15
Cuando poco antes de llegar a Darmstadt pasó por una obra notó el flash de la cámara. Maldijo y controló el cuentakilómetros. Treinta por encima del límite, aún con el descuento por pronto pago le supondría una cantidad importante. Desde que había salido de Hamburgo aquella mañana se sentía como acelerado, lo cual, era consciente de ello, se debía a que sabía que era un error volver a ocuparse de ese asunto. No disponía del tiempo necesario. ¿Y qué le hacía pensar que aquella Angelika pudiera saber más que todos los demás a los que había interrogado? Ya la veía ante sí asegurando que no sabía nada, o, al menos, muy poco, lo cual le obligaba a volver al día siguiente a casa, parándose en obras o en los atascos que se producirían por el retorno de las vacaciones. Era un estúpido.
En Dossenheim abandonó la autopista y tomó la nacional 3 en dirección a Weinheim durante unos kilómetros para girar a la altura de Großsachsen a la derecha y seguir en dirección Oberflickenbach. Subió la carretera que llevaba hasta el bosque de Odenwald, cada vez más estrecha y sinuosa. Alcanzó una cima y después condujo cuesta abajo hasta Oberflockenbach, con sus granjas y la gasolinera, hasta que descubrió a su izquierda el restaurante «Zur Rose», en el que trabajaba aquel cocinero que había vivido en Francia. Aparcó en el solar frente al local, cruzando la calle. Subió una estrecha escalera de piedra y abrió la puerta de entrada. Le saludó con un dialecto muy cerrado una mujer de mediana edad. Sí, disponían de una habitación libre. ¿Cuánto tiempo se quedaría? Una noche, tal vez más, aún no lo sabía. A ella no le importó, pero le agradecería que la avisara en cuanto supiera que iba a dejar la habitación libre. Le guió escaleras arriba y abrió la primera puerta a la izquierda. Estaba amueblada al estilo rural, ambas ventanas daban a la calle. Cuando se acercó a una de ellas, la mujer le aseguró que apenas había tráfico por la noche.
Stachelmann se duchó, después bajó las escaleras. En el restaurante sólo se encontró con otras tres personas, aún era demasiado temprano para cenar. Buscó con la mirada a la mujer de antes, pero no la vio. Se dirigió a una mesa en la que había sentada una pareja, él, grueso y calvo, ella delgada y con el pelo gris. Stachelmann se disculpó por molestarlos y les preguntó si eran oriundos de aquel lugar. Ambos negaron con la cabeza y apartaron la vista. En una mesa más grande, ante la ventana mayor, había un cartelito de latón con un letrero de reservado. Un hombre pequeño y escuálido estaba sentado de espaldas a la ventana con una copa de vino blanco ante sí mientras hojeaba el Bild-Zeitung. Cuando Stachelmann le preguntó si conocía bien aquella zona, asintió.
—Estoy buscando a Angelika Stolpe, ¿la conoce usted?
El hombre le examinó detenidamente, en su mirada se advertía el desagrado.
—Sí —dijo, alargando la sílaba hasta el infinito.
—Y también sabrá dónde vive.
De nuevo aquella mirada fija. El hombre tomó un sorbo.
—Vive en Cestarostraße, en el número 17, creo.
—¿Y eso dónde queda, por favor?
El hombre inclinó la cabeza, como pensando si debía ofrecerle aquella información. Finalmente señaló, sin girarse, la ventana a sus espaldas.
—Bajando por ahí. Después dirección Unterflockenbach y Gorsheim.
Stachelmann abandonó el local, se sentó de nuevo en su viejo Golf y bajó Großsachsener Straße hasta llegar a un cruce. A la izquierda, una pequeña callejuela, de nombre Sandweg, subía hasta la cima de la montaña, justo detrás de aquella bifurcación descubrió la salida a Unterblockenbach. Giró parcialmente a la izquierda y vio el cartel que anunciaba Cestarostraße. Eran sólo unos metros, hubiera podido prescindir del coche. Encontró rápidamente el número 17, una casa de dos plantas y fachada gris, dividida en cuatro viviendas de alquiler. La puerta principal estaba abierta. Cuando la traspasó, adentrándose en el pasillo, pudo oír gritos infantiles, al parecer se trataba de dos niños. Los letreros de las viviendas de la planta baja anunciaban apellidos que no le interesaban. Subió las gastadas escaleras, que parecían quejarse a su paso, y descubrió el nombre de Stolpe, escrito a bolígrafo sobre una pegatina, en una de las viviendas. Pulsó el timbre que encontró al lado de la puerta y se sobresaltó con el fuerte sonido. Seguían gritando los niños, pero nada más. Volvió a pulsar el timbre, que resonó sin variaciones de tono mientras continuaba apretando el botón. Tras algunos segundos de espera notó que seguía oyendo solamente a los niños, así que volvió a llamar y aporreó la puerta con el puño. ¿Quizá le había ocurrido algo a la mujer? Al dejar de sonar el timbre oyó un arrastrar de pasos y Stachelmann creyó oír a alguien tras la puerta, una respiración. La puerta se abrió, y unos ojos inyectados en sangre le evaluaron. Su rostro era graso, estaba cubierto de granos y llevaba el pelo, igualmente grasiento, pegado al cráneo.
—¿Qué quiere? —murmuró la mujer.
—¿Es usted Angelika Stolpe?
—Sí.
—Quisiera hacerle unas preguntas si dispone usted de tiempo.
—No compro nada —gritó ella, y cerró de un portazo—. No sé con qué lo iba a pagar —oyó que decía tras la puerta.
Stachelmann llamó a la puerta con los nudillos, esta vez sin insistencia, simplemente para que se le oyera.
—¡Que me deje en paz! —gritó ella.
Stachelmann siguió pulsando el timbre, largamente, el desagradable sonido le dañaba los oídos. Se abrió una puerta en el piso de abajo y Stachelmann vio cómo se asomaba una anciana.
—¿La policía? ¡Por fin! A ver si se arregla esto. Que se vaya ya esa guarra. Todos los días lo denuncio, pero nadie hace nada.
La puerta de Stolpe se abrió de nuevo.
—Si prefiere usted que vuelva acompañado de la policía... Angelika cerró la puerta, soltó la cadena de seguridad y la volvió a abrir. No dijo ni una sola palabra y se adelantó por el pasillo. Él entró y cerró la puerta tras de sí. Olía a moho. Ella llevaba unos sucios leggings, que hacían destacar aún más su impresionante trasero, acompañados de una camiseta que hacía tiempo tal vez hubiera sido de color blanco, y calcetines desparejados en los pies. Le guió hasta la cocina. En el fregadero se amontonaban los platos sucios, Stachelmann pudo distinguir una sartén cubierta de moho sobre la encimera.
Apartó la mano con la que había intentado acercarse una silla a fin de sentarse. El respaldo estaba pegajoso. Finalmente la retiró y se sentó. Sobre la mesa había una botella medio vacía de una marca barata de Schnaps. Ella cogió la botella y bebió un largo trago, la volvió a colocar sobre la mesa y le miró.
Stachelmann estaba pensando cómo podría abordar el asunto sin asustarla demasiado.
—¿Quizá me reconozca?
Ella le miró fijamente y abrió mucho los ojos, que parecían salírsele de las órbitas.
—No.
Sacudió la cabeza.
—¿Ha estudiado usted en Heidelberg?
Ella le miró, frunció la boca y asintió. Intentó coger la botella de nuevo, pero Stachelmann, que esperaba algo así, se le adelantó.
—Más tarde —le dijo.
Ella pareció querer levantarse para arrancarle la botella, pero finalmente se dejó caer sin fuerzas en la silla.
—Más tarde —repitió—. No hago más que pensar cómo podría dejarla fuera del caso.
—¿Caso?
—Un asesinato.
—¿Un asesinato? —repitió ella, sin comprender.
—¿No preferiría tomarse un café?
Ella encogió los hombros.
—No. Sí. Bueno, quizá.
No se levantó, así que lo hizo Stachelmann en su lugar, con la botella en la mano. La colocó al lado del fregadero. En un armario encontró café soluble. Había un cazo encima de la placa, lo llenó de agua y lo colocó de nuevo donde estaba, a continuación encendió la placa eléctrica. Encontró una taza, la enjuagó bien bajo el grifo, la secó y la colocó sobre la mesa. Vertió una generosa cantidad de café. Ella simplemente le observaba y murmuraba algo incomprensible en voz baja. Stachelmann intentó imaginarse cuál habría sido su aspecto en otros tiempos.
Esperó impaciente a que hirviera el agua. Retiró el cazo de la placa, llenó la taza y se la ofreció a Angelika. El vapor le ocultaba el rostro.
Ella tomó un sorbo e hizo un gesto de desagrado.
—Muy caliente —protestó—. ¿Es usted policía?
—No. Soy amigo de Ossi Winter.
No mencionó la muerte de Ossi.
—Ossi —dijo ella en tono neutro—. Era divertido. ¿Cómo le va?
—Bien —dijo Stachelmann.
—Bien —repitió ella, como si necesitara repetirlo para poder creérselo—. Fueron buenos tiempos. Me gustaba Ossi.
—Hay quien piensa que Ossi fue el asesino de Thingstätte.
Ella se atragantó. Gotas de saliva salpicaron a Stachelmann.
—¡Jamás!
—Me propongo ayudar a Ossi, limpiar su nombre.
—Eso está bien —dijo ella.
—Pero tendrá que ayudarme usted. Es la única que puede.
—Ya le he dicho que no fue él. ¿No le ayudo con eso?
—¿Quién fue?
Ella entrecerró los ojos.
—No lo sé. Y aunque lo supiera, no se lo diría.
—¿Y dejará que condenen a Ossi?
Ella apoyó los codos sobre la mesa y ocultó la cara entre las manos.
—¿Que le condenen? —Bebió—. Yo no permito que condenen a nadie. Nunca he sido de esas. También ayudé a Detlev, y sigo ayudándole en realidad.
—Eso está muy bien —aprobó Stachelmann—. Es usted solidaria.
—Solidaria —susurró ella—. ¡Viva la solidaridad internacional! Apretó el puño y lo levantó en el viejo saludo comunista. Comenzó a reír, pero su risa se transformó en un murmullo ininteligible.
—Yo sólo les servía para follar.
—¿Cómo dice?
—Bueno, ese, ¿cómo se llamaba?, Detlev, insinuó un par de cosas. Parece que estuvo presente, aunque no fuera él quien disparó. Si le entendí bien, desaprobaba todo aquello, pero era cómplice, culpable también.
—¿Y ahora dónde vive?
—¿Y yo que sé? Se largó, me dejó una caja en mi habitación y se largó. No le había dado tiempo de quemarlo todo, parece. Se presentó nervioso, que la policía le seguía, «cuídame de esto y no dejes que lo vea nadie. ¿Me lo prometes? Sólo tú puedes saber cuál es su contenido. Aunque mejor que no lo sepas, porque dentro no hay más que mierda».
Volvió a tomar un sorbo de su café.
—¿Y dónde está esa caja ahora?
—No —dijo ella.
—Un vistazo solamente. Le pagaré. Ella se señaló la frente con el dedo.
—Y una mierda. ¿Crees que puedes comprarme sólo porque a veces bebo un poco? Cometes un error, un grave error. Hice una promesa.
—¿Cuál es el apellido de ese Detlev?
Ella le miró, enfadada.
—Ni siquiera se llama Detlev —le dijo.
Stachelmann no la creyó. Tenía que acceder a aquella caja.
—De acuerdo, entiendo que tienes tus principios. Yo también, y a mí me importa Ossi. ¿Y si hubiera algo en esa caja que pudiera servir de ayuda a Ossi?
—No hay nada —dijo ella—. Yo lo sabría.
Parecía estar mucho más sobria ahora.
—Perdona, no quisiera entrometerme, pero, ¿de qué vives?
—¿Sabes lo que es ALG2?
—Subsidio de desempleo, categoría 2 —dijo Stachelmann.
—De vez en cuando limpio en algunas casas. En el pueblo de Steinlingen. Mañana, por ejemplo.
Stachelmann se sorprendió de que hubiera encontrado a alguien dispuesto a contratarla para ese trabajo.
Consideró la posibilidad de presionarla un poco como cómplice de asesinato que era. Pero con lo ebria que estaba temió su posible reacción. Si le echaba de allí, se había perdido todo. Sentía que en aquella caja encontraría las respuestas que estaba buscando.
—Espero que tengas bien guardada la caja. El moho lo destruye todo.
—El sótano está completamente seco —dijo ella—. Y limpio. Podría guardar mi ropa allí.
—Entonces, todo bien —dijo él—. Bueno, me voy a marchar.
Ella permaneció sentada mientras él se levantaba y dirigía a la salida. Estuvo un rato sentado en su coche, reflexionando. Su plan era sencillo. Condujo de vuelta al restaurante. Estaba muy lleno, aunque logró encontrar una mesita desocupada al lado de la ventana. Estudió la carta y pidió lomo de ciervo y una copa de vino de la zona de Würtembeig. Se estremeció recordando a aquella mujer. ¿Siempre había estado tan loca? ¿La vida simplemente se había encargado de aumentar síntomas siempre presentes? ¿O había tenido un golpe de mala suerte, se había descarriado y se hundía cada vez más en la miseria sin lograr encontrar nada que la sacara de ella? ¿Cuántos de sus antiguos compañeros de estudios habían fracasado? Ossi era uno de ellos. Y él mismo otro, si no lograba finalizar su trabajo a tiempo. Le invadió la tristeza. En algún momento todos se habían rendido, abandonándolo todo, incluso a sí mismos. Algunos habían llegado a tocar fondo, otros habían logrado escalar algunas posiciones. ¿Dónde se encontraba Regine? ¿Se había salvado o estaba hundiéndose también, siguiendo el mismo camino de Angelika? ¿Si pudiera volver atrás en el tiempo, conseguiría modificar su futuro? ¿Le creería Regine, cuando le advirtiera de su posible destino? Lo dudaba.
La carne era excelente. Mientras comía, comenzó a hilvanar los detalles de su plan. Le pareció arriesgado, pero era consciente de que lo llevaría a cabo de todos modos, a toda costa. Si con ello toda aquella necia investigación llegaba a adquirir finalmente algo de sentido, el riesgo merecía la pena. Quedar como un estúpido ante los demás no era precisamente agradable. Comenzó a preparase mentalmente. Cogió un posavasos de cartón de la mesa y apuntó los pasos a seguir para lograr su objetivo. Cuando quedó satisfecho y creyó haber tenido en cuenta todas las contingencias posibles, pagó, se metió el posavasos en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a su habitación.
Se acostó temprano, pero no logró dormir, imaginado escenarios en los que su plan fracasaba. Tenía poco que ganar y mucho que perder. No sentía deseos de volver a ser denunciado. En aquel momento, el dolor le atacó las piernas. Se movió un poco, pero no encontró ninguna postura cómoda que le permitiera dormir. Se levantó y se asomó a la ventana, contemplando la oscuridad de la noche. Una farola ofrecía una tenue iluminación que le permitía ver la calle y las casas que tenía frente a sí. A lo lejos se oía una motocicleta. Se vistió, quizá le ayudaría caminar un poco. La temperatura era agradable en el exterior, subió Großsachsener Straße, un pequeño sendero partía de ella al cabo de unos metros. Lo siguió, subiendo la cuesta. Al cabo de unos instantes, cuando comenzaba a sudar, descubrió el bosque. Se adentró en él disfrutando del olor de los pinos. Al cabo de un rato llegó a un claro en el que distinguió un campo de fútbol. Caminó alrededor del campo y decidió retornar al pueblo. Una vez en su habitación se duchó y acostó. De nuevo comenzó a seguir mentalmente los pasos de su plan. Cuando ya se había resignado a permanecer despierto toda la noche, se durmió.
Escuchó sonar el móvil, que empleaba como despertador. Le ardían los ojos y sentía obnubilada la cabeza, como si estuviese resacoso. Permaneció largo rato sentado en el borde de la cama, hasta que logró levantarse haciendo un esfuerzo. Era poco después de las siete cuando apareció en el salón del desayuno. Estaba completamente solo, más tarde le salió al encuentro la mujer que le había dado la bienvenida la tarde anterior y le preguntó qué deseaba beber.
Desayunó porque lo estimó necesario, no porque se sintiera hambriento. Sólo veinte minutos después ya se encontraba tras el volante de su vehículo bajando Großsachsener Straße; se adentró en la Cestarostraße, dejó atrás la casa en la que vivía Angelika Stolpe y continuó por la sinuosa carretera hacia el bosque de Odenwald hasta que llegó a una bifurcación a su izquierda que conducía a Weinheim. En Weinheim preguntó dónde podía encontrar una ferretería. Compró una linterna, unas tenazas, un destornillador, una palanqueta, un martillo, una caja de herramientas, un mono azul y un casco de color blanco. Metió las tenazas y el martillo en la caja de herramientas, se puso el mono y dejó el casco en el asiento del copiloto. Estaba nervioso al pensar que muy pronto añadiría una nueva estupidez a todas las que ya había cometido.
Condujo de vuelta a Oberflockenbach. Aparcó su vehículo algo apartado de la casa a la que se dirigía, se puso el casco, cogió la caja de herramientas y se dirigió a la vivienda. Abrió la puerta principal. Encontró inmediatamente las escaleras hacia el sótano. Buscó el interruptor de la luz, lo encontró, y encendió la luz. Cerró la puerta que conducía a las escaleras de bajada y las bajó. Abajo encontró cuatro puertas de madera. Las iluminó con la linterna, intentando ver a través de los tablones. El primero de los trasteros le pareció demasiado ordenado para pertenecer a Angelika. En el segundo sólo se veían dos alfombras y una pequeña mesita. En el tercero pudo distinguir cinco cajas apiladas en las que se apoyaba una bicicleta infantil. El cuarto estaba completamente desordenado: Cajas, botellas, cacerolas, muebles, libros, revistas, todo aparecía tirado por el suelo. Ese tenía que ser el trastero de Angelika. En la puerta vio un candado y un cerrojo metálico sujeto con cuatro tornillos a la madera. Iluminó los tornillos y cogió el destornillador para soltarlos. Avanzó a buen ritmo, al parecer había comprado herramientas de más innecesariamente. A los pocos minutos fue capaz de abrir la puerta. Chocó contra unos periódicos apilados y levantó una enorme nube de polvo. Estornudó, lo cual no hizo sino levantar más polvo aún. Enfocó la linterna hacia el interior de aquel lugar hasta que entre el polvo descubrió tres cajas de cartón. Abrió la primera de ellas. Libros, cuadernos, papeles sueltos, recortes de periódico, todo ello cubierto por una gruesa capa de polvo. Le asqueó toda aquella suciedad y se maldijo por haberse olvidado de comprar unos guantes. Levantó una de las cajas para buscar en la que se encontraba debajo. Restos de una vajilla, algunas piezas estaban rotas.
—¿Qué hace usted ahí? —gritó una mujer.
Stachelmann se volvió, enfocándola con su linterna. Una anciana, pelo blanco, rostro consumido, la nariz curva en forma de pico de papagayo. Bizqueó, cegada por la linterna.
—Soy del ayuntamiento —dijo—. Una emergencia. Rotura de tuberías.
No se le ocurrió nada mejor.
—No veo agua por aquí.
—No me moleste mientras trabajo —la amenazó Stachelmann en un tono autoritario y profesional.
—Bueno, bueno, sólo preguntaba —se defendió la mujer. Se dio la vuelta y Stachelmann la oyó subir las escaleras.
Era consciente de que lo primero que haría sería llamar al ayuntamiento para comprobar la veracidad de su afirmación. Emplearía un buen rato en lograr hablar con la persona adecuada antes de saber que no había emergencia alguna en Oberflockenbach. Stachelmann se dispuso a inspeccionar la tercera caja. Está llena de ropas y retales que olían mal. Se había equivocado. Miró a su alrededor. En la pared que separaba aquel trastero del vecino había una mesa cubierta por entero por una manta que caía hasta el suelo y no permitía ver nada. Al retirar la manta puso al descubierto perchas, cubiertos y una nueva caja, más pequeña que las anteriores, de cartón duro y grueso. La sacó de debajo de la mesa, miró en su interior y advirtió de inmediato que había encontrado la caja que estaba buscando. Panfletos, algunas viejas revistas izquierdistas, libros, entre ellos las obras completas de Lenin en tres tomos, una edición de bolsillo del Manifiesto comunista, un delgado tomo con el título de «Lotta continua». Y muchas más cosas sumergidas en el polvo que Stachelmann no tenía tiempo de investigar. En dos laterales de la caja había unas aberturas que servían de asa, tuvo que apartar un poco las obras de Lenin para poder meter la mano. La caja pesaba menos de lo que había supuesto inicialmente. La llevó al pasillo, cerró la puerta del trastero, atornilló de nuevo el cerrojo y subió las escaleras. Aguzó el oído, pero no logró percibir nada. Abandonó la casa a toda prisa. Durante unos instantes consideró la posibilidad de volver a por la caja de herramientas, que había abandonado. Pero una vez hubo guardado la caja en el coche pensó que podía asumir la pérdida, teniendo en cuenta lo que había logrado. Cuando se sentó detrás del volante oyó la sirena de la policía y poco después el coche patrulla pasó a toda velocidad a su lado.
Stachelmann se dirigió a Unterflockenbach y Weinheim para no coincidir con la policía. Poco antes de llegar a Weinheim paró en la cuneta, se quitó el mono azul y lo guardó, junto al casco, en el maletero. Ahora ya se sentía mucho más seguro. Giró y retrocedió. Ante la casa de Angelika Stolpe vio aparcado el coche patrulla, pero ninguna otra cosa fuera de lo común. Se alejó de allí, temiendo que una burda casualidad llevara a que la anciana de antes le reconociera. Una vez llegado a «Zur Rose» se encontró con su patrona, la que hablaba con aquel dialecto tan cerrado, que le contempló sorprendida.
—¡Qué prisa tiene usted! —le dijo.
Stachelmann no contestó, pagó la cuenta, guardó su ropa en la bolsa de viaje y abandonó el local. No dejó atrás su nerviosismo hasta que hubo llegado a Großsachsen. Paró para repostar, pero fue la única parada que realizó en su camino hacia Lübeck. Tuvo que controlar su curiosidad para evitar parar y mirar qué guardaba aquella caja. Estaba seguro de que encontraría la clave a su acertijo en ella, aunque aquella seguridad cedía a ratos a la certeza de que de nuevo se había equivocado y sólo habría basura en su interior. Cuando llegó a casa estaba agotado, aparcó el coche cerca del río Trave y hubo de hacer dos viajes para llevar a casa su equipaje. En primer lugar trasladó la caja.
Y entonces ya no le detuvo nada. Sin pensárselo dos veces, volcó la caja de modo que su contenido se desparramó por el suelo del salón. Se levantó una nube de polvo que le hizo toser. Abrió la ventana, también la ventana de la cocina, para que la ventilación fuera mayor. Finalmente conectó la aspiradora a máxima potencia y aspiró bien por todas partes allí donde veía a contraluz alguna nube de polvo. Después cogió un taburete de la cocina y se sentó delante de aquel sucio montón de papeles. Aquello que había estado oculto en el fondo se encontraba ahora arriba del todo, cubriendo las obras completas de Lenin y el manifiesto comunista. Vio postales, notas, una novela para él desconocida, y un libro encuadernado en cuero. Tomó aquel libro, lo abrió y supo sin lugar a dudas que había encontrado lo que buscaba.
Páginas y más páginas de anotaciones manuscritas, precedidas por una fecha todas ellas. Un diario. Lo apartó y colocó sobre su escritorio. Al principio le resultó algo difícil descifrar aquella letra, pero finalmente se acostumbró a ella, y comprendió casi todo lo que leía. Se mencionaba a Angelika una y otra vez. El autor de aquel diario era un hombre. Stachelmann pasaba páginas y leía.
Si hubiera sido yo el que hubiera disparado a aquel cerdo, no podría quitármelo de la cabeza. Me enfadé mucho cuando ocurrió, muchísimo. Nadie me había advertido de nada. Y si se va a asistir a una ejecución, al menos uno quiere que le avisen. También los revolucionarios han de prepararse para según qué cosas. No les hubiera costado nada insinuarme algo al menos. Hubiera participado de todos modos, porque los traidores son peores que las chinches. Stachelmann vio que el autor del diario, aunque no era el asesino, sabía quién era aquél. Quizá Zastrow, que había muerto joven. Siguió hojeando y leyó algunas cosas acerca de Volterra. Apartó el diario a un lado y rebuscó entre el contenido de la caja buscando las postales. Ninguna procedía de Volterra, pero una de ellas era de Siena. No fue capaz de leer lo que había escrito en ella. Stachelmann buscó en su atlas y encontró Volterra inmediatamente. Estaba al sur de la Toscana, a menos de cien kilómetros de Livorno.
Toscana, sí, había oído hablar de aquella región, incluso había leído alguna cosa. Desde el aeropuerto de Lübeck-Blankensee salía una línea de vuelos baratos que ofrecía conexión directa con Pisa. Le pareció una señal de una instancia superior. Encendió su ordenador y entró en la página principal de la compañía aérea. Al día siguiente podría ya volar con ellos, y volver al otro. ¿O mejor quedarse dos días? Lo hizo de ese modo, introdujo datos del vuelo y pago, lo imprimió todo y listo. Tenía en sus manos dos billetes, todo ello por menos de doscientos euros. Había que sumar a todo aquello el coche de alquiler y el alojamiento durante los dos días de estancia. Le emocionaba lo que había descubierto y también su capacidad para decidir rápidamente, algo que no siempre le era propio. Siguió avanzando en el diario.
Aquella noche, el agotamiento le hizo dormirse temprano, aunque despertó una y otra vez, sin poder alejar el diario de su pensamiento. Ya se sentía capaz de resolver el asesinato de Thingstätte. Había sido Zastrow, y el autor del diario y Kipper y Detmold fueron sus cómplices. Su intuición no le engañaba. Pensó en llamar por teléfono a Angelika, pues ella conocía el nombre del autor del diario, aunque hubiese actuado como si apenas le conociera. Detlev no era un simple mote, se le había escapado el nombre, al menos tenía algo. Detlev Köhler se encontraba en Volterra. Le invadió el miedo. ¿Averiguaría la policía que quien se había hospedado en «Zur Rose» era quien había saqueado el trastero de Angelika Stolpe? Intentó tranquilizarse. Era muy improbable; dado que en aquel trastero no se había sustraído nada de valor, la policía no intervendría, bastante ocupados estaban con otras cosas. Y, además, Angelika tenía sus buenos motivos para callar la existencia misma de aquella caja. Podía buscarse problemas si se descubría que había estado ocultando pruebas de un asesinato.
A pesar de todas sus inquietudes nocturnas se sintió descansado por la mañana. Tras tomar el desayuno marcó el número de Carmen en la comisaría, pero ella no se encontraba allí; había salido y estaba ocupada en un caso. Cogió de nuevo el diario. Comprendía a la perfección lo sucedido en Thingstätte. No habían pretendido asesinar a Lehmann, al menos dos de los tres hombres no habían tenido esa intención. Y el tercero de ellos había apretado el gatillo. Ese tercero era Zastrow, un hombre que ya había muerto. ¿Por qué había disparado? ¿Había sido un accidente? ¿Y por qué se le había ocurrido ahora viajar a Italia? ¿Para encontrar a ese Detlev, si es que se llamaba así realmente y Angelika no le había engañado? Porque podía estar alcoholizada, pero no era estúpida. ¿Y cuando encontrara a Detlev, de qué le serviría aquello? Detlev debía saber quién había asesinado a Ossi, si es que no había sido él mismo quien había acabado con la vida de su amigo. Tal vez aún tenía sus contactos en Heidelberg y había oído que Ossi le estaba buscando. Pero, ¿viajaría a Hamburgo desde Italia para asesinar a Ossi simplemente porque suponía que éste le estaba siguiendo la pista?
Stachelmann se echó hacia atrás en su sillón y cerró los ojos. Esperaba poder concentrarse mejor de ese modo. Si Detlev era el asesino de Ossi, entonces su viaje a Italia era peligroso. Tenía que dejar indicado a dónde y por qué viajaba, porque cabía la posibilidad de que desapareciera para siempre en Italia. ¿Cómo afectaría aquello a quienes dejaba atrás? ¿Qué diría Anne? ¿Qué por fin se había librado de él?
Kipper y Detmold no habían asesinado a Ossi, y si ese Detlev tampoco había sido tendría que aceptar que se trataba de un suicidio. Bueno, no quedaría demostrado, pero al menos todas las pistas que conducían en otra dirección se habrían revelado como inconsistentes. Llegado a ese punto, sólo podía acabar mal, y de forma definitiva, si seguía empeñándose en cuestionar la versión oficial. De modo que viajar a Italia en estos momentos tenía mucho sentido. Para eliminar las dudas, pero adquirir certeza, y con ello lograr dormir por las noches una vez cumplidas las obligaciones contraídas con su viejo amigo, aunque éste sólo hubiese sido amigo de verdad breve tiempo.
Buscó una hoja de papel y comenzó a escribir:
He viajado hasta Volterra para encontrar a un tal Detlev Köhler que creo que ha participado en el asesinato de Thingstätte. Si no retornara de mi viaje a Italia, buscadme en Volterra.
Leyó su nota sintiéndose estúpido. Se estaba dando demasiada importancia. Arrugó el papel y lo lanzó a la papelera. Allí ya lo encontraría la policía en caso necesario si se ponía a investigar a fondo.
Stachelmann se imaginó ya en Volterra. ¿Cómo procedería? ¿Preguntaría por Detlev? Eso era ridículo. Sus conocimientos de italiano eran nulos. Recordó el folleto de Lotta Continua, aquel grupo izquierdista radical que también había estado presente en Alemania, sobre todo representado por los obreros italianos inmigrantes. Buscó en internet y descubrió que los últimos activistas habían desaparecido en el año 1976. Es decir que cuando Köhler viajó a Volterra, Lotta Continua ya no existía, al menos legalmente. Pero tal vez aquel idiota ni se había enterado de ello y Zastrow tampoco. ¿O se habían unido a ellos en la clandestinidad? Quizá Zastrow se había adelantado para contactar con ellos y había logrado que los ocultaran a los dos. Pero, si estaban escondidos, ¿cómo iba a encontrarlos? Cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que las probabilidades de que su viaje a Italia fuera en vano eran muy elevadas. Bueno, pues me tomo unas vacaciones, se dijo. No tengo otra cosa mejor que hacer. Rió amargamente. Si hubiera pensado en todas esas cosas antes de reservar impulsivamente el primer vuelo, probablemente no hubiera emprendido aquel viaje. Pensó en no subir a aquel avión. No, ahora que ya estaba hecha la reserva, debía ir. No conocía Volterra y la ciudad poseía cierta fama por su exportación de alabastro.
Se dirigió a la gran librería de Königstraße y encontró un plano de Volterra. También adquirió una guía de la Toscana. Le deprimió la elevada cantidad de libros. Si alguna vez lograba terminar su trabajo de habilitación, una vez publicado, se perdería entre todos aquellos ejemplares, a nadie se le ocurriría preguntar por él en una librería como aquella. A quién podría interesarle. Campos de concentración, un asunto tan terrible. No era necesario saber más de ellos que el horror que suponían.
Una vez en casa metió su plano y la guía en la bolsa de viaje. Limpió con un trapo húmedo la cubierta del diario de Köhler y lo secó cuidadosamente. Se lo mostraría a Köhler si es que lograba dar con él.
Aquí está todo, Köhler. Incluso que tomaste parte en lo de Thingstätte. Eres un asesino.
No, no lo soy. Lee atentamente. Yo no quise que sucediera. Como mucho, seré cómplice de asesinato, y eso ya ha prescrito. Olvídate, viejo. No puedes hacerme nada.
Repitió en su mente el mismo diálogo con ligeras variantes, llegando siempre al mismo resultado: tal vez lograra impresionar brevemente a Köhler, pero no duraría mucho. Era mejor que nada. Quizá se sorprendiera tanto en aquellos primeros segundos que revelara alguna cosa acerca de Hamburgo y Ossi.
Comenzó de nuevo. Le enseñaría a Köhler el diario. Has asesinado a Lehmann. O, al menos, estabas presente y tapaste a Zastrow, que fue quien realmente disparó. Ocurrió así, ¿verdad?
Y antes de que Köhler pudiera pronunciar palabra alguna, seguiría: y hace nada viajaste a Hamburgo, donde asesinaste a Ossi. El camarada de antaño que te estaba siguiendo la pista.
Pero llegado a ese punto no era capaz de imaginar qué podría contestar Köhler.
Siguió leyendo en el diario toda la tarde. Intentó imaginarse cómo habría sido Angelika en otros tiempos. Recordó a Regine, que, aunque no había caído tan bajo, también bebía más de lo conveniente.
Guardó el diario y las fotografías en su bolsa de viaje.
El despegue estaba previsto para las ocho y cinco. Stachelmann intentó ya a las cinco de la tarde avanzar a través del denso tráfico en dirección a Groß Gronau. Dio vueltas por el aparcamiento durante unos minutos hasta que encontró un hueco. Una vez en la sala de espera del aeropuerto mató el tiempo con el Süddeutsche Zeitung y diversas tazas de té. Cuando se acercó la hora del embarque se puso en la cola del mostrador de su compañía, llevando en la mano el papel con los datos de su vuelo impresos, así como su carnet de identidad. La gente intentaba colarse, como si fuera ventajoso tomar asiento en el avión antes que otros. Cuando el avión al fin despegó y Lübeck disminuía de tamaño en la lejanía hasta que desapareció en la niebla, se echó hacia atrás en su asiento. Tenía a su lado a una pareja cogida de la mano que se susurraba continuamente alguna cosa al oído. Aquello le hizo ser dolorosamente consciente del caos en su vida sentimental.
No sentía la necesidad de tomar ningún tipo de decisión. Ignoraba qué hacer. Quizá se le ocurriría algo en cuanto solucionara aquel caso. Cerró los ojos intentando no prestar atención a los susurros a su lado, pero no logró dormir. Cuanto más se acercaba a Italia, mayor era su excitación. De nuevo le asaltaron las dudas. Aquel viaje era absurdo. Piensa lo claro que tenías que estabas en lo cierto durante tu estancia en Heidelberg. Tan convencido, que incluso te arriesgaste a una denuncia falsa. Dormitó un rato, hasta que fue despertado por una azafata, que al parecer pretendía venderle algo. No escuchó sus palabras, negó con un gesto de la mano y se giró hacia la ventana. Nubes blancas en el exterior, majestuosas e inmóviles, al menos aparentemente. Se puso el sol.
Cuando el avión hubo atravesado de nuevo la capa de nubes para iniciar el aterrizaje era de noche. Desde el cemento y el asfalto ascendía el calor diurno. Los pasajeros entraron en un autobús cuyo aire acondicionado estaba estropeado, suponiendo que el vehículo poseyera algo así. En el aeropuerto encontró inmediatamente el mostrador de una compañía de vehículos de alquiler. Se decidió por un Fiat Seicento, indicó los datos de su tarjeta de crédito y siguió las indicaciones que le habían dado para llegar al aparcamiento. Se sentó detrás del volante. Era más amplio por dentro de lo que dejaba entrever desde fuera aquel minúsculo vehículo. En la guantera encontró un plano de la Toscana. Se decidió por seguir la carretera de la costa hasta Cecina, para, a continuación, adentrarse al interior. De ese modo sólo tendría que atravesar las montañas unos pocos kilómetros, una carretera que en el plano ya le parecía demasiado sinuosa y empinada. Se acostumbró rápidamente al vehículo y encontró de inmediato el camino a la costa. Dirección Livorno. Dirigió el vehículo por la sinuosa carretera de la costa en dirección sur. A pesar de encontrarse aún en temporada alta, había poco tráfico; a esa hora, la gente decente saboreaba un buen vino acompañando la cena.
Se preguntó dónde podría pasar la noche, ya que no se había preocupado de realizar una reserva. Había pensado que tenía poco sentido en la temporada en la que se encontraba, y que tanto hoteles como pensiones no dispondrían de habitaciones libres. Conducía con cuidado, de vez en cuando advertía, a la luz de los faros, algún que otro gato o perro. Poco antes de alcanzar Cecina vio al fin el cartel que anunciaba la salida a Gello y Volterra. Comenzó a subir la montaña, la carretera era cada vez más sinuosa. Le adelantó una motocicleta a una velocidad excesiva; al tomar la curva el motorista casi rozó el asfalto con la rodilla. Desapareció de su vida tan rápido como había aparecido. Stachelmann atravesó pueblecitos, sillas y mesas escasamente ocupadas en las calles, e intentó distinguir algún posible alojamiento para esa noche, aunque no logró descubrir ningún cartel que le sugiriera esa posibilidad. Se sentía agotado y se reprochó su forma de actuar. Pero a aquellas alturas ya no tenía otra salida: debía continuar hasta el fin. Como tan bellamente se dice, también las gallinas ciegas logran al fin encontrar algún grano. Le gustaba mucho aquella expresión, pues precisamente se sentía como aquella gallina: buscando a ciegas. Sólo que la gallina luchaba por su supervivencia mientras que él se había metido en aquel lío él solo. No se había comportado más estúpidamente, porque ya no era posible serlo más. Su ánimo decayó y se situó bajo mínimos. ¿Qué se le había perdido en Volterra, qué haría allí? La carretera subía, cada vez más. A la luz de los faros distinguió algunas figuras blancas, alabastro a la luz de la luna.
Finalmente, tras una curva especialmente cerrada, distinguió unas luces plateadas, una figura en la cuneta, no sabía si tumbada o sentada, no podía verlo bien. Frenó bruscamente, retrocedió un par de metros y se bajó de su vehículo. Una motocicleta, a su lado, un hombre con casco, agachado. Stachelmann se acercó.
—¡Hola!
El hombre levantó la cabeza como a cámara lenta.
—Can I help you? —preguntó Stachelmann.
El hombre negó imperceptiblemente con la cabeza.
Stachelmann le indicó por señas que se quitara el casco y aquel hombre obedeció. Una mata de rizos negros que enmarcaba un rostro casi infantil. Aquel hombre parecía inapropiado para una motocicleta como aquella, tan pesada. Pasó un coche de largo, y a la luz de los faros Stachelmann pudo ver que los pantalones del hombre se habían roto en diversos puntos y que éste sangraba.
—Wait! —le indicó Stachelmann al motorista. Retrocedió hasta alcanzar su vehículo, lo dejó caer cuesta abajo unos metros, y encendió las luces de emergencia, de modo que el motorista y su máquina quedaron más claramente iluminados. Se bajó de nuevo, sacó el botiquín del maletero y se arrodillo ante el motorista, apoyándose en el bordillo de la carretera. El hombre bizqueaba a la luz de los faros, su rostro tan blanco como si de una figura de alabastro se tratase. Stachelmann preguntó en inglés si creía que se había roto algo. El hombre movió con mucho cuidado brazos y piernas, hizo una mueca, pero no parecía que se hubiese roto nada. Había tomado con demasiada velocidad aquella curva, pero no tanta como para resultar herido de gravedad. Stachelmann intentó vendar las rozaduras de la pierna, aunque le parecía que no tenía mucho sentido realizar aquella operación mientras el hombre mantuviera los pantalones puestos. Aún así le envolvió la pierna con gruesos vendajes, el hombre se dejó hacer. Una vez hubo acabado, le tendió la mano para ayudarle a levantarse. El hombre aceptó su mano y se puso en pie con mucho cuidado. Movió las piernas, como intentando comprobar si aún era capaz de usarlas. Se dirigió despacio a su máquina, intentó evaluar los daños, sacudió la cabeza, sorprendido, como si no fuese capaz de comprender qué, exactamente, había sucedido. Se dio la vuelta, se acercó a la carretera y señaló con el pie una mancha.
—¡Olio! —dijo y repitió, muy enfadado—. ¡Olio!
Apoyó la mano en el hombro de Stachelmann, y ambos de dirigieron al coche. El hombre ocupó el asiento del copiloto.
—¿Volterra? —preguntó Stachelmann.
—Volterra —asintió el motorista.
—Josef —dijo Stachelmann, señalándose el pecho.
—Tonio —dijo el motorista—. ¿Tedesco?
Stachelmann asintió.
Tonio guardó silencio.
Stachelmann tomó curva tras curva hasta que la carretera finalizó en un cruce, enmarcado por un elevado puente de piedra.
—¿Dove? —preguntó—. ¿Hacia dónde?
Tonio señaló al frente. Stachelmann continuó hasta que Tonio le indicó que debía girar hacia la izquierda. Una carretera muy estrecha, flanqueada por una hilera de coches aparcados que convertía casi en imposible circular por ella. En un momento dado, el motorista, agitado, le hizo señas para que parase y le señaló dónde debía aparcar. Stachelmann pegó el vehículo al muro de una casa por el lado del conductor, pretendiendo así dejarle más espacio a Tonio y permitiéndole un fácil descenso. Una vez éste se hubo bajado del vehículo, Stachelmann se arrastró hasta el asiento del copiloto, gimió, y salió como pudo del coche. Tonio se quedó observando los estiramientos de Stachelmann hasta que éste le interrogó con la mirada. ¿Ahora qué?
Tonio, cubierto de vendas blancas sobre cuero negro, le indicó a Stachelmann que debía seguirle. Se acercó a la casa situada al otro lado de la calle, caminó libremente y sin apoyarse, parecía encontrarse mejor. La puerta no estaba cerrada con llave, Tonio la abrió. Penetraron en un oscuro pasillo, sonaba un televisor, voces excitadas, algún concurso. Tonio abrió una puerta, se percibió una luz y el parpadeo del televisor, cuyo volumen era demasiado elevado. Un grito.
—¡Tonio!
Una mujer saltó desde uno de los sillones y se arrojó sobre Tonio. Le estuvo hablando un rato, unió las manos como si fuese a rezar, y no comenzó a tranquilizarse hasta que Tonio explicó lo ocurrido, con voz calmada. Señaló a Stachelmann y éste percibió el agradecimiento en la mirada materna. A pesar de ello, se sintió fuera de lugar allí. La madre le tendió la mano.
—¡Grazie! —exclamó—. ¡Grazie! —repitió, mientras lo conducía desde el salón a la cocina. Colocó una botella de vino y tres copas sobre la mesa, acompañándolas de un plato con pan, fiambre, jamón, queso. Le preguntó si deseaba un café, pero le sirvió vino. Tonio se sentó a la mesa.
—¡Salute!
Alzaron los vasos y brindaron.
Se abrió la puerta y entró un hombre, comenzaron de nuevo las explicaciones. Stachelmann comprendió que aquel debía de ser el padre, que llegaba a casa en aquel momento desde alguna parte. También él le tendió la mano a Stachelmann, le dio las gracias, reprendió al hijo, haciendo un gesto despectivo, y finalmente lo abrazó hasta que éste protestó por el dolor que le causaba, dadas sus magulladuras. Stachelmann quiso sugerir que buscaran a un médico, pero finalmente decidió que no era asunto suyo.
La madre le llenó de nuevo la copa. Volvió a abrirse la puerta y apareció una Liz Taylor joven, con el aspecto que tenía cuando interpretó a la judía Rebecca en Ivanhoe. Miró a su alrededor y posó la vista en Stachelmann, la única persona a la que no conocía. De nuevo más explicaciones, hablando todos a la vez. Stachelmann entendió que se llamaba Eleonora y era la hija, es decir, la hermana de Tonio. Una vez que Eleonora también hubo comprendido lo ocurrido, se acercó a Stachelmann y le tendió la mano. Su apretón fue más fuerte de lo que era de esperar por la apariencia de la muchacha.
—Gracias —le dijo ella en voz baja, y sonrió. No tenía acento. Sintió de repente una tremenda pesadez de estómago.
Eleonora se sentó a la mesa, sonriéndole de vez en cuando, como queriendo demostrar lo bienvenido que le resultaba y lo agradecida que estaba.
—¿De dónde es usted? —preguntó en un alemán perfecto.
—De Lübeck, una ciudad que se encuentra cerca de Hamburgo —dijo él.
—Lo sé —dijo ella y sonrió.
—¿Cómo es que habla un alemán tan excelente?
Los demás escuchaban, aunque, evidentemente, no entendían nada.
—He estudiado en Múnich y trabajo para una agencia en Cecina que se dedica al alquiler de viviendas para el período de vacaciones.
—¿Ah, sí? —preguntó Stachelmann.
—¿Y usted está aquí de vacaciones?
—No —dijo Stachelmann—. Estoy buscando a alguien. Acabo de llegar, aterrizando en Pisa, y estoy buscando a un alemán que hace unos treinta años, procedente de Heidelberg, se estableció en Volterra.
Ella alzó las cejas.
—¿Y por eso ha venido usted? ¿Dónde dice que vive ese alemán?
Stachelmann se encogió de hombros.
Ella rió.
—En esta zona viven muchos alemanes. La Toscana es para ellos algo paradisíaco. Y para la gente que no tiene que trabajar puede ciertamente parecerlo.
La madre intervino comentando algo. Habló a una velocidad exagerada, indicándole a su hija alguna cuestión en italiano. Esta última miraba alternativamente a su madre y a Stachelmann.
—Mi madre pregunta dónde se hospeda usted.
Stachelmann volvió a encogerse de hombros.
—Aún no lo sé.
Ahora fue Eleonora la que recurrió al italiano para hablar con su madre. Ésta contestó brevemente.
—Si no le parece demasiado... —Eleonora titubeó— sencilla nuestra casa, podría usted quedarse aquí. Disponemos de una habitación, pequeña, pero con una cama. Es difícil en esta época encontrar habitación en un hotel, aunque si lo desea, llamo y pregunto en su nombre.
—Si no es demasiada molestia, me parece muy bien la habitación que me ofrece —dijo Stachelmann, preparándose ya para el dolor que le proporcionaría aquella cama. La madre se levantó y abandonó la cocina.
—¿Cómo se llama ese alemán al que busca?
—Detlev Köhler.
—¿Conoce usted algún detalle adicional?
—Tal vez. Fue activista político, es posible que se uniera a Lotta Continua.
Cuando el padre oyó mencionar a Lotta Continua, enderezó la espalda. Comenzó a discutir con Eleonora, cada vez más excitado. Stachelmann distinguió las palabras «Partito Comunista». Cuando el padre terminó de hablar, subrayó sus palabras golpeando la mesa con el puño.
—¿Usted no será uno de ellos? —preguntó Eleonora.
—No, no —negó Stachelmann—. Le contaré toda la historia.
No fue la historia al completo lo que al final relató, sino un breve resumen en el que se limitó a explicar lo relacionado con el asesinato de Thingstätte. Tras uno o dos comentarios, hacía un descanso y Eleonora traducía para los demás. El padre y Tonio escuchaban en silencio, el padre asentía de vez en cuando, especialmente, cuando Stachelmann indicó que era incapaz de tolerar que una acción tan vil quedara impune. Al padre aquella explicación le resultó suficiente, pero Eleonora contemplaba a Stachelmann con cierto escepticismo. Probablemente a él mismo le hubiese resultado demasiado increíble y rocambolesca aquella historia, caso de habérsela relatado algún extraño.
El padre dijo algo. Eleonora escuchó atentamente, y cuando el padre hubo finalizado de hablar, tradujo para Stachelmann.
—Va a preguntar por ahí. Quizá puede decirle algo mañana. Fue comunista en su día, pero odiaba a Lotta Continua, a los que consideraba unos locos, que se apoyaban falsamente en la clase obrera y que cayeron al fin en el terrorismo. Conoce a una persona que estuvo en Lotta Continua a inicios de los setenta, cuando aún no eran terroristas. Un antiguo camarada que no participó en el compromiso histórico. Un tal Luigi.
El padre observaba a Stachelmann sin pestañear mientras Eleonora resumía sus palabras.
Stachelmann asintió y le dio las gracias.
Tonio simplemente escuchaba sin intervenir. Era muy joven y sólo se sentía seguro a lomos de su motocicleta.
El padre se levantó, comentó algo con Tonio y se despidió de Stachelmann.
—Buona notte.
Stachelmann se levantó y le tendió la mano, volvió a sentarse después.
También Tonio se levantó y le tendió la mano a Stachelmann.
—Grazie. Buona notte —dijo, y salió tras el padre.
Eleonora se sirvió más vino y llenó también la copa de Stachelmann.
—Mi abuelo, el padre de mi padre —dijo, mientras miraba hacia la puerta por la que el padre acababa de abandonarles—, se unió a los partisanos. Mi padre vivió cosas terribles, aunque no le gusta hablar de ello. Odiaba a los alemanes, incluidos a aquellos que vienen a veranear cada año. —Miró hacia la puerta—. Emigró a Alemania, a Stuttgart, pero no fue capaz de soportar aquella vida y volvió. Le ayudará —añadió, pasándose la mano por el negrísimo pelo—. Pero no le decepcione usted, ¿entiende lo que le quiero decir?
—¿Se refiere a que no le he contado la historia completa?
—Sí. Da la impresión de que se calla usted lo más importante. Y entonces todo este asunto sería en realidad muy distinto a como nos lo ha presentado. Y que tal vez él le esté ayudando en algo que va en contra de sus ideas. ¿Me entiende?
Su expresión era dura.
Él asintió.
—Busco a un asesino. Lo que no les he dicho antes es que son dos los asesinatos que ha cometido y que yo le busco por el segundo de ellos.
—¿Y por qué se lo calló usted? Bueno, perdone, no es de mi incumbencia.
—Porque a mí mismo me parece absurdo todo esto. Todos aquellos con los que he hablado de este tema creen que estoy loco. Y no me agrada demasiado que duden de mi cordura.
Ella rió en voz baja.
—Lo entiendo.
Consultó su reloj, era casi la una y media de la madrugada.
—Perdóneme —dijo Stachelmann—. Ni me he dado cuenta de la hora que es.
—Sí, han sido unos momentos muy intensos. Espero que Tonio haya aprendido algo tras su accidente. Conduce como un loco. Aunque aquí todos son iguales: en cuanto se sientan sobre una motocicleta... Venga, le muestro su habitación.
Le guió a través de un estrecho pasillo al final del cual se veía una puerta entreabierta.
—Es aquí —le señaló—. Y a ese lado está el baño.
Le mostró una puerta a la derecha de la habitación.
—Espero que se sienta cómodo.
—He de recoger mi bolsa de viaje —indicó él.
Salió a la calle, sacó la bolsa de viaje del maletero y miró hacia arriba. Infinitas estrellas iluminaban el cielo nocturno. Era una pena perder el tiempo durmiendo. Volvió a la casa y atravesó la cocina para llegar a su habitación. El baño era estrecho, al situarse tras el lavabo ya rozaba el inodoro con la pierna. Se apresuró, se llevó sus cosas a su nueva habitación y cerró la puerta. Se cambió de ropa y se tumbó en aquella cama cuyo colchón parecía rozar el suelo por la parte central. Oyó ruidos en el baño y comprendió que ella había esperado para entrar a que él terminara con su aseo personal.
Estaba tan cansado que se durmió. Aquella noche soñó con motocicletas que circulaban a toda velocidad y con Köhler, un hombre alto y fuerte que habitaba un chalet con vistas al mar y se reía de él.
—¡Has de poseer pruebas, estúpido! ¡Pruebas! ¿Tienes alguna?
Y de nuevo aquella terrible risa.
Le despertó la cisterna en el baño anexo. Movió la columna, también las piernas, para hacer desaparecer la rigidez. Consultó el reloj, eran las ocho. Una ventana entornada dejaba pasar algo de luz. El aire era cálido, parecía anunciarse un día caluroso. Se levantó y miró por la puerta entreabierta, intentando averiguar si estaba ocupado el baño. La puerta estaba cerrada, y los ruidos procedentes del interior le revelaron que, en efecto, estaba ocupado. Stachelmann comenzó a caminar por la habitación como si se encontrara en una celda; de vez en cuanto se giraba, estiraba, inclinaba, para hacer más fluidos sus movimientos. Por fin quedó libre el baño. Una vez acabó con sus abluciones, se dirigió a la cocina, donde la madre ya parecía ocupada. Le saludó con una sonrisa y señaló la mesa, sobre la que Stachelmann encontró pan, mantequilla y azúcar y café en una cafetera de tipo italiano, de las que se calentaban sobre el fuego. Ella le sirvió el café mientras él tomaba algo de pan y lo untaba con mantequilla. Ella señaló hacia la ventana, parecía querer mostrarle el buen tiempo que hacía. Eleonora y Tonio, le señaló la puerta, al parecer ya habían salido a trabajar. Papá, volvió a señalar, también había salido.
—Lotta Continua —dijo ella y añadió un par de cosas más que Stachelmann no entendió. Pero había comprendido que el padre había salido para intentar averiguar algo para él. La excitación le revolvió el estómago.
Después de desayunar, le indicó a la madre que le apetecía dar un paseo. Señaló la puerta y luego giró el dedo varias veces. La madre sonrió amablemente y asintió. Pasó por callejuelas estrechas situadas entre casas con fachadas medievales, dejando a un lado capillas, enormes casas señoriales, torres, todo ello indicativo de una anterior prosperidad de la ciudad. Ante el muro de la ciudad, poco antes de la carretera de salida, una cárcel, cuyos ocupantes probablemente sudarían lo indecible en verano tras aquellos gruesos muros, y pasarían un frío terrible en invierno. Al menos es la impresión que daba. Contempló el valle, sobre el cual se elevaba la ligera neblina como si de una densa capa de nubes se tratara. Retornó al centro de la ciudad, se sentó en uno de los numerosos cafés y pidió un café con leche. Aún no se veían turistas por las calles. Frente al café distinguió un cartel que anunciaba un mercadillo medieval, también teatro al aire libre y al parecer pronto tendría lugar la feria de la localidad. Stachelmann se sentía tranquilo y afortunado por haberse encontrado con Tonio. Pensó en Eleonora, pero la muchacha le recordó sus fracasos sentimentales. No se permitió caer en el desánimo, hizo un gesto con la mano como intentando borrar todo mal y se pidió otro café con leche, más que nada para pensar en otra cosa. Si lograba encontrar a Köhler le mostraría el diario. ¿O tal vez fuera buena idea conseguir previamente una muestra de escritura de aquel hombre? Pero él no era entendido en caligrafía. No, lo mejor era abordarlo directamente, hablar claro, asaltarlo. Stachelmann estaba seguro de que esa táctica le daría resultado. ¿Y si se equivocaba? Bueno, pues en ese caso había pasado unas bonitas vacaciones en Volterra. Al día siguiente, por la tarde, a las seis menos cuarto, volvería a casa. Casi deseaba encontrarse ya sentado en el avión, llevando como equipaje de vuelta la certeza de estar en lo cierto y también de acabar definitivamente con toda aquella locura. No estaba tan mal como para que otros dudaran de su cordura, pero sí empezaba a ser preocupante que fuese él mismo quien se la cuestionara. Stachelmann consultó su reloj, era demasiado temprano, el padre no podría haber averiguado nada aún.
El sol estaba alto, hacía calor. Stachelmann decidió buscar otro alojamiento para la noche que le restaba. Pero no parecía haber nada disponible; era temporada alta en la Toscana. Le pediría a Eleonora que hiciera unas llamadas. Se sintió lleno de impaciencia y volvió a la casa. Aunque se obligó a caminar despacio, sudaba profusamente cuando llegó a su destino. Llamó a la puerta y entró. El padre le esperaba en la cocina, le saludó tras dejar una taza sobre la mesa. Parecía satisfecho. Le hizo entender a Stachelmann que esperara hasta que al mediodía llegara Eleonora para traducir. Para no permanecer allí sentado sin hablar, Stachelmann se marchó a su habitación y se acostó. Por supuesto, no logró dormir, y el tiempo parecía no querer avanzar nunca. Al fin, llamaron a la puerta. Stachelmann se levantó y abrió. Eleonora le sonreía desde la puerta.
—Creo que mi padre ha encontrado para usted lo que andaba buscando —le dijo.
Cuando Stachelmann llegó a la cocina, el padre charlaba animadamente con la madre. Al parecer, la conversación versaba sobre sus recientes descubrimientos, ya que se distinguieron claramente las palabras «tedesco» y «Detlev Köhler» en diversas ocasiones. Cuando el padre se apercibió de la presencia de Stachelmann le señaló la silla situada frente a él, y Eleonora tomó asiento en un lateral de la mesa. El padre comenzó su narración y Eleonora tradujo.
—Dice Luigi que en algún momento de los setenta, cree que en 1979, aunque dado que ha transcurrido mucho tiempo no está muy seguro, aparecieron por aquí dos alemanes. Habían oído hablar de Lotta Continua y deseaban unirse a ellos en la clandestinidad. Pero los dirigentes de Lotta Continua los rechazaron, estaban hartos de aventureros que pretendían ser revolucionarios.
Stachelmann admiró lo bien que se expresaba en alemán.
—Uno de los dos se llamaba Detlev...
—¿Y el otro? —interrumpió Stachelmann.
—Luigi no lo recuerda. Es un hombre anciano y se apartó de Lotta Continua cuando éstos entraron en la clandestinidad. El padre dijo algo y lo subrayó golpeando la mesa.
—Sigamos. Los alemanes intentaron por todos los medios que los dirigentes cambiaran de opinión. Mencionaron a un camarada de Mannheim. Finalmente, parece que los de Lotta Continua preguntaron en Mannheim y decidieron aceptarlos en sus filas, a prueba, aquí, en Volterra. Se portaron bien, y los italianos estaban bastante satisfechos de sus nuevos miembros, aunque los consideraban demasiado fanáticos. Mi padre dice que eran mucho más fanáticos aún que los demás.
Sonrió.
—¿Y dónde se encuentra ahora ese Detlev? —preguntó Stachelmann, que no hacía más que darle vueltas a la cabeza. ¿Quién sería el otro hombre? Reimund Zastrow, la única posibilidad que se le ocurría, había muerto.
—En Riparbello. Regentan un bar.
—¿Dónde está Riparbello?
—En dirección a Cecina, no muy lejos de aquí.
—¿Me acompañaría usted?
Ella dudó unos instantes, pero finalmente asintió.
—¿Podría aceptar su ofrecimiento de intentar conseguirme una habitación en algún hotel?
—Eso no es necesario. Se queda usted con nosotros. A mis padres les parecería... —dudó— inapropiado si se marchara ahora.
—Gracias, me quedaré esta última noche entonces. Mañana por la tarde vuelvo a Alemania.
Apareció Tonio. No estaba tan pálido como el día anterior y parecía mucho más despierto. Había superado el susto. Saludó a Stachelmann de forma casi efusiva y le explicó algo que éste no comprendió.
—Ha ido a recoger la motocicleta junto con un amigo. Dice que sólo tiene unos arañazos, y está muy contento —explicó Eleonora. La muchacha siguió hablando de sus padres, y mientras contemplaba su perfil le recordó más que nunca a Liz Taylor. La conversación continuó, Stachelmann creyó entender que hablaban de Riparbello y de la visita que realizarían aquella tarde.
Una vez terminaron de hablar, la madre preparó la mesa. Hasta aquel momento, Stachelmann no se había apercibido del aroma a hierbas y ajo que impregnaba la cocina. La comida consistió en unos espaguetis con una sabrosa salsa de tomate y como segundo plato unos filetes en salsa de vino tinto. De postre, queso y pan. Stachelmann alabó la comida y la madre pareció satisfecha cuando Eleonora tradujo aquellas palabras. Stachelmann era consciente de que aquellos suculentos platos se debían a su presencia en aquella casa. Le parecieron exageradas las molestias que se tomaban sólo porque había recogido a Tonio de la carretera, sobre todo cuando el muchacho ni siquiera estaba herido de gravedad.
Tras la comida, sirvieron café y Eleonora le indicó a Stachelmann que los padres dormirían un rato. Stachelmann comprendió que Eleonora necesitaba así mismo dormir antes de volver al trabajo. Él también se acostó y, para su sorpresa, se durmió. Cuando despertó, volvió a oír unos ruidos procedentes de la cocina. Se quedó un rato más allí tumbado, a continuación buscó el diario y las fotografías, colocando ambas cosas sobre la cama. Estaba nervioso y debido a ello no lograba concentrarse. ¿Cómo actuaría una vez llegado al bar? ¿Preguntaría? ¿Afirmaría? ¿Sería cuidadoso? ¿Atacaría? ¿Daría algún pretexto? Evaluó todas las posibilidades, las sopesó cuidadosamente, las desechó, se decidió por una de ellas, la desechó de nuevo, eligió otra y la desechó también. Se sentía miserablemente mal. Examinó las fotografías, como si pudiera descubrir a partir de ellas algo nuevo que le hiciera avanzar. Sintió miedo. Había que considerar que se disponía a desenmascarar a un asesino. ¿Quién sería el segundo alemán? ¿Habría viajado Köhler acompañado por un camarada de quien Stachelmann no había oído hablar hasta aquel momento? Este nuevo dato le desconcertaba. No se sentía cómodo. ¿Qué podría significar? Reflexionó, pero no halló explicación capaz de satisfacerle.
Abandonó la habitación, saludó a la madre en la cocina y se dirigió a la ciudad. En una tienda de bebidas alcohólicas de aspecto elitista adquirió una botella de Grappa de precio elevado con la que pretendía obsequiar a la familia en señal de agradecimiento. Paseó hasta llegar a la impresionante catedral con tejado de tejas, que servían de adorno más que de protección militar. Hacía demasiado calor como para pasear bajo el sol, así que buscó la sombra. Paró ante un escaparate en el que se mostraban figuras de alabastro. Su fealdad le fascinaba; aquellas vírgenes desnudas, leones en posturas antinaturales, atletas de la Antigüedad cuyas sandalias parecían gastadas. Infinitas esculturas de aquel tipo. Sus pensamientos avanzaron hasta Riparbello.