CAPÍTULO 39

FRANKIE

El faro de Barnegat (el Viejo Barney) está frente a ella.

El serpenteante camino arenoso está bordeado de matorrales negros con flores amarillas.

Las gaviotas graznan suspendidas sobre su cabeza, donde guirnaldas de nubes parecen bandas distantes de mirlos.

Las olas llegan y se van, un murmullo de fondo.

Miriam pasa sobre la cinta policial amarilla que pretende evitar que la gente entre y deja atrás una señal que anuncia «En construcción» y otra señal que explica que el faro será pronto hogar de una nueva lámpara y de ventanas de policarbonato de última generación.

Se siente como si estuviera a bordo de una montaña rusa: está llegando a la cima de la colina, pero no le espera ningún valle abajo. Su estómago es hogar de retorcidas anguilas. Se expande y se contrae. Se hunde y sale a flote.

Sus pies caen sobre la arena que cambia bajo ellos. Inhala y se quita los zapatos. Una sensación de inevitabilidad la precede, corre frente a ella como un perro ansioso. Se siente como si fuera una niña pequeña obligada a acercarse a una madre que la espera con un cinturón de cuero en la mano.

Camina.

Es como si no estuviera acercándose al faro, si no como si el faro se acercara a ella.

No puedes cambiar nada. Su propia voz, no la de Louis, la sermonea en su cabeza. Recuérdalo. No estás aquí para cambiar nada. Solo estás aquí para ser testigo. Es lo que haces. Es lo que eres. Eres el cuervo de guerra en el campo de batalla. El que decide quiénes serán los caídos.

Llega al final de los setos. El camino de arena continúa en dirección al faro, que tiene una base blanca y la parte superior de ladrillo rojo.

Frankie se mueve en el interior. Es un vaso de tubo de aceite para motor sobre la brillante playa, una oscura sombra en un panel de rayos X iluminado, una larga silueta oscura que encaja bien con el cielo sobre su cabeza. Camina. Se frota la nariz. Se rasca la oreja.

El Calvo, el hombre al que Harriet llamó Ingersoll, no está a la vista.

Es casi la hora. Miriam no tiene tiempo para mirar el teléfono móvil y asegurarse, pero saca el teléfono de todos modos. Con el arma en una mano, el teléfono en la otra y el diario metido en los pantalones, marca el botón de rellamada en el teléfono.

Entonces comienza a caminar.

El teléfono de Frankie suena. Debe hacerlo. Ella lo está llamando.

Responde y Miriam lo escucha en estéreo: su voz en el teléfono y su voz frente a ella:

—¿Harriet?

Miriam le lanza el teléfono a la cabeza como un puto bumerán. Le golpea con fuerza el puente de su enorme nariz, y Frankie se tambalea, parpadeando y lagrimeando.

Miriam piensa en dispararle pero… No. Ingersoll oiría el disparo. No lo hagas.

En lugar de eso, corre hacia él y le clava el cañón de la pistola en el plexo solar.

—El plexo solar es un conjunto enorme de nervios —sisea Miriam.

Frankie saca su arma, pero Miriam le golpea la muñeca con la rodilla y se le cae.

Mientras él resuella, con la cara colorada, Miriam le golpea el cuello con la culata de la pistola.

—La apófisis mastoides desencadena el reflejo nauseoso.

Como si confirmara su información, Frankie se encorva entre náuseas. No son arcadas vacías; vomita lo que parece un sándwich a medio digerir.

Miriam se pregunta cómo va a matarlo. Frankie, encorvado como un luchador de sumo, vomita e intenta retroceder.

Joder, piensa. Estrangúlalo.

Miriam se coloca a su espalda y coloca la curva del codo del brazo en el que lleva el arma bajo su garganta. Tira hacia atrás con fuerza suficiente para asfixiar a un pony…

Frankie es un anciano, dentro de cuarenta y dos años, y está sentado en un oscuro cine con su nieto. El chico mira embobado las imágenes de la pantalla que iluminan su rostro y sonríe, y Frankie lo mira y echa la cabeza hacia atrás y descansa los ojos y deja que el infarto que lleva atacándolo las últimas seis horas, que está dándole una paliza con una tubería y un aplastador puño, lo derrote por fin. Abre la boca, inhala un último aliento y el chico no se da cuenta; sigue viendo la película.

… y lo suelta. Frankie, jadeando, se derrumba sobre su propio vómito de sándwich.

Intenta ponerse en pie, pero Miriam presiona el arma contra la parte posterior de su cabeza.

—Algún día serás abuelo —le dice.

—Vale —grazna Frankie, conteniendo las lágrimas.

—En realidad no te gusta esta vida, ¿verdad?

—No. Por Dios, no. La odio.

—¿Tienes las llaves del Escalade?

Asiente.

—Cógelas. Vete. No querrás quedarte aquí.

Asiente de nuevo.

—Si vuelvo a verte —le dice—, me aseguraré de que nunca llegues a ser abuelo.

Lo deja atrás y entra en el faro mientras retumba trueno tras trueno, no muy lejos ya, sino muy cerca.