17: Escudos y lanzas
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Escudos y lanzas
La cresta de las montañas estaba erizada de hombres con armadura. Horas antes del amanecer, las tropas del Arca Negra habían sido arrancadas del sueño y, tras ingerir un poco de carne fría y queso, habían formado en columna y habían marchado hacia el sur, donde las esperaba el ejército de Hag Graef. Bajo la débil luminosidad del falso amanecer habían abandonado el camino y habían formado una línea en la ladera inversa de las montañas. Jinetes oscuros habían estado ocupados persiguiendo a pequeños grupos de exploradores y de emboscados para mantenerlos muy apartados de las fuerzas naggoritas. Las banderas de infantería estaban listas y el terreno se conmovía bajo el paso medido de doce mil hombres que coronaron la cresta y apuntaron con sus lanzas al enemigo que los esperaba en medio de las ruinas.
Malus estaba en su montura en un punto de la ladera más bajo del que ocupaban las divisiones de infantería, lo que le permitía tener una buena perspectiva desde donde observar con odio las ruinas situadas cien metros hacia el sur. El general enemigo había aprovechado muy bien el tiempo que Fuerlan le había concedido estúpidamente. Durante la noche habían arrastrado enormes bloques de piedra desde las ruinas y los habían distribuido cuidadosamente en la extensión que había delante de la posición del ejército para crear campos de obstáculos y obstaculizar de ese modo al máximo una carga de la caballería. Unidades de lanceros estaban dispuestas en apretadas filas detrás de los parapetos de piedras, listas para ensartar a cualquier enemigo que se acercara demasiado. Detrás de ellos, había dos líneas de cimientos de edificios lo suficientemente altos como para permitir que se refugiasen allí las unidades de ballesteros y dispararan sobre las tropas enemigas que avanzaran.
El noble miró con amargura las fortificaciones enemigas y, una vez más, contó el número de efectivos. Había tres banderas de infantería y posiblemente una bandera completa de caballería en algún lugar por detrás de aquella. Constantemente tenía atisbos de hombres a caballo que se movían al sur de las ruinas, pero nunca resultaba suficiente para calcular cuántos eran. Había algo en la disposición del enemigo que le preocupaba. Algo no estaba bien, pero no podía decir qué era. Malus miró a la chica autarii que tenía a su izquierda.
—¿Dices que tienen hombres observando los bosques a uno y otro lado?
Ella asintió.
—Ballesteros y lanceros. Esperan ocultos en profundas trincheras para dar por tierra con cualquier carga de la caballería —dijo—. Es probable que el enemigo tenga un vidente entre ellos.
Un presentimiento hizo que Malus se estremeciera, pero lo desechó con un gesto de desdén.
—No es probable —dijo—. Los drachau sólo recurren a las brujas en caso de absoluta emergencia. De lo contrario, crean demasiados problemas. —Volvió la cabeza y escupió hacia la derecha—. No, apostaría a que el capitán enemigo observó cómo habían muerto los hombres y caballos, y los lugares donde habían caído, y se hizo su propia composición de lugar. Hay que reconocer que los hombres del Hag se conocen bien el arte de la guerra.
—Y las trampas —añadió la joven fríamente.
—Así es —asintió Malus—. Da la impresión de que has tenido alguna experiencia al respecto.
La chica le dirigió otra de sus extrañas miradas.
—Una sola vez —dijo—, pero podéis estar seguro de que me vengaré.
Malus hizo una mueca al sentir una punzada de dolor en el fondo de los ojos.
—¿Es ese el motivo por el cual te uniste al ejército? —preguntó—. ¿Esperas encontrar al hombre que te agravió?
—Creía que ya lo había encontrado —respondió ella en voz baja—, pero cuando lo miré a los ojos vi que él no me reconocía.
Malus rió entre dientes.
—Entonces, es probable que no fuera él. No eres una persona fácil de olvidar.
La autarii le lanzó una mirada enigmática.
—Es posible —dijo. Después de un momento alargó la mano y señaló al cuello descubierto de Malus—. ¿De dónde sacasteis esas marcas, mi señor?
El noble se tocó el cuello.
—¿Las runas? Mi hermana me las pintó cuando la fiebre no quería abandonarme y ahora no puedo borrarlas. ¿Por qué? ¿Puedes leerlas?
—No soy una bruja, mi señor —dijo, negando con la cabeza—, pero está claro que os ha hecho un encantamiento.
El noble miró fijamente a la exploradora.
—¿Conoces alguna manera de eliminar conjuros?
—No. Como os he dicho, no soy bruja —respondió—, pero tengo entendido que las brujas llevan libros y pergaminos en los que están escritos sus conjuros. Es posible que en su tienda haya algo que pueda utilizarse.
—¡Hum! Tal vez —respondió Malus, lentamente—. Eso valdría la pena si se presentara una oportunidad. —Se agachó para acercarse a la exploradora—. Tengo algo que proponerte.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
—Ayúdame a encontrar una manera de deshacer este encantamiento y haré todo lo que pueda por encontrar al hombre que te agravió.
La joven le dirigió una de sus espectrales sonrisas.
—De acuerdo, mi señor.
A la derecha de Malus se oyó el sonido de los cuernos. Al volverse vio a Fuerlan subiendo por la otra ladera de la colina, rodeado por su séquito habitual de guardias y sirvientes. Nagaira venía un poco más atrás a lomos de su negro corcel de guerra, acompañada por un reducido grupo de acólitos encapuchados.
—Lo primero es lo primero —gruñó Malus—. El general se ha dignado, por fin, acompañarnos y ahora debemos encontrar el modo de llegar con vida a mañana. —Hizo que Rencor diera la vuelta mientras echaba a la exploradora una última mirada—. Permanece donde pueda encontrarte —le ordenó—. Podría tener que dar órdenes a los exploradores dependiendo de la marcha de la batalla.
Dicho esto espoleó a Rencor, que salió al trote hacia donde se encontraba Fuerlan.
No pudo llegar a donde estaba. Nagaira vio que se acercaba y le salió al encuentro, bloqueándole el camino para que no pudiera cumplir su objetivo. Rencor le gruñó al caballo, pero este mantuvo su posición y le mostró los dientes, desafiante.
—Apártate de mi camino, hermana —dijo Malus—. ¿O es que al gran general ya no le interesan los informes de sus propios exploradores?
La luz del sol arrancó un destello a la máscara demoníaca de Nagaira. Las sombras pegadas a su piel convirtieron los orificios de los ojos en pozos de negrura impenetrable.
—El enemigo está formado ante nosotros —dijo con voz hueca—. ¿Qué más necesitamos saber?
El noble rechinó los dientes.
—El enemigo tiene tres banderas de infantería y posiblemente otra completa de caballería —dijo secamente—. Sus flancos están protegidos y ocupan posiciones perfectamente fortificadas desde las que controlan el camino.
El rostro enmascarado de Nagaira se volvió hacia el sur para mirar a las fuerzas enemigas.
—A menos que me equivoque, todavía somos muy superiores numéricamente —dijo, por fin—. No tienen la fuerza necesaria para derrotarnos.
—Pero tienen fuerzas más que sobradas para sangrarnos —le dijo Malus con voz destemplada—. Y para retrasarnos. Suceda lo que suceda, debemos ser capaces de mantener un ejército numéricamente suficiente para conquistar la ciudad. Y ahora mismo apostaría lo que fuera a que hay un mensajero matando caballos para volver al Hag y advertir al drachau de que vamos de camino. —El noble miró con furia a Fuerlan, que, montado en su nauglir a algunos metros de él, tomaba a sorbos el vino que le ofrecía uno de sus sirvientes—. Ese necio ya ha dilapidado las que eran nuestras mayores ventajas: la velocidad y la sorpresa. De ahora en adelante, cuanto más nos acerquemos a Hag Graef, tanto más estaremos en manos del enemigo.
La risa de Nagaira resonó débilmente detrás de su máscara.
—No pierdas la fe, hermano. Tenemos a nuestra disposición algo más que soldados.
—Entonces, será mejor utilizarlo ahora —replicó Malus—. Si tienes sobre Fuerlan el mismo poder que tienes sobre mí, convéncelo de que se retire y haga que el enemigo salga en su persecución…
—No sé de qué hablas —dijo Nagaira, pero Malus sintió su mirada abrasadora sobre la piel—. No vuelvas a decir semejantes tonterías, Malus. A nadie. ¿Me oyes?
La réplica del noble se apagó como la llama de una vela. Sintió que su rabia perdía intensidad y desaparecía a pesar de lo mucho que luchó porque no fuera así.
—Ya…, ya entiendo —se oyó decir.
—Muy bien —dijo su hermana, como si él fuera un animal domesticado—. Si tanto te preocupa el ejército naggorita, tendrás que encontrar una manera de apartarlo del fuego. Yo no tengo tanto poder sobre Fuerlan. Lo cierto es que cuanta más sangre de su ejército se derrama, tanto mayor es su empeño de enviarlos a combatir. ¿Has oído? Han sonado las trompetas. La batalla ha empezado.
Claro estaba que oía el grito estridente de las trompetas dando al ejército la orden de avanzar. Como un solo hombre, las tres banderas de infantería bajaron las lanzas e iniciaron la marcha hacia las ruinas. Una bandera de caballería las seguía lentamente a uno y otro flanco, y se mantenía retrasada en previsión de atravesar la línea enemiga. A las trompetas naggoritas les respondió el sonido de los cuernos de Hag Graef, preparando a las tropas para la batalla.
—¿No hay ningún conjuro que podamos emplear? —preguntó Malus—. ¿Bolas de fuego o terribles apariciones? ¿Nada?
Su hermana se limitó a negar con la cabeza.
—Debo reservar mi poder para el golpe decisivo —dijo—. Ese momento todavía no ha llegado.
—¡Si no vencemos ahora es posible que no tengas otra oportunidad!
La bruja rió entre dientes mientras tiraba de las riendas.
—Todo está saliendo tal como lo habíamos planeado, hermano. Ya verás.
Dicho esto, espoleó su caballo y salió al trote hacia Fuerlan y su guardia. Malus ni siquiera tuvo el valor suficiente para mirar con odio a su hermana mientras se alejaba.
Rechinando los dientes de frustración, volvió a prestar atención a la batalla que se había entablado al pie de la colina. Los lanceros naggoritas casi habían llegado a las ruinas, y el aire entre uno y otro ejército ya estaba negro de virotes de ballesta. Los lanceros avanzaban protegidos por sus escudos; presentaban una muralla móvil de madera y acero al embate de los proyectiles. Algún que otro hombre caía, tratando de arrancarse los virotes que se les habían clavado en el pecho, el cuello o las piernas. Los hombres heridos se retiraban de las filas, cojeando o retrocediendo a tumbos hacia la cresta de la colina, o arrastrándose con dificultad en cualquier dirección para ponerse a salvo de la espantosa lluvia de acero. Los oficiales nobles de la retaguardia daban órdenes a los lanceros y hacían que guerreros de refresco cubrieran las brechas para que las compañías siguieran adelante.
Desde su punto de observación, a Malus le daba la impresión de que el avance inicial iba bien. No había muchas bajas por el momento, pero a medida que los hombres se acercaban a las filas enemigas, tanta más fuerza cobraban las ballestas, y los naggoritas tendrían que preocuparse tanto del enemigo que tenían delante como de los proyectiles que les llovían desde arriba. Trató de sorprender algún movimiento al sur del frente enemigo; parecía que había más caballos cambiando de posición. El comandante de la caballería, o bien era del tipo indeciso, o bien estaba tratando de dar la impresión de que el número de soldados de caballería que se movía entre las ruinas era mayor de lo que realmente era.
¿Dónde estaba el general? Empezó por el extremo izquierdo de las fuerzas enemigas y fue examinando las ruinas con mucha atención. «Sin duda, debe ocupar un lugar con una buena perspectiva», pensó mientras examinaba los promontorios elevados o las sendas que proporcionaban una vista amplia del frente.
Por fin, vio a un nauglir que bajaba lentamente por el Camino de la Lanza, justo en el centro de la posición del enemigo. Un noble con armadura aparecía sentado en la montura, pero en sus manos no llevaba ni armas ni escudo. Tras él había un pequeño grupo de caballeros montados en gélidos, sólo cinco, demasiado pocos para influir en una batalla campal. «El general y su guardia personal», pensó Malus. No podía ser nadie más.
Mientras Malus lo observaba, el general paró su cabalgadura a unos diez metros de la línea cuando las compañías de lanceros se enfrentaron a un estrépito de gritos de batalla y entrechocar de acero y madera. Las banderas naggoritas estaban dispuestas en cuatro filas; la primera apuntó con sus lanzas a la altura del cuello, manteniendo los altos escudos pegados al cuerpo, mientras la segunda fila apuntaba desde arriba, por encima de las cabezas de los hombres de la primera, y atacando hacia abajo, hacia las cabezas de sus enemigos. Los hombres de Hag Craef estaban formados en dos líneas, lo que les permitía cubrir más terreno. Por lo general, esto habría supuesto que la formación fuera menos resistente, pero las fortificaciones improvisadas les daban protección añadida y el hecho de desplegar sólo dos filas hacía que todos los hombres de la bandera pudieran combatir.
Desde las ruinas llegaban el estrépito de los golpes y los gritos de los moribundos. Cada vez era mayor el número de heridos que se retiraba de las compañías naggoritas. Por ahora era sólo un goteo, pero un goteo de sangre que mermaba la fuerza de la formación. No había manera de saber la suerte que estaba corriendo el enemigo. Con que sólo una de las banderas de Hag Graef retrocediera, dejaría el camino abierto para que los caballos intervinieran haciendo estragos. Sin embargo, por el momento, el enemigo mantenía con firmeza sus posiciones.
Malus sabía que los harían picadillo. Tenían dos banderas, y ellos una sola. Tarde o temprano se abrirían camino, pero ¿a costa de qué?
Estudió el frente de un extremo a otro, tratando de detectar algún punto débil que pudiesen aprovechar la caballería o los caballeros pretorianos para hacer valer su fuerza, pero el terreno no lo permitía. Los espesos bosques que había a ambos lados del camino dirigían a las tropas naggoritas hacia las ruinas, y la línea de compañías de lanceros llenaba por completo los campos frente a las posiciones enemigas.
Por fin, Malus decidió que la clave era el general enemigo. Si él caía, la resistencia se debilitaría, pero ¿cómo llegar hasta él?
Una aclamación se oyó en el frente de batalla. La bandera naggorita que ocupaba el centro había lanzado una fuerte ofensiva contra los lanceros de Hag Graef que cubrían el camino principal y los había hecho retroceder casi diez metros hacia el sur. El frente enemigo empezada a ceder. ¿Cuándo llegaría al punto de ruptura?
Malus miró hacia la izquierda y distinguió a la joven autarii en cuclillas que lo estudiaba con desapasionada malevolencia. Le hizo señas de que se acercara, y ella acudió corriendo como un gamo. El noble señaló con un gesto por encima del hombro.
—Busca a lord Gaelthen y dile que traiga a los caballeros pretorianos.
Cuando la exploradora salió corriendo, sonaron más trompetas. Al volverse, Malus vio que la bandera naggorita del flanco derecho estaba retrocediendo. La implacable lluvia de virotes de ballesta había hecho mella en sus compañías. Al ver sus filas mermadas, Malus calculó que la bandera había perdido por lo menos a la mitad de sus hombres. Los lanceros retrocedían en orden, haciendo frente al enemigo y combatiendo lo mejor que podían, pero se había perdido la garra de los líderes de la división. La segunda bandera de la división, encabezada por su capitán, lord Kethair, ya avanzaba a la carga ladera abajo para evitar la caída por el flanco y salvar el honor del cuerpo.
En el centro, los lanceros de Hag Graef seguían cediendo terreno. Malus volvió a ver al general enemigo, cerca de la retaguardia de las compañías en retirada. El noble se dio cuenta de que no parecía preocupado y no pedía refuerzos.
Precisamente cuando los naggoritas conseguían superar la primera línea de las ruinas, el motivo de la retirada se hizo patente. Una andanada de negros proyectiles cayó sobre las compañías de lanceros de uno y otro lado al entrar en acción dos grupos escondidos de ballesteros que sorprendieron a las tropas naggoritas con un fulminante fuego cruzado. Malus observó, horrorizado, cómo parecía encogerse ante sus ojos un enorme bloque de hombres.
El terreno tembló bajo sus pies al acercarse trotando por el camino los caballeros pretorianos. Una rápida mirada hacia atrás le permitió comprobar que la división acudía en perfecto orden de batalla. El centro de la línea naggorita no podía aguantar mucho más. El noble tomó una rápida decisión. Desenvainando la espada, se puso de pie en los estribos y gritó con voz firme:
—¡Sa’anHshar! ¡Los caballeros pretorianos se incorporan al combate!
Se oyó el sonido chirriante de mil espadas abandonando sus vainas y un rugido ávido de mil gargantas sedientas de sangre. Malus sumó a ellas su propio grito.
—¡Adelante! —gritó, bajando su pesada espada y haciendo que Rencor emprendiera un trote.
El trompeta de Fuerlan ya lanzaba una señal de advertencia, pero el general había visto el peligro demasiado tarde. A la bandera del centro le quedaba muy poco resuello y el resto de los hombres de lord Ruhven no conseguirían llegar a tiempo. La columna de caballeros cubiertos de armadura llegó a la cima de la colina, y Malus apuró la marcha de su cabalgadura. Lord Gaelthen, en la primera fila, gritó una orden y la columna aceleró el paso. Adelante, las compañías de lanceros de la segunda bandera de Ruhven se apartaron dando voces de aliento cuando los caballeros se abalanzaron por el Camino de la Lanza como un relámpago.
Contando a su favor con el impulso de la larga pendiente, los nauglirs cubrieron los cien metros en cuestión de segundos, sorteando o saltando por encima de las rocas que les hubieran roto las patas a los caballos. Se encontraban a treinta metros de las ruinas cuando los primeros proyectiles enemigos empezaron a silbar con rabia entre las filas, rompiéndose contra los escudos y rebotando en las pesadas armaduras.
Presionada desde el frente y por ambos flancos, y encontrándose en el camino de una inminente carga de la caballería, la bandera naggorita que ocupaba el lugar central se abrió. Los soldados se olvidaron de la disciplina y corrieron en desbandada; abandonaron las lanzas y trataron de salvar la vida. Los lanceros enemigos emitieron un grito triunfal y cargaron; mataron a todos los que pudieron antes de darse cuenta, demasiado tarde, de que las tornas habían cambiado.
A veinte metros de la línea enemiga, Malus alzó su espada otra vez y describió con ella un arco descendente.
—¡A la carga! —ordenó, y los caballeros pretorianos respondieron con un grito enardecido, lanzando a sus cabalgaduras a galope tendido.
Rencor rugió y afirmándose bien sobre sus patas delanteras saltó hacia los tropas enemigas con las fauces abiertas.
La línea de lanzas enemigas vaciló ante la carga naggorita. La primera línea retrocedió entre gritos aterrorizados, tropezando con los hombres que tenía detrás. El bosque de lanzas, que normalmente habría refrenado la acometida de una formación de caballería, se enmarañó, obligando a desalinear las mortíferas puntas. Malus se lanzó contra la muralla de hombres cubiertos de armadura y armados con relucientes lanzas aullando como un condenado.
Los nauglirs penetraron en la desordenada línea con un choque imparable y suscitaron un coro de gritos. Las astas de las lanzas se rompieron, y las puntas de acero volaron por los aires y penetraron en las filas girando y rebotando. En algún punto, un nauglir lanzó un bramido mortal. En torno a Malus la sangre salpicaba en todas dirección al caer los hombres hechos pedazos bajo el embate de los gélidos.
Malus luchaba contra los lanceros esperando que le devolvieran los golpes, pero ninguna de las lanzas enemigas dio en el blanco. Uno de los guerreros trató de dar la vuelta y salir corriendo, pero desapareció bajo las garras de Rencor. A otro le arrancó la cabeza de una dentellada y quedó seco donde se encontraba. Malus asestó un golpe con su espada sobre un lancero que tenía a la derecha, encontrando la brecha entre el borde inferior del yelmo y el espaldar, y rompiéndole el cuello al hombre. Recuperó la espada y la sostuvo, chorreando sangre, por encima de su cabeza.
—¡Adelante, caballeros! ¡Adelante! —gritó, espoleando su cabalgadura.
Rencor dio un salto hacia adelante, apresó a un hombre a la carrera entre sus fauces y lo sacudió como si fuera un muñeco. El hombre gritaba y borboteaba mientras el nauglir avanzaba al galope, apremiado por Malus, y los caballeros aplastaban a la bandera de lanceros y caían como locos sobre el general y su guardia personal.
Los cuernos atronaron el aire alrededor de Malus mientras el enemigo reculaba ante la furia de la carga. Al frente, el noble vio que el general enemigo sacaba una pesada maza de mango largo de un gancho de su silla. Su armadura estaba hecha por manos expertas y lo cubría con numerosos sigilos de protección. Su rostro estaba oculto tras un ornamentado yelmo con forma de cabeza de dragón, pero Malus estaba seguro de que era uno de los jefes de la guardia de Lurhan, y además un noble poderoso. Sus guardaespaldas se adelantaron, tratando de interponerse entre los naggoritas y su señor, pero Rencor era más pequeño y ágil que el común de su especie, y Malus llegó al general en un abrir y cerrar de ojos.
Rencor se lanzó contra el gélido del general y arrancó de una dentellada un lado de la cara del nauglir con sus garras; después, hundió sus colmillos como dagas en el cuello escamoso de la bestia de guerra. Malus arremetió hacia adelante, asestando un golpe con la espada plana, pero se quedó corto y sólo rozó el brazo blindado del general. Oyó que su contrincante bramaba bajo el yelmo con forma de dragón mientras esquivaba la espada de Malus y contraatacaba con un mazazo. El golpe alcanzó el espaldarón derecho de Malus, que sintió como si le hubiera caído encima una roca. Notó un dolor intenso en la articulación del hombro y el brazo se le entumeció hasta los dedos. Sólo su enorme fuerza de voluntad hizo que no soltara la espada.
Furioso, Malus volvió a intentarlo, pero al ser su espada más corta se volvió a quedar a una cuarta del general enemigo. Tiró de las riendas y clavó las espuelas en los costados de Rencor, pero el nauglir estaba trabado en una lucha a vida o muerte con la cabalgadura del general y no atendía a nada más. En todos los sitios se oían gritos y alaridos mientras los caballeros pretorianos luchaban con los guardaespaldas del general. Hombres de infantería pasaban corriendo, maldiciendo y gritando, aterrorizados. El noble miró a su izquierda y vio a lord Gaelthen a pocos palmos de él, partiendo el yelmo de uno de los guardaespaldas del general con un golpe implacable de su espada.
Malus vio un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió justo a tiempo para ver a otro guardaespaldas que cargaba contra él. El nauglir del hombre trató de morder a Rencor en el flanco y recibió un coletazo en todo el hocico por su atrevimiento; la bestia retrocedió un poco y dio por tierra con el intento de su jinete. El golpe del hombre se quedó corto y sólo golpeó a Malus en la rodilla derecha. La armadura paró el golpe, pero el impacto le produjo un estallido de dolor. El noble maldijo al hombre y puso todas sus fuerzas en un golpe a la cabeza del guardaespaldas. Esperaba atontar al hombre con un golpe resonante en su yelmo, pero quiso la Madre Oscura que la punta de la espada penetrara por la abertura del ojo y se le clavara en el cráneo. Sangre y fluidos corrieron por toda la ancha hoja de la espada mientras el hombre gritaba y se sacudía; a continuación, cayó hacia adelante y se precipitó a tierra con la espada de Malus todavía alojada en su yelmo.
El peso del hombre y de su armadura tiró también de Malus hacia abajo. En ese momento, algo golpeó en la parte trasera de su yelmo y la oscuridad lo envolvió.