4

Parpadeaba la lucecita del contestador y vio que le aguardaban siete mensajes. Pulsó la tecla de reproducción. Su madre se lamentaba, en ligero tono de reproche, del tiempo que llevaba sin visitarla. Creía haber encontrado entre los papeles de su padre algunos documentos que quizá pudieran interesarle. Se sintió culpable. Desde que falleciera su padre sólo en una única ocasión había visto a su madre, y de aquello ya hacía casi un año. El segundo de los mensajes en su contestador consistía en una mera sucesión de sonidos inidentificables y silbidos, el tercero era idéntico al anterior. En el cuarto, Anne le informaba de que estaba intentando localizarle, parecía irritada. En la quinta y sexta llamada, quien la realizara no se había molestado en dejar ningún mensaje.

Sonó el timbre de la puerta de entrada. Puesto que no esperaba a nadie pensó en ignorarlo, pero después le venció la curiosidad y pulsó el interruptor del portero automático. Oyó unos pasos pesados subiendo las escaleras, acompañados de una respiración más pesada aún que de algún modo le resultaba familiar. Apareció finalmente quien emitía tales sonidos, acercándose cada vez más. Cuando reconoció a su visitante, Stachelmann se sobresaltó y se maldijo a sí mismo por haber abierto la puerta.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó aquel hombre bajo y rechoncho—. Llevo varios días llamándote, pero parece que no tienes por costumbre contestar el teléfono, ¿no?

Stachelmann estaba aturdido.

—Vaya, parece que te alegras tanto de verme que no eres capaz de decir ni una sola palabra, ¿verdad?

No era otro que Olaf, su compañero de celda en la cárcel de Lauerhof durante el período que había permanecido recluido en prisión preventiva. Le había olvidado por completo, pero ahí lo tenía ante sí de nuevo, como si de un mal sueño se tratase.

—No me llores ahora de alegría.

Apartó a Stachelmann a un lado.

—Tengo que mear, ¿dónde está el baño?

Se lo indicó de forma mecánica.

—Ahora mismo vuelvo —avisó Olaf, y a Stachelmann le sonó a amenaza. Permaneció allí de pie, en la puerta de entrada, incapaz de reaccionar y de efectuar el más mínimo movimiento. Oyó correr la cisterna, aunque no el grifo del lavabo. Olaf abrió la puerta trasteando aún en su bragueta. Se situó delante de Stachelmann y le dio un golpe en el hombro.

—¿A que no te lo esperabas? ¿Tienes algo de beber? Leche no, que me sienta mal.

Stachelmann se dirigió a la cocina. Olaf le siguió y se sentó mientras él rebuscaba en los muebles, primero de la cocina y más tarde del salón. Finalmente encontró en uno de los armarios una botella de coñac, un regalo recibido en alguna ocasión que no recordaba ahora. La botella permanecía aún sin abrir. Retornó a la cocina y llenó un vaso con el licor. Olaf le quitó la botella de las manos y la examinó.

—No está mal. ¿Y tú? ¿No bebes? Por lo menos para celebrar el reencuentro.

Stachelmann sacudió la cabeza mientras pensaba en cómo podría deshacerse de aquel individuo.

—Sé que te alegras de verme. Lo que pasa que eres de esos que no muestran a las claras lo que sienten, ¿verdad? ¿Cómo dicen que se llaman esos? ¿Reprimidos?

Stachelmann seguía sin reaccionar mientras Olaf no paraba de hablar.

—Bueno, me han tenido que soltar por falta de pruebas, ¿sabes? En la segunda instantia.

—Instancia —se le escapó a Stachelmann—. En segunda instancia.

—Pos lo que digo, instantia.

Stachelmann recordó que Olaf estaba acusado de haber atracado un banco en Norderstedt. La acusación contaba con unas grabaciones en video como prueba, en las que, sin embargo, apenas se distinguía nada, según había afirmado Olaf. Al parecer había estado en lo cierto.

—Pero, ¿fuiste tú? —preguntó Stachelmann, simplemente por decir algo. Le era indiferente la respuesta y en realidad consideraba a Olaf demasiado estúpido como para atracar un banco.

—Eso sólo lo puede preguntar alguien que se dedica a las historietas —repuso Olaf, guiñándole un ojo—. Yo soy un ciudadano honrado, por lo menos casi siempre. Cuando veo a esos tíos de negocios, cómo arruinan una empresa tras otra y luego cobran sus millones de indemnización... Ninguno de esos va nunca a la cárcel, pero gente como yo, sí. ¿Y eso es justicia?

Se tomó el licor de un solo trago y le pasó el vaso a Stachelmann para que se lo volviera a llenar, cosa que éste hizo. Olaf se tomó el segundo vaso.

—Estamos con un asuntillo... —comenzó Olaf—. Por eso estoy ahora aquí, ¿sabes?, y no sólo porque me apetecía charlar contigo de lo bien que nos lo pasábamos en la trena. Pues tengo un asunto entre manos, una cosa que está que arde, y prácticamente sin riesgos.

Stachelmann sintió terror.

—No, no —tartamudeó, mientras intentaba pensar desesperadamente un modo de alejar a aquel individuo de allí—. Ahora no. Espero visita.

Olaf sonrió.

—¿Sí? ¿A quién?

Stachelmann se secó el sudor de la frente.

—Ah, ya sé —dijo Olaf, haciendo un gesto obsceno con la mano: formó un círculo con el índice y el pulgar, mientras insertaba rítmicamente en él el índice de la otra mano. Sonreía mirando a Stachelmann en busca de aprobación.

—Eso es —asintió éste—. Ahora márchate, por favor.

—Bueno, pues ya hablamos luego. Ya sabrás de mí, no te preocupes.

Se sirvió otro vaso, lo bebió, se levantó, le dio un golpe en el hombro a Stachelmann y se dirigió a la puerta con paso vacilante. Se volvió de nuevo antes de salir.

—No pienses que me olvido de los colegas, yo no soy de esos.

Comenzó a bajar las escaleras muy despacio. Se dio la vuelta a medio camino y volvió a realizar el mismo gesto obsceno de antes.

—Qué buena idea. A mí también me apetece. Te voy a dar un buen consejo: vete a Clemenstraße. O mejor, la próxima vez vamos juntos los dos.

Desapareció al fin. Stachelmann oyó cómo se cerraba la puerta de entrada al edificio, pero aún así estuvo tentado de bajar para asegurarse de que Olaf realmente hubiese desaparecido. Sin embargo, desistió, y se limitó a cerrar con llave la puerta de su piso. Le temblaban las manos.

Se dirigió a la cocina y se sirvió un vaso de coñac. Sorbió un poco de líquido, se estremeció, y después se tomó el contenido del vaso de un solo trago, como había hecho Olaf. El fuerte licor le ardía en la garganta, por lo que se estremeció de nuevo. Pasó después al salón con intención de revisar el archivador de Ossi. Ya había examinado los primeros documentos, los siguientes pertenecían, como pudo comprobar, a una época anterior a su propia estancia en Heidelberg. Invitaciones varias a encuentros en el CA, el Collegium Academicum, una residencia de estudiantes en la que solían reunirse los izquierdistas. En el pasillo del primer piso había una máquina expendedora de botellas de cerveza y cada vez que alguien hacía uso de ella resonaba por todo el pasillo el fuerte traqueteo. Stachelmann recordó que al poco de comenzar sus estudios apareció la policía y detuvo a todos los estudiantes del CA. Después intervino también la propia universidad. Cerró los ojos para intensificar el recuerdo. Eran los coletazos finales de los movimientos estudiantiles, el absurdo otoño alemán, esa fase tan ridícula en la que aquéllos que se autodenominaban revolucionarios eran incapaces de asimilar la realidad. Los tiempos de revolución habían quedado atrás, la función se había acabado, pero los actores no estaban dispuestos a abandonar el escenario, tan inmersos como estaban en sus papeles. Quedaban pocos, pero continuaban luchando, defendiendo metas que ya no eran utópicas, sino más bien absurdas.

Siguió revisando los papeles. ¡Sí! Se mencionaba aquel asesinato, un cadáver aparecido en Thingstätte, aquella pétrea expresión de locura nacionalsocialista. El teatro había sido inaugurado en el año 1935 por Joseph Goebbels, y pasó al olvido cuando los nazis descubrieron medios propagandísticos más efectivos. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Siguió buscando hasta encontrar el nombre. Lehmann. Uno de los panfletos le acusaba de traición. Encontró también algún recorte del Heidelberger Tageblatt. ¿Venganza? El lugar de los hechos sugería en qué círculos debía de buscarse al asesino. Por añadidura, la víctima era un conocido izquierdista que había tenido serios encontronazos con la policía. Halló varios documentos relacionados con aquel asesinato, pero decidió ocuparse de ellos más tarde. Siguió revisando más papeles. Un artículo del Rhein-Neckar-Zeitung le llamó la atención, la policía comunicaba que abandonaba la investigación, ya que ninguna de las pistas e indicaciones recibidas les habían conducido a ninguna parte. Probablemente el caso Lehmann jamás se resolvería.

Alguien había subrayado la palabra «jamás» del artículo con bolígrafo de tinta azul. El periódico seguía informando de que, aunque se había recibido una carta reivindicando el asesinato, se trataba probablemente de gente que quería ganar notoriedad o simplemente pretendía entorpecer las investigaciones. Quizá ese grupo, los «Revolutionäre Garde», la Guardia Revolucionaria, ni siquiera existía realmente. Stachelmann se preguntó quién habría subrayado la palabra «jamás». ¿Habría sido Ossi? ¿Y por qué?

Se sobresaltó con el sonido del teléfono. Descolgó pensando en Olaf.

—¿Por qué no me llamas? —preguntó Anne.

Se le había olvidado por completo.

—Ha venido a verme Olaf —le explicó, lo cual no era sino una verdad a medias.

—¿Quién?

—El loco aquél de la cárcel.

Ella guardó silencio unos instantes.

—¿Y qué?

—No sé.

—¿Qué es lo que no sabes?

—No sé qué quiere de mí. Me ha insinuado algo, creo que algún tipo de estafa para la que busca un cómplice. Un asunto totalmente seguro. Como suelen ser estas cosas, imagino.

Anne resopló.

—No te metas en líos, que ya tienes edad suficiente. ¿Por qué te has marchado a tu casa? Me dejas un mensaje en el contestador y te vas. ¡Qué elegante!

—Lo siento.

—No me importa tanto tu forma de hacer las cosas, que ya la conozco, sino la causa.

Él pensó en el ruido, los gritos de Felix.

—Me han permitido quedarme con el archivador de Ossi, y me gustaría repasarlo todo tranquilamente. Esto es muy importante para mí. Lo que contenga esta carpeta afecta también a mi propia vida, tangencialmente, es verdad, pero no se puede negar que forma parte de mí. Según parece, Ossi estuvo reuniendo material relacionado con un asesinato que llamó mucho la atención en su momento, en mis tiempos, quiero decir. Comencé mis estudios allí justo después de que ocurriera aquello.

—Estás hablándome de historias antiguas, entonces.

—Esas historias antiguas son las que me han convertido en lo que soy ahora.

—Vaya, te has convertido en filósofo —se burló ella, aunque se la advertía menos enfadada ahora que al iniciar aquella conversación.

—Bueno, estoy encontrando cosas aquí que casi ni recordaba, pero que en otros tiempos me parecieron importantísimas y me preocupaban mucho. Hace siglos de todo eso, pero de algún modo esas cosas siguen presentes. Cuanto más repaso el archivador de Ossi, más próximo se me antoja todo. Como si estuviera ocurriendo ahora mismo, ante mis ojos.

Acababa de recordar, sin saber muy bien por qué, a Regine. Aunque sus facciones se le aparecían desdibujadas, sí podía evocar con toda claridad sus rizos rubios y aquella increíble sonrisa de la muchacha, que le incitaba y le intimidaba a la vez.

—¿Por qué te has callado?

—Lo siento, estaba recordando.

—Mmm —dijo ella, y Stachelmann tuvo la absurda impresión de que Anne sabía exactamente qué imágenes se le habían venido a la mente, aunque, por supuesto, aquello era del todo imposible—. Así que andas liado con historias antiguas... ¿Y cuándo volverás por aquí?

—No lo sé. Pero esto es algo que tengo que hacer, y hacerlo ahora. Se lo debo a Ossi.

—A los muertos no se les debe nada, en todo caso te lo debes a ti mismo. ¿Y por qué le tienes que deber nada a nadie? Todo eso no es más que palabrería.

¿Qué era lo que le atraía del pasado? Le resultaba sencillo defender su interés por éste o aquél tema histórico, pero, ¿de su propio pasado? ¿Qué podría descubrir en él? Aclarar las cuestiones no resueltas, se contestó inmediatamente, todo lo que quedó sin respuesta en su momento, todo aquello de lo que había pretendido huir. Como Regine, por ejemplo.

—Quizá te parezca una forma especialmente estúpida de narcisismo, pero tengo que intentar resolver un par de asuntos.

—¿Por ejemplo? ¿Cuáles?

—Por ejemplo qué hacía yo por aquél entonces y por qué. Sobre todo por qué. ¿Por qué fui revolucionario? Y también he de saber por qué dejé de hacer ciertas cosas. Esto último es casi lo que más me interesa.

—¿Y crees que vas a encontrar todas esas respuestas en el archivador de Ossi? —preguntó ella escéptica.

Regine. ¿Cómo pudo haberse olvidado de Regine? Cuanto más importante la culpa, mayor el olvido.

—No, pero quizá me tropiece con algunas pistas.

—Sigue en pie lo de nuestro viaje a Suecia, ¿verdad? Él dudó un instante.

—Claro que sí.

—¿Me avisarás cuando pienses aparecer de nuevo por aquí?

—Seguro.

Una vez se despidieron, se tomó un Diclofenac, se dirigió al dormitorio y se acostó. Le dolían tanto la espalda como las piernas y se sentía agotado. Stachelmann cerró los ojos recordando el momento en el que Anne y él iniciaron su relación. Una historia poco común. En el momento mismo en el que Anne comenzó a trabajar en el Departamento de Historia, hacía ya algunos años, habían comenzado a producirse cambios: para empezar, Bohming, que estaba deseando intimar con Anne, había insistido en que los compañeros, incluyéndola, por supuesto, a ella, le tutearan. Todos le iban detrás a la nueva chica, pero Anne simulaba no percatarse del interés que despertaba y cumplía con su trabajo siempre sonriente y de buen humor. Stachelmann no había mariposeado nunca a su alrededor, aunque, por supuesto, ella le gustaba. Dudaba de que alguien como él pudiera tener posibilidades con una mujer como Anne, así que, ¿para qué esforzarse? Sólo podía sufrir decepciones. Pero entonces, Bohming, el mismo Bohming precisamente, había contribuido a unirlos al pedirle a Anne que acudiera en su auxilio. Quizá porque no había visto en Stachelmann un posible competidor. Mientras trabajaron juntos, Anne le confesó a su nuevo compañero su secreta aversión a los archivos, que la impresionaban con su inmensidad. Le parecían inabarcables, lugares en los que, por lo tanto, perderse resultaba muy sencillo, y donde en cualquier momento era posible pasar por alto datos fundamentales cuya ausencia en un trabajo de investigación los especialistas en la materia criticarían con especial placer. Casualmente, se vieron entonces enredados en el caso Holler, una serie de asesinatos en el seno de la misma familia. Stachelmann no olvidaba aquella tarde que pasaron juntos en el Tokaja, curiosamente el mismo bar en el que, más tarde, había coincidido también con Ines. Bueno, aquella era otra historia. Sin embargo, cuando el caso Holler quedó resuelto, y sin que pudiera decir por qué, Anne y él se distanciaron. Sólo en él había que buscar la responsabilidad de aquel alejamiento, por su incapacidad para completar ese último paso que les restaba para unirse. Anne había emitido señales muy evidentes de que no le rechazaría. Era comprensible que se sintiera despreciada.

—Sí, tienes razón —murmuró Stachelmann en voz baja, dirigiéndose a ella como si estuviera presente—. Soy un cobarde. En aquel momento no se me pasó por la cabeza que una mujer como tú pudiera interesarse por alguien como yo. No soy atractivo, para nada. Y, además, soy un fracasado, incapaz de llevar a buen término las empresas más sencillas, decepciono continuamente a nuestro gran guía y maestro. ¿Quién iba a pensar que me elegirías precisamente a mí?

Ella se había cansado de esperarle inútilmente y al poco tiempo se quedó embarazada de otro, un hombre con el que no permaneció más allá de un par de meses. Recordaba aquel período de su vida como una etapa espacialmente dura, se sentía muy abatido, pues ella le había olvidado. Y entonces ocurrió aquel incidente, el de Wolf Griesbach, el compañero cuyo cadáver había encontrado en el maletero de su propio vehículo, y con cuya mujer se había ido a la cama. Con esa sí, y con Anne no. En aquel momento aún no. Intentó recordar qué aspecto ofrecía Ines sin conseguirlo. Anne había llegado a enterarse de todo, pero aún así le había ayudado a salir de la cárcel proporcionándole una coartada falsa. Por asociación, se le vino a la memoria Olaf. ¿Cómo podría deshacerse de él? Cuando se solucionó el caso Griesbach Anne se lo llevó a casa y, durante un tiempo, le obligó a instalarse allí. Al rememorar ahora la primera noche que pasaron juntos volvió a excitarse. Aunque a la mañana siguiente, y aquello también lo recordaba nítidamente, les había despertado el insistente llanto de Felix. Había experimentado tal felicidad en aquellos instantes que creyó poder acostumbrarse a aquello, pero muy pronto, aunque le costaba reconocerlo, le invadieron los celos. Y le molestaba el constante ruido. A pesar de ello, decidió permanecer la mayor parte de su tiempo con ella, realizando importantes esfuerzos cuando, en sus mañanas somnolientas, revisaba su trabajo de habilitación. Había dado por finalizada algún tiempo atrás una primera versión provisional, pero a pesar de ello, el trabajo seguía causándole problemas. Cada una de las palabras que revisaba evidenciaba su incapacidad para explicar conceptos, para describir hechos.

—¿Cómo vas? —le había preguntado Bohming, que insinuaba que tal vez se encontraría con dificultades para ver prorrogado su contrato si aquel trabajo no se entregaba en el menor plazo posible. Aquel maldito trabajo le estaba agotando, robándole toda esperanza. Se veía engrosando el número de los historiadores en desempleo y no podía culpar a nadie más que a sí mismo por ello, ya que estaba en sus manos evitarlo, o, como quizá debería puntualizar, al menos lo estuvo en su momento.

¿Suecia? No quiero ir a Suecia. Anne se dedicará íntegramente a Felix, como siempre, un niño que ni siquiera es mío. Y ella desea otro hijo, un hijo mío esta vez, lo cual significaría asumir un compromiso definitivo. Supondría abandonar la vida que llevo y convertirme en padre de familia. Y más ruido, más llantos. Y Anne dispondría de menos tiempo aún para mí, aunque ambos viviéramos bajo el mismo techo.

En su mente se sucedían pensamientos inconexos. Intentó imaginar qué aspecto tendría ahora Regine. De estatura media, delgada, vestía siempre unos vaqueros ajustados que le sentaban muy bien. La había conocido en una clase sobre las revueltas campesinas en Inglaterra. Regine se sentaba frente a él y, en un momento dado, sus miradas se habían cruzado. Habían transcurrido meses antes de que él se atreviera a sentarse a su lado en la cafetería, aquélla que también llamaban el bunker del chocolate, un lugar situado entre Hexenturm, la Torre de los Brujos, y lo que llevaba el nombre de Edificio Nuevo. Aún podía ver ante sí la sonrisita burlona con la que ella le obsequió, como si conociese sus temores.

Regine.

¿De qué manera podría llegar a deshacerse de Olaf? Conocía a aquel hombre lo suficiente como para intuir que jamás cejaría en sus propósitos, debido sobre todo a su incapacidad para percibir el desinterés de Stachelmann. En su momento ya le había molestado compartir su celda con aquel ser prehistórico. Olaf, en cambio, se había comportado como si fueran colegas. ¿Debía llamar a la policía? No, aquello le pareció exagerado. Y, además, en su día la policía de Lübeck le había detenido en lugar de intentar ayudarle. Mejor no volver a relacionarse con ellos.

Se levantó y se sentó de nuevo ante su escritorio. Concéntrate, quizá encuentres alguna pista en estos documentos que te lleven a comprender por qué murió Ossi. ¿Por qué éste habría estado consultando precisamente aquel archivador antes de suicidarse? Espera, ¿estaba consultándolo o quizá el archivador simplemente se encontraba, sin abrir, sobre el escritorio cuando algo le impulsó a suicidarse? Sin embargo, no dejaba de oír una vocecita en su cabeza que le susurraba que alguien como Ossi jamás se suicidaría. Suicidarse era abandonar, suponía una derrota y no había nada que Ossi odiara más que ser derrotado. Era tan vanidoso, que en caso de abandonar este mundo, se hubiera preocupado de crearse cierta fama tras su muerte. Murió en un tiroteo durante el atraco a un banco, por ejemplo. O, mejor aún, por salvar a una rehén recibió varios disparos procedentes de la ametralladora del criminal más peligroso de Alemania, al que, sin embargo, logró abatir con un certero disparo efectuado con su último aliento. Una foto de la rehén liberada, arrodillada a su lado, acariciándole el pelo, cuando ya había abandonado este mundo. La policía teniendo que recurrir a la fuerza para apartarla de él. Stachelmann rió. Esa sí era una muerte «a la Ossi».

Quizá había prescindido de la carta de despedida sólo para crear incertidumbre entre sus compañeros, por considerar que una muerte voluntaria no cuadraba con su curriculum. Ossi, si esa fue la razón, cometiste una injusticia, sobre todo conmigo y con Carmen. Imaginaba, no obstante, que poco antes de cometer suicidio nadie se planteaba la justicia de sus actos. ¿Por qué suicidarse con un espray de insulina cuando no se es diabético? ¿Y por qué añadirle Tramal? No, Ossi se hubiera suicidado con una pistola, metiéndose el cañón en la boca, apretando el gatillo, y listo. Rápido, indoloro, inequívoco.

Stachelmann buscó el artículo aquél en el que alguien había subrayado la palabra «jamás». ¿Habría sido Ossi ese alguien? Y si había sido él, ¿cuándo lo había subrayado? ¿Poco antes de morir? Ossi no tenía nada que ver con aquel asesinato, al menos lo había asegurado así en su día. ¿O no era verdad? Quizá se sentía responsable como policía y no soportaba ver un caso de asesinato sin resolver. Ossi ya estaba estudiando en Heidelberg cuando tuvo lugar aquel crimen. Un cadáver en Thingstätte. Ejecutado. Tiro en la nuca. Como los judíos del este en las fosas comunes que ellos mismos se habían cavado. O los oficiales polacos en Katyn. O las víctimas de la gran acción de limpieza. El tiro en la nuca era el sello de las SS, su modo preferido de asesinar, compartido también por los servicios secretos soviéticos. No era necesario mirar a los ojos a las víctimas. Según indicaban todos los indicios, Lehmann había sido obligado a arrodillarse, alguien le había pateado las rodillas. Entre los dos y las tres de la madrugada había acabado su joven vida.

No sólo se trató de un asesinato, fue, también, una humillación. En el artículo no se mencionaban todas las pistas de las que disponía la policía. En realidad, a Stachelmann le pareció demasiado escueto. Intentó imaginarse el aspecto que habría presentado el cadáver. Ya había tenido oportunidad de ver un cadáver al que le habían pegado un tiro en la cabeza. Comenzó a sentir asco, a marearse. Sabía además que las víctimas solían perder el control sobre el esfínter y la vejiga o poco antes o poco después de morir. Si ocurría antes de morir, ello contribuía a su humillación, y una víctima humillada les resultaba mucho más cómoda a los agresores. Es más fácil acabar con una mosca de la fruta que con una persona. Y mediante la humillación, la diferencia entre ambos se reducía. Transformar a los judíos en ratas era lo que había hecho el director de cine nazi Veit Harlan, a veces también se convertía a los enemigos políticos en gusanos. Entonces ya no era procedente hablar de asesinato, sino de limpieza y desinfección.

Revisó superficialmente los documentos que mencionaban el asesinato y los apiló. Formó un montón más pequeño con los documentos relacionados con la Acción Punto Rojo. También encontró alguna cosa relacionada con las acciones de boicot de los estudiantes de Filología Alemana y de Matemáticas llevadas a cabo entre los años 1976 y 1978. Él mismo había llegado a vivir la fase final de todo aquello. Había visto cómo el Rectorado había expulsado a algunos estudiantes de la Universidad y cómo condenaron a estos últimos por allanamiento y amenazas, siendo catedráticos y profesores citados como testigos de la acusación. Cuando se anunciaba alguna manifestación, se presionaba a los profesores que estaban a favor de apoyar a los estudiantes. Llamadas nocturnas a aquéllos que aún no poseían plazas fijas. Se les recordaba que algunos contratos estaban pendientes de prórroga. La Unión por la Libertad de la Ciencia, así se llamaba el grupo de docentes de derechas que veían detrás de cada protesta estudiantil el largo brazo de Moscú. La ideóloga principal de este grupo logró entrar en el Congreso. En una ocasión, comentó que sabía que la RDA había logrado llevar a la práctica las teorías de Marx y Engels, o, expresado de otro modo, que para comprender qué ocurría en la RDA bastaba sólo con leer el manifiesto. Lo cual demostraba que, o no tenía ni idea de qué era la RDA, el manifiesto, o ambas cosas.

Alguien así llega a ocupar una cátedra, pensó Stachelmann, y yo, sin embargo, no. Aunque en mi mano está, no hay que culpar a nadie más. Si otros han sacado provecho de su pertenencia a un partido ello no debe servirte de excusa. No seas ridículo. Termina de una vez tu trabajo de habilitación y el resto ya vendrá.

Volvió al montón que había hecho con los documentos relacionados con el asesinato. Un artículo del Rhein-Neckar-Zeitung informaba acerca de una supuesta carta reivindicativa. Un grupo que se autodenominaba «Guardia revolucionaria» explicaba en unos panfletos que se habían repartido por toda la ciudad que había ejecutado a Joachim Lehmann por su traición. Se le había juzgado secretamente quedando demostrada su culpabilidad: había colaborado estrechamente con la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, y constituía el deber de los grupos antifascistas castigar toda traición para impedir que el fascismo retomara el poder. «Auschwitz nunca más», firmaban su declaración. Sin embargo, el Departamento de Homicidios dudaba de la autenticidad de tal declaración, ya que había aparecido en época muy tardía. Y se advertía en aquel escrito que quien se responsabilizaba del crimen en realidad no sabía más de él de lo que había sido publicado en los periódicos.

Los artículos relacionados con el asesinato eran cada vez menos frecuentes, les sustituían en el interés del público noticias más actuales, robándole el protagonismo inicial al caso. Stachelmann recordó los rumores que por entonces parecían no querer acallarse nunca. Que si se trataba de la venganza de un grupo de simpatizantes, que si, teniendo en cuenta el lugar de la ejecución, los responsables eran los nazis. ¿Ossi había favorecido alguna teoría específica en aquella época, le había insinuado algo en ese sentido? No lo recordaba. Más bien no, o, al menos, no le había mencionado nada digno del recuerdo. ¿Por qué había decidido Ossi entonces conservar todos aquellos papeles? No lo llegaría a saber jamás. En cualquier caso, seguro que no lo lograría averiguar en aquellos instantes.

Se levantó. Antes de dirigirse de nuevo al dormitorio echó un vistazo a su escritorio y reparó en el contestador automático. Demasiado tarde para llamar a su madre. Se acostó y, al cerrar los ojos, vio pasar ante sí imágenes de antaño: las manifestaciones en la calle principal, las banderas rojas, las rítmicas consignas revolucionarias, la policía, por todas partes agentes de policías con sus cascos, protegidos los ojos por las viseras, y con porras en la mano. En las calles laterales aguardaban furgonetas con ventanas enrejadas.

Tengo que ir a Heidelberg. Quizá Ossi haya decidido morir porque en aquella época quedó algo sin resolver, y ese algo ha retornado. Bueno, estás loco. Te inventas ciertas cosas sólo para poder justificar un viaje a Heidelberg. No, la causa de la muerte de Ossi ha de encontrarse forzosamente allí, ¿cómo explicar si no, aquel archivador sobre la mesa? O tal vez no significara nada. Quizá el archivador se encontraba allí por casualidad. Ossi se ha suicidado, y si eres capaz de sumar dos y dos comprenderás por qué. Se trataba de una muerte anunciada hacía tiempo. Algo sucedió que le hizo perder el último resto de cordura. Algo minúsculo, una última gota que hizo desbordar el vaso. Pretendes utilizar la muerte de Ossi como excusa para rebuscar en tu propio pasado. Treinta años después ya no se puede enmendar nada. Tanto la culpa como su redención se han volatilizado hace tiempo.

Cuando abrió los ojos ya era de día. Sonaba la alarma de su despertador y la apagó. Permaneció un rato allí mismo, con la mirada fija en el techo, hasta que finalmente se levantó de la cama y se dirigió cojeando al baño, ya que se había despertado con rigidez en las articulaciones. Por lo demás, se sentía sorprendentemente descansado. Después de desayunar dudó si llevarse también el archivador de Ossi al despacho, pero, finalmente, decidió dejarlo en casa. Era prioritario ocuparse de su trabajo de habilitación.

Al salir a la calle comenzó a llover. Se maldijo en voz baja por haber olvidado coger un paraguas, aunque la lluvia era más bien cálida y no le molestaba.

Hubo de acceder a la estación de trenes a través de la entrada lateral. Hacía tiempo que la principal estaba en obras, habiéndose paralizado éstas en los últimos tiempos por algún problema legal. Unas escaleras metálicas provisionales conducían directamente a las vías, los peldaños estaban mojados y resbaladizos, por lo que bajó con sumo cuidado. Accedió al vagón de primera clase del tren a Hamburgo, que ya le aguardaba en la estación. El regional abandonó la vía 9 puntualmente y llegó sin novedad a la estación principal de Hamburgo.

En su despacho encontró, sobre el escritorio, un recorte de periódico, una especie de anuncio disfrazado de artículo, que encomiaba al incienso como medio milagroso para combatir el reúma. Repasó el texto superficialmente, leyó algo acerca de curaciones milagrosas y se enfureció. ¿Quién le habría dejado aquella estupidez sobre la mesa? Hacía ya casi veinte años que venía sufriendo aquella miserable enfermedad y aún se encontraba con gente convencida de que era muy fácil curarla, sugiriéndole todos el último remedio del que habían tenido noticia a través de una revista, quizá leída en la peluquería. Cuántos consejos no había recibido ya a lo largo de los años, todos ellos terriblemente bien intencionados, no podía ni contarlos ya. Que si incienso, que si vitaminas, dietas, imanes, comprimidos milagrosos para el reúma, además del ya desaparecido Vioxx, todos ellos disparates que, por supuesto, jamás llevarían a una enfermedad autoinmune a inmutarse. Stachelmann se preguntó si aquellos que le sugerían tales remedios pensarían que era demasiado torpe como para resolver su problema por sí mismo. Recordó cómo una vez, en una feria, la mujer de uno de los puestos le estuvo explicando con todo detalle cómo curarse, confundiendo todo el tiempo artritis con artrosis. Esa mezcolanza de compasión bien intencionada y engaño le repelía. El artículo sobre su mesa casi había logrado echarle a perder la mañana. Lo tiró, hecho una bola, a la papelera. Se esforzaría por que no le afectaran aquellas sandeces.

Encendió el ordenador y abrió el archivo con su trabajo de habilitación sobre el campo de concentración de Buchenwald. En ese mismo momento llamaron a la puerta. Anne se sentó frente a él, sonriendo.

—¿Qué? ¿Superada ya la crisis?

—No existe tal crisis. Simplemente me siento en la necesidad de reflexionar.

—No creo que haya nada peor que eso que tú llamas reflexión y yo mal humor —rio ella—. Si le parece bien a usted, Doctor, podemos comer hoy juntos en el comedor universitario, y después descansar un poquito en mi casa. Se me ocurre incluso alguna que otra idea de cómo matar el tiempo.

Sonrió y, sin esperar respuesta, se levantó, rodeó el escritorio y le besó en la nariz, a continuación repitió el gesto en la boca.

—Y no me contradigas —murmuró en voz baja—. A la una yo estaré de vuelta y tú estarás listo, ¿de acuerdo?

Se marchó.

Aunque inicialmente se sintió dichoso, después su ánimo se resintió. Si ella no le quisiera tanto como continuamente le demostraba, todo sería mucho más sencillo. Así era muy difícil llevarle la contraria. Ella le imponía su voluntad, pero de forma tan sutil y cariñosa que Stachelmann era incapaz de resistirse a ello. Anne creía saber qué era lo mejor para él, y se sentía corroborada en ese pensamiento porque parecía acertar una y otra vez. Si no fuera por ella, no estarían juntos ahora. Sin embargo, le molestaba que continuamente dirigiese su vida.

Se giró hacia el ordenador y comenzó a leer la introducción desde el principio, intentando apretar los dientes y llegar hasta el final para que su trabajo tuviese cierta unidad. Los primeros párrafos le satisficieron, no encontró demasiado que corregir. Recordó que sólo unas semanas atrás se había sentido profundamente decepcionado por idéntico texto, pero hoy había descansado y el mundo le parecía un lugar perfecto. Incluso le agradaba la perspectiva de comer con Anne, y más aún cuando pensaba en lo que seguiría a aquella comida.

Sonó el teléfono. Reconoció la voz e inmediatamente retornó el mal humor.

—¿Podrías pasarte un momentito, Josef? Si te viene bien ahora, claro.

Estuvo tentado de contestar que, de todos modos, el teléfono ya le había desconcentrado, pero se contuvo.

—Ahora mismo voy —confirmó, en cambio. ¿Qué querría Bohming de él?

El catedrático estaba cómodamente apoltronado tras su escritorio.

—Me alegro de que hayas podido venir.

Por supuesto, Bohming les exigía a sus esclavos del Departamento que siempre, pasara lo que pasara, encontraran tiempo para él. Que estuvieran deseando que él se dignara a prestarles atención. Parecía tratarse de algo desagradable, la expresión del catedrático era muy significativa. Bohming señaló una de las sillas desocupadas que había ante el escritorio, mala señal. Si le hubiese ofrecido alguno de los sillones del rincón y hubiese tomado asiento allí él mismo, el tema a tratar sería agradable, o, al menos, agradable para Bohming, quien daba por hecho que lo que le satisfacía a él también había de satisfacer a sus empleados.

—¿Ya te has recuperado?

Stachelmann le miró algo desconcertado. Paseó su mirada a continuación por las revistas y libros que se amontonaban en las estanterías de su jefe. Casi todas estaban marcadas, lo cual parecía sugerir que aún aguardaban a ser leídas. Era un secreto a voces que Bohming dejaba que otros le buscaran la bibliografía necesaria para sus trabajos, aunque Stachelmann se sentía impelido a creer que no era posible que Bohming no se esforzara absolutamente nada. Un historiador había de ser curioso por naturaleza, de carecer de tal cualidad se dedicaría a otra cosa. Bueno, quizá había excepciones. ¿Cómo habría sido Bohming antes de obtener la cátedra?

—Me refiero al asunto de Wolf Griesbach.

—Ah, sí.

Ya había pasado algún tiempo de aquello. Aún se le aparecía la imagen del cuerpo de Griesbach por las noches, pero no se acordaba gran cosa de él durante el día.

—Quizá ya tengas alguna idea de cuándo estará terminado tu... el trabajo... —comenzó Bohming, rehuyendo la mirada de Stachelmann y dejando inacabada la frase. Le daba vueltas en la mano a una figurita, un buda de latón, desgastado ya en algunos puntos.

—Estoy en ello. Precisamente cuando me has llamado estaba revisándolo.

Aún se sentía incómodo al tutear a Bohming.

—Te pregunto porque ayer me encontré al Decano por el pasillo y me abordó con esta cuestión. Todo el mundo está deseando ver el resultado de tu trabajo.

Aquella expectación contribuía a incrementar la inseguridad de Stachelmann y afianzaba sus temores. Tendría que terminar ese trabajo ya, aunque también estaba pendiente lo de Ossi. Bueno, dedicaría las tardes a Ossi, si es que encontraba algo a lo que mereciera la pena dedicarse. ¿Y Heidelberg? Podría permitirse pasar una semana en aquella ciudad si se llevaba allí el trabajo y se centraba en él todas las tardes. Aunque, ¿y el viaje a Suecia con Anne?

—Renunciaré a mis vacaciones. De todos modos tenía previsto hacerlo.

Bohming le observó, pensativo. Stachelmann se preguntó cuánto sabría el catedrático acerca de la relación entre él y Anne. Esperaba que Bohming le contradijera y animara a descansar en vacaciones con la condición de que, a la vuelta, se sumergiera de lleno en el trabajo. Sin embargo, Bohming no dijo nada y Stachelmann fue repentinamente consciente de lo serio que era ya aquel asunto. Había recibido advertencias con anterioridad, pero mientras que las otras no habían sido excesivamente apremiantes, ésta le indicaba que le había llegado la hora. Era perentorio finalizar aquel trabajo de inmediato.

—Le comenté al Decano que tu trabajo es muy ambicioso, y que eso significa que necesitas tiempo. Que el manuscrito inicial parece prometedor y merece la pena esperar, ya que todos sacaremos provecho de ello. Y que había que considerar que habías vivido en fechas recientes fuertes traumas: la cárcel, ahora el juicio, en fin.

Stachelmann había sido citado como testigo por los juzgados de Lübeck, aunque hacía lo posible por no recordar aquello. Hasta la fecha había logrado mantener alejadas aquellas imágenes de sus pesadillas, pero ignoraba si no le alcanzarían en cualquier momento. Asintió a las palabras de Bohming.

—Bien, pero ahora hemos de llegar a un acuerdo: el trabajo ha de estar listo cuanto antes. ¿Digamos en septiembre?

Bohming seguía rehuyendo su mirada. Le había puesto un plazo, por primera vez. Aquello significaba que, si no presentaba el trabajo para septiembre, podía olvidarse de una renovación de su contrato. Éste seguiría vigente hasta finales de año, así que a partir del 1 de enero Stachelmann sería profesor titular en paro. Sintió un escalofrío.

—Otra cosa —añadió Bohming con edulcorada amabilidad—. Mi mujer, no sé si la conoces... No, creo que no, bueno, ya te la presento un día de éstos; a lo que iba: mi mujer ha leído hace poco algo acerca de esa enfermedad que te tortura, esa artrosis. Hay unas pastillas... Enzyme se llaman, que si se toman regularmente... no tienen ninguna clase de efectos secundarios. Yo te lo menciono, simplemente, tú ya sabrás qué te conviene, por supuesto.

Barrió la mesa con la mano.

—Gracias —contestó Stachelmann, levantándose de la silla.

—Estamos de acuerdo entonces.

—Sí.

Una vez abandonó el despacho, Stachelmann se paró delante de la puerta y expiró ruidosamente. Pasó a su lado una estudiante que sonrió al ver su actitud. Stachelmann volvió a su despacho a toda prisa y se sentó ante el escritorio, apoyó la cabeza en las manos y cerró los ojos. Llevaba años esperando este ultimátum. En realidad, ya era hora. Tuvo que reconocer que su futuro dependía exclusivamente de él mismo. Había agotado la paciencia de sus superiores, sobre todo, la de Bohming. Sería un hombre engreído y posiblemente hacía tiempo que sus propias investigaciones eran una nulidad, pero como jefe había sido paciente. Ahora eso se había terminado. Tal vez aquella era la única manera de obligarle a acabar su trabajo de habilitación. ¿Una estratagema, quizás?

Se rascó la sien. ¿Y si Anne había hablado con Bohming? Ella le presionaba continuamente, señalándole que estaba jugando con fuego.

Bueno, últimamente ya no mencionaba el tema. ¿Cuándo dejó de hacerlo? Habían discutido, él lamentándose, y ella censurando su actitud, como si de un escolar enfurruñado se tratase, incapaz de completar sus tareas de clase. «Dios mío, no te quejes tanto», le había dicho. «El trabajo está terminado, pero al señor doctor no le apetece revisarlo por miedo a lo que se vaya a encontrar. ¿Y qué? Todo el mundo teme que su trabajo no valga nada. Pregúntame a mí. Pero los demás hacen un esfuerzo por superar ese temor. Incluso yo. Todos, menos tú. Te estás cavando tu propia tumba y no creas que me voy a quedar observándote de forma impasible. Ya conseguiré de algún modo que acabes con esa inercia, prepárate». Y después de aquellas palabras había abandonado la habitación con un portazo. Pero media hora después había vuelto, le había abrazado y le había dedicado palabras tranquilizadoras. «Todo saldrá bien», le había susurrado.

Confía en ello.

¿Habría llevado a cabo su amenaza? Se enfadó. ¿Y a ella qué le importaba su trabajo? Si le apetecía acabar sus días bajo un puente, estaba en su derecho. O tirado en la estación de tren, daba igual. Todo el día presionando, conspirando, pero luego insistiendo en unas vacaciones conjuntas. Pues no, amor mío, conmigo no cuentes. Aunque, ¿y si no había sido ella? ¿O, al menos, no había sugerido la idea del ultimátum? Cuántas veces unas palabras bien intencionadas consiguen el efecto contrario al pretendido... Bueno, a pesar de todo, ella no tenía ningún derecho a intervenir en aquel asunto. Que no se imaginara que era su obligación ayudarle. Recordó entonces cómo habían revisado juntos su montaña de la vergüenza, o, al menos, habían comenzado a revisarla juntos y él había continuado después en solitario. Sin ella, aún seguiría aquel montón de documentos sobre la mesa. Sobre esa mesa —la miró— sobre la que ahora se amontonaban trabajos de clase y artículos de revistas, ya que los documentos para su trabajo de habilitación se habían usado ya. Venga, a trabajar y deja de darle vueltas a la cabeza que eso no conduce a nada.

Se obligó a continuar. Intentando vencer su derrotismo avanzaba lentamente, línea a línea. Era duro consigo mismo, a pesar de ser consciente de que su tribunal no advertiría las incorrecciones del lenguaje, siendo, como era, la suya una profesión de verbo recargado. La ciencia es la plaza de toros de la presunción, donde los toreros se superan los unos a los otros en su habilidad para echarse flores. Sus argumentos científicos eran como globos llenos de aire: si se les pinchaba un poco, sólo quedaba una superficie rugosa y desinflada cuyo lugar adecuado era el contenedor de basura. El contenedor amarillo, por favor, sonrió. Su decaimiento desapareció, aunque era consciente de que permanecía ahí, agazapado en su interior, aguardando la siguiente ocasión favorable para invadirle. Había llegado casi al final de la introducción cuando llamaron a la puerta. Se asomó Anne.

—¿Qué, has trabajado mucho, gran maestro?

—Si me llamas maestro te convertiré de inmediato en mi esclava.

—Ya veremos —dijo ella—. Alguien como yo sólo puede ser esclava del más grande de los maestros, tendrás que esforzarte mucho. ¿Qué haces?

—He terminado la introducción.

—Se rumorea que te ha citado Bohming.

—Las cosas que oyes. Me ha despedido.

Anne se llevó la mano a la boca y abrió mucho los ojos.

—¿Qué?

Disfrutó de aquella reacción.

—Bueno, directamente, no. Si no entrego esto —dijo, señalando de forma ambigua su ordenador— antes de septiembre, no se renueva mi contrato.

Se levantó de la silla.

—Vamos a la cafetería, porque para el comedor universitario no me llega el hambre. Esta cuestión me ha revuelto el estómago.

Bajaron en silencio a la planta baja. Stachelmann miraba al frente, Anne parecía examinar atentamente el suelo. Él eligió una baguete de queso, ella una ensalada pequeña, y ambos tomaron una botella de agua. Se llevaron la comida a una mesa alta y comieron de pie.

—¿Es decir, que no te vienes conmigo de vacaciones? —Él siguió masticando—. Lo he sabido desde el principio. Y no tiene nada que ver con tu trabajo.

—¿Con qué, entonces? —dijo él.

—Eres el hombre más egoísta que he conocido en toda mi vida. ¿Por qué habré tenido que enamorarme de alguien que está tan mal de la cabeza como tú? —se introdujo algo de ensalada en la boca.

—Yo no puedo contestar a esa pregunta —repuso él, intentando resultar gracioso. Era consciente de que se avecinaba una fuerte discusión.

—Eres incapaz de atarte a nadie. O, al menos, a una mujer con un hijo.

—¿Por qué no ves las cosas tal como son en realidad? Con el llanto continuo de Felix no puedo trabajar. Tú tampoco podrías. Y tú sólo tienes una plaza a tiempo parcial y cuentas con una niñera, y para un caso de apuro, una amiga que te cuida al niño. En cambio, yo tengo una plaza a tiempo completo y estoy metido ahora mismo en un buen lío. Vale, me lo he buscado yo mismo, pero eso no cambia las cosas. Deberías haber estado presente en el despacho del Legendario. Cobarde, como es, incapaz de decirte las cosas a la cara, sus palabras parecían casi una declaración de guerra. O termino en septiembre mi trabajo o no se renueva mi contrato. ¿Y pretendes que me vaya contigo de vacaciones? Me da igual si piensas que antes tampoco me apetecía; cuando no me apetece, desde luego, es ahora. Por supuesto, te abonaré mi parte de los gastos, ya sé que es imposible anular la reserva a estas alturas.

Ella dejó caer su tenedor sobre la mesa, se dio la vuelta y se marchó, abandonando el recinto de Von-Melle-Park. Stachelmann se quedó petrificado viendo cómo Anne se alejaba de él.

8 de mayo de 1978

Aniversario de la liberación del fascismo. Pero liberación no es destrucción, aquí jamás existió esa hora cero. Los jueces no condenan, los generales se lamentan de que Hitler no les permitiera vencer. La prensa sigue dominada por los viejos nazis, la política también: Globke, Oberländer, Lübke, y el arquitecto de los campos de concentración, Kiesinger. En un cabaret oí hace poco que los actores afirmaban que jamás podrían llegar a ocupar la presidencia, porque, por desgracia, nunca fueron miembros del partido nazi. El 8 de mayo es un día de desesperación. Tenemos que seguir luchando, continuar, siempre continuar. Los fascistas, que se disfrazan, nos lo ponen difícil. Los nuevos fascistas se llaman socialdemócratas, cristianodemócratas, demócratas libres. Sólo son demócratas mientras nuestra lucha no prospere. Pero, ay, como se sientan amenazados. Anda que la que han liado por lo de la gente de la RAF... estado de excepción, busca y captura, eliminando todo derecho democrático, éste sólo existe sobre el papel. El fascismo es más fuerte y más astuto que nunca. Necesitamos valor, fuerza y, sobre todo, ser consecuentes. Si algo es justo, hay que llevarlo a cabo.

Nuestra carta reivindicativa llegó ayer a la prensa. No se la toman en serio. No quieren creernos y con ello no reconocen el sentido de nuestra acción. Confieso que han sido muy hábiles, pero también es verdad que nosotros hemos esperado demasiado. Ahora tenemos que ser cuidadosos. No creo que sobreviva a esto. Todos los revolucionarios son cadáveres potenciales.

Angelika me ha dedicado antes una sonrisa. ¿Qué significa eso? Llevaba una blusa de tela transparente y nada debajo. Me da la impresión de que se ha vestido así por mí.