TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 15: La resaca (normalmente sigue a Tópico N.° 14: La fiesta). Dolor de cabeza, sobresaltos con los ruidos, molestias por la luz intensa.
VER: La cena de los acusados, El solterón y el amor, Tras el hombre delgado, ¡McLintock!, Otro hombre delgado, Historias de Filadelfia, La canción del hombre delgado.
Llamé a Heada, sin imagen.
—¿Puedes recomendarme algo que quite la borrachera?
—¿Rápido o indoloro?
—Rápido.
—Ridigraña —dijo ella rápidamente—. ¿Qué pasa?
—No pasa nada. Mayer me está pinchando para que trabaje más rápido en sus películas, y decidí que las SA me están retrasando. ¿Tienes algún remedio?
—Tendré que pedirlo —contestó—. Conseguiré algo y te lo llevaré.
No es necesario, quise decir, pero eso sólo la haría sospechar más.
—Gracias.
Mientras la esperaba recuperé los créditos. No fueron de gran ayuda. Había siete novias, después de todo, y las únicas que conocía eran Jane Powell y Ruta Lee, que apareció en todas las películas de serie B de los setenta. Dorcas era Julie Newmeyer, que más tarde cambió su nombre a Julie Newmar. Cuando volví y contemplé de nuevo la escena de la cosecha, quedó claro cuál era ella.
La observé, prestando atención a los nombres de los otros personajes.
La rubita de la que estaba enamorado Russ Tamblyn se llamaba Alice, y Dorcas era la morena alta. Avancé hasta la escena del rapto e identifiqué a las otras chicas con los nombres de sus personajes. La del vestido rosa era Virginia Gibson.
Virginia Gibson.
—Directorio del Sindicato de Actores —le dije, y le di el nombre.
Virginia Gibson había aparecido en unas cuantas películas, incluyendo Atenea y algo llamado Yo maté a Wild Bill Hickok.
—Musicales —dije, y la lista se redujo a cinco. No, cuatro. Una cara con ángel era una película de Fred Astaire, lo cual significaba que estaba en litigio.
Llamaron a la puerta. Apagué la pantalla, luego decidí que eso me delataría.
—Encadenados —dije, y luego me asusté. ¿Y si Ingrid Bergman también tenía la cara de Alis?—. Cancela —ordené, tratando de pensar en otra película, cualquier película. Excepto Atenea.
—Tom, ¿estás bien? —llamó Heada a través de la puerta.
—Ya voy —dije, contemplando la pantalla apagada. ¿La exótica? No, también era de Ingrid, y al fin y al cabo si esto iba a pasar de todas formas, sería mejor que lo supiera antes de tomar nada más.
Encadenados —dije en voz baja—. Fotograma 54-119. —Esperé a que apareciera la cara de Ingrid.
—¡Tom! —gritó Heada—. ¿Qué te pasa?
Cary Grant salió del salón de baile y Ingrid lo miró con aspecto ansioso, y pareció a punto de echarse a llorar. Seguía siendo Ingrid, lo cual fue un alivio.
—¡Tom! —chilló Heada, y abrí la puerta.
Heada entró y me tendió algunas cápsulas azules.
—Tómate dos. Con agua. ¿Por qué no abrías la puerta?
—Me estaba deshaciendo de las pruebas —dije, señalando la pantalla—. Treinta y cuatro botellas de champán.
—He visto esa película —comentó ella, acercándose a la pantalla—. Se desarrolla en Brasil. Tiene tomas de archivo de Río de Janeiro y Sugar Loaf.
—Has acertado, como siempre —dije, y añadí sin darle importancia—. Por cierto, ya que lo sabes todo, Heada. ¿Sabes si Fred Astaire ha sido registrado ya?
—No. ILMGM va a recurrir.
—¿Cuánto tardará esta ridigraña en hacer efecto? —Dije antes de que ella pudiera preguntar por qué me interesaba Fred Astaire.
—Depende de cuánto hayas bebido. Por la forma en que has estado tragando, seis semanas.
—¿Seis semanas?
—Es una broma. Cuatro horas, tal vez menos. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? ¿Y si empiezas a destellar otra vez?
No le pregunté cómo sabía que había estado destellando. Después de todo, se trataba de Heada.
Me tendió el vaso.
—Bebe mucha agua. Y orina tanto como puedas. ¿Qué haces?
—Barrido y quema —dije, volviendo a la pantalla congelada. Borré otra botella de champán.
Ella se inclinó por encima de mi hombro.
—¿Ésta es la escena en que se quedan sin champán, y Claude Rains baja a la bodega y sorprende a Cary Grant?
—No lo será cuando acabe con ella —dije yo—. El champán se convertirá en helado. ¿Qué te parece, escondemos el uranio en el congelador o en la bolsa de sal?
Ella me miró con seriedad.
—Creo que pasa algo raro. ¿Qué es?
—Llevo cuatro semanas de retraso en la lista de Mayer, y me está apretando los tornillos, eso es lo que pasa. ¿Estás segura de que son ridigraña? —pregunté, mirando las cápsulas—. No están marcadas.
—Estoy segura —contestó, mirándome con recelo.
Me metí las cápsulas en la boca y extendí la mano hacia el bourbon.
Heada me quitó la botella de la mano.
—Se toman con agua.
Entró en el cuarto de baño y oí el borboteo del bourbon al caer por el desagüe.
Salió del baño y me tendió un vaso de agua.
—Bebe tanto como puedas. Así te desintoxicarás antes. Y ni una gota de alcohol. —Abrió el mueble, rebuscó dentro, sacó una botella de vodka—. Ni una gota de alcohol —repitió, quitando el tapón, y volvió al cuarto de baño para vaciarla—. ¿Alguna otra botella?
—¿Por qué? —Dije, sentándome en la cama—. ¿Has decidido cambiarlo por chooch?
—Ya te lo dije: lo he dejado. Levántate.
Obedecí; ella se arrodilló y empezó a rebuscar debajo de la cama.
—Ya conozco los efectos de la ridigraña —dijo, sacando una botella de champán—. Querrás un trago, pero ni hablar. Lo echarás. En serio. —Se debatió con el tapón de la botella—. Así que no bebas. Y no intentes hacer nada. Tiéndete en cuanto empieces a sentir algo, dolor de cabeza, temblores. Y quédate aquí. Podrías tener alucinaciones. Serpientes, monstruos…
—Conejos de metro ochenta llamados Harvey.
—Lo digo en serio. Cuando la tomé me sentí al borde de la muerte. Y el chooch es mucho más fácil de superar que el alcohol.
—Entonces, ¿por qué lo dejaste?
Ella me dirigió una mirada triste y siguió luchando con el tapón.
—Pensé que eso haría que alguien se fijara en mí.
—¿Y lo han hecho?
—No —dijo, y siguió batallando con el tapón—. ¿Por qué me llamaste y me pediste que te trajera ridigraña?
—Ya te lo he dicho. Mayer…
Sacó el tapón.
—Mayer está en Nueva York, haciéndole la pelota a su nuevo jefe, que, según se comenta, va derechito a la calle. El rumor es que a los ejecos de ILMGM no les gusta esta moralina ultraderechista. Al menos cuando se aplica a ellos. —Vació el champán y regresó a la habitación—. ¿Más champán?
—Montones —dije, y regresé al comp—. Siguiente fotograma. —Un puñado de botellas apareció en la pantalla—. ¿Quieres vaciarlas también? —Me di la vuelta, sonriendo.
Ella me miraba muy seria.
—Ahora de verdad, ¿qué te pasa?
—Siguiente fotograma —dije. La pantalla cambió a Ingrid, que parecía inquieta, sus cabellos como un halo. Le quité la copa de champán de la mano.
—Has vuelto a verla, ¿no?
Todo.
—¿A quién? —pregunté, aunque era inútil—. Sí. La he visto. —Apagué Encadenados—. Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa. Siete novias para siete hermanos —le dije al comp—. Fotograma 25-118.
La pantalla iluminó a Jane Powell, sentada en la carreta y sujetando una cesta.
—Avanza en tiempo real —ordené, y Jane Powell le tendió la cesta a Julie Newmar.
—Creí que esta película iba a entrar en litigio —dijo Heada por encima de mi hombro.
—¿Por quién? ¿Jane Powell o Howard Keel?
—Russ Tamblyn —contestó ella, señalándolo. Él se subió a la carreta y miraba apasionadamente a la pequeña rubia, Alice—. Virtusonic lo ha estado empleando en películas snuffporno, y a ILMGM no le ha gustado. Alegan abuso de copyright.
Russ Tamblyn, con aspecto joven e inocente, probablemente la verdad, se marchó con Alice, y Howard Keel bajó a Jane Powell del pescante.
—Alto —dije al ordenador. Me volví hacia Heada—. Quiero que veas la próxima escena. Fíjate en las caras. Avanza en tiempo real —ordené, y los bailarines formaron dos filas y se saludaron para iniciar el cortejo.
No sé qué esperaba que hiciera Heada, jadear y llevarse la mano al corazón como Lillian Gish, tal vez. O hacerme dar la vuelta y preguntarme: «¿Qué es exactamente lo que tengo que mirar?».
Tampoco hizo eso. Contempló la escena entera, quieta y silenciosa, casi tan concentrada en la pantalla como Alis, y luego dijo en voz baja:
—No pensaba que fuera a hacer eso.
Por un momento no entendí lo que había dicho debido al rugido en mi cabeza, el rugido que decía: «Es ella. No es un destello. Es ella».
—Y toda esa chachara sobre un profesor de baile —decía Heada—. Todas esas cosas sobre Fred Astaire. Nunca pensé que fuera…
—¿Que fuera a hacer qué? —pregunté, aturdido.
—Esto —dijo ella, señalando vagamente la pantalla con la mano, donde los lados del granero empezaban a subir—. Que se convertiría en la ñaqui de alguien. Que se rendiría. Que se vendería. —Indicó de nuevo la pantalla—. ¿Te dijo Mayer para cuál de los ejecos lo has hecho?
—Yo no lo he hecho —contesté.
—Bueno, pues entonces alguien lo ha hecho. Mayer debe de haber empleado a Vincent o a alguien. Creí que habías dicho que ella no quería que pegaran su cara encima de la de nadie.
—No quería. No quiere —aseguré—. Esto no es un pastiche. Es ella, está bailando.
Miró la pantalla. Un cowboy dejó caer el martillo sobre el pulgar de Russ Tamblyn.
—Ella no se vendería —concluí.
—Citando a un amigo mío, todos tenemos un precio.
—No. La gente se vende para conseguir lo que quiere. Hacer que peguen su cara sobre el cuerpo de otra persona no es lo que ella quería. Quería bailar en las películas.
—Tal vez necesitaba dinero —aventuró Heada, mirando la pantalla. Alguien golpeó a Howard Keel con un tablón y Russ Tamblyn le arreó un puñetazo—. Tal vez comprendió que no podía tener lo que quería.
—No —dije yo, recordando su expresión decidida en Hollywood Boulevard—. No lo comprendes. No.
—Muy bien —suavizó ella—. No se vendió. No es un pastiche. —Señaló la pantalla—. Entonces, ¿qué es? ¿Cómo ha acabado ahí si no la ha pegado nadie?
Howard Keel empujó a un rincón a un par de matones, y el granero se desplomó en medio de un estrépito de tablones y gruñidos.
—No lo sé —dije.
Nos quedamos allí un instante, contemplando el destrozo.
—¿Puedo volver a ver la escena? —preguntó Heada.
—Fotograma 25-200, avanza en tiempo real —pedí, y Howard Keel alzó de nuevo los brazos para recoger a Jane Powell. Los bailarines se colocaron en dos filas. Y allí estaba Alis, bailando.
—Tal vez no es ella —sugirió Heada—. Por eso me pediste que te trajera la ridigraña, ¿verdad? Pensabas que podría ser un efecto del alcohol.
—Ahora tú también la ves.
—Sí —admitió ella, frunciendo el ceño—, pero en realidad no estoy segura de saber cómo es. Quiero decir que siempre que la he visto yo estaba muy colgada, igual que tú. Y no han sido tantas veces, ¿no?
Aquella fiesta, y la vez que Heada la envió a pedirme el acceso, y el episodio de los deslizadores. Ocasiones memorables, todas ellas.
—No —convine.
—Así que podría ser cualquier otra persona que se le parece. Su pelo es algo más oscuro, ¿no?
—Una peluca —dije—. Las pelucas y el maquillaje pueden hacer que parezcas muy distinto.
—Sí —comentó Heada, como si eso demostrara algo—. O parecido. Tal vez esa otra persona lleva una peluca y maquillaje que hacen que se parezca a Alis. De todas formas, ¿quién es en la película?
—Virginia Gibson.
—Tal vez esa Virginia Gibson y Alis se parecen. ¿Actúa en otras películas? Virginia Gibson, quiero decir. En ese caso, podríamos buscarla y ver qué aspecto tiene, y si es ella o no. —Me miró preocupada—. Pero será mejor que primero dejes que la ridigraña surta efecto. ¿Sientes ya algún síntoma? ¿Dolor de cabeza?
—No —dije, mirando la pantalla.
—Bueno, ya falta poco. —Apartó el embozo de la cama—. Acuéstate, yo te traeré un poco de agua. La ridigraña es rápida, pero dura. Lo mejor es que…
—La duerma —concluí yo.
Trajo un vaso de agua y lo dejó junto a la cabecera.
—Contacta conmigo si tienes temblores y empiezas a ver cosas.
—Según tú, ya he empezado.
—No he dicho eso. He dicho que deberías comprobar esa Virginia Gibson antes de llegar a una conclusión. Después de que la ridigraña surta efecto.
—Eso significa que cuando esté sobrio no se parecerá a ella.
—Significa que cuando estés sobrio, al menos podrás verla. —Me miró fijamente—. ¿Quieres que sea ella?
—Creo que voy a acostarme —dije para que se marchara—. Me duele la cabeza. —Me senté en la cama.
—Ya surte efecto —dijo ella, triunfal—. Contacta conmigo si necesitas algo.
—Lo haré —dije, y me tendí.
Ella miró en derredor.
—Ni tienes más bebida por aquí, ¿verdad?
—Litros y litros —le dije, señalando la pantalla—. Botellas, frascos, petacas, jarras. Pide lo que quieras, está ahí dentro.
—Si bebes algo, será peor.
—Lo sé —dije, cubriéndome los ojos con la mano—. Temblores, elefantes rosa, conejos de metro ochenta, «¿y cómo está usted, señor Wilson?».
—Contacta conmigo —repitió ella, y se marchó por fin.
Esperé cinco minutos a que volviera y me dijera que me asegurara de orinar, y luego otros cinco para que aparecieran las serpientes y conejos, o peor, Fred y Eleanor, vestidos de blanco y bailando muy juntitos. Y pensando en lo que había dicho Heada. Si no se trataba de un pastiche, ¿qué era? Y no podía ser un pastiche. Heada no había oído a Alis hablar de su deseo de bailar en las películas. No la había visto aquella noche en Hollywood Boulevard, cuando le ofrecí la oportunidad para aparecer en una.
Podría haber sido digitalizada esa noche, ser Ginger Rogers, Ann Miller, cualquiera. Incluso Eleanor Powell. ¿Por qué iba a cambiar de pronto de opinión y decidir que quería ser una bailarina de la que nadie había oído hablar? Una actriz que sólo aparecía en unas pocas películas, una de las cuales estaba protagonizada por Fred Astaire.
«Estamos así de cerca de poder viajar en el tiempo», había dicho el ejeco, aproximando el pulgar y el índice.
¿Y si Alis, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por bailar en las películas, que estaba dispuesta a practicar en una clase abarrotada con un monitor minúsculo y trabajar por las noches en una trampa turata, había hablado con uno de los hackólitos del viaje temporal para que la dejara ser su conejillo de Indias? ¿Y si Alis lo había convencido para que la enviara al año 1954, vestida con un chaleco verde y guantes cortos, y luego, en vez de volver como se suponía que debía hacer, había cambiado su nombre por el de Virginia Gibson y se había presentado a una prueba de la MGM para un papel en Siete novias para siete hermanos? Y luego apareció en otras seis películas, una de las cuales era Una cara con ángel. Con Fred Astaire.
Me senté en la cama, lentamente, para no convertir mi dolor de cabeza en algo peor, y me acerqué al terminal y solicité Una cara con ángel.
Heada había dicho que Fred Astaire estaba aún en litigio, y así era. Puse una alarma en la película y en Fred por si el caso se zanjaba. Si Heada tenía razón (¿y cuándo se equivocaba ella?), Warner respondería y presentaría una alegación inmediatamente, pero si había una pausa o los abogados de Warner estaban ocupados con Russ Tamblyn, tal vez se produciría un hueco. Emplacé la alarma para que me avisara y solicité otra vez la lista de musicales de Virginia Gibson.
Cielo de estrellas era una cinta en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial, que no me daba una imagen tan clara como en color, y Regreso a Broadway estaba también en litigio, por alguien de quien yo nunca había oído hablar. Eso dejaba Atenea, Nubes pintadas de luz y Té para dos. No recordaba haber visto ninguna de ellas.
Cuando solicité Atenea comprendí por qué. Era un cruce entre Venus era mujer y Vive como quieras, con montones de gasas al viento, saludables excéntricos y casi ningún baile. Virginia Gibson, con gasas de color verde, se suponía que era Niobe, la diosa del jazz y el claqué o algo así. En cualquier caso, no era Alis. La miré, sobre todo con el pelo recogido en una trenza griega. «Y con un quinto de bourbon dentro», habría dicho Heada. Y una dosis doble de ridigraña. Incluso así, no se parecía tanto a ella como la bailarina de la escena de la construcción del granero. Solicité Siete novias; la pantalla se volvió plateada un largo instante y luego empezó a mostrar un aviso legal: «Esta película está actualmente en litigio. No se permite su visualización».
Bueno, eso lo zanjaba todo. Para cuando los tribunales hubieran decidido dejar que hicieran trochos a Russ Tamblyn, yo estaría libre de chooch y descubriría que se trataba tan sólo de alguien que se parecía a ella, o ni siquiera eso. Un truco de luces y maquillaje.
Y no tenía sentido repasar más musicales. Cualquier parecido era puro alcohol, y debería hacer lo que recomendaba la doctora Heada: acostarme y esperar a que se me pasara. Y luego volver a hacer trocitos las películas yo mismo. Debería solicitar Encadenados y acabar de una vez.
—Té para dos —dije.
Era una peli de Doris Day, y me pregunté si estaba en la lista de malas bailarinas de Alis. Se lo merecía. Sonreía mostrando los dientes mientras marcaba los pasos con Gene Nelson, en un local de ensayos por el que Alis habría sido capaz de matar, todo espacio y espejos y ni un pupitre apilado. Había una terrible versión latina de «Crazy Rhythm», Gordon MacRae cantaba «I Only Have Eyes for You» y luego el gran número de Virginia Gibson.
Desde luego, no era Alis. Con el pelo suelto, ni siquiera se le parecía. O tal vez la ridigraña estaba haciendo efecto.
Los pasos eran la idea de Hollywood de un ballet, más gasas y un montón de vueltas, no el tipo de coreografía con el que Alis se habría molestado. Si hubiera aprendido ballet allá en Meadowville, y no sólo jazz y claqué, pero no lo había hecho, y era evidente que Virginia sí: Alis no era Virginia, y yo estaba sobrio, y volví a las botellas.
—Avanza a 64 —dije, y vi cómo Doris avanzaba sonriendo a través del número del título y una repetición innecesaria. El número siguiente era una gran producción. Virginia no aparecía en él, y empecé a avanzar de nuevo. Entonces paré.
»Rebobina a tema musical —ordené y vi el número de producción, contando los fotogramas. Una pareja rubia avanzaba hacia una serie de deslizamientos y luego retrocedía, y entonces un tipo moreno y una pelirroja con una falda blanca plisada avanzaban dando patadas al aire y bailaban un charleston. Ella tenía el pelo rizado y llevaba una blusa atada por delante, y los dos se pusieron las manos en las rodillas y ejecutaron una serie de cruces.
»Fotograma 75-004, avanza a 12 —dije, y contemplé la rutina a cámara lenta—. Amplía cuadrante dos. —Vi el pelo rojo ocupando toda la pantalla, aunque no había necesidad de ampliación, ni de cámara lenta tampoco. No había ninguna duda de quién era.
Lo supe en el mismo instante en que la vi, del mismo modo que lo había hecho en la escena del granero, y no era el alcohol (del que aún quedaban unos quince minutos en mi estómago) ni el klieg, ni un leve parecido agudizado por el carmín y el lápiz de ojos. Era Alis. Era imposible.
—Último fotograma —dije, pero la peli databa de los Viejos Tiempos, cuando la línea del coro no aparecía en los créditos, y había que descifrar la fecha del copyright. MCML. 1950.
Repasé toda la película, congelando la imagen y ampliando cada vez que divisaba pelo rojo, pero no volví a verla. Avancé hasta el número del charleston y lo vi otra vez, intentando elaborar una hipótesis.
Muy bien. El hackólito la había enviado a 1950 (borra eso: el copyright indicaba la fecha del estreno; la había enviado a 1949), y ella había esperado unos cuatro años, bailando en coros y siguiendo a Virgina Gibson, esperando una oportunidad de golpear a Virginia en la cabeza, esconderla detrás de un decorado, y ocupar su lugar en Siete novias. Así podría impresionar al productor de Una cara con ángel con su baile para que le ofreciera un papel, y finalmente conseguiría bailar con Fred Astaire, aunque sólo en el mismo número de producción.
Ni siquiera cocido de chooch me habría tragado eso. Pero era ella, así que tenía que haber una explicación. Tal vez entre trabajos en el coro Alis había conseguido un empleo como cuerpo presente. Entonces los tenían. Se llamaban dobles, y tal vez hizo de Virginia Gibson porque se parecían, y Alis la había sobornado para ocupar su lugar, o se las había arreglado para hacer que Virginia se perdiera una sesión de rodaje. Arme Baxter en Eva al desnudo. O tal vez Virginia tenía un problema con SA, y cuando apareció borracha, Alis tuvo que ocupar su lugar.
Esa teoría no era mucho más factible. Solicité de nuevo el menú. Si Alis había conseguido un trabajo en el coro, podría haber logrado otros. Escruté los musicales, tratando de recordar cuáles tenían números de coro. Cantando bajo la lluvia los tenía: la escena de la fiesta de la que yo había quitado el champán.
Solicité el registro de cambios para encontrar el número de fotograma y avancé hasta donde no había champán, cuando Donald O’Connor decía: «Hay que pasar una película en una fiesta. Es una ley de Hollywood», dejé atrás dicha película, hasta el principio del número del coro.
Chicas con falditas rosa y sombreros anchos subían corriendo al escenario al ritmo de «You Are My Lucky Star» y con un mal ángulo de cámara. Iba a tener que hacer una ampliación para ver sus caras con claridad. Pero no hubo necesidad. Encontré a Alis.
Tal vez habría conseguido sobornar a Virginia Gibson. A lo mejor incluso había conseguido esconderla a ella y a la pelirroja de Té para dos detrás de sus respectivos decorados. Pero Debbie Reynolds no tenía ningún problema con las SA, y si Alis la hubiera ocultado detrás de un escenario, alguien se habría dado cuenta.
No era un viaje en el tiempo. Era otra cosa, una ilusión generada por ordenador de algún tipo en la que ella conseguía de algún modo bailar y aparecer en la película. En ese caso, no había desaparecido para siempre en el pasado. Estaba todavía en Hollywood. Y yo iba a encontrarla.
—Apaga —le dije al comp, cogí la chaqueta y me largué.