ESCENA: Número de producción de Busby Berkeley. Fuente giratoria gigante. Coristas vestidas de lame rojo en cada nivel, llenando copas de champán en la fuente brillante. Acercamiento a la copa de champán, luego primer plano de las burbujas, dentro de cada burbuja una chica del coro con braguitas de baile doradas y camisa sin mangas, bailando claqué.

Alis no regresó. Heada hizo de las suyas para mantenerme informado: no encontró un profesor de baile, la opa de Viamount era trato hecho, Columbia Tri-Star iba a hacer un remake de En algún lugar del tiempo.

—Había un ejeco de Columbia en la fiesta —me dijo Heada, encaramada en mi cama—. Dijo que han estado haciendo experimentos con imágenes proyectadas en regiones de materia negativa, y hay un intervalo medible. Dijo que están así de cerca —hizo el gesto típico con el pulgar y el índice— de inventar el viaje temporal.

—Magnífico. Alis puede volver a los años treinta y tomar lecciones de baile del mismísimo Busby Berkeley.

Sólo que no le gustaba Busby Berkeley, y después de quitar todas aquellas SA de Desfile de candilejas y Vampiresas 1933, tampoco me gustaba a mí.

Ella tenía razón en lo de que no había verdaderos bailes en sus películas. Había un intento de claqué en La calle 42, un ensayo en segundo plano en una escena, unas cuantas barras en «Pettin’in the Park» para Ruby, que bailaba casi tan bien como Judy Garland. Por lo demás, todo eran violines de neón, tartas nupciales dando vueltas, fuentes, coristas teñidas de platino que probablemente habían sido las ñaquis de algún ejeco de los estudios. Tomas cenitales caleidoscópicas y barridos y contrapicados entre las piernas abiertas de las chicas del coro que habrían producido ataques a los de la Oficina Hays. Pero ni un baile.

Mucha bebida, eso sí: whisky de patata y fiestas entre bambalinas y petacas guardadas en las ligas de las chicas. Incluso un número de producción en un bar, con Ruby Keeler como Shangai Lil, una ñaqui que tenía en su haber un montón de ron y un buen número de marineros. Un himno a las delicadas cualidades del alcohol.

Que por cierto eran muchas. Era barato, no resultaba tan perjudicial como la linearroja, y no te proporcionaba el bendito olvido del chooch, detenía los destellos y ponía un suave desenfoque al mundo en general. Lo que hacía más fácil trabajar en la lista de Mayer.

También se podía elegir entre un buen repertorio de sabores: martinis para Una pareja invisible, licor de moras en Arsénico por compasión, un buen Chianti para El silencio de los corderos. Mientras yo bebía champán, que por lo visto aparecía en todas las películas jamás rodadas, y maldecía a Mayer, y borraba jarras y vasos de precipitados en la escena de la cantina de La guerra de las galaxias.

Fui a la siguiente fiesta, y a la otra, pero no encontré a Alis. En cambio Vincent sí estaba, haciendo demostraciones de otro programa, y el ejeco de costumbre, siempre explicando el viaje temporal a las Marilyns, y por supuesto Heada.

—No se trataba de klieg, después de todo —me dijo—. Era chooch de diseño del Brasil.

—Lo cual explica por qué sigo oyendo el Beguine.

—¿Eh?

—Nada —dije, observando la sala. El programa de Vincent debía de ser un simulador de lágrimas. En la pantalla aparecía Jackie Cooper, con un ajado sombrero de copa y una corbata de lazo, lloriqueando por su perro muerto.

—Alis no está aquí —anunció Heada.

—Estaba buscando a Mayer. Tendrá que pagarme el doble por Historias de Filadelfia. Está llena de alcohol. Jerez antes de almorzar, martinis junto a la piscina, champán, cócteles, resacas, bolsas de hielo. Cary Grant, Katharine Hepburn, James Stewart. Todo el reparto da asco.

Di un sorbo a la crème de menthe que me quedaba de Días de vino y rosas.

—Las virtuales me llevarán al menos tres semanas, y eso sin contar los diálogos. «Tengo hipo, me pregunto si me vendría bien un trago».

—Ella ha estado aquí antes —insistió Heada—. Uno de los ejecos la tenía a tiro.

—No, no, yo digo: «Me pregunto si me vendría bien un trago», y tú dices: «Desde luego. Carbones para Newcastle». —Tomé otro sorbo.

—¿Tienes que beber tanto? —preguntó Heada, la reina del chooch.

—Pues sí. Es el pernicioso resultado de ver todas esas películas. Gracias a Dios que ILMGM las está rehaciendo para que nadie más se corrompa. —Bebí un poco más de crème de menthe.

Heada me miró suspicaz, como si hubiera estado haciéndose klieg otra vez.

—ILMGM va a hacer un remake de Los pasajeros del tiempo. El ejeco le dijo a Alis que a lo mejor le conseguía un papel.

—Perfecto —refunfuñé y me acerqué a mirar el programa de Vincent.

Audrey Hepburn aparecía ahora en la pantalla, de pie bajo la lluvia, llorando por su gato.

—Es nuestro nuevo programa de lágrimas —dijo Vincent—. Todavía está en fase experimental.

Le dijo algo a su remoto, y la pantalla se dividió. Un digitactor computerizado lloriqueó junto a Audrey, agarrado a lo que parecía una alfombra amarilla. Las lágrimas no eran lo único que estaba en fase experimental.

—Las lágrimas son la forma de simulación de agua más difícil de conseguir —dijo Vincent. El Hombre de Hojalata apareció ahora, rozando sus articulaciones—. Porque en realidad las lágrimas no son agua. Tienen mucoproteínas, lisozimas y un alto contenido salino. Eso afecta al índice de refracción y hace que sean difíciles de reproducir —explicó, a la defensiva.

Normal. Las lágrimas del digithombre de hojalata parecían vaselina manando de ojos digitalizados.

—¿Has programado alguna vez RV? —Dije—. ¿Algo como por ejemplo la escena que usaste para el programa de montaje de hace un par de semanas? ¿La escena de Fred Astaire y Ginger Rogers?

—¿Una virtual? Claro. Puedo hacer casco de datos y de todo el cuerpo. ¿Es algo en lo que estás trabajando para Mayer?

—Sí. ¿Podrías hacer que una persona, digamos, ocupara el lugar de Ginger, para que baile con Fred Astaire?

—Claro. Enganches de pie y rodilla, estimuladores nerviosos. Parecerá que es de verdad.

—Nada de parecer —le conté—. ¿Puedes hacer que baile de verdad?

Lo pensó un momento, frunciendo el ceño ante la pantalla. El Hombre de Hojalata había desaparecido. Ingrid Bergman y Humphrey Bogart estaban despidiéndose en el aeropuerto.

—Tal vez —contestó Vincent—. Supongo. Podríamos poner algunos sensores en las suelas y montar una ampliación de feedback. Así exageraremos sus movimientos corporales para que pueda mover los pies adelante y atrás.

Miré la pantalla. Había lágrimas en los ojos de Ingrid, titilando como si fueran de verdad. Probablemente no lo eran. Probablemente se trataba de la octava toma, o de la decimoctava, y una chica de maquillaje había acudido con gotas de glicerína o zumo de cebolla para conseguir el efecto deseado. No eran las lágrimas las que lo conseguían, de todas formas. Era el rostro, aquella expresión dulce y triste de quien sabe que nunca podrá tener lo que desea.

—Podríamos poner ampliadores de sudor —continuaba Vincent—. Sobacos, cuello.

—No importa —dije yo, todavía contemplando a Ingrid. La pantalla se dividió y una digitactriz apareció delante de un dígito-aeroplano, rezumando aceite de bebé.

—¿Qué tal un enganche de sonido direccional para los pasos y endorfinas? —prosiguió Vincent—. Jurará que estuvo bailando con Gene Kelly.

Me bebí el resto de la crème de menthe y le tendí la botella vacía. Luego regresé a mi habitación y despedacé Historias de Filadelfia durante dos días más, intentando pensar en un buen motivo para que James Stewart se quedara con Katharine Hepburn y cantara «En algún lugar del arco iris» sin ser despedido, y fingí que necesitaba uno.

A Mayer no le importaría, y probablemente al estirado de su jefe tampoco. Y ya nadie veía vivacciones. Si el argumento no tenía sentido, los hackólitos que hicieran el remake ya se ocuparían del tema. De todas formas harían un remake del remake. Que también estaba en la lista.

Lo recuperé. Alta sociedad. Bing Crosby y Grace Kelly. Frank Sinatra haciendo de James Stewart. Avancé hasta la última mitad, buscando inspiración, pero estaba aún más repleta de SA. Y era un musical. Volví a Historias y lo intenté de nuevo.

Imposible. James Stewart tenía que estar borracho en la escena de la piscina para decirle a Katharine Hepburn que la quería. Katharine tenía que estar borracha para que su prometido la rechazara y para que ella misma se diera cuenta de que todavía amaba a Cary Grant.

Pasé de esa escena y volví a la anterior. Era igual de horrible. Había que cortar demasiado, y la mayor parte era la voz pastosa de James Stewart. Rebobiné hasta el principio de la escena y subí el volumen, para poder doblar su diálogo.

—Todavía la ama, ¿verdad? —Decía James Stewart, inclinándose beligerante hacia Cary Grant.

—Mudo —dije, y vi cómo Cary Grant, imperturbable, decía algo, sin que su cara revelara nada.

—Insuficiente —dijo el comp—. Se precisan datos adicionales para que coincida.

—Sí. —Aumenté de nuevo el sonido.

—Liz dice que la ama —dijo James Stewart.

Rebobiné al principio de la escena y la congelé para pillar el número del fotograma, y la repetí otra vez.

—Todavía la ama, ¿verdad? —dijo James Stewart—. Liz dice que la ama.

Apagué la pantalla, y accedí a Heada.

—Necesito que averigües dónde está Alis.

—¿Por qué? —preguntó ella, recelosa.

—Creo que le he encontrado una profesora de baile. Necesito su horario de clases.

—Lo siento. No lo sé.

—Venga, tú lo sabes todo. ¿Qué ha pasado con aquello de «Creo que deberías ayudarla»?

—¿Qué pasó con «No me juego el cuello por nadie»?

—Ya te lo he dicho, le he encontrado una profesora de baile. Una anciana dé Palo Alto. Fue corista. Apareció en El valle del arco iris y Funny Lady en los setenta.

Ella aún desconfiaba, pero al final cedió.

Alis asistía a Cinematografía 101, gráficos básicos, y a una clase de historia del cine: El Musical 1939-1980. Estaba a la salida de Burbank.

Cogí los deslizadores y una botella de ginebra Enemigo público, y salí a buscarla. La clase estaba en un viejo estudio que la UCLA había comprado cuando se construyeron los deslizadores, en el primer piso.

Entorné la puerta y me asomé. El profe, que se parecía a Michael Caine en Educando a Rita, una película con demasiadas SA, estaba de pie delante de un anticuado monitor apagado con un mando a distancia, manteniendo a raya a un grupito de estudiantes, la mayoría hackólitos que engrosaban su curriculum, algunas Marilyns, y Alis.

—Contrariamente a la creencia popular, la revolución de los gráficos por ordenador no acabó con el musical —decía el profe—. El musical la espichó él solito. —Aquí hizo una pausa para que la clase se riera—, en 1965.

Se volvió hacia el monitor, que no era más grande que mis pantallas, y pulsó el remoto. Tras él aparecieron unos vaqueros saltando en una estación de tren. Oklahoma.

—Los musicales, con sus argumentos forzados, sus irreales secuencias de canciones y bailes, y finales felices simplistas, ya no reflejaban el mundo del público.

Miré a Alis, preguntándome cómo se estaría tomando esto. No lo hacía. Contemplaba a los vaqueros, con aquella expresión intensa y concentrada, y sus labios se movían, contando los segundos, memorizando los pasos.

—… lo cual explica por qué el musical, al contrario que el cine negro y el de terror, no fuera revivido a pesar de la disponibilidad de estrellas como Judy Garland y Gene Kelly. El musical es irrelevante. No tiene nada que decir al público moderno. Por ejemplo, Melodías de Broadway 1940

Retrocedí hasta los escalones irregulares y me senté allí, dándole a la ginebra y esperando a que terminara. Lo hizo, por fin, y las alumnos salieron. Un trío de caras comentando un rumor sobre que la Disney iba a contratar cuerpos presentes para Gran Hotel, un par de hackólitos, el profe sorbiendo copo escaleras abajo, otro hackólito.

Acabé la ginebra. Nadie más salió, y me pregunté si era posible que hubiera pasado por alto a Alis. Fui a ver. Los escalones se habían vuelto más y más irregulares en el tiempo que había permanecido allí sentado. Resbalé una vez y me agarré al pasamanos, y luego me quedé de pie durante un minuto, escuchando. Dentro de la habitación se produjo un golpe seco y un castañeteo, y oí una débil música. ¿El conserje?

Abrí la puerta y me apoyé contra ella.

Alis, con un vestido celeste con polisón y un sombrero de flores, bailaba en medio de la habitación, con un parasol azul apoyado en el hombro. Una canción surgía del monitor del comp, y Alis zapateaba al compás de una fila de chicas con polisones y sombrillas que bailaban en el monitor tras ella.

No reconocí la película. ¿Carrusel, tal vez? ¿Las chicas de Harvey? Las chicas fueron sustituidas por chicos que alzaban las piernas, ataviados con hongos y sombreros de paja, y Alis se detuvo, respirando agitadamente, y sacó el mando a distancia de su botín. Rebobinó, volvió a guardar el mando en su zapato, y apoyó el parasol contra el hombro. Las chicas volvieron a aparecer y Alis se apoyó en un pie e hizo un giro.

Había amontonado los pupitres en filas a cada lado de la habitación, pero seguía sin haber suficiente espacio. Cuando dio la segunda vuelta, su mano estirada chocó contra ellos y estuvo a punto de derribarlos. Cogió de nuevo el mando, rebobinó, y me descubrió. Apagó la pantalla y retrocedió un paso.

—¿Qué quieres?

Agité un dedo ante ella.

—Darte un consejito. «No desees lo que no puedes tener». Michael J. Fox, Tres herederas. Escena de bar, fiesta, club nocturno, tres botellas de champán. Bueno, ahora ya no. Aquí el menda ha hecho su trabajo. Todo por el desagüe.

Extendí los brazos para dar énfasis a mis palabras, como James Masón en Ha nacido una estrella, y volqué las sillas.

—Vas ciego —dijo ella.

—«Ni hablar» —sonreí—. Gary Cooper en Buffalo Bill. —Avancé hacia ella—. Ciego no. Curda, mamado, torrija, soplado. En una palabra, borracho como una cuba. Es una tradición de Hollywood. ¿Sabes en cuántas películas se bebe? En todas. Excepto las que ya he manipulado. Amarga victoria, Ciudadano Kane, El truhán y su prenda. Westerns, películas de gángsters, melodramas. En todas. Todas. Incluso Melodías de Broadway 1940. ¿Sabes por qué Fred pudo bailar el Beguine con Eleanor? Porque George Murphy estaba demasiado borracho para continuar. Olvida el baile —dije, haciendo otro ademán que casi la golpeó—. Lo que necesitas es una copa.

Intenté tenderle la botella.

Ella dio otro paso de rechazo hacia el monitor.

—Estás borracho.

—Bingo —dije—. «Muy borracho, en verdad», como diría Audrey Hepburn. Desayuno con diamantes. Una película con final feliz.

—¿Por qué has venido aquí? ¿Qué quieres?

Di un sorbo a la botella, recordé que estaba vacía, y la miré con expresión desolada.

—He venido a decirte que las películas no son la vida real. Sólo porque quieras algo no significa que lo consigas. He venido a decirte que te vayas a casa antes de que hagan un remake contigo. Audrey debería volver a su casa en Tulip, Texas. He venido a decirte que vuelvas a Carbal. —Esperé, tambaleándome, a que pillara la referencia.

—Andy Hardy ha bebido demasiado —dijo ella—. Él es quien necesita irse a casa.

La pantalla se fundió en negro unos cuantos fotogramas, y entonces me encontré sentado escaleras abajo, con Alis inclinándose sobre mí.

—¿Te encuentras bien? —dijo, y las lágrimas titilaban como estrellas en sus ojos.

—Estoy bien. «El alcohol es el gran niveladoooor», como diría James Stewart. Hay que darle un poco a estos escalones.

—Creo que no deberías coger los deslizadores en tu estado —dijo ella.

—Todos estamos en los deslizadores. Es lo único que nos queda.

—Tom —dijo ella, y hubo otro fundido en negro, y Fred y Ginger aparecieron en ambas paredes, sorbiendo martinis junto a la piscina.

—Eso tendrá que desaparecer —dije—. Tengo que enviar el mensaje: «Nos preocupa». James Stewart tiene que estar sobrio. ¿Qué importa que sea la única manera de acumular el valor necesario para decirle a ella lo que siente? Verás, sabe que ella es demasiado buena para él. Sabe que no puede tenerla. Tiene que emborracharse. Es la única manera de poder decirle que la quiere.

Tendí la mano hacia su pelo.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté—. ¿Cómo consigues ese contraluz?

—Tom —murmuró ella.

Dejé caer la mano.

—No importa. Lo estropearán en el remake. De todos modos, no es real.

Agité la mano ante la pantalla en un gesto grandilocuente, como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. Todo es ilusión. Maquillaje y pelucas y falsos decorados. Incluso Tara. Sólo un frontal falso. FX y foleys.

—Creo que será mejor que te sientes —aconsejó Alis, agarrándome la mano.

La rechacé.

—Incluso Fred. No es de verdad. Todos esos pasos de claqué fueron doblados después, y no son estrellas de verdad. En el suelo. Todo se hace con espejos.

Me lancé hacia la pared.

—Sólo que no es ni siquiera un espejo. Puedes atravesarlo con la mano.

Después de eso, las cosas pasaron a montaje. Recuerdo que intenté bajarme en Forrest Lawn para ver dónde estaba enterrada Holly Golightly, y Alis me tiró del brazo y lloró con grandes lágrimas gelatinosas como las del programa de Vincent. Y algo sobre el cartel de la estación tocando el Beguine, y luego volvimos a mi habitación, que parecía extraña, las pantallas estaban en el lado opuesto, y todas mostraban a Fred llevando a Eleanor a la piscina, y yo dije:

—¿Sabes por qué el musical la espichó? Falta de bebida. Excepto Judy Garland.

—¿Va ciego? —dijo Alis, y entonces se contestó a sí misma—: No, está borracho.

—No quiero que penséis que tengo un problema con la bebida. Puedo dejarlo cuando quiera. Sólo que no quiero —cité.

Esperé, sonriendo como un bobalicón, a que las dos pillaran la referencia, pero no lo hicieron.

Con faldas y a lo loco, Marilyn Monroe —dije, y empecé a llorar densas lágrimas de aceite—. Pobre Marilyn.

Y entonces me llevé a Alis a la cama y me la estaba ñaqueando y miraba su cara para verla cuando destellara, pero el destello no vino, y la habitación se desenfocó por los bordes, y bombeé más fuerte, más rápido, apretándola contra la cama para que no pudiera escaparse, pero ella se había ido ya y traté de seguirla y tropecé contra las pantallas, Fred y Eleanor se despedían en el aeropuerto, y alcé la mano y las atravesé, y perdí el equilibrio. Pero cuando caí no fue en brazos de Alis o contra las pantallas. Fue en las regiones de materia negativa de los deslizadores.