VERA MILES [Dirigiéndose al corral, donde RANDOLPH SCOTT está ensillando un caballo]: ¿Iba a marcharse así? ¿Sin despedirse siquiera?
RANDOLPH SCOTT [Ajustando la cincha]: Tengo una deuda que zanjar. Y usted un joven al que atender. Le saqué la bala del brazo, pero necesita un vendaje. [RANDOLPH SCOTT se alza en el estribo y monta]
VERA MILES: ¿Volveré a verle? ¿Cómo sabré que está bien?
RANDOLPH SCOTT: Supongo que estaré bien. [Se lleva la mano al sombrero] Cuídese, señorita. [El caballo da la vuelta y se pierde hacia la puesta de sol]
VERA MILES [Gritando tras él]: ¡Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí! ¡Nunca!
Volví a casa y empecé a trabajar. Primero hice las más importantes: restaurar el doble encendedor en La extraña pasajera, volver a meter el uranio en la botella de vino de Encadenados, devolver la borrachera a Lee Marvin en La ingenua explosiva. Y las que me gustaban: Ninotchka, Río Bravo y Perdición. Y Siete novias, que salió de litigio al día siguiente de ver a Alis. La alarma estaba sonando cuando desperté. Devolví el vaso y la botella de whisky a Howard Keel en la primera escena, y luego avancé hasta la construcción del granero y convertí el pan de maíz en una jarra antes de ver a Alis.
Era una lástima que no se lo hubiera podido mostrar, ya que parecía tan sorprendida de que el número apareciera en la pantalla. Seguramente le había causado problemas, y no era de extrañar. Todos aquellos pasos en alto y sin compañero… me pregunté qué equipo había arrastrado por Hollywood Boulevard hasta los deslizadores para que pareciera que estaba en el aire. Cómo me hubiese gustado que Alis hubiera visto lo feliz que parecía haciendo aquellos pasos.
Puse la escena del granero en el disco con las demás, por si los herederos de Russ Tamblyn o Warner apelaban, y luego borré todos los archivos de mis transacciones, por si Mayer se apoderaba del Cray.
Calculé que disponía de dos semanas, tal vez tres si la opa de Columbia seguía adelante. Mayer estaría muy ocupado tratando de decidir qué camino debía tomar y no tendría tiempo de preocuparse por SA, ni Arthurton tampoco. Pensé en llamar a Heada (ella sabría lo que pasaba), y luego decidí que probablemente era una mala idea. De todas formas, ella también estaría ocupada tratando de conservar su trabajo.
Una semana, al menos. Tiempo suficiente para devolver a Myrna Loy su resaca y ver el resto de los musicales. Ya había encontrado la mayoría, excepto Buenas noticias y Pájaros y abejas. Devolví el dulce la leche[3] a Ellos y ellas mientras tanto, y el brandy a My Fair Lady, y convertí de nuevo a Frank Morgan en un borracho en Vacaciones de verano. Fui más despacio de lo que quería, y después de semana y media me detuve y puse en disco y cinta todo lo que Alis había hecho, esperando que Mayer llamara a mi puerta en cualquier momento. Empecé con Casablanca.
Llamaron a la puerta. Avancé hasta el final, donde el bar de Rick seguía lleno de limonada, saqué el disco con los bailes de Alis y me lo guardé en el zapato. Luego abrí la puerta.
Era Alis.
El pasillo que se extendía tras ella estaba oscuro, pero sus cabellos, recogidos en un moño, captaban la luz de alguna parte. Parecía cansada, como si acabara de ensayar. Todavía llevaba puesta la bata. Pude ver medias blancas y una faldita plisada debajo, y unos dos centímetros de arrugas rosa. Me pregunté qué habría estado haciendo, ¿el número «Abba-Dabba Honeymoon» de Dos semanas de amor? ¿O algo de A la luz plateada de la luna?
Ella rebuscó en el bolsillo de la bata y tendió el opdisk que yo le había dado.
—He venido a devolverte esto.
—Puedes quedártelo.
Ella lo miró un instante y luego se lo guardó en el bolsillo.
—Gracias —dijo, y volvió a sacarlo—. Me sorprende que se grabaran tantos pasos. No era muy buena cuando empecé —comentó, dándole la vuelta—. Sigo sin serlo.
—Eres tan buena como Ruby Keeler.
Ella sonrió.
—Ésa era la ñaqui de alguien.
—Eres tan buena como Vera-Ellen. Y Debbie Reynolds. Y Virginia Gibson.
Ella frunció el ceño; miró de nuevo el disco y luego a mí, como intentando decidir si debía decirme algo.
—Heada me habló de su trabajo —dijo, pero no era eso—. Ayudante de localización. Es magnífico. —Contempló las pantallas, donde Bogart brindaba con Ingrid—. Me comentó que estabas volviendo a dejar las películas tal como estaban.
—No todas —dije, señalando el disco en su mano—. Algunos remakes son mejores que el original.
—¿No te despedirán por devolver todas las SA?
—Casi seguro. Pero es mu-mucho mejor que lo que ha-ha-cía antes. Es…
—Historia de dos ciudades, Ronald Colman —dijo ella, mirando las pantallas donde Bogart se despedía de Ingrid, al disco, a las pantallas otra vez, tratando de pensar una frase que decirme.
Lo dije por ella.
—Te marchas.
Ella asintió, todavía sin mirarme.
—¿Adónde vas? ¿De vuelta a River City?
—Eso es de El músico —dijo, pero no sonrió—. No puedo continuar sola. Necesito a alguien que me enseñe los pasos de Eleanor Powell. Y también necesito un compañero.
Sólo por un instante, no, ni siquiera un instante, el parpadeo de un fotograma, pensé en cómo habría sido si yo no hubiera pasado los largos semestres colocado desmantelando bebidas alcohólicas, si los hubiera pasado en cambio en Burbank, practicando pasos de baile.
—Después de lo que dijiste la otra noche, se me ocurrió que podría usar una armadura de posición y un arnés de datos para los saltos, y lo intenté. Funcionó, supongo. Quiero decir que… Su voz se apagó torpemente, como si quisiera decir algo más, y me pregunté qué sería, y qué le contestaría. ¿Que Fred podría salir de juicio?
—Pero el equilibrio no es igual que con una persona real —suspiró—. Y necesito experimentar rutinas de aprendizaje, no sólo copiarlas de la pantalla.
Pensaba ir a algún sitio donde todavía hacían vivacciones.
—¿Dónde? —pregunté—. ¿Buenos Aires?
—No —contestó—. China. China.
—Hacen diez vivacciones al año —dije. Y veinte purgas. Por no mencionar las insurrecciones provinciales. Y los disturbios antiextranjeros.
—Sus vivacciones no son muy buenas. En realidad, son horribles. La mayoría son películas de propaganda o de artes marciales, pero el año pasado un par de ellas fueron musicales. —Sonrió tristemente—. Les gusta Gene Kelly.
Gene Kelly. Pero serían coreografías de verdad. Y el brazo de un hombre alrededor de su cintura en vez de un arnés de datos, y la mano de un hombre alzando la suya. Lo verdadero.
—Me marcho mañana por la mañana. Estaba haciendo las maletas, encontré el disco y pensé que tal vez querrías recuperarlo.
—No —dije, y luego pregunté, para no tener que decirle adiós—: ¿Desde dónde vas a volar?
—San Francisco. Tomaré los deslizadores esta noche. Y aún no he terminado de hacer las maletas. —Me miró, esperando que yo dijera mi línea de diálogo.
En realidad tenía bastantes donde elegir. Si hay algo que abunda en las películas, son las despedidas. Desde «¡Cuídate, querida!» a «No pidas la luna cuando tenemos las estrellas», a «¡Vuelve, Shane!». Incluso «Sayonara, baby».
Pero no dije nada. Me quedé allí de pie y la miré, contemplé su hermoso pelo a contraluz y su inolvidable rostro. Observé lo que deseaba y no podía tener, ni siquiera durante unos pocos minutos.
¿Y si le decía: «Quédate»? ¿Y si le prometía buscarle un profesor, conseguirle un papel, ponerla en un espectáculo? Sí. Con un Cray que tuviera unos diez minutos de memoria, un Cray que no tendría en cuanto Mayer descubriera lo que había estado haciendo.
Tras de mí, en la pantalla, Bogart decía «Aquí no hay sitio para ti», y miraba a Ingrid, tratando de hacer que el momento durara para siempre. Al fondo, las hélices del avión empezaban a girar, y al cabo de un minuto aparecerían los nazis.
Permanecieron allí, mirándose, y los ojos de Ingrid se llenaron de lágrimas, y Vincent podría pasarse la vida trabajando con su programa de lágrimas, nunca lo conseguiría. O tal vez sí. Habían hecho Casablanca con hielo seco y cartón. Y era de verdad.
—Tengo que irme —dijo Alis.
—Lo sé —contesté, y sonreí—. Siempre nos quedará París.
Y según el guión se suponía que ella debía dirigirme una última mirada de anhelo y subir al avión con Paul Henreid, ¿y por qué no he aprendido todavía que Heada siempre tiene razón?
—Adiós —dijo Alis, y de pronto estuvo en mis brazos, y yo la besaba, la besaba, y ella se desabrochaba la bata, se soltaba el pelo, el vestido de fantasía rosa, y una parte de mí pensaba «Esto es importante», pero ella se quitó el vestido, y los pantalones, y la tendí en la cama, y ella no se difuminó, no se morfeó en Heada, yo estaba sobre ella y dentro de ella, y nos movíamos juntos, con facilidad, sin esfuerzo, nuestras manos extendidas pero sin llegar a tocarse sobre las sábanas enmarañadas.
No dejé de mirarle las manos, flexionadas y extendidas en la pasión, sabiendo que sí la miraba a la cara sus facciones quedarían grabadas a fuego en mi cerebro para siempre, como un fotograma congelado, con klieg o sin klieg; temeroso de que si lo hacía ella me mirara con expresión condescendiente, o peor aún, que no me estuviera mirando. Que mirara más allá de mí, a dos bailarines sobre un suelo estrellado.
—¡Tom! —exclamó al correrse, y yo la miré. Sus cabellos estaban esparcidos sobre la almohada, a contraluz y hermosos, y su expresión era intensa, como lo había sido aquella noche en la fiesta, cuando contemplaba a Fred y Ginger en la librepantalla, embelesada y hermosa y triste.
Enfocada, finalmente, en mí.