INTERLUDIO
LA ENTREVISTA
–El niño del globo —dice Miriam, con el rostro tenso.
—Sí —dice Paul. Espera.
Ella odia esa historia. Odia pensar en ella. Odia contarla. Eso es lo peor de todo.
—Fue unos dos años después.
—Después de que…
—Después de ganarme esta habilidad única.
Paul levanta una ceja.
—Esa es una palabra interesante. Ganar.
—Sí, pero eso no importa —dice Miriam, con un ademán—. Tenía hambre y estaba por aquel barrio pijo de D. C., así que fui a un Wendy’s para pillar uno de sus… cómo se llamen esos batidos suyos que no llevan leche. Un McLodo.
—Un Frosty.
—Como sea. Lo pagué. Conseguí mi espumoso subproducto químico de lubricante industrial azucarado en un vaso, y fui a tirar mi basura como una buena ciudadana. Y allí estaba.
—¿Quién?
—Austin. Un pequeño rubiales lleno de pecas. Llevaba aquel globo metalizado rojo con un dibujo de un pastel de cumpleaños azul con velas amarillas. Tenía nueve años. Lo sé porque me lo dijo. Se acercó a mí y me dijo: «Hola, me llamo Austin; es mi cumpleaños, tengo nueve años».
Miriam se muerde una uña. Sabe que, si sigue así, pronto llegará a la cutícula, así que se detiene, saca otro cigarrillo y lo enciende.
—Yo le dije, algo tipo: «Me alegro por ti, chico». No soy precisamente una sentimental, pero Austin me cayó bien. Tenía esa actitud atrevida e infantil, ese modo de ver la vida en el que todo el mundo es tu amigo y lo mejor que puede pasarte es que sea tu cumpleaños. A esa edad, un cumpleaños es como… un enorme cubo de potencial: una piñata llena de caramelos, una caja de juguetes volcada en el suelo. Te haces mayor y empiezas a darte cuenta de que cada cumpleaños es solo una vuelta del torniquete y eso te deprime más y más cada vez. De repente, los cumpleaños dejan de tener potencial y se convierten en algo inevitable.
—Y entonces lo tocaste —dice Paul.
—Haces que suene como si me lo hubiera llevado a una furgoneta para meterle mano. Que conste que fue él quien me tocó a mí. El niño me cogió la mano y me la estrechó, como si fuéramos colegas de negocios o algo así. Seguramente era algo que su padre le había enseñado, a estrechar la mano adecuadamente, como un chico mayor. Me estrechó la mano y fue entonces cuando lo vi.
Miriam lo describe:
Austin corre entre el tráfico. Sus pequeñas zapatillas golpean el suelo.
Intenta coger algo. Mira hacia arriba. Sus pequeños deditos se estiran, agitándose, mientras corre hacia delante.
Persiguiendo un globo metalizado.
Un todoterreno blanco saldrá de la nada.
Le quitará los zapatos y enviará el cuerpo del chico dando volteretas como un muñeco sobre el asfalto.
Ocurrió veintidós minutos después de que Miriam lo conociera.
Paul está callado. Intenta decir algo, pero no lo hace.
—Exacto —dice Miriam—. Un niño muerto. Hasta entonces había visto cómo iban a morir montones de personas. Y sí, había visto cómo iban a palmarla un par de chicos, pero siempre morían… A falta de una palabra mejor, de un modo normal. Cuarenta, cincuenta años después. Tenían sus vidas. Es triste, pero todos vamos a estirar la pata y pasar a mejor vida. Este chico, sin embargo… Muerto a los nueve años. Muerto en su cumpleaños.
Da una larga calada al cigarrillo.
—E iba a ocurrir en mi guardia. Yo estaba allí. «Esta es mi oportunidad», pensé. Puedo evitar esto. Puedo ser, ¿cómo es la palabra? Proactiva. Hasta entonces, todos mis esfuerzos habían sido pasivos. Un tipo va a morir dentro de dos años en un accidente tras conducir borracho y le digo: «Oye, gilipollas, no bebas si vas a conducir, al menos el tres de junio», y él puede hacer lo que quiera con esa información. Pero ¿aquí? ¿Ahora? ¿Un chico va a cruzar la carretera corriendo? No puede ser tan difícil evitar que un niño cruce una carretera. «Le enseñaré algo que llame su atención», pensé. O lo inmovilizaré con una llave. Lo meteré en un puto contenedor de basura. Algo. Cualquier cosa.
»Estaba llena de esperanza, ¿sabes? Era como una enorme burbuja en mi interior. De repente me sentía como… Aquí está. Este es mi propósito. Esto tan horrible que me ha pasado, esta horrible cosa a la que llaman “don”, quizá tiene su razón de ser, después de todo. Si evito que un pequeño idiota se trague un parachoques a los nueve años, entonces todo habrá merecido la pena, para siempre.
Miriam cierra los ojos. Nota cómo se va fraguando la rabia en su interior.
—Y entonces conocí a la hija de puta.
Paul palidece.
—¿Qué pasa? —le pregunta—. ¿No te gusta esa palabra?
—Es solo que… Es una palabra dura.
—Una palabra dura para un momento duro, Paul. No te comportes como una niñita. En Inglaterra la dicen continuamente. Es solo una parte más del lenguaje.
—No estamos en Inglaterra.
—¡No me jodas! —Miriam chasquea los dedos—. Entonces será mejor que deje de conducir por la izquierda. Eso explica todos los bocinazos. Y los siniestros totales.
La boca de Paul forma una adusta línea.
—Así que conociste a una… mujer.
—A la maldita hija de puta de la madre de Austin. A la mierda seca, a la perra sarnosa, a la comepollas barata de su madre. Con su bolso de marca, su sonrisa paralizada por el bótox, el pelo tan relamido que la muy guarra no podía ni parpadear, su pequeño teléfono móvil con bluetooth y no sé qué más pegado a la oreja o al culo o a donde sea. Me acerqué a ella y le dije: «Señora, necesito su ayuda. Su hijo morirá pronto a menos que me ayude a salvarlo».
—¿Cómo reaccionó? —le pregunta Paul.
—Voy a elegir «No muy bien» por doscientos dólares, Alex.
—Creo que en realidad sería «¿Qué es no muy bien?». Porque es Jeopardy[15].
Miriam da una última calada al Marlboro y enciende otro con la colilla.
—Tú sí que sabes cómo quitar las ganas de terminar una historia, Paul.
—Lo siento.
—La zorra me miró como si acabara de mearme en su colección completa de DVDs de Sexo en Nueva York, así que me lancé y lo repetí. La mujer murmuró algo sobre que estaba loca y yo intenté agarrarle el brazo, por encima de la camisa, no de la piel, y eso no le gustó demasiado.
»Veinte minutos después yo estaba gritándole al poli, ella estaba gritándome a mí y el poli estaba intentando encontrarle sentido a algo…
—Espera. ¿Un poli? —pregunta Paul.
—Sí, Paul, un poli. He dicho que habían pasado veinte minutos, venga. Ponte al día. La mujer salió fuera y llamó a la policía, dijo que una loca estaba amenazando a su hijo.
—¿Y no huiste?
Miriam lanza la ceniza de su cigarrillo hacia Paul; él parpadea.
—No. Estaba intentando salvar la vida del niño, ¿recuerdas? Supuse que un poli podría ayudarme, que no haría ningún mal. Quizá nos sacaría de allí, lo que resolvería el problema directamente. Yo no iba a… abandonar la escena, no iba a dejar que ocurriera.
Cierra la mano en un puño y aprieta los nudillos.
—Pero debería haberlo hecho. Debería haberme largado. Porque mientras estábamos todos allí, gritándonos unos a otros en la puerta del puto Wendy’s, Austin vio un centavo en el suelo. Incluso ahora puedo oír su voz, pero en el momento no reparé en ello, ¿sabes? Estaba tan concentrada intentando que su estúpida madre me entendiera que ni siquiera me di cuenta de lo que estaba pasando.
»Austin dijo: “¡El que lo ve se lo queda!” y se agachó para coger aquel… aquel centavo. Y cuando lo hizo, el globo se le escapó. No sé cuánto tiempo llevaba con el globo, pero el helio había empezado a agotarse, así que no se alejó flotando. En lugar de eso se quedó allí colgado, en mitad del aire, hasta que el viento empezó a empujarlo.
Paul se traga un nudo.
—El globo coge velocidad. El niño corre tras él. Lo veo corriendo. E intento gritar, pero la madre está gritándome a mí, no mirando a su hijo. Y el poli está mirando a la madre porque parece que está a punto de sacarme los ojos. Yo grito y empiezo a correr pero el poli me detiene.
»Está todavía aquí. En mi cabeza. El globo flotando a la deriva. El todoterreno. Su cuerpo. Sus zapatos. Es irreal. Como algo que has visto en internet. Como una broma.
Silencio.
Miriam parpadea las lágrimas que empiezan a reunirse en sus ojos. No va a dejarlas salir.
—Eso lo jodió todo —dice Paul al final.
Ella aprieta los dientes.
—No, lo que lo jodió todo fue lo que vino después. Cuando escapas de ese momento, cuando encuentras un modo de huir del bucle de imágenes que tu cerebro no deja de reproducir, comienzas a hacer conexiones. Te das cuenta de que la vida está escrita en un libro, de que solo tenemos un libro y de que, cuando ese libro se acaba, también lo hacemos nosotros. Peor aún: algunos tenemos libros más cortos que los demás. El libro de Austin era un panfleto. Cuando se termina, se termina. Ya puedes tirarlo. Di adiós, Gracie[16].
—Eso es macabro.
Miriam se pone de pie, vuelca su silla de una patada y después la levanta y la lanza con fuerza; aterriza sobre el suelo del almacén con estrépito.
—Paul, ¿no lo pillas? Intenté salvar la vida de ese estúpido niño e, intentando salvarla, fui yo quien lo sentenció. Yo lo maté. Si no hubiera tenido esa visión, si no hubiera hecho nada, la follacabras de su madre seguramente lo habría arrastrado hasta una zapatería o habrían vuelto a casa. La chica loca nunca la habría distraído, y su hijo nunca habría conseguido llegar a la carretera. Es como una de esas mierdas en las que la serpiente se muerde su propia cola. El destino tenía un plan y yo era parte de ese plan incluso mientras pensaba que estaba escapando de sus garras. Al intentar evitarlo, yo hice que ocurriera.
La silla está lejos ahora, así que Miriam se sienta en el suelo. Fuma en silencio, encorvada, respirando trabajosa y profundamente.
—Es por eso por lo que ya no intento salvar a la gente —dice finalmente.
—Oh.
Apaga el cigarrillo sobre el duro suelo de cemento.
—Bueno —dice—. Lo que realmente querías saber es cómo llegue a esto, ¿no?