18

Cuando Carmen llegó a su casa al mediodía siguiente, él ya estaba esperándola. Con una sonrisa, se acercó y lo abrazó.

—Más vale tarde que nunca —dijo.

—He de hablar contigo —dijo él, apartándose.

—Lo sé.

—No podemos continuar con esto.

Ella sonrió.

—Ya me imagino a qué te refieres. ¿Anne? Él asintió.

—No se trata tanto de ella como de mí. Le pertenezco.

—Eso parece de otra época, pero te pega.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No. Lo he sabido desde el principio. Y yo también te he estado utilizando a ti.

Él la contempló, inquisitivo.

—Me sentí muy sola tras la muerte de Ossi. Y herida, se había suicidado sin tan siquiera insinuar algo previamente. Me sentí culpable de su muerte. Me debería haber dado cuenta, debería haberlo impedido. Eso me estaba destrozando. Tú me has ayudado, aunque tal vez no lo percibieras así. Si te marchas ahora, ya estoy más preparada para soportarlo. Creo que prácticamente lo he superado. Probablemente haya alguna recaída, pero me siento mucho más fuerte ahora.

Se encontraban frente a frente en el pasillo, él le acariciaba el cabello. Aún la amaba, aunque nadie sería capaz de comprenderle. Como también, en cierto modo, seguía amando a Ines.

Estaba a la expectativa, no sabía cómo actuaría ella.

—Ya ves, no estoy montando ningún numerito. Vete, quédate con ella, a quien perteneces. Pero hemos de volver una última vez a casa de Ossi. Allí comenzó todo, allí debe terminar. Te parecerá una estupidez, pero aunque así sea, hazme ese favor. Y luego, márchate.

Así que ese sería el modo.

—Está bien —asintió.

—Dame sólo un minuto —rogó ella mientras se introducía en la habitación.

Poco después salía para dirigirse con él, en silencio, a casa de Ossi. Stachelmann se decía una y otra vez que estaba cometiendo una estupidez. Pero era la única manera de demostrarlo. Aunque, ¿de qué le serviría obtener una prueba si ésta finalmente se lo llevase a la tumba? No se atreverá. Sí que lo hará, no le queda otra opción. Confiaba en que ella no se apercibiera de su nerviosismo.

—Ya hemos llegado —dijo Carmen con un hilo de voz. Subieron las escaleras y ella utilizó su llave para abrir la puerta de la vivienda de Ossi. Stachelmann entró en primer lugar y miró por la ventana. Era un bonito día de verano, con un aire cálido procedente del oeste que permitía oler el mar. Bueno, todo aquello simplemente se lo imaginaba, no podía percibirlo a través del cristal. Se sentó ante el escritorio de Ossi, en el mismo lugar en el que había estado sentado aquél, donde había muerto, donde había estado aquel archivador que había conducido a Stachelmann a una falsa pista.

—¿Colocaste tú el archivador sobre el escritorio?

—Claro que no. ¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así?

—Simplemente preguntaba.

No se sorprendió al ver que, de repente, ella le apuntaba con una pistola.

—¿No será tu arma oficial? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Por qué no podías dejar de escarbar?

—Yo soy así.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Es difícil de decir. ¿Desde cuándo sabes tú que lo sé?

—Cuando me llamaron del Instituto Anatómico Forense. No había otra explicación para esa llamada.

—No has tenido mucho tiempo para preparar las cosas.

—El suficiente. Recuerda que me dedico a esto.

—Le he dejado a mi abogado una carta en la que afirmo que debe considerarse a Carmen Hebel mi asesina para el caso en que aparezca muerto.

—No es verdad.

—¿Crees que soy estúpido? ¿No recuerdas mi último caso, en el bosque, con la soga al cuello?

Ella palideció y Stachelmann notó que reflexionaba. Pero finalmente su rostro dejó traslucir su decisión.

—No tengo otra elección, Josef. Aunque fuera cierto lo de esa carta, ¿cómo iba a dejarte marchar? —El dolor le desfiguró el rostro—. ¿Por qué tuviste que investigar? Nada cambia con ello. Ossi ha muerto. Y nadie lo siente más que yo. Si ese idiota... —Guardó silencio un momento, mientras una lágrima humedecía su mejilla—. No soy una asesina, pero tenía que protegerme.

—Lo sé —dijo Stachelmann—. Quería volver con su mujer, sobre todo quería volver con los niños. Por eso le pagó esos diez mil euros, en tres ocasiones, cuando cobró aquella herencia. Les compró. Su mujer estaba arruinada, qué suerte. Para ti aquello significó que te apartaban. Una humillación. Prefería pagarle a aquella arpía para que volviera a aceptarle antes que seguir contigo, con quien compartía ahora su vida.

—A veces se ponía raro —dijo ella—. Echaba mucho de menos a sus hijos. Y la vieja siempre le ponía dificultades para verlos, a pesar de que tenía derecho a ello. Había puesto a los niños en su contra. Les había insinuado a los de Servicios Sociales que Ossi era alcohólico. Y después de todas estas cosas, a ese idiota se le ocurre que tiene que volver con su mujer y los niños. Eso no es normal.

—No —dijo Stachelmann—. Pero tampoco es normal asesinar por algo así.

—¿Un asesinato? —Carmen sacudió la cabeza, y se sonó la nariz—. No fue un asesinato. Yo simplemente le ayudé un poco.

—¿Que hiciste qué?

—Si hubiese vuelto con su mujer, eso hubiese supuesto su fin.

—Su fin fuiste tú. Ella no le escuchaba.

—Estaba ahí sentado, en aquella silla —dijo, señalando la silla sobre la que estaba sentado Stachelmann—. Allí, con el rostro oculto entre las manos, los codos apoyados sobre el escritorio. Llorando. Estaba acabado. Pero había tomado una decisión y no había ganado yo sino la otra, la vieja. —Miró a Stachelmann con el rostro surcado por las lágrimas—. ¿No puedes comprenderlo?

—No —dijo él con frialdad—. Jamás he comprendido a los asesinos. Y menos aún a los asesinos ególatras, locos enamorados de sí mismos que asesinan a otros porque no se comportan como se espera de ellos. Pero es un mal común de nuestros tiempos. El narcisismo está de moda y tú eres uno de los peores casos que he encontrado.

—¿Por qué no me has denunciado?

—Simplemente porque quería andar sobre seguro, me faltaba la prueba definitiva, irrefutable. Antes me había equivocado tanto en mis apreciaciones que ahora no podía confiar en mi intuición. No tuve la certeza absoluta hasta que no pasé por el Instituto Anatómico Forense. Bueno, ¿quién colocó el archivador con los papeles de Heidelberg sobre la mesa? ¿Fuiste tú?

Ella asintió.

—Mis respetos. Un signo de inteligencia. Me distrajo y evitó que me preguntara lo más obvio: quién tenía acceso al espray. De ese modo hubiese reducido de entrada el círculo de los posibles asesinos. Aunque, bueno, luego me despistó ese médico que apareció, relacionado con el caso. Aquel archivador me desconcertó completamente. Si no hubiera dado con esos hombres en Italia, aún seguiría pensando que habían sido ellos.

—No fue mi intención despistar a nadie —dijo ella—. Simplemente pretendí que mis compañeros dedujeran que ahí se encontraba la causa de su suicidio, en la vida fracasada de Ossi. Lo cual no era cierto. El archivador no suponía ninguna pista, simplemente estaba allí como elemento perturbador. Pretendía insinuar que quien no soporta su vida presente se refugia en el pasado...

—Y se suicida porque éste ya no existe.

—Algo parecido. O no, qué más da. A ti te hizo viajar aquel archivador.

Él rió secamente, aunque la risa murió en sus labios cuando advirtió la desconfianza en la mirada de ella.

—Desnúdate —dijo ella.

—Estás loca.

—En absoluto. ¡Vamos! —señaló con el cañón de la pistola.

Se desnudó, quedándose en calzoncillos. Ella le examinó detenidamente.

—Puedes volver a vestirte —dijo.

Stachelmann cogió sus ropas.

—Veo que vas sobre seguro —dijo.

—Intento no subestimarte. No entiendo por qué has venido a verme si sabías que a Ossi...

—No acababa de creérmelo. Y confiaba en que lo confesaras todo. Que tuvieras esa decencia.

—Si decencia significa permitir que te encierren en un agujero durante veinte años, no, gracias. Prefiero ser indecente.

—¿Y ahora qué?

—Es verdad, ya basta de charla. —Sacó una botellita de su bolso y una cajita que, al abrirla, mostró una botellita de cristal pardo.

—Vaya —dijo él—. Qué original eres.

—El señor Stachelmann entró en casa de Ossi Winter. De repente, le asaltó el dolor, peor que nunca. Además, se encontraba sumido en una crisis profunda, incapaz de finalizar su trabajo de habilitación.

—Nadie podrá creer jamás esa estupidez. Y el doctor Kahr recordará que fui a verle y estuve haciendo preguntas.

—Pues más a mi favor: subraya la existencia de una depresión.

—¿Y de dónde se supone que he sacado el Tramal y el espray de insulina?

—Los de la científica han metido la pata. A veces, cuando investigan un suicidio, no son lo suficientemente cuidadosos. Por supuesto que esto no estaba en el armario del cuarto de baño, entre la pasta de dientes y la colonia para después del afeitado. Pero tú lo encontraste, estuviese donde estuviese, porque estuviste escarbando por ahí, como sueles hacer. En la cocina dejaré preparado un bote que los compañeros, por desgracia, no vieron durante su investigación. Pero tú sí. Tu faceta de detective es bien conocida. Encontraste los productos. Una muerte fácil, rápida. En el mismo escenario donde murió tu mejor amigo. ¿Los historiadores no tendéis a esa clase de escenificaciones?

—En realidad, no —dijo Stachelmann—. ¿Y si no me tomo las gotas, qué?

—Entonces dispararé.

—¿Es lo que le dijiste a Ossi?

—Sí y no. Le hice creer que las gotas en combinación con el espray te dejaban tan colocado que el sexo era una locura. Se lo tomó como un juego, a pesar de que le apunté con una pistola, o tal vez debido a ello. Le gustaban esa clase de jueguecitos. Algo de violencia, esposas, ya sabes a qué me refiero. Le apoyé el cañón en la sien, él rió, se tomó las gotas e inhaló el espray. Sólo tuve que hablarle de sexo para que hiciera todo lo que yo le dijera. Si no hubiera funcionado, le hubiera disparado con su propia pistola. Suicidio de un policía. Suele pasar.

—No me querrás decir ahora que murió voluntariamente.

—Pues, sí, fue así. Al menos, si se mira bien. Pero es evidente que no me lo aceptarían en un juicio.

—De modo que tienes que asesinarme a mí también, en defensa propia.

Ella le dio vueltas a aquella idea.

—No me parece una interpretación desacertada.

—Pues acabemos ya con esto —dijo Stachelmann.

Ella se sorprendió, se encogió de hombros y se colocó detrás de él. Le apoyó el cañón de la pistola en la sien, le tendió el bote.

—Tómatela entera —ordenó.

Él vació la botellita.

—Ahora esperemos un poco, hasta que surta efecto.

Le acarició el cabello.

—No eras mal tipo. Pero Ossi era mejor. El sexo con Ossi siempre fue algo especial.

Stachelmann se preguntó cómo alguien tan perturbado podía haber entrado en la policía.

—¿No quieres decirme nada?

—No. Me estoy acostumbrando a morir.

—Parece que estuvieras planeando alguna fechoría endemoniada...

—La única persona relacionada con el demonio que hay por aquí se encuentra ahora justamente detrás de mí.

Ella rió.

Guardaron silencio. Carmen consultaba su reloj de vez en cuando. Él percibió cómo sudaba cuando le sujetó la garganta con la mano izquierda.

—Te daré un consejo: estas gotas te ayudarán a evitar el dolor. Dentro de nada te proporcionaré una dosis tan elevada de insulina que sólo con eso sería ya suficiente para matarte. Pero se trataría de una muerte dolorosa y lenta. Me estuve informando sobre cómo se produce un shock hipoglucémico.

Stachelmann percibía claramente su inseguridad. Él no oponía resistencia, y eso la desconcertaba. Pero era difícil resistirse con una pistola apuntándote en la sien.

Finalmente, ella le apartó la mano del cuello, buscó a sus espaldas, acercó la mano a su rostro, sacó el espray y le roció la cara, que quedó cubierta instantáneamente de una fina película. Le rociaba una y otra vez. Carmen pudo ver cómo, repentinamente, el cuerpo de Josef parecía más pesado; retiró la pistola; él cayó al suelo y se golpeó la cabeza.

—Adiós, Josef —dijo ella—. Una lástima.

Después se dirigió al pasillo, abrió la puerta y desapareció.

Sintió un temblor incontrolado cuando llegó a la comisaría. Contrólate, has de controlarte. Vio las miradas sorprendidas de los compañeros con los que se cruzaba por el camino. Cuando llegó a su despacho creía haberse tranquilizado lo suficiente. Nada más sentarse ante su escritorio, llegó Taut.

—Emergencia —dijo—. En Lohkoppelweg 7, en Lokstedt, han encontrado un cadáver. O no. Un anónimo.

—No me lo puedo creer —dijo Kurz—. Es la dirección de Ossi.

El temblor comenzó de nuevo.

Taut la observó con curiosidad.

—¿Te ocurre algo?

—Debe ser algún virus o algo parecido —dijo ella.

—Pide la baja.

—No, he de acompañaros. Es el piso de Ossi. Ya me entiendes, tengo que acompañaros por fuerza.

—De acuerdo, yo también voy.

Se dirigió al piso de Ossi en el coche de Kurz. Durante todo el trayecto no hizo más que pensar en quién podría haber realizado aquella llamada. ¿Quién podía entrar en casa de Ossi? Tranquilízate, Stachelmann ya ha muerto, no podrá delatarte. Y no hay nadie más en aquel piso, nadie ha escuchado tus palabras, estás a salvo, nadie puede acusarte de nada.

La puerta estaba cerrada, tal como Carmen la había dejado.

—¿Conservas todavía tu llave? —preguntó Taut.

Carmen asintió. Esperaba que él no se apercibiera de cómo le temblaba la mano. Sacó el manojo de llaves del bolsillo del pantalón y se lo ofreció a Taut.

Éste lo contempló sorprendido.

—¿Cuál es?

—La... La que tiene una goma amarilla en la parte superior.

Taut abrió. Avanzó por el pasillo y se dirigió al salón. Abrió la puerta.

—¡Mierda, es Stachelmann! —exclamó.

Kurz y Carmen entraron en el salón atropelladamente. Stachelmann estaba tumbado en el suelo, al lado del escritorio, en posición fetal.

—¡No le toquéis! —gritó Taut, a pesar de que los otros dos no se habían movido de su posición inicial—. Otro más —dijo Taut—. Y en el mismo lugar. No me sorprendería nada si hubiese empleado el mismo método.

—¡Dios mío! —exclamó Carmen.

—Dios ya no puede servir de ayuda en este caso —dijo Taut—. Kurz, llama a una ambulancia. —Se arrodilló y tocó el cuello de Stachelmann con un dedo—. Está muerto —dijo.

Carmen sintió alivio.

De repente, Stachelmann volvió la cabeza y les miró.

Carmen gritó, Kurz eructó del susto.

—Hola —saludó Stachelmann.

—¡No! —gritó Carmen.

—Señor Taut, quítele a su compañera el bolso, rápido. —Carmen apretó el bolso contra su cuerpo.

—¿Desde cuándo llevas bolso? —se le escapó a Kurz.

—Desde que tiene que llevar un espray de insulina para asesinar a la gente —explicó Stachelmann.

Ella agarró más fuertemente el bolso.

—¡Mentiroso! —gritó—. ¡Eres un maldito cerdo!

—Una dama no emplea ese vocabulario —observó Stachelmann con calma.

Taut había logrado sobreponerse y controlaba la situación.

—Dame ese bolso.

—¡No! —gritó ella—. ¡No debes tocarlo!

Taut le hizo una seña a Kurz. Éste se colocó detrás de Carmen, la agarró de los brazos y se los sujetó mientras Taut le arrancaba el bolso. Metió la mano en él y sacó el espray. Y la botellita de Tramal.

—Sólo contiene agua —dijo Stachelmann—. Tanto la insulina como el Tramal se encuentran en el piso de esta señorita. Me he permitido cambiar los contenidos de estos envases, de otro modo me hubiera asesinado de verdad. Los escondiste bien, Carmen: me ha llevado toda la mañana encontrarlos.

Ella gemía, abrió la boca para gritar, pero no pudo articular palabra alguna.

—Ayer estuve hablando con la mujer de Ossi. En realidad, es una persona bastante agradable, un tanto obsesionada con el dinero y consumista, pero comprendo que Ossi quisiera volver con ella.

Carmen le miraba fijamente, con el rostro desencajado.

Kurz le puso las esposas, ella se dejó hacer, estaba como drogada.

Taut sacudió la cabeza.

—Le debo una, señor Stachelmann. Le agradezco que nos haya llamado de inmediato. Sin este espectáculo suyo probablemente jamás hubiéramos descubierto a nuestra compañera.

Stachelmann salió a la calle, donde respiró el aire salino. Se acercó despacio al cruce, giró a la derecha, caminó un trecho y se dio la vuelta, controlando que no le siguiera nadie.