INTERLUDIO

LA HISTORIA DE ASHLEY

Jimmy DiPippo me vendía mariguana en el instituto. Era un niño rico, pero la maría lo hacía aún más rico.

Tenía un BMW usado, un buen reloj, un par de anillos de oro. Jimmy era un tío guay, pero rico o no era tan tonto como un saco de mongolos, y fumar toda aquella maría no lo ayudaba. Bueno, el año pasado estuve en mi ciudad natal… de paso, y un pajarito me dijo que Jimmy estaba aún por ahí, que todavía era camello y que seguía teniendo menos seso que un mosquito.

Naturalmente, supuse que podríamos ponernos al día y que podría sacarle algo de pasta.

Lo rastreé hasta aquella fiesta. Era la casa de alguna chica y estaba al final de un callejón sin salida en el centro de la periferia de Scranton, que es casi tan genial como parece. Una fiesta en una casa llena de capullos adolescentes, en su mayor parte: cachimbas de cerveza y cachimbas normales y un crío con una supercachimba hecha con dos máscaras de gas de la Segunda Guerra Mundial, y mala música tecno y tíos bañados en la colonia dulzona de la universidad. Solo una fiesta de mierda más, lo que sea, nada importante.

Encontré a Jimmy en el patio, fumando con aquella pequeña zorrita y con el tarugo culo gordo de su novio, que era linebacker, intentando venderles un poco de hierba, y digo hey, y parece sorprendido al verme, demasiado sorprendido, nerviosamente sorprendido. Pero no le doy mucha importancia, porque Jimmy siempre ha sido un culo inquieto. Sudaba un montón; en el instituto había parecido una rata ahogada, y ahora no era muy diferente. El sudor empapaba su gorra de visera larga, que llevaba torcida como si fuera una especie de héroe suburbano hiphopero, y supongo que si buscaras bajo la cinturilla de su pantalón (que llevaba alrededor de la raja del culo, cubierta afortunadamente por su slip) descubrirías que sus pelotas también estaban flotando en un pantano.

Dejé que terminara su trato y después nos quedamos fuera, en los muebles de jardín junto a la piscina, poniéndonos al día. Me contó que todavía vendía, que le iba bien, y yo le dije que era bróker de Wall Street y no sé por qué me creyó. Soy convincente, supongo. Siempre he sido convincente. Además él es tonto, ya sabes cómo funciona eso.

La cosa es que se estaba poniendo cada vez más nervioso. Daba golpecitos con el pie. No dejaba de lamerse los labios y de mirar sobre su hombro, y yo no tenía ni idea de por qué. Al principio había pensado que él era así, pero había algo más.

Me da igual, me dije a mí mismo. Paso de Jimmy. Vende drogas a los niños y, bueno, me alegro por él, pero no estamos hablando de profanar vacas sagradas. Decido estafarlo.

La estafa no es demasiado compleja y es algo que prácticamente me invento sobre la marcha. Pienso: Si estoy haciendo bien de bróker de Wall Street, puedo fingir que tengo información privilegiada. Algo sobre una empresa farmacéutica a punto de lanzar un nuevo antidepresivo, o un nuevo concepto de coche que viene de Japón. Lo que sea. Podría haberle contado a Jimmy que Wal-Mart ha diseñado un nuevo tampón anal con absorción de impactos y él se lo habría creído. Le dije que, si quería entrar en el negocio, podía hacerle un favor como él había hecho conmigo tantas veces en el pasado… Y la verdad es que me hizo favores, me dio mariguana gratis un montón de veces. Yo estaría encantado de invertir su dinero sin llevarme comisión.

Lo tenía interesado, lo juro. Pero entonces ve algo por el rabillo del ojo y me dice que tiene que reunirse con unos, y que me buscará más tarde. Entonces, ¡zumm! Desaparece como un cohete. Lo sigo hasta el interior y lo pierdo durante un minuto; una tetona, tetona porque está un poco pasada de peso pero que no está mal, quiere tomarse unos chupitos conmigo, y me parece bien. Se me dan bien los chupitos. Nos bebemos unos vasitos de tequila con limón y sal mientras el tecno sigue con su tum, tum, tum y las luces rojas de Navidad parpadean al ritmo de la música a pesar de ser verano, y bueno, como sea. Se saca una foto conmigo con su teléfono móvil. Todo el mundo se lo está pasando bien y por un segundo me olvido de por qué estoy allí.

Entonces veo a Jimmy bajando las escaleras con un maletín de metal.

Sí. Este maletín de metal.

Me quedo atrás y lo sigo… Sale por la puerta de la cocina y entra en un oscuro garaje de dos plazas. Lo sigo hasta allí y me agacho tras un Range Rover y entonces, bam, las luces se encienden.

—Joder, tío —oigo que dice Jimmy—. Me vas a dejar ciego.

Desde donde estoy lo único que puedo ver son sus pies. Veo tres pares. Veo las zapatillas de caña alta de Jimmy. Veo un par de mocasines negros llenos de arañazos. Y veo un par de zapatillas blancas en unos pequeños y regordetes pies.

Nadie dice nada, así que Jimmy tiene que llenar el vacío.

—Tranquilos, solo es que me habéis sorprendido. Oye, ¿qué pasa? Recibí vuestro mensaje y he traído el maletín. No sé cuál es el problema, tíos, no es que hayáis tenido que devolverme el material… —Y se ríe, un je je je nervioso—. Bueno, ¿qué pasa? Voy a largarme de aquí si no…

Y entonces la mujer habla. Su voz es átona.

—He oído que has hecho algunos amigos nuevos, James —le dice.

Y es extraño, porque no creo que nadie haya llamado nunca «James» a Jimmy. Ni siquiera sus padres. Siempre creí que «Jimmy» era el nombre que aparecía en su certificado de nacimiento.

Él tartamudea, algo como:

—Sí, tía, soy un… Soy un tipo simpático, todo el mundo conoce a Jimmy.

Pero sabe que pasa algo. No puedo verlo, pero supongo que a estas alturas está sudando a mares.

—Incluso la policía —dice la mujer. No es una pregunta. Es una acusación.

—No —dice Jimmy, pero con poco entusiasmo.

—Oh, sí —dice el tipo, que tiene acento del Bronx o de Brooklyn—. Jimmy, has estado hablando con la pasma. Has estado intimando con los monos.

—¿Con qué monos? —pregunta Jimmy. No lo ha pillado, en serio.

Y esas fueron sus últimas palabras. Las peores últimas palabras de la historia, debo añadir. Las zapatillas blancas se mueven rápidamente hasta colocarse detrás de Jimmy y entonces oigo ruidos de asfixia y los pies de Jimmy hacen aquella danza epiléptica sobre el suelo de cemento del garaje. Yo estoy totalmente paralizado por el miedo. Quiero gritar y correr y mearme encima y vomitar, pero no puedo hacer nada de eso. Tengo la boca abierta y las manos congeladas.

Entonces gotas de sangre golpean el cemento. Plaf, plof, plaf.

Sus pies se agitan una vez y empujan el maletín hacia atrás. No está lejos de mí. Podría extender la mano.

Algo ocurre en mi cabeza. Se enciende un interruptor. No sé por qué lo hice. No era algo que decidiera de un modo consciente.

A mi izquierda hay una fregona. La agarro y me levanto.

Ahora veo quien hay allí: el gilipollas italiano y aquella puta bajita y rechoncha. Tiene un alambre alrededor del cuello de Jimmy, un alambre que termina en dos bolas de goma negra, bolas que agarra con fuerza con sus rollizas manos.

El cable está mordiendo el cuello de Jimmy. De ahí es de donde sale la sangre.

Todos se detienen para mirarme. Están sorprendidos. Incluso Jimmy, porque justo entonces todavía está vivo, aunque no por mucho tiempo.

Eso me da los segundos que necesito.

El latino busca en su chaqueta y yo golpeo la luz con la fregona. Los fluorescentes sobre nuestras cabezas estallan, dejándonos de nuevo a oscuras, y cojo el maletín y corro de vuelta a la cocina. Cierro la puerta a mi espalda, empujo el carrito del microondas bajo la manija y eso me proporciona el tiempo suficiente para volver a mi Mustang, dejar el maldito maletín en el lado del pasajero y salir de la ciudad. Solo más tarde descubriré lo que hay dentro; no estaba cerrado, Jimmy no llegó a fijar una combinación.

Y ahora, aquí estamos.

Jamás pensé que me encontrarían. Nunca.

Estamos jodidos.