21: La oscuridad y la ruina
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La oscuridad y la ruina
En el preciso momento en que Malus se acercaba al brasero, oyó la voz del caballero con cara de demonio.
—¡Cuidado! ¡Tienes encima a tus enemigos!
Giró sobre sus talones buscando la espada y los cuatro hombres se movieron al unísono, arrinconándolo con movimientos rápidos y silenciosos. Llevaban armaduras de cuero teñido de negro y unas capas cortas, de lana, con grandes capuchas que dejaban los rostros en sombras; pero Malus supo que eran hombres del Hag.
—¡Asesinos! —gritó en el preciso momento en que el jefe del grupo saltaba sobre él.
Los dos hombres chocaron, y Malus cayó de espaldas contra el brasero, lo volcó y provocó una lluvia de furiosas chispas. La humedad de su capa empapada chisporroteó y humeó al aterrizar Malus entre el hierro caliente y las brasas. El brazo de la espada le quedó atrapado bajo la rodilla del asesino, que además le apretaba la garganta con la mano izquierda. Una espada corta, de hoja ancha, se cernió sobre la cabeza del noble.
Malus dejó escapar un grito ahogado y lanzó un puñado de carbones encendidos al fondo de la capucha del atacante. El asesino se apartó con un grito de dolor, y el noble consiguió desasirse de él. De inmediato, se lanzaron los otros tres hombres, pero Malus consiguió desenvainar y describió con su espada un arco feroz a la altura de las rodillas de los asaltantes. Consiguió ponerse en cuclillas cuando uno se abalanzaba sobre él amenazando su garganta con un cuchillo de hoja larga. El noble paró el golpe e hizo un gesto de dolor cuando el atacante le dio un golpe en la muñeca con una porra de madera nudosa. El golpe hizo que se le cayera la espada, y antes de que Malus pudiera tratar de hacerse otra vez con ella, tuvo que esquivar una cuchillada mortífera dirigida a su garganta.
Malus sentía oleadas de calor contra la parte posterior del cuello. El interior de la tienda estaba en llamas y los atacantes lo estaban arrinconando hábilmente contra ellas. Otro hombre con una espada lo asaltó por la izquierda, pero Malus sacó su segunda arma y, por los pelos, consiguió parar un potente golpe con el que pretendía herirlo en el hombro. Al hacerlo, la porra del segundo atacante lo alcanzó detrás de la sien izquierda y lo derribó al suelo.
Le dio la impresión de yacer sobre el suelo humeante largo rato, mientras parpadeaba tratando de apartar las punzadas de dolor de sus ojos. Todo sucedía como en cámara lenta: vio su mano entumecida que trataba de alcanzar la espada que había dejado caer, pero una bota de cuero la apartó lentamente. Una mano enguantada lo cogió por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás, hasta que pudo ver las lenguas de fuego que lamían el techo de lona de la tienda. Abrió la boca, tratando de hablar, pero lo único que le salió fue un gruñido de dolor.
Dos de los asesinos se inclinaban sobre él, con miradas inescrutables desde la profundidad de sus capas. Allí cerca había un tercero, erguido como un juez a punto de dictar sentencia.
—Rematadlo —dijo con voz grave el tercer hombre.
Malus parpadeó, tratando de recordar dónde había oído antes esa voz.
El cuarto de los asesinos se puso de pie tambaleante, sacudiendo la cabeza encapuchada. Salía humo de los puntos de la tela en los que el carbón había dejado su impronta. Se movía entre un halo de llamas y su espada estaba roja por el reflejo de las llamas. Cuando llegó junto a Malus, puso el borde afilado de la espada sobre la garganta del noble y echó atrás su capucha. La cara pálida del hombre presentaba terribles quemaduras y tenía el pelo blanco chamuscado. Sus ojos del color del bronce candente miraron a Malus con una mezcla de odio y de angustia.
Malus lo contempló y sintió un peso frío en el corazón.
—¿Arleth Vann?
—Bien hallado, mi señor —dijo el asesino con voz inexpresiva—, pero me temo que es la última vez. Habéis transgredido la ley del Rey Brujo y habéis traicionado a vuestra ciudad al uniros al enemigo. Como hombres que os habíamos jurado lealtad, la infamia nos ha alcanzado a todos.
El hombre que estaba junto a la puerta de la tienda echó atrás su capucha. El rostro bien parecido de Silar Sangre de Espinas tenía un rictus de amargura.
—Nos habéis traído la ruina, Malus. Todos se han vuelto contra nosotros por vuestro crimen. ¡Ahora somos menos que esclavos!
La espada de Arleth Vann penetró apenas en el cuello de Malus.
—Debéis morir para que podamos recuperar nuestro honor —dijo—. No hay otra salida.
Los dos hombres que estaban junto a Malus se descubrieron. Dolthaic el Despiadado le escupió a la cara.
—Hacedlo —dijo con desdén.
La expresión de Hauclir era desolada. No había enfado en sus ojos ni atisbo de sorpresa. Miró a Malus escrutadoramente.
—Decidme que esto es parte de un plan —dijo—. Decidme que lo teníais planeado todo y que lo que hemos sufrido desde nuestro regreso a Hag Graef tiene algún sentido. Decidme que teníais prevista una manera de enderezar las cosas.
Malus sostuvo la mirada implorante de su guardia.
—¿Puedes darme un momento para pensarlo? —dijo, intentando sonreír.
—Matadlo —dijo Dolthaic—. Acabemos con esto.
A lo lejos retumbó el sonido de los cuernos en el aire nocturno. Arleth Vann se estremeció y, a continuación, cayó de rodillas delante de Malus, con los ojos desorbitados por la sorpresa. El asesino emitió un gruñido y se fue contra el noble con tres virotes de ballesta clavados en la espalda.
Los espectros entraron velozmente en la tienda desde tres lados, cargando a través de la entrada y por dos rendijas abiertas en el lienzo en llamas. Silar lanzó un alarido e inmediatamente retrocedió forzado por el feroz ataque de dos exploradores autarii mientras su espada destellaba al parar las embestidas de las hojas cortas y penetrantes de los espectros. Dolthaic soltó una maldición e intentó decapitar a Malus, pero dio un paso vacilante hacia atrás acompañado de un grito de dolor al clavársele en el hombro otro proyectil.
Un autarii se lanzó contra Hauclir con dos espadas que parecían dos serpientes. El antiguo capitán de la guardia soltó a Malus y trató de clavar su cuchillo en la cara del espectro. El autarii esquivó el golpe y la porra de Hauclir lo golpeó en la frente. Mientras el explorador caía, Hauclir cogió del brazo a Arleth Vann y lo levantó del suelo con fuerza sorprendente.
—¡Corred! —le dijo a Dolthaic, arrastrando al asesino inconsciente hacia la parte trasera de la tienda. Desarmado, Dolthaic lanzó a Malus una mirada de odio al pasar y corrió hacia la pared en llamas, atravesó la tela debilitada y salió a la noche lluviosa.
Al romperse la pared, la tienda empezó a desplomarse. Malus sintió que lo cogían por los brazos y lo alejaban del fuego. Logró atisbar todavía a Hauclir y Dolthaic arrastrando a Arleth Vann tras una tienda vecina y después los perdió de vista.
El aire de la noche se estremecía con el toque de los cuernos y el ruido de lucha. Una forma esbelta se arrodilló frente al noble y puso las espadas de Malus a su lado. La chica autarii examinó atentamente los ojos del noble y, a continuación, deslizó un pequeño trozo de corteza entre sus labios. El sabor era horriblemente amargo. Malus sintió una arcada, se dobló y vomitó en la hierba.
—¿Estáis bien, mi señor? —preguntó la joven—. ¡Es preciso que os recuperéis en seguida, están atacando el campamento!
Malus hizo una pausa. Sentía sabor a bilis en la boca y casi no podía respirar. Los sonidos que resonaban entre las tiendas adquirieron de repente un significado temible: Isilvar había encontrado el campamento y había decidido no esperar al amanecer; había lanzado un ataque por sorpresa sobre las exhaustas y desorganizadas tropas naggoritas.
El noble apretó los puños y cerró fuertemente los ojos, hasta que todo su cuerpo empezó a temblar por el esfuerzo. Se obligó a apartar su mente de toda distracción y a sepultar la imagen del gesto implorante de Hauclir en las oscuras profundidades de la mente.
—Busca a Eluthir —dijo—. Los capitanes están con él. —Mientras consideraba la situación y las posibles opciones, un plan empezó a tomar forma en su cabeza—. Dile a Eluthir que contraataque con todos los caballeros que pueda encontrar. A continuación, dile a Esrahel que prenda fuego al equipaje para cubrir la retirada de la infantería. —Lentamente recogió sus espadas y se puso de pie, obligándose a no pensar más que en la situación que tenía ante sí—. Diles a los comandantes de infantería que hagan una retirada a la defensiva hacia el norte.
—¿Retirada adonde? —preguntó la joven.
—¡A donde sea! ¡La cuestión es salir de aquí! —respondió Malus con tono intempestivo—. Pongamos en marcha al ejército y ya nos ocuparemos del resto después. —El noble envainó sus espadas y, con gran esfuerzo, empezó a mover las piernas en dirección a Rencor.
La chica fue dando órdenes en su ininteligible dialecto autarii, y la mayor parte de los espectros se dispersaron como una bandada de cuervos. Les hizo un gesto afirmativo a los tres que quedaban y lentamente se fundieron con las sombras de los alrededores.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Malus con expresión ceñuda.
—Vigilaros —dijo con tranquilidad, escrutando las sombras—. Creo que nos acercamos al final de todo esto —añadió con tono distante—. Vuestra campaña está tocando a su fin y vuestros enemigos os acechan como una manada de lobos.
—Nunca fue mi campaña —dijo Malus, sorprendido por la amargura de su voz.
—¿Y la maldición de la bruja? —preguntó ella, volviendo la cabeza.
Malus meneó la cabeza. Recordó las palabras del caballero demoníaco.
—Lo que hace una bruja, sólo una bruja puede deshacerlo —dijo ya junto a Rencor y comprobando la silla y las riendas.
—Que así sea —replicó la chica con aire serio. Se llegó a él y le puso una mano en el hombro—. Volveos, mi señor, hay algo que debo deciros.
Malus se disponía a volverse, pero la voz de Nagaira hizo que se parara en seco.
—Se ha hecho de noche, hermano —dijo la bruja saliendo de la oscuridad hacia la luz que proyectaba la tienda en llamas—. Ya es hora.
Malus hizo una pausa, buscando sigilosamente la daga en su cinto, hasta que recordó que la había perdido en la pelea.
—Hora de huir, hermana —dijo tratando de ganar tiempo—. El ejército está en grave peligro.
—¿El ejército? Lo que tiene que hacer el ejército es morir —dijo la bruja—. Tengo pensada otra tarea para ti. Vuélvete.
Se volvió, buscando con la vista a la autarii, pero comprobó que la joven había desaparecido.
Nagaira estaba a cierta distancia, flanqueada por una docena de acólitos vestidos de negro. Fuerlan se encontraba por allí con la espada desenvainada. La expresión del antiguo general estaba crispada por la rabia y el miedo.
Los ojos relucientes de la bruja se entrecerraron, y Malus sintió sobre sí mismo el peso frío de su sonrisa.
—Vas a hacer exactamente lo que yo diga —le ordenó—. Sígueme.
El dolor desapareció cuando Nagaira ejerció su influjo sobre él. Sintió nacer en el pecho un vigor enorme que se revolvía como un haz de serpientes en torno a su corazón. Los pies empezaron a movérsele por su cuenta.
Malus miró con desesperación a su alrededor. ¿Dónde estaban los espectros? ¿Por qué no hacían nada? En su desaparición se volvió hacia Rencor mientras caminaba hacia su hermana.
—¡Arriba, Rencor! ¡Ataca! —ordenó. Le habría dado lo mismo que la bestia se hubiese muerto, porque esperó en vano que acudiera y obedeciera.
El nauglir seguía sentado sobre sus cuartos traseros cuando Nagaira condujo a Malus y a sus compañeros hacia la oscuridad.
Los caballeros y la caballería de Isilvar habían atacado por el Camino de la Lanza desde el sur. Nagaira condujo a Malus y a sus acompañantes hacia el oeste, fuera del campamento, y hacia los espesos bosques que salpicaban el fondo del valle. Malus la seguía como un perro amaestrado, oyendo con impotencia los gritos y alaridos del ejército, su ejército, mientras moría. Rogó a la Madre de la Noche que Eluthir y los caballeros pretorianos consiguieran escapar, o que al menos tuvieran una muerte digna de caballeros. Si Tennucyr iba al mando, ninguna de esas cosas estaba garantizada.
No podía dejar de moverse por mucho que lo intentara. No había voluntad, ni rabia, ni miedo capaces de impedir que sus miembros lo llevaran a donde iba Nagaira. Sin embargo, se dio cuenta de que podía ir más lento, rezagándose por entre el grupo hasta donde fuera posible sin perder de vista a su hermana. Podía salirse del sendero si lo deseaba, siempre y cuando tuviera a su hermana a la vista, y podía andar más de prisa. Daba la impresión de que estaba obligado a seguir las órdenes de Nagaira al pie de la letra, aunque no necesariamente sometiéndose a ellas en espíritu. Eso le daba más libertad de la que esperaba, y su mente trabajaba frenéticamente mientras se abrían camino por los bosques tenebrosos, buscando una manera de aprovechar su descubrimiento.
Más de media hora anduvieron por el bosque antes de llegar a una enorme roca granítica que sobresalía de la tierra. Tenía el tamaño de una cabaña pequeña y se había hecho sitio en medio de la maleza abriendo un claro de exiguas proporciones. La lluvia caía pertinazmente y relucía sobre la superficie de la piedra. De inmediato, los acólitos de Nagaira se distribuyeron en torno a la roca, adoptando la mitad la postura de alguien que está rezando, mientras la otra mitad se apostaba como centinelas en torno al claro. Nagaira, en tanto, había hecho aparecer un globo de fuego brujo y empezaba a examinar la roca.
En más de una ocasión durante el recorrido, a Malus le había parecido detectar signos de movimiento sigiloso entre los árboles. Estaba seguro de que los espectros los estaban siguiendo, pero ¿por qué no habían actuado? ¿Acaso estaban haciendo tiempo esperando un momento oportuno para actuar lejos de los hombres de Isilvar? De pie en la linde del claro, el noble miró a Nagaira y a los dos nobles naggoritas con cautela. La bruja era ajena a cuanto la rodeaba; estaba absorta en el examen de la piedra, pero Fuerlan se encontraba al borde del pánico.
—Estaba pensando, hermana —se atrevió a decir Malus—, ¿cómo es posible que nuestro ilustre hermano consiguiera reunir una fuerza de castigo para atacar Naggor con tal rapidez? Calamidad tenía la seguridad de que no nos encontraríamos con ninguna resistencia seria hasta que hubiéramos pasado el Aguanegra y me atrevería a decir que conoce el Hag y a sus jefes tan bien como cualquiera.
—Daría la impresión de que Isilvar es un líder mucho más eficaz de lo que cualquiera habría imaginado —dijo la bruja con tono ausente.
—¿O acaso tú y él tramasteis juntos todo esto? ¿Acaso lo pusiste al corriente de los planes del arca?
Fuerlan se volvió hacia Nagaira, abriendo mucho los ojos.
—¿Es eso cierto?
—¿Por qué habría de hacer tal cosa, mequetrefe?
Malus no estaba seguro de a quién había dirigido ella el apelativo, pero Fuerlan lo tomó como una ofensa.
—¡Nada ha salido como lo habíamos planeado! —gritó—. ¡Nunca dijisteis que mi ejército sería destruido! ¿Cómo se supone que voy a controlar la ciudad sin tropas que me sean leales?
Una idea asaltó a Malus. De repente, todo encajaba a la perfección.
—No vais a hacerlo. —Frunció el entrecejo mientras veía cómo tomaba forma su teoría—. Creo sinceramente que os han traicionado.
Fuerlan se volvió poco a poco a mirar a Malus. De pronto, empezó a guiñar el ojo derecho, presa de un tic nervioso.
—Callaos —dijo—. ¡Sólo estáis tratando de malquistarnos!
Malus se le rió en la cara.
—¡Ella e Isilvar han sido aliados durante años, pobre desdichado! ¡Los dos pertenecen al culto de Slaanesh! —Experimentó una satisfacción salvaje al ver el horror en la cara del hombre—. ¿No os lo había dicho? ¡Y yo que creía que estabais prometidos! —dijo, riendo entre dientes—. ¿Es que los naggoritas no habláis con vuestras futuras esposas?
Fuerlan se volvió hacia Nagaira blanco como la leche.
—¿Es eso cierto?
—¡Oh, sí! —dijo Nagaira sin prestar atención mientras pasaba un dedo por una grieta de la piedra.
—Ella pretende que yo mate al drachau, pero ¿quién más se beneficiaría de ese asesinato? Isilvar, por supuesto —dijo Malus—. Después de destruir vuestro ejército será aclamado como un héroe. Entonces, cuando vuelva al Hag y se entere de la muerte del drachau, ¿quién va a impedirle que ocupe el trono? —Le dedicó una sonrisa cruel al naggorita—. Supongo que vos seréis entregado a Isilvar para que pueda mostraros por las calles durante los festejos por su victoria.
—¡Callaos! ¡Callaos de una vez! —Fuerlan estaba temblando de rabia—. Nagaira, decidle que está equivocado. Vos nunca podríais gobernar al lado de Isilvar. ¡Sólo yo podría haceros reina!
La bruja se enderezó y volvió la cara hacia los dos hombres.
—Malus —dijo con tono autoritario—, ven aquí.
El noble hizo una mueca cuando su cuerpo se puso en movimiento, y apuró el paso para dejar a salvo su orgullo y que no se notara tanto que estaba siendo el juguete de su hermana.
Nagaira hizo una señal a uno de sus guardias. La figura encapuchada se adelantó llevando una caja de madera que él conocía.
—Ábrela —dijo la bruja.
Así lo hizo. Dentro vio las tres reliquias que ya había visto antes.
—¿Ves esa daga? —preguntó Nagaira.
—Sí.
—Excelente. Cógela y mata a Fuerlan con ella.
Malus cogió la daga negra. Fuerlan lanzó un grito de terror.
—¡Zorra mentirosa! —gritó el naggorita, alzando su espada—. ¿Pensáis que vais a matarme, hijo del Hag? ¡Adelante, entonces! Me he entrenado con los mejores duelistas del arca…
Sus palabras se interrumpieron por el sonido de acero contra acero. El naggorita mantenía su expresión de estupor y no apartaba la mirada de Malus, que estaba a casi un metro de él. Lenta, muy lentamente, bajó los ojos hasta la empuñadura de la daga que sobresalía del peto de su armadura. El último aliento de Fuerlan salió de sus labios a modo de un suspiro sobresaltado, mientras caía sobre una rodilla y, a continuación, de bruces contra el suelo.
—Un lanzamiento impresionante —observó Nagaira.
—Lo que sea, por no oírlo —replicó Malus, secamente.
El noble observó cómo un guardia ponía a Fuerlan boca arriba y le arrancaba con las dos manos la daga. Malus quedó impresionado por la expresión de terror absoluto en la cara del hombre. ¿Qué sería eso tan espantoso que había sentido en el último momento de su vida? Fuera lo que fuese, pensó que no era ni la mitad de lo que se merecía.
Pero ¿dónde estaban los espectros? Escrutó con ansiedad el bosque. ¿Por qué no habían intervenido todavía?
Cerca de él, Nagaira salmodiaba en voz baja y se produjo un destello de luz azul. Cuando Malus volvió a mirarla, estaba de pie ante un agujero hecho en la enorme roca, que parecía una curva que penetraba en la tierra.
La bruja se volvió hacia él. Los ojos le brillaban con una luz sobrenatural.
—Vamos a casa, hermano —dijo.
Por un momento, Malus creyó que Nagaira se había perdido. No es que fuera difícil perderse en el sinuoso laberinto al que llamaban las madrigueras. Los túneles tenían kilómetros de largo distribuidos en curvas y revueltas sin fin que no tenían una configuración comprensible para una mentalidad lógica. Según la leyenda, las madrigueras estaban centradas en Hag Graef, y nadie sabía a qué profundidad penetraban en la tierra. Las habían hecho durante un invierno, varios siglos después de la construcción de la ciudad, y cerca de la superficie los túneles conectaban con sótanos y alcantarillas. Los túneles eran el refugio de un número temible de terribles depredadores, desde nauglirs hasta arañas de las cavernas, pero una alma inteligente —o desesperada— también podía usarlos para ir y venir a través de la ciudad sin ser vista.
Nagaira conocía a la perfección el trazado de los túneles, o al menos los que estaban próximos al Hag propiamente dicho. Ahora, sin embargo, llevaba las hojas de pergamino que Malus había visto antes en su tienda y las consultaba atentamente mientras guiaba al grupo siguiendo un camino tortuoso a través de las madrigueras.
Hacía tiempo que el noble había perdido la noción del tiempo mientras seguía su orbe de fuego brujo a través de una sucesión interminable de túneles. Lo mismo podrían haber pasado horas que días desde que habían dejado atrás el mundo de la superficie.
Daba la impresión de que la bruja estaba buscando algo, pero Malus no podía imaginar qué sería. Cada tanto, cuando llegaban a una intersección, hacía una pausa, inclinaba la cabeza y soltaba un encantamiento en una lengua que Malus no entendía, pero que de todos modos le daba dentera.
Por fin, llegaron a una especie de callejón sin salida, un enorme pozo cuyo fondo se perdía en una oscuridad abismal. De la oscuridad salían unas emanaciones nocivas que hicieron toser a Malus. Encima del pozo, el aire era quieto y frío, y abajo no se oía el menor ruido.
Nagaira se acercó al borde del pozo y miró hacia el vacío. Aparentemente satisfecha, se volvió e hizo señas a uno de sus acólitos. El hombre se adelantó y se echó atrás la capucha, mirando a la bruja con expresión de serena adoración. Ella alzó la mano, sosteniendo algo que parecía un rubí resplandeciente y lo deslizó entre los labios del acólito.
—Este es mi regalo para ti —dijo.
El hombre sonrió.
—Duermo en la oscuridad para que los durmientes puedan despertar —dijo, y saltó al vacío. Cayó sin producir el menor sonido.
Nagaira dio la espalda al pozo y volvió por el camino por el que habían venido.
Volvieron a los túneles tortuosos, y Nagaira a la consulta de sus mapas. Poco después, llegaron a un nuevo pozo, y otro de sus fieles seguidores recibió su regalo y se precipitó en el olvido.
Malus observaba con horror creciente el desarrollo del ritual. Después de que el tercer guardia se sumiera en la oscuridad eterna, empezó a sentir que el aire estaba cada vez más cargado. ¿Serían sacrificios que ofrecía Nagaira? Y de ser eso cierto, ¿a qué o a quién? ¿Qué tenían que ver con su plan para matar al drachau?
En total, seis acólitos habían sido entregados a la oscuridad. El aire pesado de los túneles chisporroteaba de tanto poder acumulado, y Malus podía sentir que se conmovía y palpitaba contra su piel como algo vivo. Era como si hubieran estado deambulando por el laberinto durante una eternidad, y el noble ya no podía más.
—¡¿Vamos a caminar por estos malditos túneles hasta que caiga la Noche Eterna?! —exclamó Malus, incómodo al percibir la inquietud patente en su voz—. Como si no fuera ya bastante malo que me hayas transformado en tu flecha asesina, hermana. Lánzame ya sobre el drachau o arrójame a uno de tus pozos sin fondo. Realmente ya no me importa lo que sea.
Nagaira se volvió poco a poco para mirarlo de frente.
—Muy bien —dijo con una pizca de diversión en su tono habitualmente helado.
Extendió la mano apuntando a un montón de escombros que cubría el lateral de una pared cercana y pronunció una palabra de poder. El aire empezó a ondularse, como si fuera agua, ante aquel sonido, y la pila de piedras estalló hacia afuera, apartándose de la mano de la bruja. Cuando se despejó la nube de polvo, Malus vio un agujero de bordes desiguales en la pared del túnel y una especie de cámara al otro lado.
—Hemos llegado —dijo Nagaira.
La bruja señaló el agujero, y Malus pasó a través de él como en un sueño. Con la iluminación del fuego brujo de Nagaira, pudo ver que estaba en una pequeña cámara burdamente abierta en la roca. A intervalos regulares sobre las paredes había pares de grilletes con las esposas abiertas. Cerca del centro de la habitación vio un montón de esqueletos polvorientos, apilados entre dos braseros volcados. Al otro lado de la cámara se abría una nueva cámara que parecía todavía más grande.
Un escalofrío recorrió a Malus de pies a cabeza. Sabía dónde se encontraba.
Nagaira dio un paso hacia el interior de la habitación y su luz inundó el espacio con un leve resplandor verdoso. Atravesó la cámara, haciendo una pausa para tocar los huesos apilados y pasó, a continuación, a la cámara de festejos que había al otro lado.
La enorme caverna estaba vacía. Los agujeros en las paredes donde los ejecutores de Khaine habían desatado su mortífera emboscada habían sido tapados con ladrillos, y los numerosos cuerpos hacía ya tiempo que habían sido retirados y quemados. Malus siguió a su hermana, que se dirigía hacia la escalera en espiral que subía hacia el altísimo techo abovedado de la cámara.
—Me llevó una década excavar este lugar —dijo Nagaira—. Tuve que introducir de contrabando a una veintena de esclavos enanos de Karond Kar para hacer el trabajo. Una veintena. Imagínate el gasto. —Apoyó una mano sobre la curva balaustrada de la escalera—. Y eso fue sólo la construcción. Tuve que dedicar el doble de tiempo y hacer sacrificios sin número para introducir el culto aquí, en la ciudad. —La bruja se volvió a mirarlo—. Todo eso destruido en una sola noche.
Malus escrutó sus ojos relucientes.
—¿Debo tener pena de ti, hermana?
—No hay brujería en el mundo lo bastante fuerte como para despertar piedad en tu frío corazón —dijo Nagaira con tono burlón—, y tampoco la tendré yo de ti. —Alzó la mano y apuntó a la frente de su hermano—. Sé de tus ambiciones, Malus. Te he observado en la Corte de las Espinas y he visto cuánto ansiabas poner en tu cabeza la corona del drachau. Ahora vas a destruir todos esos sueños con tus propias manos. Mi designio actúa sobre ti, Malus Darkblade —salmodió—, está escrito en tu carne y grabado en tu cerebro. Ve a la fortaleza del drachau y ejecútalo.