2
Percibió una luz que le cegaba, pero a la vez le proporcionaba una sensación de felicidad nunca antes vivida. Se le estaba acercando y parecía querer comunicarle algo, algo importante. Muy pronto la luz le alcanzaría de lleno, se encontraba a sólo unos pasos de distancia. Un poco más, casi lo había logrado, estaba allí mismo. Y entonces la luz le invadió, llenándolo todo con una claridad cegadora. Era cálida, agradablemente cálida, hasta que, de manera brusca, comenzó a subir alarmantemente la temperatura. Aquella fuerte iluminación ahora le hacía daño, y hubo de ocultarse el rostro con las manos para protegerse del insoportable calor. Brazos y manos se le cubrieron de ampollas. En breves instantes la luz le abrasaría por completo las manos y continuaría después por sus brazos para finalmente llegar a chamuscar su cabeza. El dolor comenzaba ya a ser insoportable.
Gritó debido al dolor, pero también de terror. Entonces abrió los ojos, explorando con cuidado la oscuridad. Distinguió el contorno de un armario y reconoció una vieja estantería saturada de libros que hacía tiempo que deberían haber aterrizado en el contenedor de papel. La oyó toser a su lado, aún profundamente dormida. Su respiración era suave y regular. En la penumbra, a la tenue luz de la farola que se filtraba a través de la ventana, era capaz de advertir sólo el contorno de su cara. Stachelmann se esforzó por calmar un poco el dolor que sentía en la espalda cambiando con cuidado de postura, pero aquello no dio resultado, de modo que decidió abandonar el lecho.
Mientras buscaba a tientas la puerta pisó algo duro, probablemente un lápiz, y gimió. Una vez hubo alcanzado el pasillo y cerrado la puerta del dormitorio encendió una luz y entró en el baño. Orinó, se lavó y después secó las manos. Se dirigió a la cocina. El reloj marcaba las tres y media. Llenó de agua un vaso y bebió. A continuación se sentó a la mesa, hojeó el Hamburger Abendblatt, y se paró en un reportaje que cubría un juicio. Por asociación, pensó en Ines. Aquel otro juicio ya había finalizado, no volvería a ver a aquella mujer jamás. Cuando vino a su memoria la noche que habían pasado juntos, el recuerdo le excitó. Cerró los ojos intentando evocar su aspecto, pero no logró reconstruir más que sombras. Siguió hojeando el periódico superficialmente sin asimilar del todo lo que leía.
Se abrió la puerta de la cocina y apareció Anne en el umbral.
—¿Qué te pasa? ¿Sientes dolor?
—También.
—¿También?
—Me ha despertado la luz —dijo Stachelmann.
Ella le miró sin comprender. Entró en la cocina y cerró la puerta.
—No quiero despertar a Felix —explicó—. ¿Y por lo demás te encuentras bien? ¿Qué aspecto tenía tu luz?
—Cegadora. Y abrasaba las manos, los brazos y todo lo demás.
Ella contempló sus manos y brazos y sacudió la cabeza.
—¿De verdad te encuentras bien?
Él asintió.
—¿Y tú por qué te has despertado?
Ella se colocó tras una de las sillas y apoyó las manos en el respaldo.
—He tenido un sueño tonto —dijo.
Él la interrogó con la mirada.
—Bueno, que te ibas otra vez a jugar a los detectives y que esta vez todo salía mal —explicó ella con una risita cansada.
Él le sonrió.
—No, con dos he tenido suficiente. De verdad. La primera vez intervine por curiosidad excesiva y asumo toda responsabilidad, pero la segunda en realidad no pude elegir. Pero eso se acabó.
Ella se sentó en una silla, apoyó los codos sobre la mesa y descansó la barbilla en las manos.
—¿Has estado pensando sobre el otro asunto?
—¿El otro asunto? Ah, vale. Claro. Por supuesto.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
—A ninguna, aún no.
—Siempre tienes que complicar las cosas, Josef: ¿por qué?
—Simplemente me tomo las cosas en serio, que es distinto. Venga, vete a dormir. Estas discusiones nocturnas no nos llevan a ninguna parte.
—Las diurnas tampoco —sentenció ella, y se levantó dirigiéndole una mirada cariñosa—. Intenta dormir un poco tú también, o mañana, mejor dicho, hoy, volverás a estar hecho polvo.
—Ya veremos, más tarde, tal vez.
Ella abandonó la cocina y cerró la puerta. Stachelmann clavó la mirada en ésta como si quisiera atravesarla e intentó recordar cuándo habían comenzado a discutir él y Anne y por qué motivo exactamente. Aunque, ¿podía hablarse de discusión, en realidad? Llevaban ya seis semanas así y aquella situación les estaba destrozando los nervios a ambos.
Se sobresaltó como si le hubiera alcanzado un rayo al oír de repente el timbre de la puerta. Una vez, dos, tres, resonó en la habitación. Se levantó de un salto, la silla cayó hacia atrás, impactando en el suelo de PVC. Cuando abrió la puerta de la cocina pudo oír el llanto de Felix.
Anne salía del dormitorio.
—Mierda, seguro que es algún borracho —dijo, desapareciendo en la habitación de Felix.
—¿Se ha vuelto loco? —preguntó un Stachelmann muy enfadado a través del portero automático.
—Policía —le respondió una tenue voz femenina—. Abra, por favor.
Aquella voz le sorprendió, le pareció familiar. Pulsó el interruptor que abría la puerta principal y aligeró el paso hasta llegar al cuarto de baño, donde cogió rápidamente un albornoz y se lo puso. Salió al pasillo de nuevo y esperó. Los pasos en la escalera se iban acercando, eran leves, pero rápidos. Y entonces la vio. Por supuesto que la conocía. Era la compañera de Ossi, aquella mujer... ¿Cómo se llamaba?, bajita, de pelo negro muy corto. Se parece un poco a Anne, constató Stachelmann, y no únicamente por el corte de pelo, aunque tal vez era de constitución algo más frágil. Tenía los ojos enrojecidos, como si estuviera resfriada. O como si hubiera estado llorando.
—Perdóneme —dijo—. Ya sé que es muy temprano.
Sus ojos, sin embargo, le aseguraban que no había podido evitar realizar aquella visita.
Stachelmann la condujo a la cocina, puso algo de café soluble en un filtro y agua en la cafetera y después conectó esta última. La agente de policía se sentó en una de las sillas mientras tironeaba del borde del jersey que llevaba debajo de la chaqueta. ¿Por qué habría venido? Por él no, y tampoco por Anne, seguro. Parecía estar destrozada, así que le dio tiempo para que se recuperara, ya hablaría cuando fuera capaz de ello. ¿Y si le había ocurrido algo a su madre? ¿Algún atraco, quizá? Pero ella había acudido a casa de Anne, ¿cómo iba a saber que él se encontraba allí? Eso le tranquilizó un poco, egoístamente. Tal vez le había ocurrido algo a la madre de Anne. También aquello sería terrible, teniendo en cuenta que su padre se había suicidado años atrás, y sin tan siquiera dejar una nota de despedida. La incertidumbre comenzó a torturarle. Colocó tres tazas y azúcar y leche sobre la mesa, pero la agente no pareció notarlo, no reaccionó. Toqueteaba ahora su escote y mantenía la vista fija en un punto cualquiera de la mesa. Finalmente tragó dos veces seguidas y tomó impulso para hablar.
—Ya nos conocíamos.
Stachelmann asintió. Se sentó frente a ella.
—Ossi ha muerto —soltó ella entonces, de forma brusca—. Esta misma noche.
Él la miró con reprobación, temiendo una broma de mal gusto.
—Es usted la señora Nebel —recordó entonces su nombre.
—Hebel —rectificó ella—. Carmen Hebel. Llámeme simplemente Carmen, Ossi también lo hacía así.
Ossi había muerto.
—¿Muerto?
Ella asintió. Una lágrima cayó sobre su mejilla y siguió su camino hasta la comisura de la boca y la barbilla, donde quedó atrapada.
Stachelmann contempló fijamente aquella lágrima. Oía llorar a Felix a lo lejos.
—En una ocasión pasamos por este lugar y Ossi me comentó que a veces se quedaba usted aquí, en casa de su novia. Me estuvo hablando mucho de ella; parece que le gustaba, hasta tenía apuntado el número de teléfono en su agenda. Y una vez incluso le acercamos nosotros mismos hasta aquí con el coche, pero seguro que se le ha olvidado.
No se le había olvidado.
La cafetera burbujeó, y a continuación comenzó a silbar.
Quería preguntarle qué había ocurrido exactamente, pero sintió que era mejor dejar que fuera ella quien relatara los hechos, a su manera. A pesar de que la impaciencia le corroía por dentro.
Entró Anne. Al parecer, Felix ya había dejado de llorar. Se colocó detrás de Stachelmann y apoyó las manos sobre sus hombros. Observó a Carmen, pero no habló.
Carmen no reaccionó ante la llegada de Anne, sino que continuó mirando fijamente la mesa con ojos húmedos.
—Le encontré sentado ante su escritorio, con la cabeza apoyada en la mesa, sobre unos papeles, una especie de archivador que quizá estuviera repasando antes de morir.
Sacudió la cabeza.
—Quizá se haya suicidado —murmuró, en voz baja—. ¿Por qué? O puede que le hayan asesinado. ¿Por qué motivo? No llego a entenderlo.
Stachelmann sintió cómo aumentaba la presión sobre sus hombros. Carmen levantó la vista hacia Anne con los ojos anegados en lágrimas y ésta se apartó para ocuparse de la cafetera. Llenó las tres tazas que había sobre la mesa y se sentó, girando rítmicamente la cuchara en el interior de su taza, a pesar de que no le había añadido ni azúcar ni leche a su café. La cuchara golpeteaba los bordes de la taza. Stachelmann le dirigió una mirada molesta, para después esforzarse en ignorar el sonido.
—Le he encontrado aproximadamente a medianoche —continuó Carmen—. O quizá poco después, justo cuando salí de la comisaría...
Tomó un sorbo de su café.
—Teníamos una relación.
Bebió rápidamente varios sorbos más.
—Una relación bonita, pero complicada. Y estaba su problema.
—¿Su problema? —preguntó Anne delicadamente.
—El alcohol —contestó Carmen—. Intenté que lo dejara, y hubo veces en las que pensé que lo había logrado. Pero después siempre volvía a encontrar alguna botella escondida por ahí. Las ocultaba cuando sabía que iba a llegar yo, unas dos o tres veces por semana. Siempre me negué a irme a vivir con él.
Parecía reprocharse esa decisión, como si hubiera podido evitar aquella muerte si hubiera compartido casa con su amante.
Stachelmann se aisló mentalmente, decidiendo de forma inconsciente no preguntar, no hablar. Ya lo haría Anne por él si fuera necesario. Simplemente escucharía y, simultáneamente, reflexionaría. Se le vino a la memoria aquel día en el aeropuerto, cuando estuvieron a punto de dispararle y su amigo Ossi le había salvado. Ossi, que luchaba por la revolución pero que finalmente se había convertido en policía. Recordó también la llamada de Ossi cuando supo, por el periódico, que su antiguo compañero Stachelmann había pronunciado una conferencia en aquella misma ciudad. Y cómo le había ayudado, más tarde, a librarse de una acusación de asesinato. También Ines apareció fugazmente en ese recuerdo. Ella había conocido también a Ossi, que, por supuesto, había simulado estar interesado en seducirla. Una reacción que no podía evitar, siempre había sido algo presuntuoso. Pero poseía también grandes cualidades. Su actitud se debía simplemente a un desesperado esfuerzo por ocultar sus muchas inseguridades. Ahora había muerto, tal vez incluso se había suicidado.
—¿Cómo ha muerto? —inquirió Anne, pregunta que Stachelmann oyó desde muy lejos, como a través de una nebulosa.
—Según parece ha tomado veneno —contestó Carmen de forma monótona—. El forense ha excluido un infarto o algo semejante. Sentado en una silla, el torso apoyado sobre el escritorio. No se ha caído, no mostraba herida alguna. Supongo que simplemente se recostó sobre la mesa y el archivador resguardó su cabeza como si fuese una almohada. Un archivador extraño, lleno de panfletos, cosas de Heidelberg, papeles viejos. Su nombre también aparece, por cierto, en el primer documento del mismo.
Levantó la cabeza para mirar a Stachelmann, que notó la tristeza en su mirada, aunque también le pareció percibir miedo. Pero, ¿miedo a qué?
Stachelmann intentó imaginarse a Ossi, muerto, sobre su escritorio, sin llegar a lograrlo. Todo lo que veía y oía le seguía pareciendo procedente de un lugar muy lejano, como detrás de una espesa niebla.
—Primero avisé a los compañeros de la comisaría y al forense. También a los de la científica, incluso apareció Taut en persona, y eso que el comisario principal no suele abandonar ni siquiera su despacho, así que, menos aún, su cama.
Una sonrisa pasó fugazmente por su rostro para luego desaparecer.
—Y entonces sentí necesidad de hablar con usted.
Levantó la cabeza y contempló brevemente a Stachelmann para luego volver a fijar la vista en la mesa.
—Pero no me cogió el teléfono. Y entonces recordé... —añadió, mirando a Anne, para volver a su posición anterior de inmediato—. Ya no podía más. ¿Y a qué otro lugar podría haber ido?
Stachelmann tomó su mano a través de la mesa. Sus dedos eran delicados. Le apretó levemente la mano y después se la soltó.
—Hizo bien —dijo—. Estaba despierto, de todos modos; ambos lo estábamos —rectificó.
—Ossi siempre hablaba de usted y de su época de Heidelberg.
Tampoco podía haber hablado de otra época, ya que no conocía a Stachelmann antes de esa fecha y no lo volvió a ver después durante mucho tiempo. Stachelmann era consciente de que Ossi habría magnificado su papel en aquellos incidentes antiguos. Las manifestaciones, los panfletos a repartir, reventar algunas de las clases o cambiarlas de orientación, los enfrentamientos con la policía. A veces Stachelmann se había sentido avergonzado por tanta jactancia. Recordó cómo Ossi había intentado impresionar con ella primero a Anne y posteriormente a Ines, pero de un modo tan burdo que lograba precisamente el efecto contrario.
—Sí, vivimos un par de aventuras juntos —asintió Stachelmann.
En aquellos tiempos Ossi no solía alardear tanto, se dijo a sí mismo. Debió cambiar en cuanto su vida empezó a caer cuesta abajo. Cuando no logró licenciarse en derecho, como pretendía, cuando se quedó sin ideales por los que luchar, cuando se convirtió en policía, aquello tan opuesto al abogado libertador soñado, ese idealista que defendía y liberaba a los revolucionarios de los ataques del enemigo clasista o, al menos, suavizaba sus condenas. Ahora había muerto, y quizá esa muerte había llegado de su propia mano. De alguna manera había logrado ser consecuente con sus primeras ideas. Stachelmann se preguntó cómo se habría sentido Ossi en sus últimos momentos. En qué habría pensado. Seguro que estuvo recordando los viejos tiempos, su gran época en Heidelberg, en la que todo el mundo le conocía bajo el mote de Ossi, el rojo, un apelativo honorífico que debía no sólo al color de su pelo.
—Le envidiaba —continuó Carmen—. Creía que usted sí había logrado alcanzar su meta, mientras que él simplemente se convirtió en policía. No me entienda mal, era un buen policía. Y no el único que le daba a la botella. Pero a veces... —Calló, buscando la palabra adecuada—. A veces le invadía la tristeza, y entonces se retraía, apenas hablaba. O, si acaso, mencionaba su época de estudiante, frases inconexas en las que de vez en cuando caía su nombre. —Sacudió la cabeza—. Y en ese momento solía sacudir la cabeza. —Volvió a repetir el gesto—. Y después reía amargamente, y movía las manos de este modo. —Hizo un gesto como limpiando el polvo de la mesa—. Como si quisiera borrar para siempre y de una vez por todas sus recuerdos.
Su mano se deslizó otra vez sobre la mesa, lentamente, mientras parecía reflexionar.
Stachelmann sintió el impulso de volver a tomarla de la mano, pero logró no ceder a él.
—Sólo vivía de verdad en sus recuerdos. Le torturaban, pero también le ayudaban a continuar, aunque suene extraño.
—No —intervino Anne—. La entiendo. Ossi antes se había sentido alguien, y recordar aquello le proporcionaba fuerza, pero, a su vez, le recordaba lo bajo que había caído después.
Anne se llevó la mano a la boca.
—Era lo que sentía, o al menos eso creo, cuando estaba deprimido. Aunque yo no diría que llegar a comisario sea caer bajo.
—Si se hubiera esforzado un poco, si se hubiera empeñado en ello, habría llegado a comisario principal.
Carmen sacó un pañuelo de sus vaqueros y se secó las lágrimas.
Stachelmann no hacía más que pensar en el archivador sobre el cual se había apoyado la cabeza de Ossi.
—¿Querrá verlo por última vez? —preguntó Carmen.
Stachelmann lo consideró, se imaginó el cadáver en el tanatorio, pálido, fláccido.
—No, pero sí que me gustaría entrar en su piso.
Carmen reflexionó a su vez.
—Ahora mismo está precintado. Pero le preguntaré a Taut: le conoce a usted y quizá esté dispuesto a hacer una excepción. Quizá descubra usted algo y pueda ofrecernos alguna explicación. Me marcho ahora a la comisaría, le llamo desde allí.
Stachelmann le proporcionó el teléfono de su despacho en el Departamento de Historia. Carmen se apuntó el número, guardó el bloc de notas en el bolsillo de su chaqueta y después se quedó inmóvil unos instantes. Se levantó, agarrándose al borde de la mesa como si necesitara sujetarse para mantener el equilibrio, después se alejó de él y, con un murmullo ininteligible, abandonó la cocina. Stachelmann oyó cómo se cerraba la puerta de entrada.
Permanecieron sentados en silencio. Stachelmann miró a su alrededor como si fuera la primera vez que pisaba la cocina de Anne. Ésta comenzó a golpetear con los dedos sobre la mesa y Stachelmann miró hacia el reloj de la pared. Marcaba pocos minutos después de las seis, en el exterior ya amanecía, nacía una tenue luz difusa.
—¿Le tenías cariño?
—Sinceramente, no lo sé —contestó Stachelmann.
—Esas cosas se saben.
—Bueno, estuve muchos meses evitando verlo.
Quizá debería haber actuado de otro modo. El suicidio podía deberse a la soledad. Bueno, en realidad, no estaba tan solo, ya que mantenía una relación con Carmen. Aunque uno podía tener pareja y a pesar de ello seguir sintiéndose solo. Te envidiaba, cuando en realidad no había nada que envidiar. Podrías haberle convencido de ello. A veces algo insignificante se convierte en la gota que colma el vaso, y tal vez en el caso de Ossi la envidia representara esa insignificancia. Recordó aquella vez que se reunieron en un bar, el Tokaja, para reflexionar acerca del caso Holler, el del asesino en serie que se había propuesto eliminar, uno por año, a los miembros de una conocida familia. En el Tokaja se había gestado también aquella aventura con Ines que no debió haber comenzado nunca. No volvería a poner el pie en aquel local jamás, pues cada vez que pasaba por allí se veía enredado en algún crimen. Cuando se citó en aquel lugar con Ossi debería haber percibido de alguna manera que éste le envidiaba. Y debería habérselo quitado de la cabeza.
—Su vida no cambió precisamente para mejor. No debe hablarse mal de los muertos, pero en los viejos tiempos Ossi era un tío de verdad, mientras que treinta años después, aquí en Hamburgo, no era más que un presuntuoso que se engañaba a sí mismo.
—Ocultaba algo, algo oscuro. Ossi era un hombre agradable, pero a veces se volvía impertinente, sobre todo con las mujeres. Bebía demasiado, vale, pero conozco a un par de tíos en las mismas circunstancias que no por eso pierden los papeles. Sin embargo, en él había algo casi repelente, como pegajoso. Aunque quizá me lo esté imaginando todo y esto sea absurdo.
Anne miró a Stachelmann a los ojos, pero éste desvió la mirada.
—Ossi fue importante en mi vida, hace años, cuando estudiábamos. Siempre he tenido la impresión de que estuvimos juntos muchos años, pero antes he estado haciendo cuentas, y no fue más de año y medio. Él era algo mayor que yo y me protegía. Siempre se lo agradeceré, aunque sé que lo hizo menos pensando en mí que en su propia autoestima. Pero arrastrar consigo veinticinco años después aún todas esas historias antiguas...
—Estás siendo injusto con él. Aquellas historias antiguas suponían vuestro punto en común, y por eso las sacaba a relucir continuamente. Cualquier otra cosa hubiera sido absurda. ¿De qué te crees que hablamos nosotros en el último encuentro que organizamos de compañeros de estudios?
—Pero él aún seguía viviendo en aquellos tiempos. Qué vida tan miserablemente breve, un par de años gloriosos y, después de aquello, caída en picado.
Guardaron silencio. Stachelmann se sirvió otro café y llenó también la taza de Anne. Su cuchara tintineaba en la taza como una campana lejana.
—Se lo debes.
—¿Qué?
—Ir a su piso. Echarle un vistazo a ese archivador, en el que parece que hay papeles de Heidelberg.
—Mmm.
—No te cuesta nada. Revisa esos papeles y luego cuéntale a la policía qué son y qué significan. Imagino que lo que ocurrió fue lo siguiente: Ossi estuvo revisando papeles antiguos, sumergiéndose en los viejos tiempos, los tiempos gloriosos, según pensaba, y entonces se deprimió y decidió suicidarse porque no veía el modo de salir de la miseria en la que se encontraba ahora.
—Si realmente hubiera ocurrido como dices se hubiera pegado un tiro, pero no se hubiera envenenado. Si se trata de un suicidio todo estaba perfectamente planeado de antemano. Nadie guarda veneno o pastillas en cantidad en casa por si acaso, hay que comprar esas cosas con una intención concreta. Así que debió de ocurrir de otro modo: Ossi quiso suicidarse, por la razón que fuera, y lo dejó todo preparado, pero justo antes de tomarse los analgésicos recordó los buenos viejos tiempos. Y decidió abandonar este mundo con un recuerdo agradable. Quizá había metido la pata en el trabajo y temía que se descubriese, quizá estuviese deprimido, lo cual no me sorprendería, o quizá simplemente estaba cansado de sufrir en esta vida tan miserable.
Ella le miró inquisitiva.
—El suicidio es algo terrible.
—En absoluto —repuso él—. Elegir la propia muerte no es comparable al asesinato, supone un derecho indiscutible del individuo.
De nuevo intercambiaron una larga y triste mirada. Stachelmann advirtió que ella estaba deseando hacerle una pregunta que, sin embargo, no llegó a formular. Cambió de tercio.
—¿Y tú, te sientes deprimido?
La pregunta le sorprendió. ¿Qué tenía todo aquello que ver con él? Es cierto que solía tender a relacionar lo que ocurría a su alrededor consigo mismo y culparse a veces de cosas en las que los demás en cambio no veían culpabilidad alguna. Anne sabía perfectamente cómo era, a veces se sentía un tanto decaído; pero deprimido... eso ya era algo más serio. Una depresión era una enfermedad.
Él no tenía nada que ver con la desaparición de Ossi, aunque, si tal vez le hubiera llamado con mayor frecuencia... Intentó alejar esa idea de su pensamiento, pero retornaba una y otra vez.
—Debería haberle visto más a menudo. No he sabido nada de él desde el caso Griesbach, a pesar de lo mucho que me ayudó entonces. Bueno, hablamos por teléfono un par de veces, creo que él me llamó porque sentía necesidad de hablar.
—No exageres ahora —dijo ella—. Lo dices como si tuviera que suicidarse todo aquel al que no visitas regularmente. No te metas esas ideas en la cabeza.
—Si hubiera sabido algo de todo esto. Una simple insinuación de Ossi hubiese sido suficiente.
Golpeó la mesa con el puño y las tazas repiquetearon. Anne se sobresaltó. Le dirigió una mirada de reproche, se levantó y abandonó la cocina.
Stachelmann permaneció sentado largo rato y se tomó otro café mientras se abandonaba al recuerdo. Se preguntó si Ossi no habría acertado al suicidarse. También él había acariciado muchas veces la idea de la desaparición. Sin explicaciones, simplemente marcharse, y ahí os quedáis. La idea era atractiva. Si la vida se convierte en una tortura, ¿por qué no acabar con ella?
17 de abril de 1978
Ese cerdo. Los traidores son como las pulgas, hay que aplastarlos. Aunque, para ser justos, las pulgas no eligieron su condición, de modo que los traidores son peores aún. Al enemigo se le mira de frente, tal como te mira él a ti. Esos fascistas y sus estúpidos... Seguro que lo sabían, es decir, ¡que estaban deseándolo! Nos atacan con todos los medios disponibles. Y eso se supone que es democracia, ¡ay, que me da la risa! Si su democracia no da el resultado deseado, la eliminan sin más. No hay más que ver a Pinochet. Un traidor, sin embargo, es aún más peligroso. Se introduce en tus propias filas, revela tus intenciones al enemigo. Cuántas guerras no cambiaron de rumbo por alguna traición. Nosotros también estamos en guerra. Nos están aniquilando. Y nosotros los aniquilaremos a ellos, si fuera necesario. No quiero matar, es una idea que me repele, y espero no tener que hacerlo. Si hubiese sido yo quien se hubiese cargado a ese cerdo no podría quitármelo de la cabeza. Me enfadé cuando ocurrió, me enfadé muchísimo. Nadie me había dicho nada, y creo que uno tiene derecho a saber previamente que va a participar en una ejecución. Incluso un revolucionario como yo tiene que preparase para algo así. No hubiera costado tanto por lo menos insinuarme algo, no me hubiera echado atrás, ¿o acaso sí? No, porque los traidores son peores que las pulgas.
Me he encontrado con Angelika por casualidad, junto al nuevo restaurante italiano de la calle principal. Alguien me comentó una vez que tenía un culo impresionante. Es verdad. Me parece que me ha sonreído. Cuando nos encontramos aquella vez en la manifestación en protesta por la subida de los precios del transporte caminamos un rato juntos y ella me estuvo comentando lo agobiada que se sentía por un examen de Filología Alemana. Yo le conté que había abandonado los estudios temporalmente, un descanso para dedicarme de lleno a la revolución. Ella soltó una risa, creo que de admiración. Porque soy consecuente con mis ideas. Si no tenemos cuidado, dijo ella en aquel momento, dentro de nada tenemos otra vez a los fascistas al mando. Y volveremos todos a Auschwitz. O sea, que comprende cómo funcionan las cosas.
Tengo que trabajar un poco más conmigo mismo. Eso que he pensado del culo es sexista, como dirían las compañeras del grupo femenino. La mujer reducida a sus componentes sexuales. Y tienen razón, no se puede negar. Parece que mis pensamientos no son capaces de adaptarse del todo a las exigencias de la revolución. A veces, en mi mente, soy muy reaccionario. Tengo que trabajar en eso.
¿Qué diría Angelika si le contara lo de la ejecución? ¿Que he sido consecuente con mis ideas? Porque lo he sido.