Capítulo 4
Charlotte estaba en su dormitorio, acabando frenética de arreglarse, cuando sonó el teléfono.
—¿Diga? —contestó, sujetando el inalámbrico con el hombro, mientras se concentraba con los cinco sentidos en ponerse las medias sin hacerse una carrera.
—Así que es cierto —empezó Dana yendo directamente al grano—. ¿De verdad has quedado con Jack Landor.
—Por lo que veo, las malas noticias se difunden con rapidez —gruñó Charlotte. No le extrañaría nada que Gabe hubiera decidido poner un anuncio en los periódicos—. Pues sí, es verdad. De hecho, me has pillado arreglándome para la cena.
—¿Y qué te vas a poner? —preguntó Dana como si pensara someterla al tercer grado.
—Una camisa de seda blanca con unos pantalones de pinzas gris oscuros y una chaqueta negra.
—¿Vas a una cena o una reunión de negocios?
—Te advierto que ya estás en la lista negra por ese empeño tuyo de vestirme en tonos pastel —le advirtió Charlotte—. Por favor, no me agobies. Estoy ya hasta el moño de esta situación.
—¿Y por qué no te pones alguno de los vestidos que te compraste? —insistió su amiga, haciendo caso omiso de sus protestas.
—Primero, porque ya me he puesto uno para ir a trabajar hoy; segundo, porque seguro que refresca y no quiero acatarrarme, y, tercero, por que cuando los llevo es como si tuviera un cartel que pusiera, «tómame, soy tuya»..., y, por si no lo sabes, voy a salir con Jack Landor, un tipo que debe tener más fans que los Rolling Stones.
—Y no me extraña: ese chico hace que Brad Pitt parezca un alfeñique...
—Oye, guapa, ¿tienes algo constructivo que decirme o te vas a pasar la noche poniéndome más nerviosa de lo que ya estoy? —le interrumpió Charlotte—. Porque, te lo advierto, si no tienes nada útil que decirme, prefiero colgar y buscar una cuerda para ahorcarme.
—Relájate, cielo —dijo Dana dulcemente—. A ver, respira por la nariz, expira por la boca...
—¡Ja! Como si eso fuera tan fácil —replicó Charlotte—. Te recuerdo que no eres tú la que tiene que salir a cenar con el soltero de oro de América.
—Pues supongo que algo te debe gustar cuando aceptaste su invitación, ¿no?
—Sí, es cierto, lo hice, pero creo que fue porque estaba Gabe delante volviéndome loca con sus comentarios —Charlotte se sentó delante del tocador y procedió a aplicarse el maquillaje como le había aconsejado la dueña del salón de belleza, procurando ver su rostro como si fuera el de una extraña, aunque eso le hiciera sentirse terriblemente incómoda—. Me siento coreo una idiota, Dana. Me sudan las manos y el corazón me late como una ametralladora.
—Parece amor —aventuró Dana canturreando.
—Parece puro pánico —replicó Charlotte en el mismo tono. La próxima vez que viera a Gabe, le estrangularía sin compasión. Aunque no tenía modo de probarlo, estaba completamente segura de que él era el único culpable de todas sus desdichas.
Dio un bote al oír el timbre de la puerta.
—¡Oh, no! Ya ha llegado —gimió.
—Acuérdate de llevar un preservativo —le aconsejó' Dana.
—Creo que me será de más utilidad una cápsula de cianuro. Buenas noches, Dana —dijo, y colgó, antes de que su amiga siguiera dándole consejos.
Conteniendo casi la respiración, se acercó a la puerta y la abrió muy lentamente, procurando esbozar una amable sonrisa. Jack la estaba esperando: llevaba unos pantalones negros y un jersey de color verde a juego con sus ojos. Tenía un aspecto atractivo y amable, lo que contribuyó a que Charlotte se tranquilizara un tanto.
—Hola, Jack —saludó en un tono apenas forzado.
—Hola, casi no te reconozco.
—¡No me digas! —replicó; buscó la chaqueta, se puso el bolso al hombro y cerró la puerta—. La verdad es que últimamente, ni yo misma me reconozco.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —preguntó Charlotte un poco extrañada.
—La única vez que nos encontramos, no pude ver bien tu cara —le explicó Jack con una sonrisa bailándole en los labios—, por eso lo he dicho... pero supongo que tú te has visto muchas veces sin llevar una mascarilla de arcilla en la cara, ¿o me equivoco?
—¡Ah, la mascarilla! —repuso con una simulacro de carcajada—. La verdad es que hizo maravillas. Me siento como una persona completamente nueva, y por eso es por lo que apenas me reconozco —ciertamente, aquella frase, una vez dicha, le parecía una soberana sandez incluso a ella.
—¿De verdad? ¿Y cómo eras antes?
—Guárdame el secreto: para empezar, en realidad medía casi uno noventa —se preguntaba cuánto tiempo tardaría en darse cuenta aquel bombón que había desperdiciado la noche quedando con la chica más tonta de la comarca.
«Oh, Dios», rogó para sus adentros, «haz que sobreviva a esta noche».
Media hora después aún seguía con vida, pero por los pelos. Había conseguido pedir la cena y solo se habían producido tres embarazosos silencios. Por desgracia, derramó el agua del vaso dos veces y a punto estuvo de quemar el menú con la vela que había en el centro de la mesa para dar un ambiente romántico.
—Lo siento —se disculpó una vez más. Él la miraba amablemente, pero Charlotte estaba segura de que se trataba de la compasiva amabilidad que normalmente se reserva para las personas ligeramente torpes—. Te aseguro que normalmente no soy tan desastre.
—A riesgo de que me consideres un fatuo, te diré que estoy acostumbrado a que la gente se ponga nerviosa cuando está conmigo —la tranquilizó Jack con una encantadora sonrisa.
—No me extraña: eres guapísimo —dijo Charlotte. Inmediatamente se arrepintió de aquellas atrevidas palabras. Tan nerviosa se puso que a punto estuvo de derramar el vaso de agua por tercera vez—. Lo... lo siento... No sé cómo he podido decir semejante cosa.
—No, no te disculpes... has sido muy amable —Jack se echó a reír—. A lo que yo me refería era a que la gente se pone nerviosa por lo del dinero... Ya sabes. Se me habían olvidado por un momento esos estúpidos titulares, «El soltero de oro», «El mejor partido de América». No me parecen más que estupideces.
—Sí, los he leído —a decir verdad, Wanda había tenido durante más de tres meses colgada al lado de su mesa una portada de revista en la que él salía.
—Desde que empecé a salir en la prensa, las mujeres con las que salgo o se quedan literalmente mudas, o no dejan de hablar, intentando convencerme por todos los medios de que son lo mejor desde que se inventó el pan de molde —bromeó.
—¡Qué gracia! —Charlotte se echó a reír a carcajadas—. Conmigo no tendrás ese problema: definitivamente, no soy lo mejor después del pan de molde.
—No estoy tan seguro —bromeó su acompañante—. Me resulta muy fácil hablar contigo, eres una persona inusualmente sincera, Charlotte... ¿O debería llamarte Ángel? —preguntó burlón—. Oí que ese chico, ¿cómo se llama?... te llamaba así.
—¡Ah! Te refieres a Gabe —contestó, poniéndose roja como una amapola—. Es un amigo de la infancia. Me llama así porque sabe que me fastidia enormemente.
—¿Y por qué te fastidia que te llamen ángel?
—Es una bobada, la verdad: cuando era pequeña mi padre solía llamarme Charlie y, además, Gabe y yo no nos perdíamos ningún capítulo de Los ángeles de Charlie. Una vez la hermana de Gabe intentó cortarme el pelo a capas, para que me quedara como a Farrah Fawcett, ya sabes, pero el resultado fue un completo desastre. Estaba horrible —le explicó, sin poder contener una sonrisa ante aquel recuerdo—. Gabe se rio de mí todo lo que quiso y más, y empezó a llamarme Charlie, el ángel peor peinado del mundo.
—Pues ahora tienes un pelo precioso. No te pega que te llamen Charlie, y en cambio te va muy bien lo de ángel —la piropeó Jack.
Charlotte agachó la cabeza confundida. Era un simple cumplido, pero no sabía cómo reaccionar. Desesperada, intentó encontrar algo que decir, cualquier cosa que sirviera para romper el silencio.
Y fue entonces cuando lo vio.
Gabe acababa de entrar en el local con una maliciosa sonrisa. Ostensiblemente, no miró hacia su mesa, sino que se dirigió hacia la suya acompañando a una chica.
Aquella mujer debía medir por lo menos uno ochenta, calculó Charlotte. Tenía el pelo rubio platino y una delantera más que considerable, realzada aún más por el ajustado vestido que llevaba. Charlotte se sintió decepcionada por el mal gusto de su amigo... sin embargo, se corrigió de inmediato, ¿cómo era capaz de pensar semejante cosa si, a decir verdad, nunca había conocido a ninguna de las amigas de Gabe? Y, de todas formas, ¿a ella qué le importaba con quién salía o dejaba de salir?
Sin embargo, al ver que la mujer se le pegaba a Gabe como una lapa, sintió que se le aceleraba el pulso.
—Hablando del rey de Roma —dijo Jack—. ¿No es ese tu amigo?
—Eso parece —replicó evasiva— Sin embargo, no conozco a la chica que va con él.
—Desde luego, no es la clase de chica de la que uno se olvide fácilmente —dijo Jack enarcando una ceja cómicamente.
Charlotte recompensó aquel comentario dedicándole una radiante sonrisa.
Les sirvieron la cena al tiempo que Gabe y su explosiva acompañante tomaban asiento en una mesa cercana a la suya, a espaldas de Jack pero por desgracia justo enfrente de Charlotte. La joven procuró concentrarse en Jack y no fijarse en los gestos y mimos que la mujer que acompañaba a Gabe hacía con las manos, en las que lucía una impecable manicura francesa. Gabe, por su parte, se limitaba a sonreírle como un bobo.
—¿Pasa algo? —preguntó Jack frunciendo el ceño.
—No, no, nada en absoluto —musitó Charlotte bajando la vista al plato. Qué más le daba que a Gabe le gustara salir con chicas como aquella. A fin de cuentas, estaban en un país libre.
Gabe se acercó hacia su acompañante al parecer para oírle mejor, pero Charlotte pudo ver con meridiana claridad que ella le mordisqueaba descaradamente el lóbulo de la oreja. Gabe miró directamente a Charlotte y le dedicó un pícaro e indisimulado guiño.
A ella se le cortó la respiración al darse cuenta de la jugarreta: ¡Era pura comedia! Había ido a aquel restaurante llevando justo al tipo de mujer al que estaba taba dirigida la Guía solo para ponérselo delante de las narices. Le estaba diciendo que, por más que se esforzara, ella jamás podría comportarse con Jack como aquella rubia explosiva. Jamás sería tan sofisticada, ni tan sensual, ni mucho menos tan atrevida.
Se volvió hacia Jack con el corazón latiéndole como una ametralladora: si Gabe no la hubiera puesto entre la espada y la pared, jamás habría aceptado aquella cita. Y ahora, para colmo, ahí lo tenía, empeñado en que se sintiera lo más incómoda posible, exhibiéndose con aquella especie de muñeca hinchable.
Bebió un largo trago de agua fría para ver si eso la calmaba.
«Eres una mujer. Compórtate como tal».
Era entonces o nunca. Iba a demostrarle que había aprendido bien la lección que había leído en aquel libro que le regalaran sus amigas.
—Me encanta este restaurante —dijo poniendo una vos deliberadamente ronca y sensual.
Jack se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, con el tenedor repleto de arroz a medio camino entre el plato y su boca.
—¿De verdad?
—Mmmm... sí. Es uno de mis restaurantes favoritos en Manhattan Beach. Es tranquilo, con ambiente romántico, y la comida... —sonrió y tomó un poco de su risotto, paladeándolo muy lentamente: el característico sabor del queso parmesano casaba perfectamente con los fragantes champiñones y los crujientes espárragos. Estaba tan rico que no tuvo que esforzarse mucho en gemir de satisfacción—. La comida es absolutamente deliciosa.
Jack se la quedó mirando como si fuera la primera vez que la viera. Charlotte tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener el tipo sin venirse abajo. Sabía que su acompañante podía reaccionar de dos formas completamente distintas: pensando que ella estaba loca de remate, o encontrándola tan atractiva y sensual como el libro presagiaba.
Sus ojos se iluminaron de repente con un chispazo verde esmeralda: Charlotte solo había visto que los hombre miraran de aquella forma a mujeres como Bella o Dana, y ahora que aquel gesto iba dirigido de forma indudable a ella, no sabía muy bien cómo reaccionar. Esbozó lo que le pareció una sexy sonrisa, con lo que consiguió que Jack la mirara aún con más intensidad.
Justo en ese momento la acompañante de Gabe lanzó una chirriante carcajada que obligó a Charlotte a desviar la vista hacia su mesa: el camarero les acababa de servir una copiosa ensalada y la desconocida se estaba dedicando a dar de comer pequeños bocaditos de su tenedor a Gabe. Su estilo era tan abiertamente sensual, tan provocativo, que a Charlotte su propio flirteo le pareció soso y puritano. No quería ni imaginarse lo que aquella mujer le estaría haciendo a Gabe por debajo del mantel...
Meneando la cabeza se obligó a concentrarse en su situación. Comprobó en qué consistía el plato que le habían servido a Jack: salmón marinado en salsa de vino.
—¿Puedo probar un poquito? —murmuró tentadora—. Nunca había visto ese plato —aunque se esforzaba todo lo que podía, algo le decía que tenía la batalla perdida.
Con una sonrisa, Jack tomó un bocado con su tenedor y se lo ofreció. Charlotte disimuló como pudo su sorpresa: nunca había comido directamente del cubierto de otro hombre, a excepción del de Gabe, y, evidentemente, eso no contaba. Aquel gesto le parecía demasiado íntimo, y estaba a punto de zafarse cuando una mirada a la mesa de Gabe la detuvo.
Su amigo la estaba mirando fijamente, haciendo caso omiso del pedazo de lechuga que le presentaba su acompañante. ¡El muy sinvergüenza aún tenía la cara dura de permitirse mirarla desaprobadoramente!
Con una sonrisa maliciosa, Charlotte se agachó un poco y tomó de un bocado el salmón que Jack le ofrecía. Tenía un sabor tan delicioso que no quiso reprimir un suspiro de satisfacción.
—¡Qué maravilla! Si consiguiera convencerlo, me casaría con el chef.
Jack se adelantó hacia ella y le tomó de la mano.
—¿Te conformarías si te prometo traerte aquí todas las noches?
Charlotte rio nerviosa, preguntándose cómo desasirse sin que el gesto pareciera demasiado brusco. Jack mantuvo su mano entre las suyas por un largo instante hasta que por fin la depositó sobre la mesa, acariciándola con dulzura antes de soltarla. Conteniendo un suspiro de alivio, Charlotte se concentró con todas sus fuerzas en su acompañante, procurando ignorar lo que ocurría en la mesa que tenía enfrente. Charlaron durante un buen rato de libros y películas, y a medida que transcurría la conversación, más convencida estaba de que Jack, además de un hombre muy bien parecido, era absolutamente encantador.
Sin embargo, encantador o no, su compañía la ponía nerviosa, así que se alegró cuando les presentaron el menú para que eligieran el postre. Estaba deseando que aquella angustiosa cita terminara de una vez.
—Todo tiene tan buena pinta que no sé qué tomar —dijo Jack mirándola por encima de la carta—. ¿Qué me recomiendas?
—La tarta helada de chocolate y frambuesa —respondió Charlotte sin dudarlo—. Es lo que suelo tomar yo, pero la verdad es que hoy no tengo tanta hambre. Siempre la comparto... —afortunadamente, se detuvo a tiempo antes de añadir «con Gabe».
—Entonces —propuso Jack con aquella sonrisita suya tan sexy que ya empezaba a sacarla de quicio—, la compartiremos, ¿te parece?
Ella asintió con un gesto. Lo único que de verdad quería era que aquella maldita cita terminara de una vez.
—¡Oh, Gabe! Creo que no debería tomar postre... Lo mío son las ensaladas, ¿sabes?
Charlotte ladeó la cabeza para ver cómo los ocupantes de la mesa de enfrente se concentraban en la carta de postres. La chica estaba armando un montón de jaleo, atrayendo las miradas de la mayor parte de los hombres presentes en la sala. Charlotte puso los ojos en blanco: empezaba a desesperarse. Si hubiera tenido que enfrentarse solo a Jack, era más que probable que habría acabado hasta por disfrutar con la cena, pero la combinación de Jack y aquella chica sacada directamente de las páginas de la Guía era más de lo que podía soportar en la primera cita que tenía en muchos años.
—No te preocupes —oyó que la tranquilizaba Gabe—: lo compartiremos.
Charlotte se puso colorada de rabia.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jack preocupado.
—Lo siento, Jack. La verdad es que últimamente tengo demasiadas preocupaciones.
El asintió comprensivo.
—¿Quieres hablar de ello?
—La verdad es que no.
—¿Estás segura? —sonriendo, le tomó la mano de nuevo, dejando a un lado sin embargo cualquier connotación sensual o juguetona, solo como lo haría un buen amigo. Y aquella vez Charlotte no quiso que la soltara. Soy muy bueno escuchando.
—Sí, estoy segura de que eres un buen oyente —replicó la joven apretándole la mano con cariño—. Lo que pasa es que a mí no me gusta mucho hablar, lo que supongo que ya te habrás figurado.
—Qué va, eres encantadora, pero ya me he dado cuenta de que estás algo distraída. Solo me gustaría preguntarte una cosa.
—¿El qué? —dijo ella algo tensa.
Jack lanzó una mirada por encima del hombre, en dirección a la mesa que tenía a su espalda.
—¿Por qué estás tan obsesionada por esa pechugona de ahí detrás?
—¡Dios mío! —murmuró Charlotte, como una chiquilla pillada en falta.
—No sé si ella se habrá dado cuenta, pero le estabas lanzando unas miradas que parecía que quisieras petrificarla.
Charlotte agachó la cabeza y enterró la cara entre las manos.
—¡Oh, no...!
Jack la obligó a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos.
—Es por ese tipo, ¿verdad? Tu amigo Gabe...
—No es lo que te imaginas —replicó ella, pugnando por elegir las palabras adecuadas para que él entendiera lo que quería decir—. Gabe y yo nos conocemos desde que tenía ocho años. Es mi mejor amigo. Sin embargó, lo mismo que la mayoría de los hombres de Los Ángeles, piensa que soy tan sexy como un documental de jardinería. Y como somos tan amigos, no se corta nada, y me lo dice en la cara continuamente... después de todo, ¿para qué están los amigos? —se le quebró la voz, así que se calló abruptamente antes de caer en algo más humillante, como echarse a llorar delante de aquel hombre.
—Pues a mí algunos de esos documentales me encantan —declaró Jack arrancándole una sonrisa—. Y si ese tipo, o cualquier tipo de esta ciudad, no piensa que eres absolutamente maravillosa es porque está loco de remate. Permítame que le diga, señorita, que es usted una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida.
—¡Ja! Eso lo dices porque no me has visto las piernas.
—También me gustan —replicó el joven de inmediato lanzándoles una mirada de reojo—. Bien... ¿y qué están haciendo ahora nuestros amigos? —preguntó bajando la voz y mirando discretamente por encima del hombro, como si fuera un verdadero espía.
—Ella está tomando helado... Él se lo da a cucharaditas —respondió Charlotte en el mismo tono.
—Yo creo que nosotros podemos hacer algo mucho mejor que eso.
Charlotte sonrió, sintiéndose perfectamente a gusto con Jack por primera vez en toda la noche. Los dos emprendieron una actuación que dejó a la altura del betún a algunas escenas de Nueve semanas y medía: él empezó a darle cucharadas de helado que ella lamía entre mohines; después fue ella la que empezó a darle de comer de su cuchara al tiempo que le aplicaba ridículos nombres como «cielito». Todo aquello era muy divertido, especialmente porque ninguno de los dos hubiera esperado que ella fuera a mantener el tipo tan bien. A decir verdad, Charlotte fue la primera en sorprenderse a medida que descubría en ella semejantes aptitudes para la seducción. De hecho, a los pocos minutos había atraído la atención de la mayoría de los comensales del restaurante.
Sin embargo, cuando miró hacia la mesa de su amigo, se le borró la sonrisa del rostro. La rubia había dejado la cuchara a un lado, había arrimado su silla a la de Gabe y le besaba en el cuello, como un vampiro, pensó Charlotte, sin el menor pudor. El joven mantenía los ojos entrecerrados, y apenas le dedicó una distraída mirada.
La joven se sintió dolida, iracunda y, sobre todo, deseosa de responder al reto de Gabe. Vio que en el plato de helado que acababan de tomar solo quedaba la guinda.
—¿La quieres? —le preguntó a Jack.
—Si tú la quieres, tómatela —respondió, dándose palmaditas en el estómago—. Me temo que esta noche voy a tener indigestión, pero ha merecido la pena. Hacía siglos que no me divertía tanto.
—Espera y verás —murmuró Charlotte llevándose la cereza a la boca.
—¡Muy bien! —exclamó Jack haciendo como que le aplaudía, pero ella le detuvo con un gesto.
—Espera un poco. Ahora viene lo mejor —le anunció—. Mira —dijo, y empezó a mover la lengua a una velocidad vertiginosa. Antes de que Jack supiera qué era lo que estaba haciendo, sacó de la boca el rabo de la cereza hecho un nudo. Su acompañante la miró con asombro indisimulado—. Lo aprendí en una fiesta, con los chicos.
—Creo que necesito un cigarrillo... ¡Y eso que no fumo! —exclamó Jack por fin.
Todos los presentes le dedicaron un cerrado aplauso, admirados por semejante habilidad. Un hombre, vestido de ejecutivo incluso se levantó.
—¡Bravo, chica! —exclamó, mientras sus compañeros silbaban entusiasmados.
Debatiéndose entre el deseo de salir corriendo 0 de esconderse debajo de la mesa, Charlotte optó por levantarse y agradecer los aplausos. La Guía no indicaba cómo comportarse en un caso semejante: ¿qué habría que hacer para parecer sexy al mismo tiempo que se hacía el tonto?
—Creo que ya he terminado lo que tenía que hacer por aquí —murmuró, sintiéndose como una auténtica heroína—. ¿Nos vamos?
—¡Ha sido tan divertido! —exclamó entre carcajadas, un poco achispada incluso, en el camino de vuelta a casa.
—Te aseguro que a ninguno de los hombres que te ha visto esta noche le queda la menor duda sobre si eres sexy o no —dijo Jack entusiasmado—. Desde luego, a mí me has convencido.
—Creo que no podré darte las gracias lo bastante, Jack.
—No hay de qué —replicó el joven retirándole un rizo de la cara—. Ha sido un auténtico placer.
—No, te lo digo en serio... Ni siquiera me había dado cuenta de lo mucho que me había afectado lo que G,3be me dijo. No creo que la sinceridad sea siempre una virtud... en este caso, la verdad es que me dolió.
—No creo que te lo dijera por un afán de sinceridad —observó Jack—: creo que estaba completamente equivocado. De todas formas, ¿por qué te dijo semejante cosa?
Charlotte se puso colorada al recordar la apuesta.
—Es una historia muy larga y no demasiado importante. Supongo que intentaba que me sintiera mejor, y por eso vino a decirme que yo era uno más de la pandilla. Todo se reduce a que no piensa en mí como mujer... de todas formas, no me importa mucho.
—¡Vaya, hombre! Y, si no eres una mujer, ¿se puede saber qué eres?
Un hámster, estuvo a punto de responder, acordándose del comentario de Gabe al ver la guía.
—Piensa que soy como uno de sus amigotes: vemos juntos los partidos, vamos juntos al cine. Incluso ha intentado enseñarme a hacer surf, pero soy negada para ese deporte —le explicó—. Estaba conmigo cuando mi padre murió, y yo fui a su Universidad cuando consiguió el título de MBA. Es mi mejor amigo, Jack: no me mentiría jamás.
—Puede que no sepa enfrentarse a la verdad —apuntó Jack enigmáticamente.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó intrigada.
—Tú limítate a pensar en lo que te he dicho —fue la curiosa respuesta de Jack.
Al cabo de unos minutos llegaron a su calle. Cuando se detuvieron delante de la verja que separaba sus casas, Charlotte se quedó sin saber qué hacer. Le gustaba Jack, pero no quería invitarle a entrar en su casa... en el fondo, sin embargo, le apetecía, aunque solo para hablar de Gabe. Y hasta ella, con su escasa experiencia en el mundo de las citas, sabía que eso no sería lo más adecuado
—Bueno... aquí me quedo yo —dijo, nerviosa, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro—. Gracias por invitarme a salir, Jack.
—Tenemos que repetirlo —respondió Jack con su más encantadora sonrisa—. Er... creo que ahora viene la parte del beso de buenas noches.
Ella sonrió débilmente, retrocediendo un paso atrás.
—No te lo vas a creer, pero no tengo costumbre de dar besos en la primera cita.
—¿Y querrás creer que es la primera vez que oigo semejante frase fuera de una película? —replicó Jack echándose a reír—. Me gustas, Charlotte Taylor —declaró.
—Y tú también me gustas, Jack Landor —dijo Charlotte, visiblemente aliviada.
—Se me ocurre una idea... ¿Qué planes tienes para el sábado por la noche?
—Ninguno en absoluto —confesó Charlotte sin el menor pudor.
—Me han invitado a una fiesta en Century City. Hay que ir de etiqueta y todo ese rollo. Supongo que será aburridísima, pero si tú me acompañas, seguro que la cosa cambia. ¿Te apetece?
A Charlotte se le hizo un nudo en el estómago.
—¿De etiqueta? ¿Quieres decir que tendré que ir de largo?
—Por favor —suplicó Jack—, soy un recién llegado, no conozco a nadie, ten piedad de mí. Si aceptas me harías un favor inmenso.
Charlotte suspiró: aquella cena ya había sido una prueba muy dura, así que se imaginaba perfectamente el suplicio que iba a pasar en la fiesta.
—Está bien, iré contigo.
—¡Genial! —Jack estaba contentísimo—. Pasaré a buscarte a las siete —dijo, y agachándose, le dio un suave beso en la mejilla antes de emprender silbando el camino hacia su casa.
Charlotte abrió la verja, atravesó el jardín y se metió en su casa, cerrando la puerta con mayor brusquedad de la que era usual en ella.
Jack le parecía encantador, amable y simpático. Como se proclamaba en casi todas las revistas del país, era el hombre perfecto. Y, entonces, ¿por qué no sentía su corazón vibrar cuando hablaba con él?
¿Por qué no se derretía ni le temblaban las rodillas cada vez que él le dedicaba alguna de sus deslumbrantes sonrisas? Y, sobre todo, ¿por qué no había invitado a semejante Apolo a entrar en su casa, dándose así la oportunidad de romper con aquel celibato que ya le pesaba tanto?
A lo mejor le faltaba un tornillo.
Estaba cansada y se sentía confusa. Se había disipado por completo la sensación de triunfo que había alcanzado en el restaurante. Necesitaba hablar con alguien de lo ocurrido, quizá de esa forma se le aclararan las ideas.
Sin pensarlo dos veces, se dirigió al dormitorio y marcó un número.
—¿Diga? —contestó Gabe al otro extremo de la línea.
Charlotte se puso a temblar de pies a cabeza. Había llamado a Gabe, claro, justo lo que siempre hacía cuando necesitaba hablar con alguien.
¿Qué podía decirle? ¿Que le había dolido que le dijera la verdad? ¿Que aquella noche se había comportado como una idiota por culpa suya? ¿Que no había invitado a Jack a entrar en su casa y no sabía por qué? ¿Qué pensaría Gabe de todo eso? ¿Qué podría decirle?
Tras unos instantes oyó un gruñido y que Gabe colgaba. Todavía con el auricular en la mano, Charlotte enterró la cabeza en la almohada y se echó a llorar.
Sí, tal vez aquella apuesta se le había escapado de las manos. Por la mañana hablarían con él y zanjaría aquella estupidez de una vez por todas. Que todos los hombres del mundo se pusieran a sus pies no le serviría de nada si perdía al único amigo que tenía.