18: En la trampa
18
En la trampa
Malus cabalgaba a través de una bruma caliente y roja que anulaba el sonido y se lo hacía ver todo borroso. No sentía los brazos —de hecho, no sentía nada—, pero sí sabía que cabalgaba sentado en una silla, detrás de un caballero cubierto con una armadura. Cada paso bamboleante que daba el nauglir hacía que rozase con el frío acero del espaldar del caballero; le llegaba un olor a metal y a aceite, a sangre y a tierra, y a cuero viejo. Sin embargo, todo lo que salía de sus labios era un gruñido sordo.
El caballero volvió la cabeza apenas. Malus oyó el crujido del cuero y percibió un olor como a moho.
—No hables —dijo el caballero. La voz era profunda y sepulcral, como si resonara en el interior de una tumba—. Te han partido la cabeza y se te han saltado los sesos fuera.
El caballero se volvió y le mostró su mano. En la palma tenía cuajarones de masa cerebral, y entre los dedos rezumaban sangre y un líquido de color blancuzco.
—Debes volver a ponerlos en su sitio antes de que sea demasiado tarde.
Malus dio un grito de terror y se apartó del caballero y de su macabra oferta. El viento de la muerte producía una sensación extraña en la parte posterior de su cabeza al rozar con sus helados dedos el hueso astillado y la sangre seca. Trató de mover los brazos, pero no pudo, y dio gracias por ello. De haber podido, habría tratado de tocarse la cabeza y temía que sus dedos pudieran encontrar algún desastre en esa zona.
Oyó un grito extraño, amortiguado, y unas manos invisibles lo cogieron. El mundo giraba desquiciado y volvió a gritar, cerrando con fuerza los ojos para no ver la bruma roja.
Se sintió caer como una hoja movida por una brisa invernal hasta posarse suavemente en el suelo. Por encima de él oyó un murmullo, un zumbido de voces que no podía distinguir. Haciendo acopio de voluntad, se obligó a tranquilizarse y abrió, poco a poco, los ojos.
La niebla empezaba a desvanecerse. Estaba tendido de espaldas cerca de una de las hogueras del campamento naggorita, mirando a las nubes y el sol de media mañana. Dos hombres estaban inclinados sobre él. Le llevó un momento identificar a uno de ellos como lord Eluthir. El rostro del joven caballero estaba manchado de sangre seca y sangraba por un corte profundo que tenía en la mejilla derecha. El otro hombre llevaba pesados ropajes negros manchados y bordados con runas en hilo de plata, y su cara alargada era vieja y llena de arrugas. Los dos hombres discutían acaloradamente, pero al principio Malus no podía distinguir lo que decían. Trató de incorporar la cabeza, pero sólo consiguió levantarla unos centímetros antes de que un acceso de náusea se apoderara de él. El noble volvió a echarse hacia atrás y cerró los ojos mientras trataba de pasar revista a sus miembros, que no le obedecían.
—¿Por qué lo habéis traído aquí? —preguntó el viejo druchii, fastidiado—. Es un noble. Llevadlo de vuelta a su tienda y dejad que su gente se ocupe de él. Nosotros ya tenemos bastante que hacer.
—Si tuviera su propio sanador no estaría perdiendo el tiempo con tipos como tú —respondió Eluthir con tono altanero—. ¡Y además no es un noble cualquiera; es Malus de Hag Graef, el segundo comandante del ejército!
—¡Madre de la Noche! —exclamó el cirujano—. Está bien —dijo, por fin, con tono quejumbroso y arrodillándose al lado del noble—. ¿Qué le ha pasado?
—Estábamos combatiendo, viejo necio —le espetó el joven caballero—. El general enemigo lo golpeó en la cabeza con una maza. Fue apenas un golpe de refilón…
—Es obvio, de lo contrario no estarías aquí dándome la tabarra —se quejó el quirujano. Alargó la mano y cogió a Malus por la barbilla con una mano áspera; luego se inclinó y examinó los ojos del noble—. ¿Podéis oírme? —preguntó, hablando pausadamente.
Malus gruñó una afirmación. El quirujano asintió y agitó los dedos delante de los ojos del paciente.
—Bastante bien —dijo, y a continuación le pasó las manos cuidadosamente por el cuero cabelludo desde las sienes hasta la parte posterior del cráneo.
Malus sintió una punzada de dolor en el lado izquierdo de la cabeza y siseó para advertir al sanador. El quirujano asintió y retiró la mano izquierda húmeda de sangre.
—Hay dos incisiones de buen tamaño, ocasionadas tal vez por esquirlas del yelmo roto —dijo el druchii más viejo—. El cráneo parece intacto, pero no me cabe duda de que crujió como un huevo cocido. Llévalo a su tienda y dale un poco de hushalta. Debería descansar varios días y alguien debería vigilarlo constantemente. Si pasa esta noche, seguramente se recuperará.
Eluthir no podía creerlo.
—¿Eso es todo? ¿Darle leche de madre y dejar que duerma como si hubiera bebido demasiado vino?
El quirujano estaba a punto de dar una respuesta cortante cuando Malus intervino.
—Incorpórame —dijo con voz débil—. No necesito un quirujano. Deja que se ocupe de sus cosas, Eluthir.
El viejo druchii miró a Malus e inclinó la cabeza respetuosamente antes de marcharse a toda prisa. Malus trató de sentarse, y Eluthir lo cogió del brazo y tiró torpemente de él. El noble se sintió mareado, y la náusea volvió a asaltarlo, pero cerró los ojos y los labios hasta que se le pasó.
—¿Qué ocurrió? —consiguió preguntar por fin.
Cuando abrió los ojos, Eluthir todavía lo estaba sujetando. Allí cerca estaban los gélidos, Rencor y el de Eluthir, sentados sobre sus cuartos traseros. Tenían el hocico, las patas delanteras y el pecho marrones de sangre seca. Si cabe, los dos caballeros estaban todavía más sucios.
—Matasteis a uno de los hombres del general, y este os dio un golpe… —comenzó Eluthir.
—Esa parte ya la conozco —lo interrumpió Malus. Se sorprendió tratando de tocarse la zona posterior de la cabeza y reprimió el impulso. La visión, o alucinación tal vez, todavía estaba fresca en su mente—. ¿Cómo va la batalla?
—¡Ah!, eso. —A Eluthir se le iluminó la cara—. Hemos ganado, mi señor. Nuestra carga nos valió la victoria. Cuando nos abrimos paso entre las compañías de lanceros que cubrían el camino, el enemigo llamó a sus reservas, pero las tropas de refresco de lord Kethair atacaron al enemigo por el flanco y lograron echar abajo la línea de lanceros. En el centro, el combate encarnizado se prolongó todavía algunos minutos porque el general pareció darse cuenta de quién erais y ordenó a sus hombres que os capturaran. Los caballeros pretorianos lo impidieron, sin embargo. Lord Gaelthen mató al último de los guardaespaldas del general y hubiera corrido la misma suerte el propio general de no haber sido por la llegada de sus reservas, que le cubrieron la retirada. —La cara del joven caballero estaba encendida de entusiasmo—. Yo mismo maté a uno de los guardaespaldas del general. Me apoderé de su hermosa espada y colgué su cabeza de mi montura. Era rápido, pero yo…
—¿Dónde está ahora el ejército, Eluthir? —lo interrumpió Malus.
—¿El ejército? Estacionado a medio camino entre las ruinas y el vado del Aguanegra por ahora. Lord Fuerlan ordenó una persecución general con la caballería y los caballeros pretorianos para cazar y acabar con las banderas enemigas. La infantería se está reorganizando en las ruinas. Por lo que pude ver, les dieron una buena paliza. Algunos de los lanceros estaban diciendo que el propio lord Kethair había muerto, pero todavía no hay forma de saberlo.
—¿Y los exploradores?
—Bueno, vos mismo se lo podéis preguntar si os place. —Eluthir señaló a un grupo de espectros que estaban en cuclillas a cierta distancia—. Fuerlan no tenía órdenes para ellos y vuestra chica autarii reunió a algunos de sus hombres y se vino detrás de mí cuando se enteró de que os habían herido. —El joven caballero le guiñó un ojo con picardía—. Sería una animada concubina, ¿no os parece?
Malus interrumpió aquella conversación con una mirada elocuente. Su mente iba a cien por hora, tratando de hacerse una idea de la situación. Miró a los espectros y le vino a la cabeza una de las cosas que le había dicho la chica autarii. El noble miró a Eluthir.
—Una última pregunta. ¿Dónde está Nagaira?
Eluthir frunció el entrecejo.
—La última vez que la vi estaba todavía con lord Fuerlan, pero eso fue antes de que él partiera con la caballería. Supongo que ella estará todavía en las ruinas, o de camino hacia aquí.
El noble asintió. Era la mejor oportunidad que podía llegar a tener. Echó una mirada por el campamento tratando de orientarse y, a continuación, llamó a los espectros con una seña. Se pusieron de pie y se acercaron a él sin hacer el menor ruido. La chica autarii se echó la capucha hacia atrás y lo miró con atención.
—¿Estáis bien, señor?
—Bastante bien —le respondió Malus—. Dime ¿sabes dónde está la tienda de mi hermana?
Después de un momento, asintió.
—Está cerca de la del general. Tiene laterales negros y pequeñas runas sobre la entrada. Apesta a magia.
Malus hizo un gesto de asentimiento.
—Deja un hombre detrás para guiarnos y después llévate al resto y explora. Averigua si hay alguien dentro.
En la mirada de la exploradora apareció una expresión cómplice. Con tono sibilante dio a sus compañeros algunas órdenes escuetas en un impenetrable dialecto autarii. Los espectros se deslizaron con elegancia entre la multitud de tiendas, dejando detrás a un hombre joven que hizo una seña a Malus y se puso en marcha para seguir a sus compañeros. El noble se apartó de Eluthir y siguió al autarii con pasos inestables.
—Mi señor —dijo el joven caballero—. ¿Mi señor? ¿Qué estamos haciendo?
Malus se volvió a mirar a Eluthir y sonrió.
—Pues vamos a registrar de arriba abajo la tienda de mi hermana, por supuesto —dijo—. Hay algo que me pertenece y que estoy buscando, y creo que ella lo tiene.
—¡Ah!, ya veo —dijo, aunque la expresión atónita de su cara hacía pensar todo lo contrario—. Voy a buscar a los nauglirs.
La estrecha entrada de la tienda estaba hecha de alguna madera negra pulida que hacía que las runas pasaran casi inadvertidas a simple vista. Malus las estudió con atención, con cuidado de no pasar del umbral y tratando de entender su significado, pero era un empeño inútil.
—Dudo de que sean encantamientos para que no entren el polvo y las moscas —musitó. Miró a la chica autarii que estaba a su lado—. ¿Estás segura de que no hay nadie dentro?
Ella asintió.
—Conté a todos los guardias que la acompañaban en el campo esta mañana y no ha vuelto ninguno de ellos.
Mientras hablaba, recorría arriba y abajo con los ojos el sendero que pasaba por la entrada de la tienda. El resto de los espectros había desaparecido para buscar a Nagaira o a sus hombres.
Malus se rascó el mentón para quitarse las costras de sangre seca.
—Supongo que las paredes de la tienda también están protegidas.
—Es lo más probable, pero eso tiene poca importancia.
—¿Y eso?
La chica volvió a mirar en derredor y luego rodeó la tienda.
—Una protección en la pared de una tienda sólo se debilita cuando se corta la tela —dijo, estudiando el exterior del refugio—, de modo que el reto es deslizarse hasta el otro lado sin cortarla. —La mirada de la autarii se fijó en dos estacas de la tienda separadas algo más de cuatro palmos. Señaló una de ellas y se arrodilló junto a la otra—. Sujetad esa cuerda y desenrolladla. Mantenedla tensa, no sea que se venga abajo el lateral de la tienda.
El noble desenrolló la cuerda; tuvo que clavar bien los talones en el suelo ante el peso increíble que soportaba. El lateral de la tienda empezó a plegarse, pero él sostuvo la cuerda con ambas manos y volvió a tensar. La exploradora había desenrollado la suya y le hizo señas a Malus con la mano libre.
—Bien. Ahora pasadme la cuerda.
Con cuidado, Malus se acercó y guió la cuerda hacia la pequeña mano de la joven. Ella se la enrolló alrededor de la muñeca y la palma de la mano, y la sostuvo sin esfuerzo.
—Muy bien —dijo con aire ausente, y lentamente fue avanzando. El lateral de la tienda empezó a plegarse hacia adentro a medida que perdía tensión. De repente, se detuvo—. Así. Ahora deberíais poder entrar.
Ocultando la sorpresa que le producía la fuerza de la chica, Malus avanzó lentamente y se echó cuerpo a tierra. Había apenas el espacio suficiente para deslizarse por debajo. En cuanto hubo superado la pared de la tienda, se incorporó y se encontró en un estrecho compartimento destinado a dormitorio de uno o más esclavos. Pasó por encima de los petates prolijamente apilados y apartó la cortina interna para entrar en la cámara principal de la tienda.
El aire resultaba denso con tanto olor a incienso, y el techo negro no permitía que entrara mucha luz. La suma de tres braseros proyectaba un débil resplandor rojizo sobre el suelo cubierto de esteras. En cuanto sus ojos se adaptaron, Malus distinguió una cama estrecha en un rincón, y luego una mesa con dos sillas cerca de uno de los braseros. Había dos grandes subcámaras separadas de la principal, una a cada lado de esta. Ambas estaban cerradas por paredes de piel curtida y se accedía a ellas por una pesada solapa de cuero. Una de las subcámaras olía a sangre derramada y a magia, y Malus sintió un cosquilleo en la piel.
El noble pronto llegó a la conclusión de que no había nada de interés en la cámara principal. Después de un momento, dio un paso cauteloso hacia la subcámara, que olía a sangre fresca.
—Eres la flecha, Malus.
Malus giró en redondo. La voz había salido de la segunda subcámara que estaba al otro lado de la habitación. Era la voz de su visión.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Malus—. ¿Quién eres?
No hubo respuesta. El noble atravesó rápidamente la habitación y levantó la cortina de cuero de la entrada. Allí no había nadie. Lo que vio Malus fue una silla y una mesa de viaje cubiertas con hojas de pergamino y pesados libros encuadernados en cuero. Otra mesa pequeña estaba atiborrada de objetos arcanos, entre ellos copas, botellas de vidrio de colores, dagas en sus fundas y un pequeño arcón con glifos mágicos tallados.
—Esto es una alucinación —dijo para sus adentros—. No hay otra explicación posible. Pero ¿qué quería decir la voz?
Fue hasta la mesa y empezó a pasar las hojas. Eran todas muy antiguas, y el pergamino estaba seco y quebradizo. Casi todas las páginas parecían representar los túneles extendidos de un enorme laberinto y tenían notas escritas con tinta negra descolorida. La escritura parecía drucasto, pero no entendía ni una palabra. Malus hizo una mueca de fastidio.
—Algún maldito código de brujo —dijo.
Estudió los trazos curvos durante varios minutos, tratando de adivinar lo que eran. En cierto modo, le resultaban familiares, pero no podía situarlos con exactitud.
Desplazó su atención a los libros apilados sobre la mesa de Nagaira y cogió el que estaba encima. Era un volumen grande, pesado, de amarillentas páginas descoloridas y estaba cerrado con pesados herrajes negros.
Después de un rato de probar suerte con los broches, el libro se abrió en un punto marcado con una trenza aplastada de pelo negro. Las páginas contenían un dibujo complejo por delante y por detrás de un varón druchii desnudo. Él cuerpo estaba cubierto línea tras línea de una complicada escritura.
Malus apoyó el libro abierto sobre la mesa y se quitó el guantelete izquierdo. Su mano desnuda temblaba levemente mientras la mantenía sobre el libro y comparaba las runas dibujadas en ella con las del libro. Coincidían en todos los detalles.
Había extensas partes de texto en las que se describía el ritual en cuestión, todo escrito en una lengua que Malus jamás había visto antes. Había páginas y páginas de escritura que describían con detalle un conjuro poderoso y complejo.
—¿De modo que me curaste unas fiebres, eh, hermana? —dijo Malus entre dientes.
Estaba a punto de cerrar el libro cuando reparó en una anotación en el margen de una de las páginas. La escritura era reciente y evidentemente se trataba de la letra de Nagaira. Decía lo siguiente: «Si se pueden dejar aparte los recuerdos ¿pueden canalizarse los pensamientos a capricho del mago?».
La voz del caballero volvió a sonar a espaldas de Malus.
—¿Elige una flecha adonde quiere apuntar, o lo elige quien la dispara?
Cuando el noble se volvió, allí no había nadie.
—¡Habla claro, espíritu! —le dijo Malus en su frustración—. ¿Qué es lo que Nagaira pretende de mí?
No hubo respuesta, pero Malus oyó que alguien rascaba levemente el lateral de la tienda.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
—Caballos en el Camino de la Lanza —bisbiseó la chica autarii—. Nagaira ha entrado en el campamento.
—¡Madre de la Noche! —maldijo Malus.
Rápidamente cerró el libro y lo puso otra vez en su sitio. Repasó por segunda vez la segunda mesa, buscando algo interesante. Ninguna de las botellas tenía rótulo y no era momento para probarlas.
—¿Sería demasiado pedir que una llevara la palabra antídoto escrita en la etiqueta? —gruñó.
Por fin, examinó la caja de madera. El cierre era sencillo y no parecía que tuviera agujas ocultas. Abrió la tapa. Dentro encontró tres objetos extraños: un medallón octogonal con runas grabadas, un pequeño ídolo de bronce y una daga negra, larga y estrecha.
—¿Qué serán estas cosas? —susurró.
La joven autarii empezó a rascar con más fuerza.
—¡Daos prisa, mi señor! ¡Ya llega!
Por un momento, estuvo tentado de llevarse las reliquias con la idea de usarlas para obligar a Nagaira a dejarlo libre, pero luego se dio cuenta de que no tendría más que darle una orden para que tuviera que devolvérselas sin vacilar. Cerró la caja de golpe y salió corriendo de la cámara hacia la cortina de entrada. Confiaba en que las protecciones dispuestas a la entrada dejaran salir a los que estaban dentro, de modo que empujó la pesada colgadura de cuero y salió a la luz del sol. Sólo entonces se dio cuenta de que la cabeza le palpitaba fuertemente y que las piernas casi no lo sostenían. Respiró hondo y consiguió recuperar la compostura en el preciso momento en que Nagaira y su guardia aparecieron montados en sus corceles por una de las calles principales del campamento.
La bruja vio a Malus de inmediato y se dirigió hacia él, que la observó mientras se acercaba y, de repente, se dio cuenta de que la joven autarii había desaparecido. Pensó con envidia que le hubiera gustado tener su maldita habilidad.
Nagaira refrenó su caballo muy cerca de él, tan cerca que podía sentir el aliento ardiente del corcel en su mejilla. Los guardias de la bruja desmontaron, y Malus vio a lord Eluthir, que, con expresión sumisa, traía a Rencor por la brida.
—Tu guardia dice que me estabas buscando —dijo Nagaira, desafiante.
—Es cierto —dijo tratando de pensar algo. Por fin, levantó su mano desnuda—. Me estaba preguntando cómo podría quitarme estas molestas marcas. Ya hace casi una semana. Supongo que no pensarás que voy a volver a tener fiebre, ¿verdad?
A Malus le dio la impresión de que Nagaira se relajaba un poco.
—La magia hace que la tinta sea difícil de borrar —dijo con voz suave—. Ten paciencia. Dentro de poco no tendrás que preocuparte.
Malus sonrió con dificultad.
—Es un alivio —dijo—. ¿Qué noticias hay de la batalla, hermana?
Nagaira se deslizó de la silla y le entregó las riendas a uno de sus hombres.
—Nuestro noble general ha hecho retroceder al enemigo hasta el vado del Aguanegra —dijo con aire ausente—. Lo último que supimos es que había mandado un mensajero para que la infantería se uniera a él en el vado. Algo sobre una retaguardia de lanceros enemigos que protegía el cruce del río.
El noble frunció el entrecejo.
—¿Una retaguardia? Eso no tiene sentido. El general enemigo se tomó el trabajo de asegurarse de que no pudiéramos pasar más allá de los bosques y cortarle el paso. Si hubiera tenido esos lanceros consigo en las ruinas podría habernos hecho mucho más daño. —Abrió mucho los ojos—. A menos…
—¿A menos qué?
De repente, Malus se dio cuenta de por qué las fuerzas enemigas en las ruinas le producían desazón.
—A menos que en ningún momento hayan tenido la intención de detenernos primero en las ruinas —dijo, y su pulso se aceleró—. El grueso del ejército enemigo está esperando en el vado. ¡Fuerlan ha caído en una trampa!
Echando la vista atrás, las claves habían estado a la vista todo el tiempo, pensaba Malus con furia mientras él y Eluthir iban hacia el sur por el Camino de la Lanza. Los espectros corrían detrás del noble en tanto los exploradores del ejército lo hacían a uno y otro lado de los nauglirs a la carrera.
No habían visto un gran destacamento de caballeros en las ruinas. ¿Qué ejército de Hag Graef marcharía sin una gran fuerza de ellos, especialmente cuando el honor de la ciudad estaba en juego? Además, el grupo de avanzada al que Malus y sus caballeros les habían tendido la emboscada el día anterior había sido demasiado numeroso en comparación con la fuerza relativamente reducida que los estaba esperando esa mañana. Puesto a hacer conjeturas, Malus habría dicho que la intención primera era que todo el ejército acampara en las ruinas, pero el general había cambiado de planes en cuanto había sabido que el grupo de avanzada había sido aplastado por una gran fuerza naggorita. Fue así que preparó una emboscada en el vado y se adelantó para presentarse como señuelo. Ahora los naggoritas se habían tragado el anzuelo e iban de cabeza a meterse en la boca del lobo.
Malus iba masticando su rabia mientras él y Eluthir trataban de llegar a la última columna de lanceros que iban a abandonar las ruinas en respuesta al mensaje de Fuerlan. El noble apartó a Rencor del camino y pasó a galope tendido ante los guerreros de aspecto fatigado. Trataba de que su mente dolorida calculara las distancias y los tiempos. Si se encontraban a sólo cinco kilómetros más o menos del vado y toda la infantería iba de camino en columna, entonces la primera bandera de lanceros estaría ya a medio camino. Todavía había tiempo de salvar la situación si se movían con rapidez.
Casi diez minutos más tarde, llegaron al frente de la larga y sinuosa fila de lanceros. Al frente iba la bandera de lord Ruhven. El viejo caballero marchaba junto con sus hombres como imponía la tradición. Miró a Malus cuando este llegó a su lado.
—Tenía entendido que os habían dejado sin cabeza allá entre las ruinas —dijo con voz ronca pero cordial.
—Eso es lo que habrían querido, me temo —respondió Malus—, pero creo que el enemigo tendrá otra oportunidad. Nos han tendido una trampa.
—¿Qué?
—El grueso de las fuerzas enemigas nos espera en el vado —declaró Malus—. La batalla de las ruinas sólo pretendía engañarnos. Es probable que Fuerlan y su caballería estén luchando a la defensiva ahora mismo. Pasad la voz a la columna: paso redoblado y listos para formar una línea de batalla poco antes del cruce del río. Yo iré delante para tratar de impedir que la caballería caiga en la trampa, pero necesitaremos una muralla de lanzas para desbaratar los planes del enemigo.
Lord Ruhven asintió con gesto grave.
—Allí estaremos, temido señor. Contad con ello. —A continuación se volvió, transmitió órdenes escuetas a sus guardias y las trompetas empezaron a sonar.
Malus hizo a los exploradores señas de que avanzasen y volvió a lanzar a Rencor al galope. Iba con el corazón desbocado mientras la infantería apuraba el paso detrás de él. En su cabeza veía cómo encajaban los elementos de su plan y, a pesar de lo desesperado de la situación, lo excitaba tener tanto poder. «¡Bendita Madre de la Noche!, yo he nacido para esto», pensaba, con amargura contenida al darse cuenta de que jamás había estado al mando de un verdadero ejército druchii en una batalla. Ese sueño había muerto con su padre.
La crueldad de los dioses no dejaba nunca de sorprenderlo. Tantas oportunidades perdidas: el levantamiento de los esclavos, después la expedición al norte que había resultado una misión inútil. ¿Por qué no habría aceptado la propuesta de Nagaira de unirse al culto? ¿En qué estaría pensando? Otra vez le dolía la cabeza. Se frotó la frente enérgicamente con la palma de la mano como si pudiera eliminar el dolor por la fuerza bruta.
—La mente es un espejo —oyó Malus que le susurraba al oído el caballero. Era tan real que podía sentir el aliento del hombre sobre su piel—. Refleja lo que le enseñan.
Malus ni se molestó en mirar hacia atrás. Sabía que no tenía sentido. Lo único importante era la batalla que tenía delante y cómo tenía pensado ganarla.