CAPÍTULO 2
CARROÑEROS Y DEPREDADORES
I-40. Una y cuarto de la mañana.
Ha dejado de llover. La autopista está reluciente.
El aire huele a asfalto mojado, un olor que Miriam asocia a gordas lombrices sobre macadán húmedo. Los neumáticos de los coches sisean y salpican al pasar. Todo es un borrón de faros delanteros en una dirección y traseros en la otra.
Miriam lleva allí fuera veinte minutos y se pregunta por qué no es más sencillo. Allí está ella, con su ceñida camiseta blanca (una camiseta estrechita, blanca y mojada, sin sujetador a la vista) y el pulgar levantado para parar un coche. Escoria de Carretera de Primera Categoría, Calidad Suprema. Y aun así nadie se detiene.
Un Lexus pasa de largo.
—Eres un capullo —le dice.
Un todoterreno blanco se aleja retumbando.
—Tú eres un supercapullo.
Una camioneta oxidada se acerca y Miriam piensa: «Ya está. El conductor de esa tartana de mierda seguro que cree que puede darse un revolcón con este chochito de carretera». La camioneta aminora la velocidad; el conductor quiere echarle un vistazo. Pero entonces acelera de nuevo. Toca el claxon. Un vaso vacío de Chick-Fil-A[4] hace una pirueta a través del aire y está a punto de darle en la cabeza. El efecto Doppler modifica las carcajadas del paleto al pasar.
Miriam cambiar su pulgar de autoestopista por el dedo corazón y grita:
—¡Muérete, comepollas!
Espera que siga adelante.
Pero entonces ve un destello rojo. Las luces de freno. La camioneta para en seco y da marcha atrás hasta la cuneta.
—Mierda —dice Miriam. Justo lo que necesita. Casi espera que el gemelo idéntico del querido y difunto Del Amico baje de la camioneta, rascándose la panza por encima de su camiseta interior de tirantes. Lo que sale, sin embargo, es un par de universitarios.
Sonríen de oreja a oreja.
Uno de ellos tiene constitución de bombero y un par de mezquinos ojos claros bajo una mata de pelo rubio. El otro es más bajito; achaparrado, en realidad. Redondas mejillas pecosas. Gorra de los Tarheels[5] sobre un par de ojos tan fruncidos como el agujero del culo. Ropa limpia de chicos blancos de provincias.
Miriam asiente.
—Bonita camioneta. La Tétanos Exprés.
—Es de mi padre —dice el Rubiales, acercándose a ella mientras los coches siguen pasando de largo. El Chaparro (así es como piensa en el otro) avanza hasta colocarse a su espalda.
—Es una preciosidad —dice ella.
—¿Quieres montar? —le pregunta el Chaparro desde atrás. Su tono no es amistoso.
—No —responde—. Solo estoy aquí con el dedito en alto para pasar el rato.
—Eres una yanqui —dice el Rubiales. Es irónico, porque no hay demasiado acento sureño en su voz. Esos ojos glaciales deambulan sobre ella—. Una yanqui muy guapa.
Miriam se masajea las sienes. Piensa durante un instante en conceder a esos dos universidiotas un poco de inteligente charla de carretera, pero la verdad es que está mojada, cansada, y que el ojo morado está empezando a dolerle de verdad.
—Escuchad. Sé de qué va esto. Vosotros dos, chicos, creéis que vais a «conseguir algo». Quizá darme por los dos lados, quizá solo avasallarme un poco, quizá saber si tengo dinero. Lo pillo. Como buena carroñera que soy, reconozco a los depredadores cuando los veo. Pero ¿sabéis qué? Que no tengo tiempo para esto. Estoy jodidamente cansada, en serio. Así que volved a vuestro asqueroso cacharro y regresad a la carretera.
El Rubiales se acerca a ella. No la toca, pero se detiene nariz con nariz.
—Me gusta cómo usas la boca —le dice con una mirada maliciosa.
—Última advertencia —suelta Miriam—. Veis el ojo morado y pensáis que soy una presa fácil, pero hay un sinfín de complicadas razones por las que una chica puede dejarse pegar. No dejaré que eso vuelva a ocurrir esta noche. ¿Entendéis lo que estoy intentando decir?
Al parecer no, porque el Chaparro le pone sus dedos de salchicha en las caderas.
Miriam reacciona.
Su cabeza se mueve bruscamente hacia atrás y le revienta la nariz…
El Chaparro tiene cincuenta años ahora, está más gordo que nunca y la ginebra ha convertido su nariz en una enorme flor. Tiene la frente sudorosa y la saliva sale volando de su boca mientras grita a una mujer que lleva un vestido amarillo. De repente planta su gorda mano sobre la encimera de la cocina; el ataque cardiaco tensa la mitad izquierda de su cuerpo y convierte todas sus terminaciones nerviosas en un mapa de carreteras del dolor.
… y él aúlla y Miriam decide hacerle subir el volumen alargando la mano y estrujándole la entrepierna. Esto ha pillado desprevenido al Rubiales, pero sabe que no tiene mucho tiempo. Ella le escupe en el ojo, con lo que gana otro segundo, y usa la mano libre para golpearlo una vez, y después dos, en la garganta…
El cáncer está devorándolo, exprimiendo sus intestinos hasta convertirlos en una papilla tumoral, pero es viejo, setenta y muchos como mínimo, y está rodeado por los zumbidos y pitidos del equipo hospitalario. Su familia está a su lado. Un chico joven le agarra la mano. Una anciana se encorva para besarle la frente. Una mujer de unos cuarenta años con el cabello rubio pulcramente recogido y una expresión tranquila en el rostro le da una palmadita en el pecho, después dos, y eso es todo: el viejo grita, caga sangre y se muere.
El Chaparro intenta darle una bofetada, un movimiento tan torpe como el de un oso, pero ella lo esquiva y su carnosa palma atraviesa el aire con un silbido. El codo de Miriam le golpea con fuerza la ya destrozada y sangrante nariz y el Chaparro se derrumba en el suelo.
El Rubiales, con la cara roja y aún ahogándose, se lanza hacia ella con la delicadeza de una roca al caer. Miriam echa la parte superior del torso hacia atrás para esquivarlo, pero deja la rodilla preparada para golpearlo justo en el bajo vientre. El Rubiales gruñe, deja escapar una bocanada de aire y resbala sobre la gravilla. Se queda allí tirado.
—¿Creéis que estaría aquí sola si no supiera defenderme? —les grita. Coge un puñado de gravilla y se la lanza al Rubiales, que protesta y se protege la cabeza. Miriam le escupe de nuevo, esta vez en el pelo. Por si no fuera suficiente, le quita al Chaparro la gorra de los Tarheels y la lanza a la carretera—. Cabrones.
Una luz blanca la ciega entonces. Los faros de un vehículo. Una enorme y malhumorada sombra.
Una cabeza tractora (la parte delantera de un tráiler, sin el remolque) se detiene junto a la cuneta reventando la gravilla bajo sus gigantescos neumáticos.
Miriam se protege los ojos y ve la silueta del conductor. Jesús, piensa, es el puto Frankenstein. ¿Dónde están las antorchas y las horcas cuando las necesitas?
Frankenstein lleva una palanca en la mano.
—¿Va todo bien? —pregunta Frankenstein. Su voz retumba incluso sobre el bramido del camión en reposo.
—¡Hemos tenido una peleílla amistosa! —grita Miriam sobre el motor del camión.
No vislumbra su rostro, pero ve que Frankenstein gira su maciza cabeza para echar un buen vistazo al Chaparro y al Rubiales. Se encoge de hombros.
—¿Quieres que te lleve?
—¿Te diriges a mí, o a alguno de estos dos gilipollas lloricas?
—A ti.
—Qué demonios —murmura Miriam antes de dirigirse a la cabina para subir.