CAPÍTULO 15

URÓBOROS

El Waffle House, un clásico del sur de América, es básicamente un grasiento ataúd amarillo. Es pequeño. Está encajonado. La mitad de la gente del interior es poco más que cadáveres animados que se llenan las bocas de patatas fritas y salchichas y los necesarios gofres mientras sus cuerpos se hinchan y se ensanchan y sus corazones agonizan.

A Miriam le parece impresionante. Come allí porque es un clavo más en la vieja caja de pino; puede oír cómo se atascan sus arterias, crujientes y chisporroteantes como la piel del pollo frito.

La ironía, piensa, es que ya no puedes fumar aquí dentro. Ahora el único ángel de la muerte aprobado es la camarera del Waffle House.

Miriam sale a fumar. Está chispeando. Los coches pasan de largo. Ve un difunto Circuit City a través del humo del cigarrillo y un diminuto sitio coreano al otro lado de la carretera junto a Jo Ann Fabrics[17]. A lo lejos están las luces amarillas y la oscura silueta del horizonte de Charlotte, una pulcra cerca de madera de rascacielos, lejos de la caótica monstruosidad de Nueva York o Filadelfia.

Se siente al borde de un precipicio. En un precario equilibrio. No quiere pensar en el futuro; ya rara vez lo hace, normalmente deja que la vida la lleve como si fuera una taza de poliestireno flotando en un perezoso y alocado río. Pero eso sigue acosándola. Molestándola con sus pequeños dientes.

Ha oído que, en estudios de laboratorio, las ratas y los monos a los que les hacen creer que pueden elegir se mantienen relativamente sanos. Incluso si solo tienen dos opciones, una palanca que suministra una descarga eléctrica y una palanca que suministra una descarga eléctrica distinta, al menos sienten que tienen algo que decir en su resultado y terminan siendo mucho más felices y productivos. Las ratas y los monos que reciben la descarga arbitrariamente, sin elección, terminan ansiosos, nerviosos, arrancándose el pelo y haciéndose agujeros a mordiscos en sus manitas y sus piececitos antes de morir de cáncer o de un ataque al corazón.

Miriam siente que no tiene ningún control. Se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que empiece a mascarse los dedos hasta el hueso.

Por supuesto, también podría ser por Louis.

La obsesiona. Ni siquiera está muerto, y ya ve su fantasma. Un único encuentro al azar y ahora cree verlo por todas partes: entre la multitud, conduciendo una furgoneta, en el reflejo de la sucia ventana del Waffle House…

—¿Miriam?

Se gira.

El fantasma está hablándole.

—Hola —dice el fantasma de Louis. Pero… normalmente, el fantasma tiene esas equis de cinta aislante sobre las ensangrentadas cuencas de sus ojos. Este no es así. Sus ojos son de verdad. Ojos cariñosos. Que la miran.

—No eres un fantasma —dice en voz alta.

Él hace una pausa. Se tantea como para asegurarse de que está físicamente presente.

—No. Y tú tampoco, por lo que parece.

—Eso es debatible.

Se siente perturbada.

En su cabeza, Louis está muerto. Es más fácil así. Esto es más difícil.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunta.

Él se ríe.

—Comiendo.

—Supongo que eso tiene sentido.

Se siente avergonzada. Un rubor sube hasta sus mejillas; eso nunca suele pasarle. Intenta pensar en una réplica inteligente. No se le ocurre nada. Se siente desconectada, tristemente desvalida. Desnuda.

—¿Quieres acompañarme?

Quiere huir.

En lugar de eso, le dice:

—Acabo de terminar.

—Claro —dice él.

Y entonces se quedan callados, compartiendo el silencio y el susurro de la lluvia.

—Escucha —le dice Louis al final—. Creo que quizá jodí las cosas en el camión. Creo que quizá te di la impresión equivocada, que soy un bicho raro o algo así. Y, diablos, quizá lo soy. Es solo que… no conozco a mucha gente agradable. No pretendía actuar de un modo extraño, y no pretendía ponerte en un compromiso con lo de salir alguna vez.

Miriam intenta no reírse, pero se ríe. Él parece dolido, así que le resta importancia.

—No me estoy riendo de ti, tío, estoy riéndome de mí. De la situación. Es irónico, porque tú no tienes nada de raro. Estás a mil millones de kilómetros de ser raro. Confía en mí, yo soy el perro verde, no tú. Tú solo eres un tío. Un buen tío. Yo soy la puta loca que sacó las cosas de quicio.

—No, lo entiendo; fue una noche larga, en una larga carretera, cargada de situaciones estresantes. Lo entiendo. —Louis saca un recibo arrugado del bolsillo de sus vaqueros y un boli. Presiona el recibo contra la luna del Waffle House y escribe algo, después se lo da—. Este es mi número. Mi móvil; ya no tengo teléfono fijo. No recogeré otra carga hasta dentro de un par de días. La economía se ha ido a tomar por saco y eso ha dañado a los tipos como yo, pero eso significa que estoy todavía por aquí.

—Estás todavía por aquí —repite. El cuchillo en el ojo. Un sonido de succión. ¿Miriam?—. Bueno, no sé.

—¿Quién es este? —pregunta Ashley, que acaba de salir del Waffle House, con los larguiruchos brazos cruzados en una postura defensiva—. ¿Un amigo tuyo?

—No —dice Miriam—. Sí. No lo sé. Me llevó en su camión.

Louis se cierne sobre Ashley. Es una columna, un monolito. Ashley, en su sombra, es solo una brizna de hierba mecida por el viento. Pero eso no evita que saque la barbilla e infle el pecho. Los dos hombres se lanzan balas con la mirada.

—¿Este es tu antiguo novio? —le pregunta Louis.

—¿Qué? ¿El novio del ojo morado? —Miriam no puede evitar reírse—. No. Dios, no.

—Me alegro de conocerte, hombretón —dice Ashley—. Tenemos que irnos. Nos vemos.

—Vale —dice Louis—. Lo pillo. Entraré a por un gofre.

Ashley sonríe.

—Esa es una jugada inteligente, colega.

Louis gruñe, y es como si le hubieran succionado todo el aire. Es un hombretón, como Ashley ha dicho, pero de repente parece muy pequeño. Louis le echa a Miriam una mirada triste y entra. Ashley mueve la mano como si se estuviera haciendo una paja.

—A cascarla, gilipollas —dice riéndose.