5
Por la tarde continuó revisando su trabajo, pero era incapaz de apartar la discusión mantenida con Anne de su pensamiento. A veces se descubría mirando por la ventana sin lograr ver nada. Le había afectado más de lo que hubiera pensado. El dolor comenzó a reptar por su espalda y a subir hasta invadirle por completo y también comprimirle el pecho. Comenzó a sudar, respirando agitadamente. Caminó unos pocos pasos y volvió a sentarse. Se sobresaltó con el sonido del teléfono. No podía ser más que Anne, que no soportaba seguir enfadada con él.
—¿Sí?
—Aquí Carmen. Ya tenemos el informe de la autopsia. Tal como sospechamos, ningún tipo de violencia. Lo único que parece extraño es el método empleado por Ossi para suicidarse: el espray de insulina. No era diabético, así que no sabemos de dónde lo habrá sacado. Bueno, que me enrollo al teléfono. Quería preguntarte si tienes tiempo de tomarte una copita de vino y ya te comento entonces todos los detalles. Quizá esta noche ya sepa si la fiscalía decide que merece la pena una investigación o no.
—Claro que sí. ¿Dónde quedamos?
Ella le describió el camino hacia un bar cerca de la Universidad del que Stachelmann no había oído hablar jamás. Se alegró de aquella cita, le evitaba una triste noche de soledad. Hasta las ocho aún podría revisar unas cuantas páginas más.
Se esforzó por alejar de su mente cualquier otro pensamiento y logró acabar la revisión del primer capítulo, uno de los más importantes, el punto en el que describía el estado de la cuestión y la bibliografía secundaria que se había publicado sobre su tema. Le intimidaban todos aquellos títulos, pero se había obligado a citarlos y comentarlos brevemente. Realizó aquella tarea con sumo cuidado, reconociendo los méritos del trabajo ajeno, y también indicando cuáles constituían las principales deficiencias, e, incluso, los errores interpretativos en algunos de ellos, faltas que él mismo se disponía a corregir. Era necesario cuidar mucho la expresión en esos casos, y Stachelmann creyó haber hallado el modo adecuado de hacerlo. Su buen humor fue en aumento a medida que se iba acercando la hora de su cita.
Anne no me entiende. Confieso que no siempre resulta sencillo, pero ha de entender que ahora no me queda otra. Se trata de mi futuro. Como si no fuera lo suficientemente importante. De acuerdo, es cierto que ya antes de la conversación con Bohming tuve mis dudas, esas vacaciones me parecían de entrada un tanto fastidiosas. Pero luego murió Ossi. No estoy tan seguro de que abandonar el caso, como pretende la policía, sea lo mejor. Carmen así lo había insinuado. Le caía bien aquella mujer y no era tan complicada como Anne. Aunque no era justo compararlas, pues apenas conocía a Carmen. Quizá tenía complejos y rarezas en cantidad industrial, o un oscuro abismo se ocultara tras aquella bella apariencia. Y quizá, simplemente, le gustaba ella porque acababa de discutir con Anne.
Ya se había distraído de nuevo. Había que seguir, seguir más aún. Logró completar la revisión de cinco páginas adicionales, en las que tuvo que corregir varias cosas, sobre todo en cuanto a expresión. Le molestaba especialmente encontrarse tres «X» en lugar de alguna referencia bibliográfica, ya que tendría que dedicar un tiempo precioso a buscar los datos ausentes sin contar con la seguridad de encontrarlos. Si en su momento los hubiese completado todo hubiera sido más sencillo ahora, pero no había querido interrumpir su hilo conductor. Estaba hablando solo en voz alta, una costumbre que a Anne le solía parecer divertida. «De vez en cuando siento la necesidad de comunicarme con alguien inteligente», había sido la respuesta de él. Ella se había reído. Ahora ya no reía.
A pesar de la discusión con Anne, le había cundido la tarde. No dejes que te afecte, ella ya reconocerá que tu decisión es acertada. Tiene que reconocerlo.
Dejó su cartera en el despacho y se dirigió al lugar de su cita. Tardó un rato en encontrar el bar en la calle lateral que le había descrito Carmen. Al entrar pudo percatarse del fuerte olor y el denso humo producidos por el tabaco en el interior del local. La estuvo buscando, pero Carmen no había llegado aún. Consultó el reloj, aún no habían dado las ocho. Encontró una mesa vacía en un rincón y se sentó. Sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad. Se le acercó un hombre con un delantal de cuero y le preguntó qué deseaba pedir. Podía elegir entre vino tinto seco y vino tinto suave. No se atrevió a preguntar qué clase de vino era un vino tinto suave, por lo que eligió el seco.
De repente la tuvo ante sí.
—¿En qué piensas? —le interpeló ella.
No se molestó por la pregunta.
—En el trabajo, no sé, en cosas.
—Esas cosas parecen preocuparte mucho —comenzó ella, para después interrumpirse—. Perdona, no es de mi incumbencia. Soy demasiado curiosa. Y cuando veo una mirada perdida como la tuya...
—Deformación profesional —indicó Stachelmann—. No sólo los historiadores, también las agentes de policía han de poseer cierta curiosidad. Eso ya lo habrás oído mil veces, perdona, es casi una frase hecha —se disculpó.
—No, no —negó ella—. En mi caso fue al revés: me convertí en policía para conseguir que me pagasen por mi insaciable curiosidad. ¿En qué otra profesión puede una meter las narices en los asuntos de los demás sin ser sancionada, sino siendo, incluso, premiada por ello?
—De modo que vives plenamente tu patología a costa de los demás —dijo él.
Les interrumpió el hombre del delantal de cuero. Ella pidió un vaso de agua, por lo que el camarero hizo una mueca de desagrado antes de desaparecer.
A Stachelmann le llamó la atención lo feliz que parecía Carmen. Su pareja se había suicidado dos días atrás. Entonces se había sentido hundida, y ahora era como si no hubiese ocurrido nada.
—¿Habéis averiguado lo del dinero? —inquirió.
—Una herencia. Ossi no me había dicho nada, lo cual un poco raro sí que es. Yo siempre se lo contaba todo, pero él al parecer se guardaba un par de secretos. La herencia, el archivador de Heidelberg... que, por cierto, ¿te ha servido de algo? ¿Alguna idea?
Stachelmann negó.
—Poco. Todos los documentos se refieren a cuestiones antediluvianas. Heidelberg, hace mucho tiempo de eso. Lo único que me parece interesante son los documentos relacionados con el asesinato en Thingstätte. Aún lo recuerdo. Yo no me encontraba en Heidelberg cuando ocurrió, pero llegué poco después, y aún se hablaba de ello, circulaban todo tipo de rumores entre los estudiantes. Un estudiante fue ejecutado en Thingstätte, ese teatro nazi, culto a los orígenes germánicos, etc.
—¿Venganza? —le interrumpió ella.
—Es posible. Ossi, o quien quiera que sea, subrayó la palabra «jamás» en uno de los artículos, justo donde se indicaba «Este asesinato no se resolverá jamás».
—Esas cosas pasan —dijo ella.
—Claro. Pero, ¿por qué lo subrayó? Suponiendo que fuera él quien lo hizo.
Ella se echó hacia atrás y le observó.
—¿No te ha pasado nunca que mientras leías tenías un bolígrafo en la mano y simplemente has subrayado el texto porque algo te ha llamado la atención? ¿Así, por las buenas? Porque estabas de acuerdo, o porque, por el contrario, no lo estabas. El motivo que sea por el que uno puede subrayar algo. Le estás dando más importancia a ese detalle de la que posiblemente posea. No te puedes ni imaginar qué cantidad de cosas extrañas, que luego se resultan ser insignificancias, encontramos en una investigación.
—¿Y a dónde fueron esos tres pagos de diez mil euros?
—Ni idea, no creo que le diera nada a su ex mujer. O ella miente muy bien y me ha engañado por temor a los servicios sociales, o simplemente porque no le apetece implicarse en esta cuestión, o quizá incluso cree que la acusaremos de chantajearle y con ello impulsarle al suicidio. Pueden existir mil motivos para mentir.
—¿Y cómo te explicas la marca que tenía en la sien?
Ella alzó una ceja.
—Ni idea. El patólogo no dice gran cosa. Se habrá dado un golpe, simplemente con que se presione un punto durante un tiempo prolongado puede aparecer una marca como aquella.
¿Y por qué ha desaparecido tu tristeza?, estuvo a punto de preguntar, pero en realidad eso no le incumbía. Puede que ella sólo fingiera aquella paz, controlándose al máximo para no crearle malestar.
—¿Y el asesinato de Heidelberg?
—No está relacionado con esta muerte. Ossi simplemente estuvo revisando su pasado poco antes de suicidarse, lo cual resulta lógico. Haciendo balance de su vida finalmente decidió que lo mejor era desaparecer del escenario.
Estuvo a punto de contradecirla. Conocía a Ossi desde hacía mucho más tiempo y sabía, con toda certeza, que jamás se suicidaría.
Disfrutaba del respeto de sus compañeros, estaba liado con una mujer impresionante, le quedaban muchos años por delante aún en los que podía ocurrir de todo. Aunque quizá todas aquellas consideraciones eran absurdas. Lo verdaderamente relevante no era la realidad en sí, sino la percepción que uno mismo poseía de ella.
—¿En qué estás pensando?
Era muy indiscreta, pero no se lo tomó a mal. Le concedió el acceso a esa parcela de sí mismo.
—Sigo sin poder creer que se suicidara.
—En realidad, coincido contigo. Pero quizá cometamos un error al pensar que Ossi no pudiera suicidarse. Nuestra seguridad se basa en nuestra amistad y en la certeza de que nosotros mismos jamás seríamos capaces de pegarnos un tiro...
—Un tiro no, pero quién sabe si otro método...
Ella le miró con una intensidad incómoda.
—No seas tonto —le dijo, para, acto seguido, taparse la boca con la mano—. Lo siento, no quería hablarte así. Me habías asustado.
—¿Por qué? Si miras atrás y sólo ves mierda en tu vida, y el futuro no parece mejor, quizá sea más oportuno no seguir.
—¿Sin pensar en los demás? ¿En el daño que haces?
—¿Estás enfadada con Ossi?
Ella guardó silencio durante unos instantes, y Stachelmann advirtió un brillo sospechoso en su mirada.
—Se debe pensar en los demás, en la posibilidad de que se reprochen a sí mismos...
—Puede que en su momento se considere todo eso, pero que aún así pesen más los motivos que han inducido al suicidio.
—Me sigue pareciendo muy egoísta. Simplemente egoísta.
—A mí no me lo parece —la contradijo Stachelmann—. Quizá nosotros pensemos que no tenía motivo alguno, pero la verdad es que no sabemos qué pasaba dentro de su cabeza. —Tomó un trago—. Si te he entendido bien, abandonáis la investigación.
—Sí, no tenemos nada que contradiga la teoría del suicidio.
Quizá el asesinato de Heidelberg estuviera relacionado con el suicidio de Ossi, pero no le comentó nada a ella porque seguramente pensaría que había perdido la cabeza. Carmen se levantó y se dirigió al baño. La siguió con la mirada, observando su caminar erguido y cómo se contoneaba ligeramente, meciendo las caderas. Le pareció una mujer muy frágil.
Recorrió las restantes mesas con la mirada deteniéndose en la barra, donde al parecer discutía una pareja. Ella le increpaba, él no lograba bajar el tono de voz. Cuando Carmen regresó constató que su serenidad anterior había sido fingida. Tenía la mirada perdida. El cansancio. La tristeza.
—¿Por qué empleó un espray? Con el Tramal hubiera sido suficiente —preguntó Stachelmann.
—No querría arriesgarse. En la policía vemos muchos casos de gente que intenta morir sin acabar de conseguirlo. Así que se suicidó por partida doble, una sobredosis de insulina y un analgésico potente. Una combinación muy efectiva, según dicen los médicos.
Si tantas explicaciones había, ¿por qué dudar entonces de un suicidio?
—El fiscal anunciará mañana que se cierra el caso, yo esperaba que ocurriera incluso antes. La investigación ha sido especialmente minuciosa porque la víctima pertenecía al cuerpo de policía. El fiscal no cuenta con nada que le permita actuar de otro modo. Probablemente siempre tendré mis dudas, pero la razón me dice que...
Se interrumpió.
—¿Me llevas a casa? —le preguntó.
El la contempló, se encontraron sus miradas. Vio algo en sus ojos que no fue capaz de interpretar.
—Me siento muy sola —murmuró ella, aunque el mensaje implícito era: Ossi me ha dejado tirada.
—Te llevaré a casa —asintió él. Llamó al camarero del delantal de cuero y pagó la cuenta. Ella se agarró de su brazo y le guió hasta su Volkswagen Polo.
—Conduce tú, por favor —le rogó.
Le fue indicando el camino.
—¿Te vas de vacaciones? —le preguntó.
—No.
—¿Mucho trabajo?
—Sí. Quizá me marche un par de días a Heidelberg. En cuanto lo dijo en voz alta supo que, ciertamente, iría. Sintió que ella le observaba.
—¿Por qué?
—Por los viejos tiempos.
—Ossi vivía inmerso en aquella época, al menos, casi siempre.
—Por entonces era un tío fantástico. Perdona, no sólo entonces.
—No te preocupes.
Al llegar a Rahlstedt ella le indicó que aparcara en una calle lateral. Señaló un bloque de apartamentos.
—Ahí es donde vivo. ¿Quieres subir un momento?
—No, me voy a la estación.
—¿Quieres que te lleve?
—Gracias, creo que debe de estar por aquí cerca.
—A cinco minutos —dijo ella—. Pero puedes quedarte en mi casa, si quieres.
Bajaron del coche. Él la abrazó y ella se apretó contra él. Su pelo olía bien. Carmen levantó la cabeza, le besó en la boca.
—Me siento muy sola —le dijo y sacudió la cabeza—. Te acompañaré hasta la estación. Me vendrá bien un poco de aire fresco...
La tomó de la mano y ella le guió. Le complació sentirla tan cerca. Él también estaba solo, peor aún, le habían abandonado. «Anne me ha traicionado», pensó. Bueno, quizá la palabra era demasiado contundente. ¿Por qué Anne no podía comprenderle? Tenía que acabar aquel trabajo, se trataba de su futuro. Aunque era cierto que aún antes del ultimátum de Bohming la idea de acompañarla en sus vacaciones no le resultaba atractiva, eso era irrelevante ahora, porque la situación había cambiado. Había visto venir aquel ultimátum mucho antes de que se lo impusieran. ¿Y su viaje a Heidelberg? Se llevaría su trabajo y lo revisaría allí. ¿A quién le importaba dónde trabajaba?
Le acarició el dorso de la mano con el pulgar.
—Siempre me gustaste —dijo ella.
—¿Incluso cuando me considerabais sospechoso? —preguntó él, riendo, como intentando quitarle hierro al asunto.
—Hubiera falsificado pruebas si hubiese sido necesario —contestó ella con voz ronca, imitando a uno de esos policías corruptos norteamericanos—. Pero no fue necesario. También me planteé falsificar pruebas que te incriminaran cuando me enteré de tu asunto con aquella Ines.
—Todos los maderos sois corruptos —sonrió él—. Sobre todo los maderos femeninos. ¿O vosotras sois maderas?
—Eso es insulto a la autoridad —le dijo ella, con un leve codazo en el costado—. Debería detenerte ahora mismo.
—Vaya, maderas corruptas y, a la vez, sentimentales. Qué combinación tan extraña.
Ella rio y le oprimió la mano.
Una vez en la estación esperó hasta que se hubo marchado el tren. Se miraron a los ojos, ella parecía triste. Cuando el tren se puso en marcha le dijo adiós con la mano, después se giró y desapareció y él se sintió insatisfecho, como si le faltase algo. Estuvo reflexionando un rato intentando dar forma a su anhelo, mientras paseaba su mirada por el vagón. Sólo había otro pasajero, un hombre sentado en la última fila que dormía con la boca abierta. Stachelmann podía oír sus suaves ronquidos.
En Bad Oldesloe esperó la llegada del tren hacia Lübeck. Había comenzado a llover y un viento helado barría el andén. Sintió un escalofrío. Pensó en Carmen y en lo rápido que habían intimado. Ella había acudido a él por su amistad con Ossi, ya que se sentía muy sola. Le necesitaba para que le ofreciera un poco de consuelo. No debía hacerse ilusiones. Aunque sin ilusiones todo sería mucho más difícil. Su actitud podía interpretarse como una huida, en realidad lo que debía hacer era hablar abiertamente con Anne, pero se sentía incapaz. Dile simplemente lo que piensas, lo que quieres y también lo que no quieres. Ella desea tener otro hijo, casarse, o, al menos, que vivamos juntos. A mí sólo Felix ya me desborda. Necesito estar solo a menudo, y quiero decidir por mí mismo mi futuro. Quizá todo esto se deba a que no soy el padre de Felix, y si lo fuese, puede que tuviera mayor paciencia con él y le soportaría mejor. Percibo a Felix como la venganza de Anne por mis dudas de entonces. Sé que él no tiene la culpa pero, ¿qué hacer si me lo recuerda constantemente?
En Lübeck subió con sumo cuidado las escaleras auxiliares. Se agarró a la barandilla para no resbalar en el acero empapado. Cuando llegó a su casa, estaba aterido de frío. Sonó un silbido, otro a continuación. Stachelmann miró a su alrededor y descubrió a Olaf asomándose desde un portal, con una bolsa de plástico en la cabeza. Olaf corrió hacia él.
—Corre, entremos rápidamente, es mejor que no nos vean juntos.
—No —rechazó Stachelmann—. Imposible ahora.
Olaf torció el gesto, después se le iluminó la cara.
—¿Te espera ella arriba?
Stachelmann asintió.
—¿La misma del otro día?
Stachelmann negó.
—¡Vaya! ¡Enhorabuena! Pero tenemos que tratar un asunto. Es importante.
—Quizá mañana —se le escapó a Stachelmann, que inmediatamente pensó en cómo podría retractarse de sus palabras.
—Vale —dijo Olaf. Y había desaparecido antes de que Stachelmann pudiera volver a abrir la boca.
Ya en su piso se puso ropa seca y se sentó, malhumorado, ante su escritorio. Primero consideró la idea de llamar a su madre. El contestador automático parpadeaba. Pero después se hundió en la tristeza. Nada tenía sentido. Sólo sabía decepcionar a los demás y también a sí mismo. ¿Qué estaba pasando entre Carmen y él? Aquello era absurdo. Ella recurría a él en su tristeza, precisamente a él, como si su vida no fuese ya de por sí lo suficientemente complicada. Carmen le gustaba, pero no podía enredarse con todas las mujeres que le gustaban, qué idea tan ridícula. Se convertiría en una mala imitación del bello Kugler de Ciencias Políticas, intentando conquistar a todas las mujeres que no le rehuían después de pronunciar tres palabras mal dichas. Tuvo que sonreír al pensar en Kugler. Le estaba agradecido, pues le había librado de Alicia, que era tan hermosa como perturbada. Incluso había fingido un suicidio para impresionar a Stachelmann, ¿o no lo había fingido? De aquello hacía mucho tiempo, y desde entonces no había vuelto a ver ni a Kugler, ni a Alicia. Se los imaginó viviendo en pareja, felices, en una pequeña casita adosada con dos niños guapísimos. Es decir, llevando el tipo de vida con el que él jamás sería capaz de cumplir.
Si Ossi no se hubiera suicidado podría llamarlo por teléfono y preguntarle el por qué de aquella colección de artículos de periódicos y panfletos. ¿Había, simplemente, archivado en aquella carpeta toda la documentación que guardaba de la época de Heidelberg? ¿Por qué no nos has dejado ninguna nota, idiota? No se puede uno marchar por las buenas sin más. Siempre fuiste un egoísta, amigo mío. Me protegías al principio, es verdad. Pero, ¿necesitaba yo que me protegieran? ¿O más bien eras tú quien deseaba la admiración de los demás, que te consideraban un tío estupendo por cuidar del novato? Nadie me amenazaba, Ossi. Bueno, en una ocasión casi me dan una paliza los de derechas, y tú se lo impediste. Pero el resto del tiempo sólo me atosigabas tú, pretendiendo organizar mi vida, en lo importante y en lo insignificante. Siempre has querido representar a alguien, en el jardín de infancia, como delegado de clase en el colegio, delegado de Facultad, representante de los estudiantes, presidente de nuestra asociación, redactor jefe de nuestra publicación subversiva, incluso fuiste delegado de la representación en el claustro de los estudiantes de derecho —algo especialmente reseñable, siendo éstos todos unos hijos de papá o unos «alguaciles de la justicia clasista» como tú solías decir—. Y no lo decías en broma. ¿Cuándo estudiabas, Ossi, con toda esa representatividad que asumiste? ¿Te marchaste a la Universidad de Marburgo para que no advirtiéramos tu fracaso? ¿Porque tu afán de protagonismo había ido demasiado lejos? ¿Porque tanta petulancia te había impedido estudiar?
Aunque, algo tuvo que haberme atraído de ti. Quizá te estaba agradecido. Alguien que me defendía. De acuerdo, lo hacías cuando no era necesario, erigiéndote, en contra de mi voluntad, en mi tutor. Discutimos por ello en una ocasión. Al principio, sin embargo, encontrándome en un nuevo entorno, entre esa gente que me parecía tan infinitamente superior, me vino bien que hubiera alguien dispuesto a explicármelo todo. ¿No hubo nada más que me uniera a Ossi?
Cerró los ojos y se esforzó en recordar. Cómo Ossi se sentaba a su lado en las reuniones del grupo comunista. Cómo salía y volvía con dos botellas de cerveza, ofreciéndole una a Stachelmann, sin que éste se la hubiese pedido. Cómo Ossi contestaba cuando le preguntaban a Stachelmann. Cómo otros se burlaban de ellos llamándolos los gemelos de Heidelberg, más unidos que si fuesen siameses.
¿Había tenido pareja Ossi por entonces? Sí, algo hubo, pero Stachelmann sólo había vivido la última etapa, cuando la cosa se acabó sin que a Ossi se le notara especialmente abatido. Al menos, él no había advertido nada. Ossi había afirmado que había sido él quien había abandonado a la chica, pero Stachelmann sabía que no había ocurrido así. En una ocasión, poco antes de que la chica y él dejaran de verse, Ossi se había lamentado de la existencia de otro. Ella había alegado que Ossi le parecía demasiado inmaduro, la mayor afrenta que podía haberle hecho. Incluso en temas políticos discrepaban, ya que a ella las manifestaciones, cortes de tráfico y el reparto de panfletos le parecían absurdos. Asambleas generales que eran de todo menos generales. Y reivindicaciones políticas en las clases, le atacaba los nervios. Esfuerzos que tenían menos efecto que el pedo de un canario. Stachelmann se había reído entonces, aunque con disimulo. ¿Cómo se llamaba ella? Katharina, la llamaban Kathrin, una chica de melena rojiza, más oscuro el pelo que el de Ossi. Los demás se reían de ellos, un rojo era soportable, pero ya dos, terrible, causando ceguera.
Sonó el teléfono. Descolgó, aunque al reconocer en la pantalla el número de Anne estuvo a punto de colgar. Hizo como si no supiera quién le llamaba y se presentó como «Stachelmann».
—Lo siento —dijo Anne—. He sido algo brusca.
—No te preocupes —dijo él con frialdad.
—Entonces no pasa nada —dijo ella, aunque se percibía claramente que no le creía—. Tienes que entender que todo esto me ha cogido por sorpresa. Me había ilusionado mucho con nuestro primer viaje juntos.
—Yo también, pero qué se le va a hacer. Quéjate al Legendario.
Ella guardó silencio unos instantes.
—Eso no es todo Josef —añadió después—. No estás hecho para convivir, para vivir en familia. Hace tiempo que me pregunto cómo podríamos arreglarlo.
—Hablaremos de ello después de las vacaciones, si quieres. Antes tengo que reflexionar un poco.
—Eso también es propio de ti —dijo ella delicadamente—. Nunca hablas, sino que reflexionas, pretendiendo buscar soluciones. ¿No sería más fácil que habláramos de ello y a continuación sacaras tus conclusiones?
Esta vez fue él quien guardó silencio.
—De acuerdo, ¿estarás mañana en el Departamento?
No había pensado en ello.
—En realidad quería trabajar un rato en casa —dijo, tras una pausa.
—Avísame cuando andes por aquí.
—Claro.
Anne colgó.
Stachelmann se quedó un rato sentado en la silla de su escritorio, incapaz de moverse. Después se pasó la mano por el pelo e hizo una mueca. Se preguntó qué le incomodaba más, que se enfadara con él o que mantuviera aquella actitud cariñosa. El cariño le causaba malestar, se sentía descubierto. No estoy haciendo nada malo, simplemente intento sobrevivir, lo cual ya es lo suficientemente difícil como para desear complicarlo aún más. Mi única falta ha sido el comprometerme a ese viaje conjunto. Lo había hecho para no decepcionarla, y cuando aún faltaba mucho tiempo. Por entonces las cosas con Anne aún habían sido diferentes, ambos parecían querer recuperar los años perdidos.
¿Cuál era el apellido de la novia de Ossi? Weigand, no Wiegand, Katharina Wiegand. Encendió el ordenador, esperó hasta que se puso en marcha y tecleó el nombre en un buscador. Cincuenta aciertos. Añadió Heidelberg a los términos de búsqueda. Sólo apareció una página en la que se hablaba de una tal Katharina Wiegand, portavoz de prensa de una editorial científica que le era conocida a Stachelmann. ¿Qué posibilidades había de que fuera la que estaba buscando? Pocas. ¿Y si a pesar de ello lo intentaba? No la encontraría en su oficina a esas horas, pero introdujo su nombre en las páginas amarillas online. Sólo había una K. Wiegand. Miró su teléfono y vio parpadear su contestador. No escuchó el mensaje, pero recordó que había vuelto a olvidar llamar a su madre.
¿Qué le impedía contactar con ella? La discusión mantenida con su padre poco antes de fallecer éste. Se sentía culpable por haberse marchado con la conversación a medias, por no haber podido soportar las mentiras de su padre. Unas mentiras que para su padre sin embargo eran verdades. Su padre se había desesperado porque la visión que Stachelmann poseía de los tiempos que había vivido no coincidía con la propia. Eran mundos irreconciliables y Stachelmann había renunciado a buscar un puente que los uniera. Sentía que tenía razón y que no había motivo alguno para sus remordimientos de conciencia. ¿Por qué siempre tenía que remorderle la conciencia por alguna cuestión?
Intentando pensar en otra cosa marcó el número de Heidelberg. Sonó largo rato, y cuando ya estaba a punto de colgar, escuchó un clic.
—¿Sí?
—Me llamo Stachelmann, disculpe si la molesto.
—Jossi, ¿eres tú?
—Sí.
—Qué sorpresa tan agradable, aunque la hora es un poco tardía. ¿Dónde estás?
—En Lübeck.
—Ah, por allá arriba.
—Voy a pasar pronto por Heidelberg.
—Entonces tenemos que vernos, no hay excusa.
Recordó nítidamente su voz. Hablaba con un dialecto palatino algo nasal, muy suave.
—Me encantaría —dijo él.
—¿Y qué tal se encuentra Ossi? ¿No vive en Hamburgo? Os veis de vez en cuando, ¿no? Cuando me habló de ti no tuve más remedio que recordar los viejos tiempos. Ossi y Jossi.
—Ossi ha muerto. Silencio.
—Se ha suicidado. —La oyó respirar pesadamente—. Eso es imposible —dijo finalmente.
—¿Por qué?
Ella tragó saliva.
—Sólo hace un par de semanas que estuvo por aquí y nos corrimos una buena juerga. Estaba muy contento... ¿Seguro que todo esto no es una broma?
—No, tal como te digo, ha muerto.
—¿Es ése el motivo de tu llamada?
—Sí y no. Estoy aquí ante una carpeta llena de panfletos y artículos de aquella época y he recordado que tú estuviste saliendo con Ossi.
Ella no contestó, pero podía oír su respiración al otro lado.
—Los artículos tratan del asesinato en Thingstätte, ¿lo recuerdas?
—¿Cómo lo ha hecho?
—Ha tomado un potente analgésico y un espray para la diabetes, algo experimental.
—¿Era diabético?
—No.
—Ossi no se ha suicidado. Y mucho menos con un espray de esos. En todo caso se hubiera tirado de un piso treinta o se hubiera pegado un tiro. Pero, ¿con un espray? ¿Cómo iba a saber que eso le causaría la muerte?
—No lo sé.
—¿La policía cree en un suicidio?
—No han encontrado nada que lo contradiga. Y Ossi pertenecía a homicidios, seguro que conocía métodos indoloros de morir.
—¿No había carta de despedida?
—No.
—¿Crees realmente que Ossi hubiese sido capaz de suicidarse sin dejar como mínimo un manifiesto?
Stachelmann tuvo que reír. Sí, ese era Ossi.
—A mí también me extraña. Pero no creo que la policía maquillara el asesinato a un compañero.
Pensó en hablarle de la marca que Ossi había presentado en la sien, pero lo dejó estar.
—¿Por qué no? —dijo ella—. Quizá hubiese descubierto alguna conspiración dentro de la policía. Y esa carpeta que has mencionado, relacionada con el asesinato en Thingstätte. ¿Y si el asesino de entonces hubiese sido un policía? Hubo rumores en esa dirección, ¿recuerdas?
Lo recordaba.
—Pero por entonces las sospechas siempre recaían en la policía, en los servicios secretos, o en la justicia, ¿o no te acuerdas de los suicidios del RAF? Los vendieron como asesinatos y fueron muchos los que así lo creyeron.
—Pues no estoy tan segura de que no lo fueran. Pero no importa. Con frecuencia hubo policías o espías de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución detrás de cualquier guarrería, no hay más que recordar a Peter Urbach, el que utilizó los primeros cócteles molotov durante la manifestación contra la editorial Springer de Berlín, tras el atentado a Dutschke. ¿Y qué hay de Steinmetz, Schmücker, Mousli, Schlickenrieder? ¿Los has olvidado?
—Sí, bueno, pero no por eso puede hablarse de una conspiración policial masiva.
—Tampoco hay pruebas de que no existiera esa conspiración.
—Ni hay pruebas de que los hombrecillos verdes de Marte hayan huido a otro planeta hace ahora cien años porque temían ser descubiertos.
—¿Crees que no?
Pensó que ella tal vez se estuviera burlando de él, pero Kathrin nunca había tenido sentido del humor y la gente no solía cambiar en esas cuestiones.
—¿Mencionó Ossi el asesinato en Thingstätte cuando estuvo en Heidelberg?
—Sí, no sé cómo, pero hablamos de ello. Estábamos en el Palme, como entonces, ¿recuerdas? El Weißen Bock ya no nos lo podemos permitir, se han vuelto demasiado elegantes y caros. Estuvimos charlando sobre los viejos tiempos. También estaban Manfred y Uschi, ah, sí, y Regine.
Sintió como si le clavasen un puñal en el corazón.
—¿Regine?
—Es profesora de historia y alemán, creo.
—¿Dónde vive?
—En Neuenheim, como antes, aunque en otra dirección, claro. Ahora su apellido es Ginelli, se casó con un italiano, pero hace tiempo que se divorció.
Stachelmann apuntó el nombre en la solapa del archivador, sin pensar, y se alarmó. El archivador era una prueba policial.
—¿Qué pasa? —preguntó Kathrin.
—Nada. Acabo de adornar unas pruebas policiales. ¿Qué comentasteis acerca del asesinato en Thingstätte?
—¿Por qué te interesa? Alguien, no recuerdo ahora quién, empezó a hablar de manifestaciones heroicas. Ah sí, ya recuerdo, fue Manfred. Y entonces mencionamos a Ossi. —Ella tragó saliva—. Hablamos de cómo Ossi había humillado a los del partido comunista —continuó—, y también a los maoístas. Tú le ayudaste en aquello, fue el mayor éxito de Ossi. Sigue estando... bueno, estaba, orgulloso de ello. Brillaba como una luciérnaga de felicidad.
Stachelmann se acordó. Oía los vítores y las risas mientras Ossi hundía a los otros.
—Y de alguna manera comenzamos a hablar del asesinato. Sólo repetimos las especulaciones de entonces, naturalmente. Yo sigo convencida de que fueron los maderos. O los de la Oficina de Protección, que es lo mismo. Los otros creían que más bien habrían sido los nazis, ya que la víctima era de izquierdas. Pero, ¿a ti por qué te interesa? ¿Qué tiene ver con la muerte de Ossi?
Stachelmann la informó brevemente. Le comentó el contenido del archivador y la palabra «jamás» subrayada en uno de los artículos.
—Eso no tiene por qué significar nada. Si Ossi hubiera sabido algo nos lo hubiera contado.
—¿Qué os contó?
—Algunos detalles de tus aventuras. ¿Cuándo aparecerás por aquí?
—Pronto, ya te aviso. ¿Estarás tú o te vas de vacaciones?
—No, no puedo permitirme viajar.
Tras colgar apuntó Regine Ginelli en una nota y buscó el teléfono. Lo encontró inmediatamente y lo añadió al nombre. Cogió el auricular, pero al consultar la hora vio que era casi medianoche, demasiado tarde ya. Quizá fuese mejor así.
Al acostarse, sus pensamientos volaron a Heidelberg, se vio de nuevo en las aulas, los encuentros, manifestándose, recordó sus dudas de entonces. Por la mañana al despertar recordó haber soñado con Horatio Hornblower, el héroe marino inglés de la época napoleónica que odiaba su cuerpo y por eso mismo se obligaba a esfuerzos sobrehumanos.
18 de mayo de 1978
Angelika se ha sentado a mi lado en el comedor universitario. Podría haberse sentado con R. o K., no es que fuera yo el único al que conocía y al lado del cual había un sitio libre. Incluso conoce a R. desde hace más tiempo que a mí. Los he visto charlando varias veces. A veces pienso que le debería insinuar algo acerca de Thingstätte. Angelika comentó el otro día que estaba convencida de que L. había sido un traidor, por lo que no había que lamentar su muerte. A nadie se le obliga a traicionar.
El hecho de que hayamos reconocido nuestra acción tan tarde también tiene sus ventajas. La policía nos deja tranquilos. Imagino que seremos su pista número 261 o así. A veces sueño con la cárcel. Cómo ingreso en Faulen Pelz. Los revolucionarios pueden sentir temor, pero han de superarlo.