CAPÍTULO 21

EL MALETÍN

Abre la puerta del motel (moteles, moteles, siempre otro motel, otra carretera, otra parada en su viaje de costa a costa de la nada) y encuentra a Ashley desnudo en la cama, con la polla en la mano. Miriam no puede ver la televisión, pero escucha un gemido pornográfico, el tipo de gemido que las mujeres no hacen en la vida real.

Ashley se asusta e intenta coger sus pantalones, que están en un charco de tela al lado de la cama. Falla, se cae del colchón y aterriza en el suelo con el hombro.

—¡Mierda! ¿Es que no sabes llamar a la puerta?

No se pone los pantalones; se agacha detrás de la cama, usándola para taparse las vergüenzas.

Miriam entra en la habitación y cierra las persianas.

—Yo pagué esta habitación —dice, y después mira sobre su hombro. Dos perras rubias con tetas de vaca lechera están enfrascadas en un sesenta y nueve en la tele. Se están refregando como gatas en celo—. Y al parecer, también he pagado por porno lésbico.

—Creí que tenías una cita.

—Ponte unos pantalones. Tenemos que irnos.

—¿Irnos? ¿Qué? ¿Qué has hecho?

Miriam alcanza el punto de ebullición.

Se siente como un conejo acorralado, lista para empezar a dar patadas.

—¿Qué he hecho? —pregunta—. ¿Yo? Esta sí que es buena. La pregunta que deberíamos estar haciéndonos es qué has hecho tú, merluzo. ¿Por qué te busca el FBI?

Su reacción la sorprende: se ríe.

—¿El FBI? Por favor. ¿No tienen cosas más importantes de las que preocuparse, como terroristas o pedófilos? ¿O terroristas pedófilos?

Miriam le quita los vaqueros del regazo y se los lanza a la cara.

—Oye, no te rías de esto, Smiley McGee[20]. Basta ya de sonrisitas. Esto es serio. Estaba en el motel, o en el hostal de carretera o como coño se llame, y esos dos agentes del FBI se me acercaron como si pudieran oler tu peste en mí. Ashley, tenían una foto tuya.

La sonrisa petulante de Ashley se desvanece. Es la primera vez que lo ve realmente anonadado.

—¿Qué? ¿Una foto mía? ¿Hablas en serio?

—¡Serás gilipollas! ¡Sí!

Ashley se muerde el interior de la mejilla.

—¿Qué aspecto tenían?

—El Gilipollas Moreno y Alto era… Bueno, alto. Italiano, quizá. Con traje oscuro. La otra era una mujer bajita muy antipática, Napoleón con un jersey de cuello alto. Adams y… Gallo, creo. Como las pastas.

Ashley se queda pálido.

—Mierda —dice en voz baja. Sus ojos recorren la habitación—. ¡Mierda!

Coge el mando a distancia de la tele y lo lanza sobre la cama. El mando se hace añicos. La tele se apaga con un parpadeo; el porno lésbico se desvanece hasta un punto brillante, y después nada.

—¿Entiendes ya la gravedad de la situación?

Ashley la agarra por las muñecas y gruñe.

—No, eres tú quien no entiende la gravedad de la situación. Esos dos no son del FBI. No son polis. No son nadie.

—¿Qué? ¿De qué demonios estás hablando?

—Son demonios, diablos, fantasmas. Son dos putos matones. Asesinos.

—¿Asesinos? Estás balbuceando. Deja de balbucear.

Ashley ya no le presta atención. Su mente está trabajando; Miriam puede verlo. Comienza a caminar de un lado a otro.

—Recoge tu mierda —le dice. Camina hasta la esquina de la habitación y aparta su bolsa de lona para arrastrar el maletín de metal. Gruñe al soltarlo sobre la cama.

—Todo esto es por el maletín —dice Miriam con rotundidad, porque sabe que es verdad.

—Probablemente. —Ashley coge el bolso de Miriam del otro lado de la cama y se lo lanza. Ella lo coge como si fuera una pelota de futbol, justo en la barriga. Exhala un quejido—. Las llaves. Dame las llaves.

—No.

—Dame las llaves del Mustang. Ahora.

—No hasta que me cuentes qué está pasando.

—¡No tenemos tiempo para esto!

Miriam aprieta los dientes.

—Cuéntamelo.

—Lo juro por Dios. —Cierra los puños—. Dame esas llaves ahora mismo.

Miriam saca las llaves, que cuelgan de una encrespada pata de conejo teñida de verde.

—¿Estas? —pregunta. Las agita frente a él—. Vamos. Cógelas.

Él lo intenta.

Miriam le azota la cara con ellas. Las llaves cortan un tajo en su frente. Ashley retrocede torpemente al tiempo que se presiona la frente con el antebrazo. Baja el brazo y ve la sangre; una expresión perpleja cruza su rostro. Ya es la segunda vez que parece realmente asustado.

—Me has cortado —le dice.

—Sí. ¿Vas a seguir comportándote como un egoísta? Relaja esos puños, colega, y empieza a hablar. Porque si no me cuentas qué demonios está pasando, voy a cortarte la puta garganta con estas llaves y a meterte la pata de conejo por el culo, para que te dé buena suerte.

Miriam lo observa. Él se lo piensa. Seguramente está pensando, Puedo con ella, o Mentiré, siempre puedo mentir. Pero entonces todas las piezas encajan y él toma una decisión.

Con dedos ágiles, introduce la combinación en el maletín.

La cerradura se abre con un pop.

Abre la tapa y Miriam suspira.

En el interior del maletín hay bolsitas de plástico, unas encima de otras, ninguna mayor que un monedero o una bolsa de gusanitos. Pero estas bolsitas no contienen Oreos o dinero suelto. En cada una hay un puñadito de pequeños cristales, como cuarzo roto o trocitos de caramelo.

Miriam sabe lo que es. No lo ha probado, pero lo ha visto.

—Cristal —dice—. Metanfetamina.

Aturdido, Ashley asiente.

—Cuéntamelo.

—¿Que te cuente qué?

—Cuéntame cómo llegó a tus manos este puto maletín gigante lleno de droga.

Ashley inhala con dificultad a través de la nariz.

—Vale. ¿Quieres perder el tiempo? ¿Quieres que nos maten? Genial.