Capítulo 9

Al cabo de unos días Gabe se dio cuenta de que su reacción en la fiesta de inauguración de la casa de Bella, había sido exagerada. Estaba sentado en su despacho y era ya de noche. Sí, al cabo de una semana de la fiesta el tiempo transcurrido le decía que, en efecto, había exagerado lo ocurrido.

—Jefe...

—Adelante.

Se trataba de Jake, su joven ayudante.

—Se trata de esto —dijo, entregándole varias hojas de papel.

Gabe frunció el ceño.

—¿Qué pasa con ello?

—Esta carta no tiene ningún sentido, jefe. Quiero decir, en el primer párrafo comienza a hablar de los riesgos de una fusión y en el segundo dice que hay que olvidarse de todas las cautelas y firmar mañana mismo. ¿Qué quiere decir exactamente?

Gabe se quedó mirando las cartas como si fueran serpientes vivas.

—¿He escrito yo eso?

—Lo más extraño es que me parece que ni siquiera tenemos intenciones de fusionarnos con esa compañía, creía que solo queríamos aumentar la cooperación —Jake se aclaró la garganta—. Suelo mandar todas sus cartas, jefe, pero ésta en concreto...

—Esto... Gracias, Jake —dijo Gabe, dejando las cartas a un lado—. No sé dónde tengo la cabeza. A propósito, ¿qué hora es? —dijo, consultando el reloj con ojos cansados—. ¿Las ocho? ¿Qué haces aquí todavía?

Jake se encogió de hombros.

—Si usted trabaja, yo también.

—Te lo agradezco, pero, ¿estás loco o qué? —dijo Gabe, riendo. Sentía un dolor en la espalda, señal de que llevaba sentado demasiado tiempo—. Que tu jefe se esté convirtiendo en un adicto al trabajo no significa que tú tengas que seguir su ejemplo.

—Creía que estaba trabajando en algo importante —dijo Jake—. Lleva muchos días viniendo a las siete de la mañana y quedándose hasta las nueve.

—Pues... He pasado un trimestre muy relajado y estaba poniéndome al día, pero no creo que la situación dure mucho tiempo —dijo Gabe, mirando a su ayudante con aprecio—. Y espero que respetes tu horario laboral a no ser que quedemos en otra cosa, ¿de acuerdo?

—Muy bien, como quiera, jefe —dijo Jake, y desapareció.

Gabe suspiró, apagando su ordenador. Más le valía admitirlo. Había hecho todo lo posible por olvidar el fantasma de Charlotte. Había salido a correr por la playa, hecho pesas hasta la extenuación, leído hasta cansar la vista. Cualquiera cosa para no pensar en ella. Pero eso no le había protegido contra su subconsciente. Se dormía cada noche saboreando sus labios, se despertaba recordando el roce de sus cabellos, soñaba con la escena del sótano todas las noches... Y lo que era peor, cuando lograba vencer en su lucha por reprimir el deseo que sentía por ella, se veía abrumado por una sensación todavía más desconcertante. La echaba de menos.

Había tratado de no llamarla, pero sus dedos marcaron su número en muchas ocasiones sin él quererlo. Había faltado a la partida de póker, por no encontrársela, y sus movimientos se reducían a ir de su casa al despacho y del despacho a su casa. Sus únicas salidas se circunscribían a las carreras por la playa, y esto porque sabía que allí no la encontraría. No dejaba de pensar en ella, era cierto, y a pesar de ello, sabía que la relación entre ellos había cambiado, quizás definitivamente.

El único responsable de aquel cambio, por otro lado, era él, que había propuesto aquella estúpida y maldita apuesta. Ahora que todo había empezado a cambiar, no sabía en qué podía acabar aquello, lo único que sabía era que la echaba de menos y que no quería vivir sin ella.

Quizás si se sentaran a discutir el asunto... Quizás ella tendría la solución para que las cosas volvieran a su cauce. Porque él no sabía qué hacer. Primero había tratado de estar cerca de ella, y la situación había acabado en la escena del sótano. Luego se apartó de ella, y se daba cuenta de que aquello no podía seguir así.

Tenían que hablarlo. Era lo más maduro, lo que debían hacer, lo más razonable. Suspiró profundamente y descolgó el teléfono.

—¿Dígame?

—¿Charlotte? —dijo, aclarándose la garganta—. Soy Gabe.

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—Creía que ya no me hablabas —dijo ella, al cabo de unos instantes.

—No funciona, Charlotte. Necesito verte.

Otra pausa. La voz de Charlotte fue estaba vez más profunda, como si hablara con cierta dificultad.

—Vale, ¿cuándo y dónde?

Gabe consultó de nuevo su reloj.

—Sigo en la oficina, pero tengo que ir a casa a cambiarme, puedo pasarme a buscarte luego.

—Tengo una idea mejor —murmuró ella—. ¿Por qué no quedamos en tu casa? ¿Dentro de media hora?

Gabe suspiró. Media hora. Sí, le daba tiempo suficiente para recobrar los nervios.

—De acuerdo, a las ocho y media.

—Me alegro de que hayas llamado, Gabe —dijo ella, y él pudo oír el tono de satisfacción—. Te echaba de menos.

Gabe oyó cómo colgaba y volvió a colocar el teléfono en su sitio.

—Yo también te he echado de menos —dijo en voz alta. Si aquello salía bien, además, nunca más tendría que volver a echarla de menos.

Charlotte se quedó mirando el teléfono durante un minuto largo.

«Ha llegado el momento. Es ahora cuando debes decirle a Gabe lo que sientes por él».

Estaba de pie, temblando. Necesitaba un milagro.

Suspiró profundamente y se sentó a la máquina de coser. Había creado ya bastantes modelos para poner una boutique propia, se dijo, con orgullo. Sentía una gran satisfacción al haber disfrutado de algo que antes le parecía tan frívolo y que ahora encontraba desafiante y expresivo.

Recogió su última creación. Era sencilla y elegante. Se trataba de un vestido corto, de seda, azul marino, atado por delante con una cinta. Realzaba todo lo que tenía que realzar y era devastadoramente sexy. Hacía falta muchos redaños para ponérselo, pero para hacer lo que se proponía también.

Suspiró profundamente, tratando, desesperadamente de mantener la calma.

La operación seducción había comenzado. Aunque más apropiado sería llamarla misión imposible.

Gabe se había puesto una ropa cómoda y esperaba a Charlotte. No la dejaría hablar y no se acercaría a ella. Presentaría el problema como si se tratara de una reunión de negocios, y esperaría su respuesta. Pero lo fundamental era no tocarla, si lo lograba, saldría de aquella cita con vida. Aunque si ella se ponía uno de aquellos modelitos que últimamente diseñaba.~. Quizás pudiera ponerle encima un albornoz nada más entrar y así se ahorraría aquellas visiones deliciosas y que tanto lo torturaban.

Miró el armario, ¿y si se levantaba e iba por la toalla?

Sonó el timbre y se sobresaltó.

—Tranquilo, tranquilo, no pasa nada —se dijo, y haciendo acopio de todas sus fuerzas se dirigió a la puerta.

Charlotte llevaba el pelo recogido y el maquillaje resaltaba sus ojos, de un brillo arrebatador. Sus labios... Gabe apartó la vista de su rostro, era lo mejor. Gracias a Dios, llevaba un abrigo... sobre un vestido peligrosamente corto... apartó la vista de sus piernas.

—Entra —dijo, nerviosamente—. ¿Quieres algo?

—Hum, un vaso de agua —dijo ella. Resultaba extraño, pero también ella parecía nerviosa. Probablemente como reacción a su propio nerviosismo y quizás recordando la última vez que se habían visto.

—¿Me das tu abrigo?

Charlotte lo miró como si le hubiera dicho que tenían que matar a alguien.

—Hum, no importa. No, prefiero que no te lo quites —dijo él, balbuciendo—. Tengo que decirte unas cuantas cosas y prefiero que no me interrumpas.

Charlotte escuchó con atención, mordiéndose el labio inferior. Gabe se dijo que pequeños gestos como aquel no podían distraerlo.

—Charlotte, hemos... —comenzó, y se detuvo—. Lo que quiero decir es que... —«Venga, Gabe, decídete ya—». Nos hemos besado, Charlotte. Mucho.

Charlotte se lo quedó mirando, luego se echó a reír.

—Eso ya lo sé. Estaba allí, ¿recuerdas?

Su risa ayudó a relajar la tensión del momento.

—Parece que me olvido con quién estoy hablando. Charlotte, de verdad que tengo que hablar contigo...

—¿Qué es lo que quieres decirme exactamente?

A Gabe se le quedó en blanco la mente por un instante.

—Yo... bueno, supongo que olvidé que eras tú cuando te besaba.

Charlotte hizo una mueca.

—Eso no me ha quedado bien —dijo Gabe—. Deja que lo intente otra vez. Quiero decir, sé que eras tú, pero tiendo a olvidar lo que tú... conllevas.

—Y besarme, ¿qué conlleva?

Gabe sonrió.

—Lo que quiero decir es... desde que has cambiado de aspecto, me cuesta tratarte como a una amiga y ahí está el problema. Tu aspecto, durante todos estos días, me ha hecho olvidar quién eres. He olvidado que eres Charlotte, pero como eres Charlotte pues... en fin, ya sabes lo que quiero decir.

—Pues no estoy segura.

¿Cuánto iba a durar aquella agonía?, se preguntó Gabe.

—Quiero decir que no debería hacerte nada parecido a lo que te he hecho. Tú eres especial, Charlotte... —explicó—. Eres especial tal como eres.

Charlotte suspiró y sin decir una palabra se levantó y se dirigió al dormitorio de Gabe.

Él parpadeó, perplejo. Todo marchaba peor de lo que esperaba.

La siguió.

—¿Estás bien?

Charlotte había tirado el abrigo en el suelo y revolvía entre los cajones de la cómoda. ¿Qué demonios llevaba puesto?, se preguntó Gabe.

Dejó de respirar. Oh, Dios. Llevaba un vestidito azul de seda. Era más corto por los muslos que en la entrepierna, donde ya era muy corto y estaba cerrado por delante con una cinta que pedía a gritos «desátame». Charlotte dio media vuelta y lo miró. Sus ojos eran grandes y brillaban como perlas oscuras.

—¿Tienes alguna sudadera? —preguntó.

Gabe sé aclaró la garganta.

—¿El qué?

—Una sudadera —repitió ella, sonrojándose. Un sonrojo que cubría la mayor parte de su cuerpo... y bien podía decirlo él, que veía, en efecto, la mayor parte de él—. ¿No tienes una sudadera, un chándal?

A Gabe se le secó la boca. Trató de mirar a todas partes, a la vez, mientras el pulso se le aceleraba.

Charlotte volvió a rebuscar en los cajones.

—Mira, la verdad es que me siento muy estúpida al respecto. Tendría que haberlo sabido... Oh, no he sido más que una idiota. Sí, claro, yo he cambiado mucho, pero nosotros siempre hemos sido amigos. Supongo que comenzaba a creerme mi propia publicidad, la «transformación» y todas esas cosas, pero no, sigo siendo la misma de siempre. Ya se sabe, los problemas comienzan cuando empiezas a creer lo que dicen de ti...

Gabe apenas la escuchaba. Se daba cuenta de que decía algo que no la dejaba bien parada, pero no podía entender lo que decía. Una parte de él quería consolarla, pero otra parte había comenzado a cambiar.

—Solo me apetece ponerme una ropa cómoda y tumbarme a ver la televisión hasta que me olvide de todo este... ¡eh!

Gabe se había acercado a ella y la había tomado por la cadera.

Con impaciencia, le quitó la cinta del pelo, que cayó suelto a ambos lados de la cabeza y antes de que ella pudiera quejarse, la besó en la boca. Sabía a fruta tropical. Dulce, deliciosa, exótica. Y él se dio un festín.

—Lo he intentado, maldita sea —dijo él entre dientes—. Lo he intentado.

—Esta vez sí sabes quién soy —dijo Charlotte, con la respiración entrecortada.

—Eres la mujer a quien me he dicho que no podía desear, pero a la que necesito como el aire que respiro. Eres mi droga —dijo Gabe, con una mirada brillante y feroz—. Eres la mujer a la que esta noche voy a hacer perder el control, ¿satisfecha?

Charlotte comenzó a asentir.

—Bueno, todavía no —dijo—, pero creo que lo estaré.

Aquello era justo lo que necesitaba, se dijo. Devolvió el beso con una intensidad de a que no sabía que era capaz. Enredó los dedos en su pelo oscuro. Cayeron sobre la cama y se rió, disfrutando del momento.

Gabe también se rió.

—Muy bien —dijo—, creo que he esperado durante demasiado tiempo este momento como para precipitarme ahora.

—Ten cuidado —dijo ella con una mirada seductora—. No eres la única persona capaz de hacer perder el control a alguien —concluyó, besándolo en la barbilla.

Gabe enarcó las cejas con gesto divertido ante aquel desafío y le acarició el cabello y el rostro con la misma atención de un hombre ciego que quisiera aprehender cada uno de sus rasgos y retenerlos en su memoria.

—Eres deliciosa —dijo, con voz grave—. No lo dudes nunca.

Por sus ojos ella se sentía hermosa. Le temblaban las manos al desabrocharle la camisa, la emoción de ver su cuerpo descubriéndose ante ella era indescriptible, se pasó un minuto contemplando su ancho y hermoso pecho. Luego deslizó por él los dedos, moviéndose con dulzura, sintiendo cómo los músculos se tensaban bajo sus manos impacientes.

Gabe esbozó la maliciosa y seductora sonrisa que encendía en ella hogueras de pasión.

—Ahora me toca a mí —murmuró él y tiró de los extremos de la cinta que cerraba el vestido. Luego le bajó los tirantes—. Este vestido me gusta mucho, creo que tienes que ponértelo más veces, sobre todo para recibirme.

—Bueno, ya sabes lo que pasa... mañana es día de colada y no tenía otra cosa que ponerme.

Gabe se rió, trazando el escote abierto del vestido con la lengua. Y tiró de él para quitárselo. Charlotte estaba asombrada. Gabe tomó sus senos en las manos, y observó los pezones erguidos antes de besarlos. Ella respiraba con dificultad, sorprendida y excitada al mismo tiempo. Se movía como una bailarina, llena de vigor y de gracia, arqueándose para recibir sus deliciosos besos.

Gabe la miró y lo que vio en sus ojos solo sirvió para que quisiera tomarla aún más despacio, para acometer con mayor precisión el plan de su exquisita y placentera tortura. Emplearía toda la noche y parte de la mañana si le hacía falta.

—Es mi turno —dijo, metiendo los dedos en la cintura de su pantalón.

Gabe le dirigió una mirada sorprendida, para alguien tan tímido, tomaba la iniciativa con un ímpetu que, por su mirada, parecía triplicar el suyo. Como siguiera así, acabaría muriendo de placer. Pero qué muerte tan feliz.

Charlotte le quitó los pantalones. Llevaba calzoncillos tipo bóxer y su erección era evidente.

—¿No son los calzoncillos que te compré por tu cumpleaños? —preguntó. Gabe asintió y resopló al sentir que lo tocaba—. Mmm, no tenían el mismo tacto cuando los compré.

Luego le besó en las piernas, en el estómago y en el pecho, igual que había hecho él. Cuando fue a descender hacia el vientre, Gabe le levantó la cabeza.

—Sigue así, ángel, y no voy a poder resistirlo. Y quiero que esta noche sea muy especial para ti.

—Gabe, por fin estoy contigo, así que la noche es perfecta.

Él sonrió, con la sonrisa de un hombre al que le concedieran por fin el presente que siempre había deseado. Charlotte lo besó en la boca en un beso más dulce de los que jamás había experimentado.

Mas la dulzura se convirtió en ansia y el ansia en fuego. Charlotte nunca había sentido una gran confianza en su cuerpo, era siempre la primera en meterse bajo las sábanas, pero aquella noche todo era distinto. Aquella noche se sentía igual que aquellas mujeres que solo conocía por sus lecturas: tentadoras, mujeres fatales, meretrices. Mujeres capaces de volver loco a cualquier hombre.

Gabe se agachó para besarla en el cuello y ella se quejó, echándole los brazos al cuello.

—Gabe... por favor, necesito...

—Ángel, yo también te necesito.

Se quitó los calzoncillos.

Era magnífico, su piel brillaba, era como un Donatello de bronce... excepto por su erección, que era...

Algo debía reflejarse en su mirada, porque a pesar de la pasión que ardía en su interior, Gabe sonrió.

—¿Te arrepientes, ángel?

—Nada de eso.

Gabe la besó en el cuello, acariciándole la espalda con deliciosas manos. Al sentir la presión de su sexo entre sus piernas, la recorrió una oleada de placer y buscó acomodarlo en su vientre ya húmedo.

Gabe se detuvo, con la respiración entrecortada.

—Charlotte.

Ella levantó la mirada. Los ojos de Gabe eran como anillos plateados alrededor de círculos de fuego negro y opaco.

—Será mejor que me desees como yo te deseo a ti, porque a partir, de ahora no hay vuelta atrás posible.

Charlotte, sumergida en la pasión, tardó un minuto en comprender lo que Gabe le decía. Sentía un deseo más allá de todo lo razonable y lo único que podía hacer era rodearlo con sus piernas y besarlo, y besarlo, y besarlo apasionadamente.

—Gabe...

—Oh, Dios, ángel.

La penetró y los dos se mecieron al mismo ritmo, dulcemente. Charlotte se estremeció, recorrida por un escalofrío de emoción y de fuego. Arqueó las caderas para facilitarle la entrada y lo rodeó con las piernas.

Gabe se movía contra ella y ella podía sentir el dulce sudor que se deslizaba entre sus cuerpos. La estaba llevando al límite y ya podía sentir el elusivo pulso que surgía de las profundidades de su interior. Empujó contra él y fue catapultada a las llanuras del olvido, a la culminación de los sentidos.

—¡Gabe! —gritó, aferrándose a él.

—Charlotte —murmuró él como respuesta y siguió empujando, una y otra vez, hasta derrumbarse.

Se quedó inmóvil sobre ella un buen rato, aferrados el uno al otro como si tuvieran miedo a escapar, y al cabo de unos minutos, Gabe se separó de ella y se apoyó en un codo.

—He ganado —dijo.

—¿El qué has ganado?

—Yo te he hecho perder el control antes —dijo Gabe, tumbándose de espaldas y arrastrándola a ella sobre sí—. ¿Cuál es mi premio? ¿Un millón? ¿Un viaje a las Bermudas?

Charlotte sonrió. Aún estaba sumergida en la sensación de lo que acababa de ocurrir y, sorprendentemente, cuando Gabe la acarició entre los hombros, sintió una oleada de placer. Se retorció y la expresión de sus ojos se iluminó.

—Creía que era una broma —dijo.

«Es ridículo», pensó, «acabas de hacerlo y ya tienes ganas de repetir».

Gabe respiraba agitadamente.

—¿Que sugieres?

Charlotte se inclinó sobre él y lo besó lujuriosamente.

—Que me des la revancha —dijo, al cabo de unos segundos.

—Solo si tú me la vuelves a dar a mí en caso de que pierda —dijo él, con la respiración entrecortada.

—Hecho.