6

—No. Y ya se lo dije a la policía.

Aquella mujer estaba muy enfadada y no sentía reparos en demostrarlo.

Stachelmann pensó en un modo de tranquilizarla.

—Fui amigo de Ossi...

—Lo sé —dijo ella, pero su ira no se calmó. Su expresión era hosca, aquella actitud colérica parecía frecuente en ella. Profundas arrugas surcaban un rostro que probablemente resecaba de forma periódica con rayos UVA. No invitó a Stachelmann a entrar.

—Si me revelara algo acerca del dinero, no se lo comunicaría a la policía, se lo prometo.

Ella ladeó la cabeza y rio amargamente.

—Me lo promete. Los hombres y sus promesas...

Stachelmann reparó en que en la parte posterior del pasillo se abría una puerta y se asomaba, curiosa, una niña. Tendría unos trece o catorce años y guardaba gran parecido con Ossi con aquel pelo rojo que llevaba recogido en múltiples trencitas finas.

La mujer siguió la mirada de Stachelmann.

—¡Cierra la puerta! —siseó.

La niña obedeció y ocultó la cabeza.

—Me hubiera merecido más —rezongó la mujer—. Estoy criando a su prole y lo poco que me daba no era suficiente, ni por asomo. Y ahora ya no habrá nada más.

—Hay algún dinero en su cuenta —dijo Stachelmann—. Pero no conozco el contenido del testamento de Ossi.

—Ese a mí no me ha dejado nada.

—Pero quizá a los niños... —Ella hizo un gesto despectivo—. Si tuviese la seguridad de que le ha dado a usted esos treinta mil euros me reconciliaría con la idea de un suicidio.

—Me da igual lo que usted crea o no crea. Si le ha ayudado alguien a morir es algo que me resulta indiferente, yo no verteré ni una sola lágrima por esa mierda de tío. Ni una sola lágrima —dijo, alzando la voz—. Y ahora tengo que seguir con mi trabajo, no me puedo permitir perder el tiempo con cháchara, y muchos menos parloteando acerca de un montón de dinero que ni siquiera tengo. Buenos días —silbó, y cerró de un portazo.

Stachelmann se estremeció y permaneció algunos instantes allí parado, ante la puerta de aquella casita pareada en Bergstedt, sin saber qué hacer. El BMW rojo aparcado delante de la puerta del garaje ya le había llamado la atención a su llegada, parecía totalmente nuevo. Aunque se trataba de un modelo básico, el valor era considerable. Demasiado caro para una mujer que había de criar a dos niños en solitario.

El cartero apoyó la bicicleta en la verja del jardín, señal para Stachelmann de que debía marcharse. ¿Cómo habría podido Ossi contraer matrimonio con aquella mujer? Tenía que haber pasado por un infierno, tanto entonces como ahora. La gente no cambia, simplemente se intensifican sus malas cualidades. Stachelmann intentó imaginarse la rutina de aquel matrimonio. Cuando le espera a uno alguien así en casa, se prefieren las horas extra. Quizá aquello también podía explicar la inclinación de Ossi hacia el alcohol.

Se dirigió hacia la calle principal y constató, para su sorpresa, que la fina lluvia le estaba empapando. Intentó parar un taxi, pero sólo el tercero al que hizo señas paró. El conductor le miró con gesto agrio, ya que simplemente pidió que le acercara a la cercana estación de metro de Buckhorn. En Buckhorn tomó la línea 1 y en Wandsbecker Chausee transbordó al tranvía S11 en dirección a Altona. En Dammtor se bajó, empapándose aún más en su camino hacia la Universidad.

Sobre el escritorio de su despacho había un prospecto en el que se publicitaban camas de agua. Lo tomó, hizo una bola con él y lo arrojó a la papelera. Sólo Renate Breuer poseía llave de su despacho además de él, de modo que sólo ella podía haberle colocado aquella sandez sobre la mesa. Pensó en cómo lograr que dejara esa incómoda costumbre sin llegar a ofenderla. Después decidió dejarlo estar y cogió el teléfono. Carmen contestó de inmediato.

—¿Sabías que Ossi había estado en Heidelberg un par de semanas atrás?

—Sí.

—¿Te contó algo del viaje?

—En realidad, no. Tampoco es que me interesara mucho. Yo estuve en un curso de formación y cuando finalizó él también había regresado.

Era extraño que Carmen no hubiera mencionado nada anteriormente. Quiso insistir en ello, pero en su lugar decidió describirle su encuentro con la mujer de Ossi.

—Es una bruja, creo que el dinero lo tiene ella, sólo que nunca lo reconocerá.

—¿Por qué crees eso?

—Había un coche totalmente nuevo en la puerta del garaje.

—Eso no tiene por qué significar nada.

—Es verdad, pero puede que sí signifique algo. No creo en casualidades.

—Yo sí —contradijo Carmen—. Y en un juicio no llegarías a ninguna parte con ese argumento.

—¿Por qué? ¿Eres juez?

Ella rio.

—Soy el tribunal supremo.

—La humildad es una virtud...

—Pero se llega más lejos sin ella —añadió Carmen. —Poca gente me ha resultado más antipática que la mujer de Ossi. Una auténtica bruja. ¿La conocías de antes?

—No. No me apetecía. Ossi me había hablado demasiado de ella.

—¿Por qué se casaron?

—Será siempre un misterio para mí —dijo ella—. Creo que ni él mismo lo entendía.

Stachelmann reflexionó acerca del sentido de todo aquello.

—El sábado por la tarde se celebrará el entierro, a las dos, cementerio principal de Ohlsdorf. ¿Quedamos ante el crematorio?

En cuanto colgó, volvió a sonar el teléfono.

—Josef, ¿tienes un minuto? —preguntó su madre. Se inquietó, había olvidado devolverle la llamada.

—Claro, lo siento.

—¿Qué? Ah, sí, no te preocupes, ya sé que estás siempre muy ocupado. Quería comentarte una cosa solamente. Pero no te asustes. Parece peor de lo que es.

Mientras escuchaba tuvo una premonición de lo que pretendía comunicarle.

—He ido al médico. Un tumor.

Stachelmann comprendió que no quería utilizar la palabra «cáncer» para no asustarlo.

—Cáncer —dijo él.

Ella esperó un momento.

—Algo parecido —dijo entonces—. En el intestino. Es muy pequeño, pero me lo van a extirpar por si acaso. Pero no te preocupes.

El hecho de que le llamara para informarle ya contradecía sus palabras, aunque no se lo dijo.

—¿Cuándo?

—El lunes, en Eppendorf.

—Entonces podré ir a visitarte.

—Mejor después de la operación.

—Bien. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Gracias, muy amable. Pero no, sólo cogeré un par de cosas y ya está.

—Podría llevarte al hospital.

—De acuerdo, pero tendrá que ser muy temprano.

—¿Será suficiente con que esté a las siete en Reinbek?

—Sí, pero, por favor, sé puntual.

Permaneció largo rato sentado ante su escritorio, pensando. En algún momento a su madre le llegaría la hora de la muerte. Stachelmann no estaba seguro de qué significaría aquel momento para él. Lo averiguaría cuando ella dejara de existir. La enterraría al lado de su padre, en el cementerio del bosque de Reinbek.

Llamaron a la puerta. Era Anne, que venía a recogerlo para comer. Estuvo a punto de decirle que no la acompañaba. Ella fingía alegría, lamentándose de la calidad de la comida del comedor, observando que por la comodidad de aquella comida precocinada probablemente estaba renunciando a varios años de vida. Felix era más afortunado, ya que recibía de su niñera comida de la mejor calidad. Sólo en edad preescolar se podía vivir bien. Le estuvo sonriendo todo el tiempo que permanecieron sentados frente a frente en el comedor. La alegría se esfumó de golpe en cuanto él comenzó a hablarle de su madre. Después prácticamente no volvieron a hablar.

Por la tarde, Stachelmann siguió esforzándose en su trabajo. No llegó tan lejos como se había propuesto, pero su ánimo era ya tan malo que no podía empeorar. Se marchó a casa malhumorado, confiando en que Olaf no le aguardara ante la puerta. Pero precisamente allí se lo encontró, esperando, fingiendo que pasaba por allí casualmente.

¿Es que aquel individuo no tenía nada más que hacer? Antes de que Olaf pudiera ni siquiera pronunciar una sola palabra, Stachelmann, que casi se alegraba de su mal humor, comenzó a gritarle.

—¿Qué quieres? Ni tengo tiempo ni ganas. No quiero que me metan en la cárcel otra vez.

Olaf no parecía impresionado.

—Vale, está bien. Déjame entrar, hablamos y luego me voy, ¿vale?

Stachelmann pensó que si cedía una última vez quizá podría librarse de Olaf para siempre.

—Pero esta vez será la última —advirtió.

Olaf se sentó cómodamente en una silla de la cocina como si se encontrara en su propia casa. Buscó a su alrededor y Stachelmann comprendió que estaba demandando algo alcohólico. Encontró en la cocina la botella de coñac que abriera la última vez y la colocó sobre la mesa junto con un vaso. Olaf leyó la etiqueta, asintió, y se llenó el vaso.

—A tu salud —dijo, tomando un largo trago. Primero le temblaron los labios, después se sacudió todo él, finalmente inspiró y expulsó el aire ruidosamente. Se hurgó en la nariz, contempló su botín, situado en la yema del dedo y lo lanzó al aire con un chasquido.

—Necesitamos a un tío con cabeza. Y he pensado en ti.

—Antes de que sigas hablando te informo de que, si estás planeando algún delito, te denunciaré a la policía.

Olaf le observó con grandes ojos redondos. Después sonrió.

—Vas sobre seguro, ¿no? Qué listo. Uno así es lo que necesitamos. Uno que piense en todo.

—Lo digo en serio —advirtió Stachelmann intentando controlar su ira. Ya había caído tan bajo que a cualquier idiota se le ocurría que debía convencerle para cometer un delito—. Creo que será mejor que le vayas.

Olaf hizo una mueca de desagrado, pero inmediatamente su rostro volvió a iluminarse.

—Crees que nos escuchan. Sí, algo había, lo leí en el periódico. O quizá me lo haya contado algún colega.

Stachelmann seguía molesto por cómo los noticiarios de Lübeck habían informado con todo detalle cómo un intruso había invadido su piso en repetidas ocasiones.

—No digas sandeces —dijo—. Nadie nos escucha.

—Hablamos fuera mejor, ¿no?

—No —negó Stachelmann a gritos—. ¡He dicho no! ¡Fuera de aquí ahora mismo!

Olaf se asustó.

—¿Qué pasa? ¿Estás lleno de mierda, no es así? Dímelo. No se miente a un colega.

—Si no te marchas ahora mismo, llamo a la policía —dijo Stachelmann, más sereno—. Te doy diez segundos.

Olaf ladeó la cabeza y parpadeó.

—No te alteres. Ya entiendo, estás de mal humor hoy. A veces pasa. También yo he tenido días de esos, para tirarlos por el váter, de verdad.

Se levantó y se situó justo delante de Stachelmann. Éste percibió un olor penetrante y muy desagradable, al parecer Olaf no era muy amigo de ducharse. Le dio a Stachelmann unos golpecitos en la espalda.

—Ya se solucionará, ya verás. Y entonces hablaremos más tranquilamente.

—No —le gritó Stachelmann—. Fuera. Ahora mismo.

—Está bien.

Olaf se dirigió tranquilamente hacia la puerta y la abrió. Cuando Stachelmann ya creía que bajaba las escaleras vio aparecer su rostro de nuevo por la rendija de la puerta.

—Ya se arreglará todo, de verdad. Yo también he pasado por eso. Lo mejor es que te tomes una copa y te metas en la cama. Mañana todo tendrá otro aspecto, ya verás.

Cerró la puerta silenciosamente tras de sí.

Stachelmann se quedó parado en el pasillo y aguzó el oído. Oyó pasos en las escaleras, después un portazo. Se dirigió hacia el escritorio del salón y comenzó a hojear el archivador de Ossi. Cuando volvió a ver el artículo con aquel «jamás» subrayado se le ocurrió que quizá la policía podría analizar el tipo de tinta y averiguar cuándo había subrayado Ossi aquella palabra. Aunque, ¿qué importaba si lo había hecho poco tiempo o, en cambio, diez años atrás? Probablemente aquel subrayado no significaría nada. Estás loco, de un pequeño rayajo bajo tres letras te fabricas inmediatamente una relación para la que en realidad no existe ni un solo indicio. ¿Qué demuestra ese subrayado? Que Ossi se ocupó de esa cuestión en alguna ocasión. Que pensó en ello tal como cualquiera que leyera el artículo podría haberlo hecho. Los crímenes sin resolver inquietan a la gente. Hay asesinos sueltos por ahí. Es posible que nos encontremos con alguno frente a frente. Aunque no se les reconoce, y tampoco tienen motivos para asesinarle a uno. ¿Qué es lo que tenemos, en realidad? Ossi murió sobre su escritorio, la cabeza apoyada sobre un archivador en el que guardaba unos documentos relacionados con el asesinato en Thingstätte. En ese artículo alguien ha subrayado la palabra «jamás» como para insistir en que el asesinato no se ha resuelto aún. Es posible que la muerte de Ossi esté relacionada con el asesinato en Thingstätte. Sólo que si señalo esa relación a cualquiera que entienda algo de investigación policial, pensará que estoy loco. Y con razón. Porque a partir de los mismos hechos también podían llegar a deducirse circunstancias muy diferentes. En realidad, tú lo que quieres es ir a Heidelberg. Estás deseando ir desde la muerte de Ossi, pero no es ésta lo que te impulsa, aquello no ha sido más que el detonante. Has dejado muchas cosas sin resolver en Heidelberg y cuanto mayor le haces, más comienzan a preocuparte. Posiblemente te estés acercando a la senectud, te interesa menos tu futuro que tu pasado. De no ser así dedicarías las próximas semanas a tu trabajo de habilitación y nada más.

Dormía mal por las noches; los analgésicos apenas le hacían efecto, y durante el día trabajaba incansablemente. Incluso el sábado por la mañana intentó avanzar algo, aunque logró muy poco. Con frecuencia se quedaba simplemente allí sentado, pensando en el entierro de Ossi. Encontró en el armario el traje que ya había llevado en el sepelio de su padre, se lo puso, buscó también la corbata negra. Se dirigió con el tren hasta la estación principal, llegando demasiado temprano. Tomó el tranvía número 1 hasta Poppenbüttel y se bajó en Ohlsdorf. En la entrada principal, un cartel le señaló el camino hacia el crematorio, situado justo al lado del monumento en recuerdo de las víctimas de los campos de concentración. Stachelmann distinguió a su grupo de inmediato, había varias personas de uniforme. Primero reconoció a Taut, a quien el traje y el abrigo hacían parecer obeso. Algo apartada del resto descubrió también a la ex mujer de Ossi con sus dos hijos, igualmente vestida de negro. Carmen se encontraba en el lado opuesto, un poco al margen. Caminaron un trecho hasta llegar a una capilla.

Un orador fúnebre pronunció algo semejante a un sermón. A Stachelmann le hubiera gustado preguntarle a Carmen si había contratado ella a aquel charlatán. Probablemente habría sido la ex mujer, sentada ahora en primera fila con sus hijos, al lado del ataúd, tapado éste con la bandera regional de Hamburgo y, al frente, coronas con cintas doradas. Carmen se había escondido entre sus compañeros, en la última fila. Stachelmann sólo encontró un hueco justo detrás de ella. Cuando el charlatán acabó su sermón, en el que habló del servicio a la comunidad y el sentido de la vida que en estos días parecía turbio, el grupo abandonó la capilla y esperó a que trajeran el ataúd. Stachelmann se acercó a Carmen y le tocó levemente el hombro, hasta que ella se volvió a mirarle.

—Me marcho —le dijo—. No soporto todo esto.

Estuvo a punto de decir que Ossi no se merecía aquello.

Ella se encogió de hombros. Las lágrimas empañaban su mirada. Asintió y se alejó de él. Esperaba que le comprendiera.

Su decaimiento no desapareció hasta el domingo por la tarde, y sólo entonces fue capaz de trabajar. Si continuaba con aquel ritmo terminaría en un máximo de dos semanas. En realidad podría permitirme viajar a Suecia, pero ya era demasiado tarde. Y además, no quería hacerlo. Recordó entonces que en la segunda parte del trabajo probablemente le esperarían mayores dificultades, ya que había dejado algunas cuestiones sin resolver. La sensación de satisfacción se difuminó. Primero no consigues hacer nada porque no te consideras capaz, después te invade la euforia, y finalmente te vuelves a hundir. Sacudió la cabeza y decidió meterse en la cama; por la mañana tendría que levantarse temprano.

Los dolores le despertaron ya a las cuatro. Quizá le hubiera aliviado tomarse un Diclofenac y caminar un poco hasta que éste hiciera efecto, pero considerando que debía de conducir hasta Reinbek para llevar a su madre al hospital prefirió renunciar al sueño. Se sentó unos instantes ante su ordenador para revisar su texto. En uno de los descansos hojeó el archivador de Ossi, pero cuanto más lo consultaba, más aburrido le parecía todo.

Se sintió aliviado cuando finalmente llegó la hora de salir de casa. La autovía estaba muy transitada, pero aún así llegó pronto a Reinbek. Cuando aparcó ante la casa de su madre se sintió cansado. Su madre estaba muy pálida, al parecer llevaba mucho tiempo despierta y esperaba con una maleta en el pasillo. Stachelmann la llevó rodando hasta el coche y la alzó al maletero. Al parecer, su madre se había preparado para una estancia prolongada. Fingió alegría, pero le dolía la espalda, la maleta era muy pesada.

—Me alegro de que hayas venido. Hacía tiempo que no pasabas por aquí. Muchas cosas que hacer, mi hijo, siempre muy ocupado. ¿Qué tal tu habilitación?

Él adornó un poco las cosas para no preocuparla.

—Pronto pasaré un par de días en Heidelberg —dijo.

—Creí que irías con Anne a Suecia, de vacaciones.

Él se preguntó cómo lo sabía. ¿Habría hablado con Anne? ¿O había hablado él sobre ese tema?

—No puedo, he de terminar el trabajo.

Advirtió censura en su mirada. Percibió también su ruego a no estropear las cosas con Anne. No sabía de los encuentros y desencuentros en su relación, pero lo poco que intuía parecía bastar para preocuparla, aunque se esforzaba para no dar la impresión de que quería entrometerse, opinar en asuntos que no eran de su incumbencia. A veces comentaba que una de las ventajas de la vejez consistía en que la mayor parte de los errores que podían cometerse en una vida ya se habían llevado a cabo. Stachelmann adivinó lo que estaba pensando, pues su expresión era muy reveladora. Aunque, tal vez, simplemente creía percibir en ella lo que él mismo temía. Era un hombre débil, indeciso, egoísta, capaz de cometer una estupidez tras otra. Cortar la rama sobre la que se apoyaba.

Ella recorrió por última vez la casa para comprobar que la dejaba ordenada, que las luces y los aparatos electrónicos estaban apagados. Durante el trayecto al hospital hablaron poco, ambos estaban sumidos en sus pensamientos.

—Entiérrame con tu padre, por favor —pidió ella de repente, cuando faltaba poco para llegar a Eppendorf.

Él soltó el volante y le oprimió la mano brevemente.

—Lo haré cuando llegue el momento.

Ella sonrió.

—A veces pienso que todo esto es para bien.

—No hables así.

—A ti ya no te importo y sólo soy una carga.

—Eso es una estupidez —le recriminó con cierta dureza Stachelmann—. Lo que ocurre es que últimamente estoy muy ocupado.

—Tú estás así, distante, desde aquella discusión con papá. No eres capaz de comprender aquello en lo que él creía. Y sabes que yo pienso como papá. A vosotros los jóvenes todo os parece muy sencillo.

Stachelmann sintió incrementarse su mal humor. Pensaba con frecuencia en aquella discusión con su padre. Durante la guerra, éste había vigilado en calidad de policía auxiliar a los prisioneros de los campos de concentración que eran empleados en desactivar bombas en la ciudad de Hamburgo. Ya antes de comenzar la guerra había ingresado en las SA. Su padre había intentado explicar su comportamiento, disculpándolo con los condicionantes propios de aquella época, y convirtiéndose en algo así como en un historiador de su propia actuación. Pero Stachelmann no había estado dispuesto a discutir el asunto en términos históricos. Para él, que su padre formara parte de un grupo que se vanagloriaba de sus actos violentos era una cuestión manifiestamente inmoral. Su padre miembro de una banda brutal de antisemitas. Recordó una antigua canción de las SA:

Tiene que fluir la sangre a chorros.

Y nos cagamos en la libertad

de esta república de judíos.

Tatareó la melodía en voz baja. Su madre le observó.

—¿Crees que tu padre era de los que mataban a golpes a los judíos?

Stachelmann no contestó. Estaba nerviosa por los resultados de su operación y no estimaba necesario que iniciaran ahora una discusión. Aunque quizá ella prefería discutir, para así distraerse un poco y no pensar.

Llevó la maleta hasta su habitación del hospital. Una de las camas se hallaba ya ocupada, por una anciana con un tubo en la nariz que respiraba con gran dificultad. Una enfermera más bien gruesa había conducido a Stachelmann y a su madre hasta allí e insistió ahora en que él abandonara la habitación.

—El jefe médico llegará de un momento a otro.

Stachelmann abrazó brevemente a su madre y tuvo la impresión de que era la última ocasión en la que podría hacerlo. Después se marchó sin decir nada. En aquel largo pasillo con tantas puertas se preguntó cómo sería tener la certeza de haber alcanzado ya la última estación. En la calle se vio sorprendido por un viento helado, le parecía poder casi oler el Mar del Norte. Condujo hasta Von-Melle-Park y sorprendentemente encontró una plaza de aparcamiento de inmediato.

Disponía de algo de tiempo antes de su clase. Copió un archivo de texto del portátil al ordenador de sobremesa y se puso a trabajar. Apenas había iniciado la lectura cuando se abrió la puerta tras una llamada rápida y Renate Breuer se asomó. Llevaba un papel en la mano.

—Tengo aquí una... —se interrumpió— sugerencia.

Stachelmann alzó el brazo.

—No —dijo, en voz demasiado alta. Se sentía triste y enfadado y lo pagó con la secretaria. Ya se había cerrado la puerta cuando opinó que debía disculparse. Pensó en salir a buscarla, pero lo dejó. Quizá era mejor así. Se sentiría ofendida durante algún tiempo, pero ya no le importunaría más con aquellos estúpidos consejos suyos. Su intención era buena, pero tantas buenas intenciones le resultaban molestas.

Acabó con su última clase antes de las vacaciones prácticamente a desgana y se marchó a casa. No había visto a Anne en todo el día. Temía que Olaf pudiera estar acechándolo de nuevo, pero no fue así, ni apareció tampoco en toda la tarde. Stachelmann revisó algunas páginas, después comenzó a obsesionarse con una idea. Poseía el número de teléfono de Regine, viajaría a Heidelberg, pronto, por lo que debería anunciarse previamente. Encontró la nota con el número y la contempló fijamente durante un buen rato. Consultó su reloj, no era demasiado tarde. Marcó el número. Ella descolgó al tercer timbrazo.

—Esperaba tu llamada —dijo ella, tras responder dudosa a su saludo.

—¿Y eso? ¿Kathrin te ha comentado algo?

—No, pero Ossi sí. Me dijo que me llamarías en breve.

—¿Y cómo se le ocurrió decirte eso?

—No lo sé, pregúntale a él.

—No puedo. Ha muerto.

4 de junio de 1978

He estado sentado toda la tarde a orillas del Neckar. Se pasó R., hemos comentado las perspectivas de la revolución. Parece que a nivel internacional va bien, pero aquí, en Alemania occidental, la gente sigue creyendo en Schmidt y sus colegas. La modélica Alemania. Qué hábilmente ha levantado otra vez la cabeza el fascismo. Se disfraza de moderno, abierto a todo. Pero si se escucha y se lee atentamente, ¿no se percibe aquello de «el carácter alemán el mundo llevará a sanar»? Así comenzó también entonces, y el teniente nazi muestra al mundo con su voz cortante de oficial castrense cómo son las cosas. ¿Por qué las masas no se dan cuenta? ¿Cuándo aprenderán del fascismo hitleriano? A veces, lo confieso, estoy cerca de la desesperación. Pero no tengo opción. Hay que continuar, siempre continuar.

Los gobernantes han soportado bien las luchas de clases del año pasado. Tenemos que aceptarlo, en caso contrario, nuestro análisis no sería exacto. Los liberales lo llaman el otoño alemán, guardan luto por Schleyer, el de las SS, mientras que nosotros guardamos luto por nuestros camaradas asesinados. Claro que los de la RAF siguen la estrategia equivocada, se han distanciado de las masas. Pero son camaradas, ¿o no? Son consecuentes con sus ideas, algo que hemos de admirar.

El asunto de L está tranquilo. R. dice que están esperando a que nos sintamos seguros y nos vayamos de la lengua. Pero eso no ocurrirá. No me apetece que me metan en la cárcel de Faulen Pelz o me sometan a la tortura del aislamiento en Stammheim. Aunque, si la cosa se pone seria, estaría dispuesto a pasar por ello hasta que no tengan más remedio que asesinarme a mí también. Al menos, intentaría resistir.

Después voy a encontrarme con Angelika. Por primera vez de forma oficial. Le he preguntado si le apetece salir a tomarse algo conmigo, primero en Weißen Block, después quizá en alguna parte de Fischmarkt. Y después...