarte de la enemistad moral. Cuando los guerreros lo obligaran a entrar por las puertas del Hag, tendría que llevar la cabeza de su padre en la mano, para que toda la ciudad pudiera contemplar la espantosa naturaleza de su crimen.
Sin que mediara palabra, los guerreros bajaron sus lanzas y empezaron a avanzar. Rencor lanzó un silbido hambriento, y el hielo comenzó a crujir bajo sus pies cuando se movió entre Malus y los jinetes. El noble echó mano a la espada. Le pareció que tardaba una eternidad en desenvainarla y, cuando lo consiguió, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era evitar que cayera sobre el hielo.
Los hombres de la guardia avanzaban precavidos. Eran por lo menos doce, tal vez incluso veinte. Bajo la mirada nublada de Malus, parecían sólo formas tenebrosas, como una bandada de cuervos que avanzaban por el hielo. Sus lanzas estaban reforzadas con acero y tenían una punta ancha y afilada, ideal para combatir a caballo contra los gélidos. En su delirio, Malus podía ver cómo iba a desarrollarse el combate. Primero, rodearían a Rencor, tentando a la bestia hambrienta con carne de caballo mientras otros jinetes lo asaltaban por los flancos y clavaban sus lanzas en las partes vitales del nauglir. Entonces, en cuanto Rencor estuviera muerto, vendrían a por él. Lo máximo a lo que podía aspirar era a derribar a uno o dos de esos bastardos antes de que le arrebataran la espada.
Malus movió los labios agrietados. Su voz fue apenas un susurro irregular.
—Tz’arkan —dijo con voz cascada—. Ayúdame. Si no lo haces, se lo diré todo a estos hombres. Les diré que le entreguen las reliquias a Eldire. ¡Te lo juro! ¡No serás libre hasta que las estrellas sean cenizas en el cielo nocturno!
El noble cerró los ojos y reunió las escasas fuerzas que le quedaban. No se entregaría sin luchar. Haría frente a los atacantes y derramaría su sangre caliente. En ese momento, un ruido atronador sonó al norte, y la tierra se estremeció bajo sus pies. Giró en redondo, tambaleándose por la repentina sacudida, y vio un grupo de diez caballeros del gélido que bajaban a la carga desde la colina que había al norte, apuntando con sus lanzas a los hombres de Lurhan.
Los guerreros de Hag Graef titubearon un momento. Dada la situación, había una única respuesta posible. El jefe de los cazadores se volvió hacia sus hombres.
—¡A la carga! —gritó, imponiéndose al ruido atronador del avance de los gélidos, y los guerreros respondieron con un rugido feroz antes de lanzarse contra los caballeros del Arca Negra.
Los guardias bajaban de la cumbre formando un muro cerrado de caballos al galope y de relucientes lanzas. Se desviaron levemente hacia la derecha, apartándose del noble y de su sibilante cabalgadura. El nauglir arrancó con las garras esquirlas de hielo y tierra helada, que lanzó al aire al abalanzarse contra el flanco derecho de los jinetes.
Dos hombres y sus monturas cayeron con un crujido horrible cuando la bestia de guerra de una tonelada de peso se lanzó sobre ellos como un felino a la caza. Rencor se deslizó sobre el hielo sujetando entre sus fauces a un caballo por el pescuezo; el segundo yacía formando un montón informe, con la espina dorsal rota, por la embestida del nauglir. Los jinetes, pese a estar protegidos con sus armaduras, no tuvieron mucha mejor suerte: uno yacía inmóvil a escasos metros, con el cuello evidentemente roto, mientras que el otro luchaba por ponerse de pie mientras se sostenía un brazo que le colgaba inerte. Una determinación fría se apoderó de Malus al ver al hombre herido, y blandiendo su espada se encaminó hacia él, dando tumbos, a través del hielo, y lo alcanzó por la espalda.
Los dos grupos de jinetes se enfrentaron en un estrepitoso choque de acero y carne. Los gritos de rabia y de dolor de caballos, hombres y gélidos se mezclaron cuando las lanzas y las garras se clavaron en la carne viva. A eso se sumó el ruido que hacía la madera al partirse las astas de las lanzas contra las armaduras o después de haber dado en el blanco.
El sonido llamó la atención de Malus; el impacto sacudió la tierra con tanta intensidad que hizo que volviera la cabeza aun a su pesar. Vio que los caballos de guerra eran rechazados por el choque y uno de los guerreros de Lurhan fue impulsado unos tres metros hacia arriba con el asta de su lanza rota en la mano. Un gélido atravesó el muro de caballos y, dando una voltereta, produjo un torbellino de escamas, sangre y tierra; la bestia había sufrido una muerte instantánea cuando una lanza de punta ancha se clavó profundamente en su cerebro. Otro nauglir atacó a diestro y siniestro, diseminando trozos de armadura aplastada cuando destrozó a un guerrero que no paraba de gritar. Los gélidos, más pesados, cayeron como las piedras de una catapulta sobre la fila de jinetes, tratando de encontrar asidero para sus patas mientras frenaban y hacían otra pasada. Muchos de los jinetes supervivientes espolearon sus corceles, más veloces, contra los gélidos, echándoselos encima, lo que dio lugar a un auténtico torbellino.
El hombre herido cargó contra Malus con un grito de odio; esgrimía la espada con la izquierda. A no ser porque el guerrero dio rienda suelta a su dolor y su rabia, podría haber tomado al noble totalmente por sorpresa. En realidad, Malus alzó su espada en un bloqueo débil que a duras penas podía evitar que el guerrero le rompiera el cráneo con un golpe de arriba abajo. La fuerza del impacto hizo retroceder a Malus mientras el peligro de una muerte inminente rescataba a su mente del delirio.
Sin dejar de gritar, el guerrero intentó una serie de torpes ataques con los que pretendía alcanzar a Malus en la cabeza y los brazos. El hombre compensaba su falta de destreza con la fuerza. Cada golpe arrebataba al noble un poco más de las energías que tenía en reserva; cada vez que bloqueaba lo hacía con un poco menos de velocidad y de vigor. Una de las embestidas de su contrincante le dejó un surco sangrante en la mejilla derecha; otra lo alcanzó en el espaldarón izquierdo e hizo que un dolor agudo le recorriera todo el hombro. Un tercer golpe sonó en el avambrazo derecho de Malus y a punto estuvo de hacer que soltara la espada. Reaccionando instintivamente, el noble asentó bien el talón derecho y dejó de retroceder, con lo que el hombre de Lurhan chocó contra él. El guerrero soltó un grito de agonía cuando su brazo herido golpeó contra el pecho de Malus, y todavía más cuando el noble cogió el miembro herido con la mano que le quedaba libre y lo retorció con todas sus fuerzas. Malus vio cómo se ponía pálido un instante antes de que le clavara la espada en la garganta. Lo único que pudo hacer fue apartarse dando tumbos cuando el guerrero cayó al suelo. A continuación, se arrodilló junto al cadáver, temblando como una hoja por el agotamiento.
El sonido atronador de unos cascos le pasó por encima como una ola. Cuando miró hacia arriba vio que los jinetes supervivientes escapaban por donde habían venido, con las espadas y la armadura manchadas de sangre. Su jefe estaba entre los que habían conseguido escapar y seguía sosteniendo la cabeza de su señor muerto cerca del pecho. Cuando pasó a unos diez metros de Malus le echó una mirada de odio reconcentrado. «Sólo has conseguido un pequeño aplazamiento —parecían decir aquellos ojos oscuros—. Volveremos a encontrarnos. No perdonamos ni olvidamos».
Cuando Malus consiguió ponerse de pie tambaleándose, los jinetes habían desaparecido. La tierra se estremeció con las pesadas zancadas de los seis gélidos que quedaban y que se abrían paso entre los cadáveres. Un noble de elevada estatura vestido con una armadura negra y dorada dirigió su cabalgadura hasta Malus y lo miró con expresión de furia en sus aristocráticas facciones.
Malus lo saludó con una reverencia y limpió la sangre de su espada en el pelo del hombre al que acababa de dar muerte.
—Un buen combate, hombres del Arca Negra —dijo, envainando el arma—. Soy Malus, pertenecía a Hag Graef. —Alzó la vista hacia el caballero—. Vuestro señor, Balneth Calamidad…
La bota del caballero lo golpeó justo entre los ojos. Un momento estaba hablando y al siguiente se había hundido en la negrura más absoluta.
Después de eso, se vio asaltado intermitentemente por visiones que aparecían y desaparecían como la marea. Vio rostros extraños que lo miraban con expresiones distorsionadas como si se reflejaran en un pozo de agua. Los veía mover la boca, pero sus voces también eran borrosas y vagas. Lo único inequívoco era el odio que ardía en sus ojos. Al menos, eso lo entendía.
Malus sintió el sabor de un líquido amargo en la lengua. Sentía el cuerpo hinchado y magullado, como si fuera carne a la que se deja carbonizar sobre el fuego. La sensación removió sus recuerdos como si fueran hojas secas.
—¿Padre? —musitó con miedo.
Estaba echado boca abajo sobre una superficie curva y dura. Cuando abrió los ojos lo único que vio fue una mancha blanca y borrosa. Sintió que se le revolvían las tripas y vomitó de forma estentórea.
Oyó el crujido de una montura de cuero. En algún lugar por encima de él, alguien dijo con disgusto y con un acento rústico del norte:
—Maldita sea, ya estamos otra vez. La próxima vez que paremos que lo lleve otro.
Alrededor hubo unas risas sibilantes. Malus cerró los ojos para no ver la terrible blancura y, una vez más, perdió la conciencia.
Estaba temblando. Yacía desnudo sobre el terreno helado, y unas manos fuertes lo sujetaban por las muñecas y los talones.
Malus olió el humo. Cuando abrió los ojos con dificultad pudo ver un cielo negro atravesado por innumerables estrellas. Las manos que lo sujetaban apretaron más y un círculo de cabezas se cernió sobre él.
—Mal momento para despertar —gruñó uno.
—Esto va a ser divertido —dijo otra voz.
En ese preciso instante, apareció una figura alta delineada sobre el cielo oscuro. Hubo un resplandor rojizo cuando la figura sostuvo el extremo reluciente de una daga al rojo vivo por encima de Malus. El reflejo bastó para que el noble reconociera al hombre que le había dado el puntapié.
—No me mates con la daga —se oyó decir—. Cualquier cosa menos la daga.
—Cállate —dijo el caballero, poniéndose en cuclillas junto a sus hombres y aplicando el acero brillante a la pierna de Malus.
Todavía seguía gritando y lanzando los juramentos más horrendos que conocía cuando el hombre apartó el cuchillo de la pierna y lo aplicó a la herida que Malus tenía en el brazo. El olor dulzón y penetrante a carne quemada impregnaba el aire. El noble se ensució. Alguno de los presentes también lanzó un juramento y golpeó a Malus en un lado de la cabeza.
El caballero retiró la daga y se tomó un tiempo para examinar su trabajo. Satisfecho en apariencia, se puso de pie, y Malus tuvo la impresión de que su rostro pálido se hundía en el cielo de la noche.
—Tantos trabajos para nada —dijo alguien—. Mira sus venas, mi señor, están hinchadas por la corrupción. No durará más que un par de días.
—Tiene que presentarse mañana ante el subastador —replicó el caballero con voz ronca—. Después de eso, se lo puede llevar la Oscuridad Exterior.
Malus estaba a punto de sumirse una vez más en la oscuridad cuando la envergadura de lo que había dicho el hombre hizo que un escalofrío de absoluto terror lo recorriera de arriba abajo. ¡Pretendían venderlo en el mercado de los esclavos!
Se debatió violentamente. Consiguió liberar un brazo y una pierna antes de que los guerreros que lo rodeaban volvieran a sujetarlo contra la tierra helada. Uno de los hombres se acercó a él y le cogió la mandíbula con una mano áspera. Unos dedos de hierro le obligaron a abrir la boca como si fuera un ternero recién nacido.
—Dadle a probar otra vez el hushalta —dijo el druchii que lo tenía sujeto con acritud. Le pasaron un frasco abierto de un líquido lechoso mientras estudiaba con atención al noble—. ¿Quién va a pagar un cobre por esta ruina? —musitó—. Yo lo cortaría en trozos y se lo daría de comer a mi nauglir.
Unas risas de complicidad sonaron en la oscuridad mientras el hombre lo obligaba a tragar el líquido amargo. Cuando hubo terminado, devolvió el frasco y miró de cerca al noble a los ojos.
—Claro que no faltan necios en este mundo —dijo el guerrero mientras la oscuridad volvía a cegar a Malus—. Este es una prueba viviente de ello.