RUBY KEELER [Nerviosa]: Nunca había estado en un apartamento de soltero.
ADOLPHE MENJOU [Sirviendo champagne]: Nunca habías estado en Hollywood. [Le tiende una copa.] Ten, querida, esto te relajará.
RUBY KEELER [Deambulando cerca de la puerta]: Dijo usted que tenía una solicitud para una prueba. ¿No debería rellenarla?
ADOLPHE MENJOU [Reduciendo las luces]: Más tarde, querida, cuando hayamos tenido ocasión de conocernos.
—Tengo todo lo que quieras —le prometí a Alis mientras subíamos—. Todas las bibliotecas de la ILMGM, y la Warner y la Fox-Mitsubishi, al menos todo lo que ha sido digitalizado, que debería ser todo lo que quieres. —La conduje por el pasillo—. Las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers eran de la Warner, ¿verdad?
—RKO.
—Es lo mismo. —Abrí la puerta—. Ya hemos llegado —anuncié, y le mostré mi habitación.
Ella dio un confiado paso al interior y luego se detuvo al ver las tres paredes cubiertas con pantallas de espejo.
—¿No me habías dicho que eras estudiante?
Ahora no era el momento de decirle que no había asistido a clase en más de un semestre.
—Lo soy —dije, adelantándome a ella para que avanzara, y cogiendo una camisa—. Ropas por todo el suelo, la cama sin hacer. —Tiré la camisa a un rincón—. Andy Hardy va a la universidad.
Ella miraba el digitalizador y el conector del enlace de fibra-op.
—Creía que sólo los estudios tenían Crays.
—Trabajo para ellos para pagarme los estudios —expliqué. Y para surtirme de chooch.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó, contemplando el reflejo de su propio rostro en las pantallas plateadas, y ahora tampoco era el momento de decirle que me especializaba en conseguir ñaquis para los ejecos de los estudios.
—Remakes —dije. Alisé las sábanas—. Siéntate.
Ella se quedó en el borde de la cama, con las rodillas muy juntas.
—Muy bien —sonreí, sentándome ante el comp. Pedí el menú de la biblioteca Warner—. El Continental es de Sombrero de copa, ¿no?
—La alegre divorciada —dijo ella—. Casi al final.
—Pantalla principal, fotograma final y vuelve a 98 —ordené. Fred y Ginger saltaron a la pantalla y subieron a una mesa—. Reb a 96 fotogramas por segundo. —Y saltaron de la mesa y fueron hacia atrás del desayuno al salón de baile.
Rebobiné hasta el principio del número y lo dejé en marcha.
—¿Quieres sonido? —pregunté.
Ella sacudió la cabeza, absorta ya en la pantalla. Tal vez esto no había sido una buena idea. Se inclinó hacia delante, y la misma expresión concentrada de antes asomó a su rostro, como si estuviera intentando memorizar los pasos. No me hacía ni caso, lo cual no era exactamente la idea al invitarla.
—Menú —dije—. Películas de Fred Astaire y Ginger Rogers. —Apareció el menú—. En pantalla uno, Al compás de la música —ordené. Normalmente había un gran baile final en estas películas, ¿no?—. Fotograma final y vuelve a 96.
La había. En la pantalla superior izquierda, Fred con frac hacía girar a Ginge y su vestido plateado.
—Fotograma 102-044 —dije, leyendo el código al pie—. Avanza en tiempo real y repite. Bucle continuo. Pantalla dos, Sigamos la flota, pantalla tres, Sombrero de copa, pantalla cuatro, Descuidada. Fotograma final y vuelve a 96.
Impuse en todas bucles continuos y repasé el resto de la lista de Fred y Ginger, llenando la mayoría de las pantallas de la izquierda con sus bailes: giros, zapateos, vueltas, Fred con frac, con uniforme de soldado, botas de montar, Ginger con largos vestidos de seda que destellaban bajo la rodilla en un remolino de plumas, piel y abalorios. Bailaban valses, zapateaban, se deslizaban con el Carioca, el Yam, el Piccolino. Y todos en plano general. Todos sin cortes.
Alis contemplaba las pantallas. La expresión atenta y concentrada había desaparecido, y sonreía encantada.
—¿Algo más?
—Sí. Ritmo loco —me dijo—. El número del título. Fotograma 87-1309.
La puse en marcha en la fila de abajo. Fred de punta en blanco, bailando con un coro de rubias vestidas de satén negro y velos. Todas llevaban máscaras con el rostro de Ginger Rogers, y se las ponían y alejaban de Fred, las máscaras tan estiradas como rostros.
—¿Alguna otra película? —Dije, llamando de nuevo el menú—. Quedan pantallas de sobra. ¿Qué tal Un americano en París?
—No me gusta Gene Kelly.
—Vale —dije, sorprendido—. ¿Qué tal Espérame en San Luis?
—No hay bailes excepto el número «Under the Banyan Tree», con Margaret O’Brien. Es por culpa de Judy Garland. Bailaba que daba pena.
—Muy bien —dije yo, aún más sorprendido—. ¿Cantando bajo la lluvia? No, espera, no te gusta Gene Kelly.
—El número de «Good Morning» está bien.
Escruté en el menú películas donde no aparecieran Gene Kelly ni Judy Garland.
—¿Buenas noticias?
—El «Varsity Drag» —asintió ella—. Está justo al final. ¿Tienes Siete novias para siete hermanos?
—Claro. ¿Qué número?
—El de la construcción del granero. Fotograma 27-986.
Lo llamé. Busqué algún pasaje donde apareciera Ruby Keeler.
—¿La calle 42?
Ella sacudió la cabeza.
—Es de Busby Berkeley. No tiene bailes excepto al fondo de una toma de ensayos y unas diecisiete barras en el número «Pettin’in the Park». Nunca hay bailes en las de Busby Berkeley. ¿Tienes Un día en Nueva York?
—Creía que no te gustaba Gene Kelly.
—Ann Miller. El número del Hombre Prehistórico. Fotograma 28-650. Técnicamente es muy buena cuando se dedica al claqué.
No sé por qué estaba tan sorprendido o qué esperaba. Adoración total, supongo. A Ruby Keejerniurmurando: «¡Dios, señor Ziegfield, un papel en su espectáculo! ¡Qué maravilla!». O a Judy Garland tal vez, mirando embelesada la foto de Clark Gable en Melodías de Broadway de 1938. Pero a ella no le gustaba Judy, y había rechazado a Gene Kelly con tanta indiferencia como si fuera una chica que se presenta a una prueba para el coro en una de Busby Berkeley. Que, por cierto, tampoco le gustaba.
Llené las pantallas de Fred Astaire, que sí le gustaba, aunque ninguna de sus películas en color eran tan buenas como las de blanco y negro, ni tampoco sus compañeras. La mayoría se quedaban colgadas mientras él giraba alrededor, o adoptaban una pose y le dejaban bailar en círculos, literalmente, a su alrededor.
Alis no las contemplaba. Había vuelto a la pantalla central y observaba a Fred, en plano general, levantando del suelo a una ingrávida Ginger.
—¿Es eso lo que quieres hacer? —pregunté, señalando—. ¿Bailar el Continental?
Ella sacudió la cabeza.
—Todavía tengo que aprender mucho. Sólo conozco unos cuantos pasos. Podría hacer eso —dijo, señalando el «Varsity Drag», y luego al número de cowboys de Cabecita loca—. Y tal vez eso. Coro, no principal.
Y eso tampoco era lo que yo esperaba. Lo único que tienen en común las caras bajo sus lunares de Marilyn es la absoluta convicción de que cumplen todos los requisitos para convertirse en una estrella. En la mayoría de los casos no es así: no saben actuar o mostrar emoción, ni siquiera pueden hacer una razonable imitación de la voz sensual de Norma Jean y su vulnerabilidad tan sexy, pero todas creen que lo único que se interpone entre ellas y el estrellato es la mala suerte, no la falta de talento. Nunca había oído a ninguna decir: «Tengo que aprender mucho».
—Voy a necesitar un profesor de baile —decía Alis—. ¿Conoces alguno?
¿En Hollywood? Era tan probable que encontrara alguno como que se encontrara con Fred Astaire. Menos.
¿Y qué si era lo bastante lista para conocer sus propios fallos? ¿Qué si había estudiado las películas y las criticaba? Nada de eso iba a hacer volver los musicales. Nada de eso iba a hacer que ILMGM empezara a rodar vivacciones otra vez.
Miré las pantallas. En la fila de abajo Fred intentaba encontrar a la auténtica Ginger entre las máscaras. En la tercera pantalla, fila de arriba, intentaba seducirla: ella se apartaba, él avanzaba, ella regresaba, él se inclinaba, ella se inclinaba lánguidamente.
Lo cual me recordó que sería mejor que continuara con lo mío o iba a destellar con Alis allí sentada al borde de la cama, completamente vestida y las piernas bien apretadas.
Pedí sonido en la pantalla tres y me senté junto a Alis en la cama.
—Creo que eres bastante buena —dije.
Me miró, confundida, y entonces advirtió que estaba contestando a sus palabras de «Todavía tengo que aprender mucho» de antes.
—No me has visto bailar —contestó.
—No hablaba de baile —señalé, y me incliné hacia delante para besarla.
La pantalla central destelló en blanco.
—Mensaje de Heada Hopper —anunció.
Deletreaba Hedda con «a». Me pregunté si había tenido otro destello revelatorio y me interrumpía para comunicármelo.
—Mensaje anulado —dije, y me levanté para despejar la pantalla, pero era demasiado tarde. El mensaje ya estaba allí.
«Mayer está aquí —decía—. ¿Lo envío arriba? Heada».
Sólo hubiera faltado eso. Tendría que hacer una copia del pastiche y llevárselo.
—Archivo River Phoenix —le dije al ordenador, y metí un opdisk en blanco—. Donde están los muchachos. Graba remake.
Las pantallas con los bailes se pusieron en blanco y Alis se levantó.
—¿Quieres que me vaya?
—¡No! —exclamé, buscando un mando a distancia. El comp escupió el disco, y lo recogí—. Quédate aquí. Ahora mismo vuelvo. Tengo que darle esto a un tipo.
Le tendí el mando.
—Toma. Pulsa M para menú y pide lo que quieras. Si la película que pides no está en ILMGM, puedes llamar a las otras bibliotecas pulsando Archivo. Volveré antes de que acabe el Continental. Lo prometo.
Me dirigí a la puerta. Quería cerrarla para retenerla allí, pero parecería más creíble que pensaba volver si la dejaba abierta.
—No te marches —dije, y corrí escaleras abajo.
Heada me esperaba al pie de las escaleras.
—Lo siento —dijo—. ¿Te la estabas ñaqueando?
—Gracias a ti, no —respondí, buscando a Mayer en la sala. Todo estaba aún más abarrotado que antes. La pantalla también: una docena de Freds y Gingers trazaban círculos a pantalla partida uno alrededor del otro.
—No tendría que haberte interrumpido, pero como antes me preguntaste si Mayer estaba aquí…
—No importa. ¿Dónde está?
—Por allí. —Señaló en dirección de los Freds y las Gingers. Mayer estaba bajo ellos, escuchando a Vincent explicar su programa de montaje y retorciéndose por haber tomado demasiado chooch—. Dijo que quería hablar contigo de un trabajo.
—Magnífico —dije—. Eso significa que su jefe tiene una nueva amiguita y tengo que pegar una nueva cara.
Ella negó con la cabeza.
—Viamount va a apoderarse de ILMGM y Arthurton va a dirigir el Proyecto Desarrollo, lo cual significa que el jefe de Mayer está despedido, y Mayer está ahora en la cuerda floja. Tiene que distanciarse de su jefe y convencer a Arthurton de que debe quedarse con él en vez de traerse a su nuevo equipo. Así que este trabajo probablemente será una perla para impresionar a Arthurton, lo que podría significar un remake, o incluso un nuevo proyecto. Y en ese caso…
Dejé de escuchar. El jefe de Mayer estaba en la calle: el disco que yo llevaba en la mano valía exactamente nada, y el trabajo para el que me requería era pegar en alguna parte la amiguita de Arthurton. O tal vez a las amiguitas de todo el consejo de dirección de Viamount. En cualquier caso, no iba a cobrar.
—… por lo menos —proseguía Heada—, es una buena señal que recurra a ti.
—Magnífico —dije, frotándome las manos—. «Esto podría ser mi gran salto».
—Bueno, podría serlo —contestó ella, a la defensiva—. Incluso un remake sería mejor que esos trabajos de chulo que has estado haciendo.
—Todos son trabajos de chulo. —Empecé a abrirme paso hacia Mayer a través de la multitud.
Heada me siguió.
—Si es un proyecto oficial, dile que quieres créditos.
Mayer se había colocado al otro lado de la librepantalla, probablemente intentando escapar de Vincent, que estaba justo tras él, todavía hablando. Sobre ellos, la multitud de la pantalla seguía girando, pero cada vez más despacio, y los bordes de la sala empezaban a desenfocarse. Mayer se volvió, me vio, y me saludó, todo a cámara lenta.
Me detuve y Heada chocó contra mí.
—¿Tienes algo de slalom? —pregunté, y ella rebuscó de nuevo en su mano—. ¿O de hielo? ¿Algo para retener un destello de klieg?
Ella mostró el mismo grupo de cápsulas y cubos que antes, sólo que no había tantas.
—No creo —dijo, mirándolas.
—Encuéntrame algo, ¿vale? —pedí. Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos. El desenfoque remitió.
—Veré si puedo encontrar algo de lude —dijo ella—. Recuerda: si es de verdad, quieres créditos. —Se dirigió hacia una pareja de James Deans, y yo llegué junto a Mayer.
—Aquí tienes —le dije, y traté de tenderle el disco. No iba a cobrar, pero al menos había que intentarlo.
—¡Tom! —exclamó Mayer. No cogió el disco. Heada tenía razón. Su jefe estaba despedido—. Precisamente te andaba buscando —dijo—. ¿Qué has estado haciendo?
—Trabajando para ti —contesté, y traté de nuevo de entregarle el disco—. Ya está. Justo lo que pediste. River Phoenix, primer plano, beso. Ella incluso tiene cuatro líneas.
—Muy bien —asintió, y se metió el disco en el bolsillo. Sacó un palmtop y pulsó unos números—. Lo quieres en tu cuenta, ¿no?
—Eso es —asentí, preguntándome si esto era algún tipo de extraño síntoma de predestello: conseguir lo que querías. Busqué a Heada alrededor. Ya no hablaba con los James Deans.
—Siempre puedo contar contigo para los trabajos duros. Tengo un nuevo proyecto que podría interesarte. —Pasó el brazo por encima de mi hombro en un gesto amistoso y me apartó de Vincent—. Nadie lo sabe, pero hay una posibilidad de fusión entre ILMGM y Viamount, y si sigue adelante, mi jefe y sus amiguitas habrán pasado a la historia.
¿Cómo lo hace Heada?, me pregunté asombrado.
—Todavía está en fase de negociación, por supuesto, pero todos estamos entusiasmados ante la perspectiva de trabajar con una gran compañía como Viamount.
Traducción: es un trato cerrado, y tambalearse no es ni siquiera la palabra. Miré las manos de Mayer, casi esperando ver sangre bajo las uñas.
—Viamount está tan comprometido como ILMGM en la creación de películas de calidad, pero ya sabes lo que piensa el público americano de las fusiones. Así que nuestro primer trabajo, si esto sigue adelante, es enviarles el mensaje: «Nos preocupamos». ¿Conoces a Arthur Arthurton?
Lo siento, Heada, pensé, es otro trabajo de chulo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté—. ¿Meter a la amiguita de Arthurton? ¿Al amiguito? ¿Al pastor alemán?
—¡Pero qué dices! —respondió, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído—. Arthurton es un dechado de virtudes: vegetariano, limpio, un auténtico Gary Cooper. Está completamente dedicado a convencer al público de que el estudio está en manos responsables. Y ahí es donde entras tú. Te suministraremos una puesta al día de memoria y un imprime-y-envía automático, y te pondremos en nómina. —Agitó ante mí el disco de la amiguita de su exjefe—. Se acabó eso de tener que localizarme en las fiestas —sonrió.
—¿En qué consiste el trabajo?
No respondió. Contempló la sala, retorciéndose.
—Veo muchas caras nuevas —dijo, sonriendo a una Marilyn con plumas amarillas. Luces de candilejas—. ¿Algo interesante?
Sí, en mi habitación, y quiero destellar con ella, no contigo, Mayer, así que al grano.
—ILMGM ha perdido algo de impulso últimamente. Ya conoces la moda: violencia, SA, influencia negativa. Nada serio, pero Arthurton quiere proyectar una imagen positiva…
Y es un auténtico Gary Cooper. Me equivocaba, Heada. Esto no es un trabajo de chulo. Es quemar y arrasar.
—¿Qué quiere eliminar? —Dije. Él empezó a retorcerse otra vez.
—No es un trabajo de censura, sólo unos cuantos ajustes aquí y allá. La revisión media no será más de unos diez fotogramas. Cada uno te llevará tal vez unos quince minutos, y la mayoría son simples anulaciones. El comp puede hacerlas automáticamente.
—¿Y qué tengo que quitar? ¿Sexo? ¿Chooch? —SA. Veinticinco por película, y cobrarás aunque no tengas que cambiar nada. Podrás abastecerte de chooch durante un año.
—¿Cuántas películas?
—No muchas. No lo sé exactamente.
—¿Todo? ¿Cigarrillos? ¿Alcohol?
—Todas las sustancias adictivas —asintió él—, visuales, audios y referencias. Pero la Liga Antitabaco ya ha quitado la nicotina, y la mayoría de las películas de la lista tiene sólo un par de escenas que deben ser reelaboradas. Muchas ya están limpias. Sólo tendrás que verlas, hacer una impresión-y-envío, y cobrar. Cierto. Y luego suministrar códigos de acceso durante dos horas. Borrar era fácil, cinco minutos como máximo, y una superposición diez, incluso trabajando a partir de un vid. El coñazo eran los accesos. Incluso mi maratón de River Phoenix no era nada comparado con las horas que pasaría leyendo accesos, abriéndome paso a través de guardias autorizados y cerraduras-ID para que la fuente de fibra-op no escupiera automáticamente los cambios que hiciera.
—No, gracias —dije, y traté de hacerle coger el disco—. No sin acceso pleno.
Mayer pareció paciente.
—Sabes por qué son necesarios los códigos de autorización.
Por supuesto. Para que nadie pueda cambiar un píxel de todas esas películas registradas, o dañar un pelo de la cabeza de todas esas estrellas compradas y pagadas. Excepto los estudios.
—Lo siento, Mayer. No me interesa —dije, y empecé a retirarme.
—Vale, vale —me interrumpió él, retorciéndose—. Cincuenta por cada y acceso de ejeco pleno. No puedo hacer nada respecto a los cerrojos-ID del enlace de fibra-op y los registros de la Sociedad de Conservación Cinematográfica. Pero puedes tener completa libertad en los cambios. Nada de aprobación previa. A tu aire.
—Sí —bufé—. A mi aire.
—¿Trato hecho?
Heada pasaba ante la pantalla, observando a Fred y Ginger. Estaban en primer plano, mirándose a los ojos.
Al menos el trabajo me daría pasta suficiente para mis clases y mis propias SA, en vez de pedir a Heada que mendigara por mí, en vez de tomar klieg por error y tener que preocuparme por destellar con Mayer y llevar una imagen indeleble de él grabada en mi cabeza para siempre. Y todos son trabajos de chulo, dentro o fuera. Aunque sean oficiales.
—¿Por qué no? —Me encogí de hombros.
Heada se acercó. Me cogió la mano y me deslizó un lude.
—Magnífico —dijo Mayer—. Te daré una lista. Puedes hacerlo en el orden que quieras, pero ten listo un mínimo de doce por semana.
Asentí.
—Me pondré ahora mismo —asentí, y me dirigí hacia las escaleras, tragándome el lude por el camino.
Heada me persiguió hasta el pie de las escaleras.
—¿Conseguiste el trabajo?
—Sí.
—¿Es un remake?
No tenía tiempo de escuchar lo que diría cuando descubriera que era un trabajo de barrido y quema.
—Sí —contesté, y corrí escaleras arriba.
En realidad no había ninguna prisa. El lude me daría al menos media hora y Alis estaba ya en la cama. Si estaba todavía allí. Si no se había hartado de Fred y Ginger y se había marchado.
La puerta estaba entornada, tal como yo la había dejado, cosa que podía ser buena o mala señal. Me asomé. Vi las pantallas más cercanas. Apagadas. Gracias, Mayer. Se ha ido, y todo lo que tengo a cambio es una lista de la Oficina Hays. Con un poco de suerte llegaré a destellar con Walter Brennan dando un sorbo de whisky matarratas.
Empecé a abrir la puerta y me detuve. Ella estaba allí, después de todo. Descubrí su reflejo en las pantallas plateadas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, observando algo. Abrí más la puerta para ver de qué se trataba. Contemplaba la pantalla central. Era la única que seguía encendida. No debía de haber podido comprender las otras pantallas a partir de mis apresuradas instrucciones, o a lo mejor en Bedford Falls sólo estaban acostumbrados a una única pantalla.
Observaba con la misma expresión concentrada que tenía abajo, pero no era el Continental. No era ni siquiera Ginger Rogers bailando codo con codo con Fred. Era Eleanor Powell. Fred y ella bailaban claqué sobre un oscuro suelo pulido. Había luces al fondo, haciendo de estrellas, y el suelo las reflejaba en largos y titilantes senderos de luz.
Fred y Eleanor vestían de blanco: él con un traje de calle, nada de frac, ni sombrero de copa esta vez; ella con un vestido blanco con falda hasta la rodilla que giraba cuando ella lo hacía. Sus cabellos castaño claro eran igual de largos que los de Alis y estaban recogidos con un pasador blanco que destellaba, capturando la luz de los reflejos.
Fred y Eleanor bailaban uno al lado de la otra, casualmente, los brazos apenas despegados para conservar el equilibrio, las manos sin tocarse siquiera, emparejados paso a paso.
Alis había quitado el sonido, pero no necesité oír los pasos o la música para saber qué era. Melodías de Broadway 1940 , la segunda mitad del número «Begin the Beguine». La primera mitad era un tango, chaqueta formal y vestido largo blanco, el tipo de cosa que Fred hacía con todas sus compañeras, excepto que en el caso de Eleanor Powell no tenía que cubrirla o maniobrar alrededor de ella con pasitos elegantes. Su compañera sabía bailar igual de bien que él.
Y la segunda mitad era esto: nada de trajes de fantasía, ni alboroto, los dos bailando el uno junto al otro, plano general y una sola toma continua, sin cortar. El zapateó una combinación, ella la repitió, marcando los pasos con total precisión, él hizo otra, ella respondió, sin que ninguno mirara a su pareja, concentrados en la música.
—Concentrados, no. Error. No había concentración en ellos, ningún esfuerzo; podrían haber inventado toda la coreografía mientras pisaban el suelo pulido, improvisando sobre la marcha.
Me quedé en la puerta, viendo cómo Alis los contemplaba allí sentada en el borde de la cama, y parecía que el sexo era lo último que le preocupaba. Heada tenía razón: había sido una mala idea. Debería regresar a la fiesta y buscar alguna cara que no tuviera las rodillas apretadas, cuya gran ambición fuera trabajar como cuerpo presente para Columbia Tri-Star. El lude que acababa de tomar retendría cualquier destello el tiempo suficiente para que convenciera a una de las Marilyns para que me acompañara.
Por otra parte, Ruby Keeler no me echaría de menos: estaba ajena a todo menos a Fred Astaire y Eleanor Powell, que hacían una serie de zapateados rápidos. Probablemente ni siquiera se daría cuenta si me llevaba a la Marilyn a la cama para ñaquear. Que es lo que debería hacer, mientras aún tenía tiempo.
Pero no lo hice. Me apoyé contra la puerta, contemplando a Fred, Eleanor y Alis, contemplando el reflejo de Alis en las pantallas apagadas de la derecha. Fred y Eleanor se reflejaban también, sus imágenes superpuestas sobre la cara concentrada de Alis en las pantallas plateadas.
Concentración tampoco era la palabra para ella. Había perdido aquella expresión alerta y absorta que tenía mientras veía el Continental, contando los pasos, tratando de memorizar las combinaciones. Había ido más allá de eso, al ver a Fred y Eleanor bailar uno a lado del otro sin tocarse siquiera. Tampoco ellos contaban, estaban perdidos en los pasos sin esfuerzo, en los giros sencillos, perdidos en el baile, igual que Alis. Su rostro estaba absolutamente inmóvil contemplándolos, como un fotograma fijo, y Fred Astaire y Eleanor Powell estaban de algún modo también inmóviles, incluso mientras bailaban.
Zapateaban, giraban, y Eleanor hizo retroceder ahora a Fred, frente a él pero sin mirarlo, sus pasos reflejando los de él, y luego se pusieron de nuevo a la par, adoptaron una cadencia de zapateados, los pies y la falda girando y las estrellas falsas reflejadas en el suelo pulido, en las pantallas, en el rostro absorto de Alis.
Eleanor dio una vuelta, sin mirar a Fred, sin tener que hacerlo, el giro perfectamente compenetrado con el suyo, y volvieron a bailar uno al lado del otro, zapateando en contrapunto, sus manos casi tocándose, la cara de Eleanor tan inmóvil como la de Alis, intensa, ajena. Fred zapateó velozmente y Eleanor repitió los pasos; miró de lado por encima del hombro y sonrió, una sonrisa consciente y cómplice y totalmente alegre.
Destellé.
El klieg suele darte al menos unos pocos segundos de advertencia, tiempo suficiente para hacer algo que lo repela o al menos cerrar los ojos, pero esta vez no ocurrió así. Ninguna advertencia, ningún desenfoque indicativo, nada.
En un instante estaba apoyado contra la puerta, viendo a Alis contemplar a Fred y Eleanor bailando, y al siguiente: congelar imagen, ¡corten!, revelar y enviar, como un flash que te estalla en la cara, sólo que la imagen posterior es tan clara como la foto, y no se desvanece, no se marcha.
Me llevé la mano a los ojos, como si intentara protegerme de un estallido nuclear, pero era demasiado tarde. La imagen ya había prendido en mi neurocórtex.
Debí de retroceder y chocar con la puerta, y tal vez incluso grité, porque cuando abrí los ojos, ella me miraba, alarmada, preocupada.
—¿Qué te pasa? —dijo, levantándose de la cama y cogiéndome del brazo—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —aseguré. Bien. Ella tenía el mando a distancia. Se lo quité y apagué el comp. La pantalla se volvió plateada, blanca excepto el reflejo de nosotros dos ante la puerta. Y superpuesto sobre el reflejo otro reflejo: la cara de Alis, embelesada, absorta, contemplando a Fred y Eleanor de blanco, bailando sobre el suelo estrellado.
—Vamos —dije, y cogí a Alis de la mano.
—¿Adónde?
A alguna parte. A cualquier parte. Un cine donde pasaran cualquier película.
—A Hollywood —dije, sacándola al pasillo—. A bailar en las películas.
Travelling hasta plano medio: cartel de estación LATL Pantalla diamante, «Los Ángeles Intransit» en grandes letras rosa, «Westwood Station» en verde brillante.
Cogimos los deslizadores. Error. La sección trasera había cerrado pero estaban prácticamente vacíos: unos cuantos turatas que volvían de los Estudios Universal se agrupaban en el centro de la sala, un par de drogatas dormían contra la pared del fondo, había otros tres junto a la otra pared colocando montículos de cartas en la franja amarilla de advertencia, una Marilyn solitaria.
Los turatas contemplaban ansiosamente el cartel de la estación, como si tuvieran miedo de saltarse la parada. Cosa difícil. El tiempo entre las estaciones Intransit puede ser inst, pero los deslizadores tardan unos buenos diez minutos en generar la región de materia-negativa que produce el tránsito, y otros cinco antes de que enciendan las flechas de salida, y durante ese tiempo nadie va a ninguna parte.
Los turatas bien podían relajarse y disfrutar del espectáculo. Lo que quedaba de él. Sólo una de las paredes laterales funcionaba, y la mitad ofrecía un bucle continuo de anuncios de ILMGM, que al parecer no sabía todavía que le habían hecho una opa. En el centro de la pared, un león digitalizado rugía bajo la marca registrada del estudio en amarillo brillante: «¡Todo es posible!». La pantalla se difuminó y se convirtió en una bruma que giraba, mientras una voz decía: «¡ILMGM! ¡Más estrellas que en el firmamento!», y entonces anunciaba nombres mientras dichas estrellas surgían de la niebla. Vivien Leigh corría hacia nosotros con una gran falda de polisón; Arnold Schwarzenegger montaba en una moto; Charlie Chaplin hacía girar su bastón.
«Trabajamos día y noche para ofrecerle las estrellas más brillantes del firmamento», decía la voz, lo que significaba las estrellas que actualmente estaban en litigio por sus derechos. Marlene Dietrich, Macaulay Culkin a los diez años, Fred Astaire con sombrero de copa y frac, avanzaban sin esfuerzo, con naturalidad, hacia nosotros.
Yo había arrancado a Alis del dormitorio para librarla de los espejos, del Beguine y de Fred, que bailaba claqué en mi lóbulo frontal, para encontrar algo distinto que mirar si destellaba de nuevo, pero lo único que había hecho era cambiar mi pantalla por otra mayor.
La otra pared era aún peor. Al parecer, era más tarde de lo que creía. Habían desconectado los anuncios para la noche y no era más que un largo espejo. Como el suelo pulido sobre el que habían bailado Fred Astaire y Eleanor Powell, los dos juntitos, las manos casi…
Me concentré en los reflejos. Los drogatas parecían muertos. Probablemente habían tomado unas cápsulas que Heada les había anunciado como chooch. La Marilyn practicaba su puchero en el espejo, avanzando con una boquiabierta expresión de sorpresa, y sujetaba su blanca falda plisada con la mano para impedir que revoloteara. La escena de la rejilla de vapor de La tentación vive arriba.
Los turatas seguían contemplando el cartel de la estación, que decía La Brea Tar Pits. Alis también lo observaba, con expresión concentrada, e incluso a la luz fluorescente y titilante de los próximos remakes de ILMGM, su pelo tenía aquel curioso aspecto de contraluz. Mantenía los pies separados y extendió las manos, preparada para el movimiento súbito del arranque.
—No hay deslizadores en Riverwood, ¿eh?
Ella sonrió.
—Riverwood. Ésa es la ciudad natal de Mickey Rooney en Armonías de juventud —dijo—. Sólo había uno pequeño en Galesburg. Y tenía asientos.
—Durante la hora punta cabe más gente si no hay asientos. No es necesario que te pongas así.
—Lo sé —dijo, uniendo los pies—. Es que sigo esperando que nos movamos.
—Ya lo hemos hecho —contesté, mirando el cartel de la estación. Había cambiado a Pasadena—. Ha durado más o menos un nanosegundo. De estación a estación y sin nada intermedio. Todo se hace con espejos.
Me planté en la señal amarilla de advertencia y extendí la mano hacia la pared lateral.
—Sólo que no son espejos. Son una cortina de materia negativa que se puede atravesar con la mano. Un ejeco de los estudios sabría explicártelo.
—¿No es peligroso? —dijo ella, mirando la línea amarilla.
—No, a menos que la atravieses, cosa que a veces intentan hacer los delirantes. Antes había barreras, pero los estudios ordenaron quitarlas. Entorpecían la imagen de sus promociones.
Ella se volvió y miró la pared del fondo.
—¡Es tan grande!
—Tendrías que verlo durante el día. De noche cierran la parte trasera. Para que los drogatas no se meen en el suelo. Hay otra sala allá —señalé la pared trasera—, es el doble que ésta.
—Es como una sala de ensayos —dijo Alis—. Como el estudio de baile de Al compás de la música. Casi se podría bailar aquí.
—«No bailaré» —dije—. «No me lo pidas».
—Película equivocada —sonrió ella—. Eso es de Robería.
Se volvió hacia la pared de espejo, la falda aleteando, y su reflejo convocó la imagen de Eleanor Powell junto a Fred Astaire en el suelo oscuro y pulido, su mano…
Me obligué a mirar decididamente la otra pared, donde destellaba un avance de la nueva película de Star Trek, hasta que remitió, y luego me volví hacia Alis.
Ella observaba el cartel de la estación. Pasadena destellaba. Una línea de flechas verdes conducía al frente, y los turatas las seguían a través de la puerta de salida de la izquierda y se marchaban a Disneylandia.
—¿Adónde vamos? —preguntó Alis.
—A ver las vistas. Las casas de las estrellas. Lo que debería ser Forrest Lawn, sólo que ya no las hay. Han vuelto a la pantalla plateada, trabajando gratis.
Indiqué con la mano la pared cercana, donde aparecía un anuncio del remake de Pretty Woman, protagonizada, cómo no, por Marilyn Monroe.
Marilyn hizo una entrada con un vestido rojo, y la Marilyn dejó de practicar su puchero y se acercó a mirar. Marilyn agitó una escarola ante un camarero, fue a Rodeo Drive a comprar un vestido blanco sin mangas, se difuminó en un beso de pasión con Clark Gable.
—Aparecerá pronto como Lena Lamont en Cantando bajo la lluvia —dije—. Así que dime por qué odias a Gene Kelly.
—No es eso —respondió ella, considerándolo—. Un americano en París me parece horrible, y también esa parte fantástica de Cantando bajo la lluvia, pero cuando baila con Donald O’Connor y Frank Sinatra, es un buen bailarín. Es sólo que hace que resulte tan difícil.
—¿Y no lo es?
—Pues claro. De eso de trata. —Frunció el ceño—. Cuando hace saltos o pasos complicados, agita los brazos, jadea y resopla. Es como si quisiera que sepas lo difícil que es. Fred Astaire no hace eso. Sus pasos son muchísimo más complejos que los de Gene Kelly, pueden llegar a ser endemoniados, pero no ves nada de eso en la pantalla. Cuando baila, no parece que se esté esforzando en lo más mínimo. Parece fácil, como si lo hubiera improvisado en ese momento…
La imagen de Fred y Eleanor empujó de nuevo, los dos de blanco, bailando tranquilamente, sin esfuerzo, por el suelo estrellado…
—E hizo que parezca tan fácil que pensaste que podrías venir a Hollywood y hacerlo también —señalé.
—Sé que no será fácil —respondió ella en voz baja—. Sé que no hay muchas vivacciones…
—Ninguna —apunté—. No se hace ninguna. A menos que estés en Bogotá. O en Beijing. Todo son GO. No se precisan actores. Ni bailarines tampoco, pensé, pero no lo dije. Seguía esperando poder conseguir un ñaca de todo aquello, si podía agarrarme a ella hasta el siguiente destello. Tenía un dolor de cabeza mortal, cosa que se suponía no era un efecto secundario.
—Pero si todo son gráficos de ordenador —decía Alis ansiosamente—, entonces pueden hacer todo lo que quieran. Incluso musicales.
—¿Y qué te hace pensar que quieran? No han rodado un musical desde 1996.
—Van a registrar a Fred Astaire —dijo, señalando la pantalla—. Deben quererlo para algo.
Para algo, sí, pensé. La secuela de El coloso en llamas. O películas snuffporno.
—Ya sé que no será fácil —repitió ella, a la defensiva—. ¿Sabes lo que dijeron sobre Fred Astaire la primera vez que llegó a Hollywood? Todo el mundo dijo que estaba acabado, que su hermana era la que tenía todo el talento, que era un segundón de vodevil que nunca conseguiría triunfar en el cine. En su prueba de imagen alguien escribió: «Treinta años, calvete, sabe bailar un poco». Ellos tampoco creían que pudiera conseguirlo, y mira qué sucedió.
Entonces había películas en las que podía bailar, pensé, pero ella debió notármelo en la cara porque dijo:
—Estaba dispuesto a trabajar bien duro, y yo también. ¿Sabías que solía ensayar sus números durante semanas antes de que la película empezara siquiera a rodarse? Gastó seis pares de zapatos ensayando Descuidada. Estoy dispuesta a practicar tanto como él. Sé que debo perfeccionarme. Necesito aprender ballet, también. Lo único que sé es jazz y claqué. Y no conozco demasiadas rutinas todavía. Tendré que buscar a alguien que me enseñe bailes de salón.
¿Dónde?, pensé. No ha habido ni un profesor de danza en Hollywood desde hace veinte años. Ni un coreógrafo. Ni un musical. Los GO pueden haber matado la vivacción, pero no al musical. Se murió él sólito allá por los sesenta.
—También necesitaré un trabajo para pagarme las lecciones de baile —proseguía ella—. La chica con la que hablabas en la fiesta… la que se parece a Marilyn Monroe… dijo que tal vez podría conseguir un trabajo como cara. ¿Qué es lo que hacen?
Ir a fiestas, mariposear por todas partes intentando llamar la atención de alguien que cambie un revolcón por un pastiche, tragar chooch, pensé, deseando tener algo que tragar.
—Sonríen y hablan y ponen cara triste mientras algún hackólito las escanea.
—¿Como una prueba de pantalla?
—Como una prueba de pantalla. Luego el hackólito digitaliza el escaneo de tu cara y la mete en un remake de Ha nacido una estrella y puedes ser la próxima Judy Garland. Sólo que, ¿por qué hacer eso cuando el estudio ya tiene a Judy Garland?
Y a Barbra Streisand. Y a Janet Gaynor. Y todas tienen copyrights, todas son estrellas, así que, ¿por qué iban los estudios a correr riesgos con una cara nueva? ¿Y por qué correr riesgos con una película nueva cuando pueden hacer una secuela o una copia o un remake de algo que ya poseen? Y ya que estamos en ello, ¿por qué no remakes con un elenco de estrellas? ¡Hollywood, el reciclador definitivo!
Indiqué con la mano la pantalla donde ILMGM anunciaba los próximos estrenos.
—El fantasma de la Ópera —decía la voz—. Protagonizada por Anthony Hopkins y Meg Ryan.
—Mira eso —me burlé—. El último esfuerzo de Hollywood… ¡un remake de un remake de una película muda!
El trailer terminó, y el bucle empezó de nuevo. El león digitalizado emitió su rugido digitalizado, y sobre él un láser digitalizado marcó en dorado: «¡Todo es posible!».
—Todo es posible —convine—, si tienes los digitalizadores y los Crays y la memoria y el enlace de fibra-op para enviarlo.
Y los copyrights.
Las letras doradas se difumaron, y Escarlata se abrió paso hacia nosotros, sujetándose primorosamente la falda.
—Todo es posible, pero sólo para los estudios. Lo poseen todo, lo controlan todo, lo…
Me interrumpí, pensando, ahora no habrá manera de pegar un ñaca después de este estallido. ¿Por qué no le dices directamente que su sueño es imposible?
Pero ella no escuchaba. Miraba la pantalla, donde los casos de copyrights eran expuestos para su inspección. Esperaba a que apareciera Fred Astaire.
—La primera vez que lo vi, supe lo que quería —dijo, los ojos fijos en la pared—. Sólo que «querer» no es la palabra adecuada. No es como querer un vestido nuevo…
—O algo de chooch.
—Ni siquiera es esa clase de deseo. Es… hay una escena en Sombrero de copa donde Fred Astaire está bailando en la habitación de su hotel y Ginger Rogers tiene la habitación de debajo. Sube a quejarse del ruido y él le dice que a veces se sorprende a sí mismo bailando, y ella responde…
—«Supongo que es una especie de enfermedad» —la interrumpí.
Esperaba que ella sonriera, como había hecho ante mis otras citas cinematográficas, pero esta vez no fue así.
—Una enfermedad —asintió, seriamente—. Sólo que tampoco es eso exactamente. Es… cuando él baila, no es sólo que haga que parezca fácil. Es como si todos los pasos y ensayos y la música sean sólo prácticas, y lo que él hace sea lo único verdadero. Es como si fuera más allá del ritmo y los pasos y los giros a otro lugar… Si pudiera llegar allí, hacer eso…
Se detuvo. Fred Astaire surgía de la niebla con su sombrero de copa y su frac, ladeando su sombrero con el extremo del bastón. Miré a Alis.
Le observaba con aquella expresión perdida y arrobada que tenía en mi habitación, cuando contemplaba a Fred y a Eleanor, los dos juntitos, vestidos de blanco, girando y a la vez inmóviles, en silencio, más allá del movimiento, más allá…
—Vamos —dije, y le tiré de la mano—. Nos bajamos aquí.
Y seguimos las flechas verdes hacia la salida.