9
Estaba sentado en la cama de su habitación de hotel y comenzó a temblar. Le asaltaron los recuerdos, el terror psicológico al que había estado expuesto tras enredarse con Ines cuando el cadáver de Wolf Griesbach, su marido, había sido encontrado en el maletero de su propio coche. Recordó al hombre que le había empujado a las vías del metro berlinés... Y ahora volvían a perseguirle. No existía otra explicación. ¿Por qué siempre a él? Simplemente estaba examinando un par de fotografías viejas. ¿Cómo habían podido saber que había ido a ver a la señora Brettschneider? Y lo único que ésta había hecho había sido abrirle la puerta del archivo. Ni siquiera había comentado nada con ella que pudiera interesarle a algún asesino potencial. Probablemente ya le seguían desde que fuera a casa de Ossi para recoger el archivador. Pero, ¿cómo había podido seguirle nadie? ¿Quizá a través de Carmen? No, eso era una estupidez. Puede que alguien hubiera estado vigilando el piso de Ossi y le hubiera visto entrar allí con Carmen, pero ¿cómo habría sabido ese alguien quién era él? Podría haber sido perfectamente otro policía interesado en inspeccionar de nuevo el piso. A no ser que quien fuera ya supiera quién era él antes de verle allí. En ese caso, se trataba de alguien que les conocía a ambos, a Ossi y a él, y en Hamburgo muy pocas personas sabían de su antigua amistad con Ossi, sólo unos cuantos policías, unos pocos compañeros del Departamento y ya está. Bueno, en realidad Ossi nunca había tenido nada que ver con el Departamento de Historia de Hamburgo, por lo que era muy improbable que su perseguidor fuese alguno de éstos. Examinó de nuevo la fotografía del periódico. Estaba más joven, más guapa, sin ese aspecto de amargada. Le hubiera gustado saber qué había marcado su carácter tanto que costaba reconocerla en aquella fotografía. Sin embargo, era evidente que se trataba de ella, y que había muerto después de que él la visitara.
¿Tal vez el asalto que padeció su primera noche en Heidelberg pretendió servir de advertencia? Algo así como: si sigues investigando ocurrirán cosas. Pero, ¿por qué no le habían matado simplemente? ¿Y por qué sí había muerto aquella mujer inocente del periódico?
Cogió el teléfono y marcó el número de Carmen en la comisaría. Descolgó inmediatamente.
—Ha muerto una mujer, asesinada —le dijo, a modo de saludo—. Una administrativa que se ocupaba del archivo en el periódico Rhein-Neckar-Zeitung.
—Tranquilízate, Josef —dijo ella, y sólo entonces fue consciente de lo agotado que se sentía—. Cuéntamelo todo, pero tranquilo, una cosa detrás de la otra.
Se concentró y le explicó lo sucedido.
—Ve a la policía —le dijo ella.
—Me tomarán por loco, lo sé. Ya estoy acostumbrado a esas cosas.
—No, no será así. Te estarán agradecidos. Llamaré ahora mismo a los compañeros y les hablaré de ti. Les insistiré en que te tomen en serio.
—Gracias. —Le había quitado un peso de encima—. Ojalá estuvieras aquí.
Ella guardó silencio unos instantes.
—Lo conseguirás, ya verás.
Tras la llamada, intentó pensar qué sentido podía tener todo aquello, aunque no encontró ninguna otra explicación: le estaban siguiendo. Quizá esos mismos hombres que le habían apaleado se habían situado tras el volante del Nissan que había expulsado de la carretera a Monika Brettschneider. Pensó en la señora Schmelzer, también estaba en peligro. Stachelmann se puso la chaqueta y bajó las escaleras del hotel. Tuvo suerte, encontró rápidamente un taxi.
—A la comisaría de Rohrbacher Straße —dijo.
—Römerstraße —rectificó el taxista, al parecer turco por la banderita roja con la media luna y la estrella que colgaba del espejo retrovisor.
—La comisaría —repitió Stachelmann.
—Römerstraße —insistió el taxista—. Ahí es donde están ahora. Y se llaman Jefatura de Policía. Sólo en Mannheim —dijo, con un fuerte acento de la zona— son tan fantásticos que siguen teniendo comisaría. Y en Stuttgart también.
—Ah —dijo Stachelmann—. Pues lléveme por favor a la Jefatura de policía.
En menos de cinco minutos llevó a Stachelmann hasta la puerta de la Jefatura.
—Sí, le están esperando —le avisó un hombre tras una ventanilla—. En el despacho número 204, en la segunda planta.
Le señaló el ascensor.
Encontró el despacho inmediatamente al llegar a la segunda planta. Llamó y entró. Dos agentes estaban sentados en sendos escritorios. Ambos se parecían muchísimo, eran bajitos y parecían ágiles. Había que fijarse mucho para descubrir las diferencias entre ellos, el primero, que se presentó como Schmidt, llevaba barba. El otro se llamaba Fath.
Schmidt se esforzaba por hablar sin dialecto sin lograrlo del todo.
—Ya nos ha informado la compañera de Hamburgo. Parece que ha colaborado usted en los últimos años con la policía de Hamburgo. ¿Y ahora ha sufrido un accidente?
Stachelmann quiso explicar que dos importantes casos de asesinato permanecerían sin resolver de no ser por él, pero comprendió que ello no incrementaría su popularidad. Indirectamente estaba llamando incompetentes a unos policías que se habían visto obligados a recurrir a un aficionado para poder llevar a cabo con éxito su trabajo.
—Sí, colaboré un poco —asintió pues—. Casi por casualidad. Fath le señaló una silla y Stachelmann se sentó. Ambos policías se giraron hacia él.
—¿Un café? —preguntó Schmidt.
Stachelmann sacudió la cabeza. No sabía cómo comenzar. No le creerían. La historia sonaba totalmente absurda. Ya conocía todo aquello. No le creyeron en las dos ocasiones anteriores a pesar de que había estado en lo cierto. Y ahora le sucedía una tercera vez.
—Pues he venido a esta comisaría...
—Jefatura —dijo Schmidt—. No somos lo suficientemente importantes como para que se nos considere comisaría, como sí ocurre en Mannheim.
Schmidt parecía contrariado.
Stachelmann comenzó de nuevo. Narró, del modo más sencillo posible, cómo, tras la muerte de Ossi, había decidió viajar a Heidelberg. Por los viejos tiempos, por alejarse de Hamburgo. Porque había creído que podía ser interesante volver a recuperar sus recuerdos. Porque allí seguían viviendo muchos de sus amigos de entonces. Bueno, muchos... algunos. No les explicó su discusión con Anne, porque aquello no era de su incumbencia. Aunque, si lo pensaba bien, tampoco les debían de interesar los motivos que le habían llevado a Heidelberg.
Simplemente estaba allí. Y por la tarde dos hombres le habían dado una paliza.
—Ah —dijo Fath.
Y al día siguiente había visitado el archivo del Rhein-Neckar-Zeitung y más tarde a la señora Schmelzer, la viuda de un fotógrafo. Y Monika Brettschneider había tenido que morir debido a aquella visita suya.
—Protejan a la señora Schmelzer, por favor. Pensé en avisarla por teléfono, pero no creí apropiado asustar a una mujer tan mayor que tampoco me parece tan inocente como para dejar entrar en su casa a cualquiera. Quizá puedan ir a verla y ofrecerle protección policial.
Ambos agentes le observaban fijamente sin reaccionar a sus palabras. Se consultaron con una mirada.
—¿No cree que todo esto no será más que una casualidad? —preguntó Fath finalmente—. Un accidente de tráfico no es nada raro, por desgracia. Y tampoco lo es que a dos hombres se les ocurra pegarle a alguien. Quizá habían hecho alguna apuesta en un bar o cualquier otra estupidez parecida. En la policía se ven las cosas más absurdas.
—En Hamburgo muere un agente de policía, Oskar Winter, en circunstancias poco habituales...
—No tan extrañas —interrumpió Schmidt con voz pausada, hablándole con el tono que se emplea para aquéllos que han perdido lo compostura—. Nuestra compañera dijo que se trataba de un suicidio. Es lamentable, pero no extraño. Los compañeros han estado investigando, ¿por qué no creerles?
Stachelmann lo tenía claro.
—Uno no se suicida de ese modo. Demasiado complicado, demasiado arriesgado, al menos, si uno pretende morir de verdad. Los suicidas quieren morir de forma indolora y rápida, y empleando medios a su alcance. Es decir, una pistola en la boca y apretar el gatillo, en este caso. Cuando uno es policía no se toma analgésicos esperando que le hagan efecto en combinación con un espray para diabéticos. Por Dios, así quizá se suicidaría un médico o una enfermera. Para confiar en el método habría que tener cierta formación sanitaria.
Constató que había alzado la voz.
Fath y Schmidt intercambiaron una larga mirada.
—Le voy a explicar cómo veo yo los hechos. El compañero Winter estuvo aquí en Heidelberg hace un par de semanas. Estaba de buen humor, como aseguran los testigos presentes. Una vez aquí averiguó algo acerca del asesinato ocurrido en Thingstätte, algún detalle, y por eso estuvo revisando en su casa el archivador que poseía con documentación de aquel caso. Es decir, que lo que había averiguado le trajo recuerdos y eso estaba relacionado con algo que se encontraba en su archivador. Hizo un par de llamadas y descubrió más cosas. Y esas llamadas a Heidelberg hicieron saber a alguien que Winter estaba tras una pista. Él o también los asesinos de Thingstätte, que creían haber salido impunes de su crimen tras todos estos años, averiguaron que Winter sabía algo. Esas cosas se comentan. Y en aquel momento decidieron, él o los asesinos, hacer callar a Winter. Pero descubrieron que, con la muerte de Winter, no se habían terminado las investigaciones. Por eso pretenden alejarme de Heidelberg. En último caso incluso se plantearían matarme a mí, pero prefieren evitarlo para no ofrecerle más pistas a la policía. La relación con el asesinato de Thingstätte sería demasiado evidente. Así que, si me preguntan ustedes ahora dónde se encuentra el asesino de Winter y también de Monika Brettschneider, está aquí, en Heidelberg, y trabaja en un hospital o en una consulta médica. Con esos métodos sólo asesina un médico o un enfermero. Y en cuanto tengan a ese asesino también tendrán al de Lehmann, o, al menos, sabrán quién puede ser.
—¿Quiere decir que Monika Brettschneider fue asesinada para alejarle a usted de Heidelberg? —preguntó Fath. Stachelmann percibió en su tono de voz los esfuerzos que hacía para no tacharle simplemente de loco. La compañera de Hamburgo les había asegurado que debían tomar en serio a aquel individuo. En Hamburgo no lo habían hecho y después habían quedado como unos estúpidos. La compañera les había dicho que conocía muy bien al Dr. Stachelmann. Pero la compañera parecía estar equivocada. Por lo menos, en esta ocasión.
—Sí —dijo Stachelmann—. ¿Tiene usted una explicación mejor?
—Tengo varias explicaciones mejores —dijo Schmidt contenidamente tranquilo.
—Admiro su capacidad, Dr. Stachelmann, de verdad —dijo Fath. Le estaban halagando sólo para deshacerse de él cuanto antes.
Sabía que carecía de pruebas de todo lo que había expuesto. Por supuesto que parecía absurdo que Monika Brettschneider tuviera que morir para alejarle a él de Heidelberg porque la paliza recibida no había surtido efecto. Pero quien golpea y mata arriesga mucho, por lo que el riesgo debía de merecer la pena. Sólo podía deberse a que los asesinos creyesen que les estaban siguiendo la pista.
—Al menos, protejan a la señora Schmelzer.
Ambos asintieron de forma simultánea.
Stachelmann se levantó.
—Ya sé que piensan que he perdido la cabeza. Por supuesto, no tengo pruebas de nada de lo que les he estado diciendo. Pero si se conectan los hechos todo parece cuadrar, ¿o no?
Ambos volvieron a asentir de forma simultánea.
—Pero también cuadraría de otras formas —dijo Schmidt—. Winter se ha suicidado, la señora Brettschneider fue víctima de un accidente de tráfico causado por un borracho y la paliza recibida por usted... Bueno, ya sabe.
Stachelmann, como solía hacer en esos casos, recordó a Guillermo de Occam, aquel monje franciscano que había enriquecido la filosofía con su navaja, con la que eliminaba todo lo superfluo. Si has de elegir entre explicaciones sencillas y complejas, las que suelen tener más probabilidades de éxito son las sencillas. De modo que no sólo le estaba llevando la contraria a dos agentes de policía sino también a su monje favorito. Eran demasiados, al menos para un solo día.
—Cuiden de la señora Schmelzer —repitió y abrió la puerta.
—Enviaremos un coche patrulla —aseguró Fath, al que se le notaba a la perfección su alivio por la marcha de Stachelmann.
—No sólo de forma puntual —insistió Stachelmann, saludó con la cabeza a los agentes y abandonó aquel despacho. Salió a toda prisa de la Jefatura, corrió hacia la calle principal y se sentó en el café situado al lado del Instituto de Psicología. Buscó a su alrededor varias veces para ver si le seguía alguien. Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Se reprochó que empezara a creer en fantasías, pero en realidad la relación que había establecido entre los diferentes acontecimientos le parecía muy acertada. Ciertamente, eran posibles también otras relaciones y la interpretación que había dado la policía era tan buena como la suya, o aún mejor, dado que era mucho más sencilla. Sí, accidentes de tráfico ocurrían a diario. ¿Y por qué no iba a morir alguien en un accidente de tráfico aunque el día anterior hubiera estado hablando con él? Si seguía insistiendo en su propia interpretación de los hechos debería abandonar Heidelberg de inmediato, dado que ponía en peligro a todo aquel con el que se relacionara.
¿Y Regine? Se estremeció. Sacó su móvil, buscó en la agenda el número de ella y lo marcó. Aunque escuchaba la señal de llamada, no le cogió el teléfono. Quizá estuviera trabajando. Ni siquiera le había preguntado a qué se dedicaba, típico de él. No era más que un ególatra, se reprochó. Si, como le había indicado Katharina, era profesora, estaría en clase en aquel momento. Eso le tranquilizó un poco.
Una joven con un delantal le preguntó qué deseaba pedir. Creyó percibir cierta compasión en ella por las marcas de su rostro. Se decidió por un té y un sándwich.
No sabía si dirigirse al archivo universitario o aquello pondría en peligro a más personas. Recordó entonces a la señora Schmelzer. ¿Debería llamarla, a fin de advertirla? ¿Si la policía no le tomaba en serio, estaba él obligado a intervenir? ¿Hasta dónde llegaba su responsabilidad en todo aquello? ¿Y si se equivocaba? ¿Debía correr el riesgo de asustarla sin motivo?
Cuanto más pensaba en ello, más inseguro se sentía. Sí, se había equivocado. Si la policía estaba tranquila no había nada que temer.
La joven le sirvió el té y el sándwich.
Antes de acudir al archivo universitario terminaría de revisar las fotografías de Schmelzer y las haría revelar.
Pero seguía dudando, no lo podía evitar. Quizá acababa de poner en peligro a la camarera por hablar con ella. Bueno, no seas ridículo. Haciendo uso del cinismo, cabría decir ahora: ya veremos cuánto tiempo de vida le queda a la señora Schmelzer o al director del archivo universitario que pretendo visitar más tarde.
Pagó y se dirigió a toda prisa al hotel. Sudoroso, comenzó a revisar los negativos, los dudosos los pasaba al grupo de los que pensaba revelar. Cuando hubo terminado guardó las tiras de negativos seleccionados en su cartera, se colgó ésta del hombro y salió. En la esquina de la calle principal con Große Mantelgasse encontró un establecimiento en el que revelaban fotografías. El empleado que había detrás del mostrador bufó al ver la gran cantidad de negativos. Los tendría para el lunes por la tarde y no le saldría barato. Le tendió a Stachelmann el resguardo para recoger su encargo.
En el archivo universitario de Akademiestraße sólo encontró a una becaria, los empleados ya se habían marchado, había finalizado su jornada. La becaria era alta, delgada y poseía una voz extremadamente aguda. Parecía conocer el archivo a fondo. Stachelmann se sentó en la sala de lectura; ante sí, archivadores repletos de panfletos y otros documentos de aquella época. No sabía muy bien qué debía buscar. El nombre de Lehmann apareció varias veces. Encontró también un panfleto escrito por Ossi. Por supuesto, no estaba firmado, pero Stachelmann aún recordaba el impacto que había causado en su época. ¿De qué trataba exactamente? Lo leyó, para recordar. Hablaba de la disolución de los grupos estudiantiles oficiales, es decir, de la Delegación de alumnos y los representantes de Facultad, y exigía que se convocasen nuevas elecciones a fin de cubrir las plazas correspondientes a aquel mínimo porcentaje de representación en el Gran Senado que el Misterio de Cultura les había ofrecido a los estudiantes. Unos representantes que, sin embargo, debían de ser aprobados por el Rectorado. De modo que los estudiantes izquierdistas habían creado unos grupos de representación alternativos, entre ellos unas asambleas de estudiantes a nivel de Facultad, que se reunían periódicamente y que empezaban a ser tomadas en serio a pesar de que habían sido prohibidas oficialmente. El panfleto de Ossi les exigía a los representantes estudiantiles de Facultad que elaborasen una lista de representantes para aquel Gran Senado, Gran Senado Castrado, como él decía, para así no darles a los grupos de derechas la oportunidad de erigirse en representantes estudiantiles. Stachelmann no veía motivos para tanta agitación como recordaba que se había producido en su día. En aquella época le había parecido importantísimo, ahora solamente absurdo.
Otros panfletos o periódicos estudiantiles vitoreaban las acciones emprendidas por los jóvenes como si se tratase de una revolución a nivel estatal que estuviese casi a punto de hacerse con el poder gubernamental. Se afirmaba categóricamente que el enemigo de clase había sufrido importantes reveses. Stachelmann sintió vergüenza al leer aquellos textos tan jactanciosos. Los movimientos estudiantiles tenían los días contados, pero, aún así, los últimos grupúsculos proclamaban todavía a gritos sus últimas verdades. Y él había formado parte de todo aquello. Ossi también, incluso había sido uno de los líderes. De eso hacía varias décadas, y aún así todo parecía tan cercano...
La becada se quedó sentada en un rincón, leyendo un periódico. De vez en cuando, observaba a Stachelmann, a quien le dio la impresión de que la chica se estaba divirtiendo a su costa. Tenía sus motivos, desde luego, pensó.
Se sentía de mal humor cuando llegó al hotel. Tal era así, que incluso se olvidó de su miedo durante unos instantes. Los panfletos le habían demostrado algo que en realidad siempre había sabido, pero no había querido reconocer: él mismo tampoco escapaba de esa vanidad basada en una completa distorsión de la realidad. No le tranquilizaba que otros hubieran participado junto a él en todo aquello, pues eso no le disculpaba. No se está menos perturbado porque hayan perdido también la cabeza todos los demás. Él no había sido uno de los líderes, no había vivido sólo para la revolución, sino que había estudiado, y mucho. Pero había formado parte de todo aquello, y no cabían las excusas.
Se esforzó por encontrar señales de mejoría en su rostro, y después se acostó inmediatamente. Estaba empapado en sudor, y si lograra dormir un poco quizá se levantara de ánimo más alegre. Pero no consiguió descansar debido al dolor y también al recuerdo de Regine. Se levantó y marcó su número de móvil.
Se lo cogió inmediatamente.
—Ah, eres tú —dijo, y sonó como si se preguntara qué querría aquel pesado otra vez.
No supo cómo empezar.
—Me gustaría veros —dijo después—, a todos los que os encontrasteis con Ossi hace un par de semanas. ¿Podrías organizar un encuentro?
Ella no contestó de inmediato.
—Puedo intentarlo —dijo al cabo de un rato—. Ya te aviso.
Se despidió sin más. Stachelmann se sentó en la cama y se preguntó por qué mantendría ella aquella actitud de rechazo. La tarde anterior había sido más o menos agradable, pero por teléfono le trataba como si fuesen enemigos. Bueno, era así su carácter. ¿Lo era también en aquella otra época? No importaba. ¿Seguiría enfadada con él, se sentiría traicionada? ¿Por qué no le había permitido explicarse la tarde anterior? Bueno, ¿qué más daba? Ahora había cosas más importantes. Por ejemplo, revisar su trabajo y llamar por teléfono a su madre.
Sintió cierta tensión cuando marcó el número del hospital. Ella se puso al teléfono, pero su voz era muy débil.
—¿Te he despertado? —le preguntó.
—No te preocupes, lo único que puedo hacer aquí es dormir.
—¿Qué...? —dudó, pero a pesar de ello preguntó—: ¿Sabes algo de una segunda intervención?
Intervención no le sonaba tan grave como operación.
—Será el lunes —dijo ella.
—Así que los médicos piensan que es necesaria. Ninguno de los dos habló durante un instante.
—Sí, eso pensarán.
Él comprendió que simplemente intentaban que no se les reprochase el no haberlo intentado todo.
—¿Y después?
—Pues después me darán el alta.
Es decir, que no habría ni quimio ni radioterapia. Pero no lo dijo en voz alta.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó ella cuando el silencio se prolongó.
—Pensaba volver en breve, pero no podrá ser. Tengo que solucionar ciertas cosas.
—¿Y Anne?
Nunca le había preguntado por ella antes.
—No sé. ¿Qué pasa con Anne?
—Perdona, no quería entrometerme.
¿Era posible que supiera algo? ¿Qué le había contado él de Anne? Muy poco, casi nada. En realidad, había mencionado poco más que su nombre. Su madre había deducido la mayor parte por su cuenta.
—¿Me llamarás el martes? —preguntó su madre.
Después de la conversación se sintió totalmente deprimido; ella no parecía estar bien, no le causaba buena impresión ni lo que decía, ni cómo lo decía.
Se volvió a acostar, pero el dolor no le dejó permanecer en la cama demasiado tiempo. Volvió a pasear por la habitación, como si se tratase de una celda. De nuevo se examinó el rostro en el espejo, esperando que hubieran desaparecido las marcas de los golpes recibidos. Tenía que salir de allí, no aguantaba más tiempo encerrado. Debería revisar su trabajo de habilitación, pero aún no había repasado ni una sola línea. Con lo alterado que estaba, ¿cómo iba a trabajar? Salió, y sin haberlo planeado previamente tomó el camino de los filósofos. Respiraba agitadamente mientras subía la cuesta y volvió a sudar. Le comenzaron a doler las rodillas y sopesó la posibilidad de retornar al hotel. Sin embargo, decidió enfrentarse al dolor y soportarlo. Seguir adelante. En el primer banco que encontró en su camino descansaban dos ancianas, no pudo parar allí y se vio obligado a continuar. Finalmente halló un banco desocupado, con hermosas vistas al castillo. Allí residía también la señora Schmelzer, se podía distinguir claramente su casa desde aquel punto. Se sorprendió por el fuerte ruido del tráfico que subía desde el valle del Neckar. No recordaba que el camino de los filósofos hubiese sido antes tan ruidoso. Vio un carguero sobre el Neckar dirigiéndose a Mannheim.
¿Cuánto tiempo debería permanecer en aquella ciudad? Decidió volver a casa inmediatamente si las fotografías no le sugerían nada. Si, en cambio, le proporcionaban alguna pista, investigaría ésta con la mayor celeridad. El martes, o, como muy tarde, el miércoles, tendría que ir a ver a su madre. Por teléfono le resultaba demasiado dificultoso hablarle de cáncer y operaciones.
Se puso en pie y continuó. Ya no había cuestas y, como modelado con piezas de construcción infantil, se erguía el comedor universitario, allá en el valle. En el camino de los filósofos el calor no era tan acuciante como en el centro de la ciudad. Una suave brisa refrescaba el ambiente. Había pocos paseantes, la mayoría de ellos ancianos. También un grupo de turistas japoneses admirando las vistas, fotografiando como si no existiesen castillos y valles en Japón. La mayor parte de los visitantes no ven en Heidelberg a la ciudad real, sino a la que quieren ver, más una impresión subjetiva que una percepción real. Los ojos poseen una especie de filtro. La gente cree que las murallas de la ciudad son románticas, aunque el romanticismo es totalmente artificial, creado para la ocasión por los bares, los museos, las hermandades y los antiguos edificios de la ciudad. El centro es peatonal, y muy similar al de Castrop-Rauxel. Stachelmann tuvo que sonreír. Por supuesto que a él no le engañaba toda aquella artificialidad, pero sólo porque nunca se sentiría turista en aquella ciudad.
Cuando distinguió a lo lejos el Karl-Theodor-Brücke, halló también las escaleras que bajaban al valle. El descenso no le resultó menos agotador que la subida. Cruzó aquel puente que en algún momento del pasado había sido cerrado al tráfico rodado. Todo estaba repleto de turistas en aquella zona. La mayoría de ellos se dedicaba a fotografiar a otros turistas con el castillo de fondo. Parecían querer demostrar que realmente habían estado en Heidelberg.
Evitó la calle principal, totalmente saturada y volvió al hotel siguiendo el curso del río Neckar. Ya en su habitación se sintió vacío, nervioso también, había algo que le causaba cierta intranquilidad, aunque no lograba definir exactamente qué. Tenía demasiadas cosas en la mente, y éstas le confundían. Haz un esfuerzo, ahora dispones de algo de tiempo, dedícate a tu trabajo de habilitación. Se sentó delante del pequeño escritorio, encendió su portátil, abrió el archivo y encontró el punto en el que se había parado en su revisión anterior. Estuvo torturándose línea a línea durante toda la tarde. Al anochecer decidió ir al centro, al local Der Weiße Bock, el lugar en el que se solían reunir en otros tiempos. Se le ocurrió aquello más que nada para superar su miedo, ese temor constante de volverse a encontrar con los hombres que le habían golpeado. Si el ataque no se debía a nada personal, ni estaba relacionado con el motivo de su visita a Heidelberg, no le asaltarían una segunda vez. Pero que no le volvieran a agredir tampoco demostraba nada. Posiblemente aquellos individuos recurrieran a otros métodos para obstaculizar su investigación.
En el mismo instante en el que apagó el ordenador con la sensación de no haber trabajado apenas nada sonó su móvil.
Era Regine, y su tono de voz era amable.
—Un milagro. Tanto Manfred como Uschi como Katharina disponen de tiempo e incluso comentan que les gustaría verte. Ah, mira, ese, dijo Manfred sorprendido, y eso que Ossi nos estuvo hablando de ti. ¿Te vendría bien el lunes por la noche en el Palme?
—Sería perfecto —dijo él, alegrándose por la expectativa del encuentro. Su viaje quedaría mucho más justificado si lo aprovechaba para ver a sus antiguos amigos.
Más tarde, una vez que llegó a Der Weiße Bock, que había cambiado de estilo y ahora era un local elegante, estuvo observando a los jóvenes a su alrededor. Rostros tersos, mujeres bellas, vivaces, y se sintió viejo y despreciable. Stachelmann les observaba mientras conversaban, alegremente, despreocupados, como si no existiese nada más importante en la vida que aquel mismo instante. Comió a toda prisa y volvió al hotel. Tomó el camino a través de la calle principal, ya que aún había mucha gente por la calle a pesar de la hora tardía. Vio a lo lejos a dos hombres y se asustó, pero se conminó a tranquilizarse y no caer en la histeria. Sin embargo, sintió el terror en el bajo vientre hasta el momento mismo en el que aquellos hombres pasaron a su lado, sin advertirle siquiera. A pesar de ello miró por encima del hombro en varias ocasiones por si acaso hubieran retrocedido en su camino para seguirle. No fue del todo consciente de cuánto terror había experimentado hasta que se encontró frente a su hotel. Estaba completamente sudado, sobre todo porque, aun sin ser aquella su intención, había acelerado el paso en los últimos metros. Se examinó en el espejo de nuevo, se duchó, se acostó, encendió el televisor, se dedicó a cambiar de canal con el mando durante varios minutos y volvió a apagar el aparato.
Por la mañana se sentía como Gregor Samsa, aquel personaje de Kafka que se había despertado convertido en escarabajo. Tenía la sensación de que sus extremidades no estaban conectadas con el tronco. Intentó tocarse la punta de la nariz, pero no logró alcanzarla al primer intento. Temía aquel estado, porque le dejaba sin fuerzas y sin voluntad. Stachelmann contemplaba fijamente el techo, todo le daba igual. Sabía que si intentaba levantarse tendría que apoyarse, ya que se marearía y corría peligro de caer. Jamás aquella parálisis le había afectado mientras se encontraba de viaje. Recordó cómo se había desarrollado todo la última vez: había permanecido totalmente inactivo durante dos días enteros, la debilidad general había persistido mucho más tiempo. Cuando se lo comentó a su médico éste le había observado con curiosidad y Stachelmann fue consciente de que el hombre no sabía muy bien qué decirle.
Estuvo dos días tumbado, simplemente dormitando. Echó, malhumorado, a la camarera de piso y no comió nada en todo ese tiempo. Hasta el sábado no se sintió mejor, aunque su debilidad aún le seguía impidiendo abandonar el hotel. Pero bajó a desayunar e incluso se sentó ante el ordenador para trabajar un poco. El domingo ya comió normalmente y realizó un pequeño paseo por el Neckar. Después volvió a centrarse en su trabajo de habilitación.
Cuando abandonó el hotel el lunes se sentía insatisfecho. Había dormido poco debido al dolor y porque las incesantes preguntas y temores habían retornado con la misma velocidad que la parálisis había remitido. No le consolaba que su aspecto hubiera mejorado hasta parecer prácticamente normal. Stachelmann tenía la sensación de estar deslizándose por encima de alguna sustancia pegajosa que le impedía avanzar. Todo le resultaba complicado, nada le salía bien a la primera. En el establecimiento donde había encargado las fotografías hubo de pagar cincuenta euros por el revelado. No había contado previamente los negativos y se había confundido, creyendo que serían menos. Pero la irritación duró poco. Encontró un lugar a la sombra en una mesita vacía de un café que ya en los tiempos antiguos había atraído a los clientes del cine Harmonie. Abrió el primero de los cinco sobres que le habían facilitado en el establecimiento. Examinó rápidamente las fotografías. En la época en la que habían sido tomadas aún no se habían producido los movimientos estudiantiles, no había sido capaz de distinguir aquello a partir de los negativos. Miró a su alrededor comprobando que nadie le observaba. El segundo sobre contenía fotografías mucho más interesantes, se apercibió de ello de inmediato. En la tercera fotografía reconoció a Ossi en la primera fila de una manifestación en la calle principal, quizá incluso en el mismo punto en el que Stachelmann se encontraba en aquellos mismos instantes. Ossi gritaba algo, y también los que le rodeaban tenían las bocas muy abiertas. Se advertía en la fotografía parte de una bandera que parecía ser roja. Siguió buscando, excitado, y no notó que se le había acercado una camarera hasta que ésta alzó la voz para preguntarle qué deseaba. Sin mirarla siquiera y con el pensamiento en otra parte le pidió un café para deshacerse de ella lo antes posible. Ella desapareció, él clasificó las fotografías, agrupando aquéllas en las que distinguía rostros conocidos. En una de ellas, estaba seguro, podía reconocerse a Lehmann. Estaba de pie ante la fuente de Marktplatz, al fondo el ayuntamiento; a su lado, tres hombres, dos de ellos con una parka verde, detrás una muchedumbre. Quizá algún tipo de manifestación delante del ayuntamiento. En aquel momento no le interesaba.
La camarera le sirvió un café con una galleta en una bolsita de plástico y unos cartuchos alargados de azúcar. Stachelmann se estremeció, dio las gracias apresuradamente mientras la mujer sacudía la cabeza, gesto que no le importó.
De nuevo comprobó si alguien le observaba. Nadie. La parejita de la mesa de al lado estaba ocupada consigo misma. Abrió el sobre siguiente. Primero se sorprendió, después se reconoció a sí mismo, al fondo el edificio de la Nueva Universidad. El fotógrafo había tomado aquella imagen desde Hexenturm, la Torre de los Brujos, es decir, desde el Departamento de Historia. Stachelmann estaba junto a un grupo y cerca de él estaba Ossi, al parecer hablando con un tercer hombre. Inclinado hacia delante, gesticulando con la mano, el otro retrocedía un poco. Cuando se tomó aquella fotografía, Lehmann hacía mucho que había muerto. Toda aquella serie de imágenes pertenecían a una época posterior al asesinato.
Así que abrió un sobre más. Nadie que reconociera. Descartó una de las fotos, pero volvió a cogerla. Miró fijamente un rostro inmerso en un grupo de rostros, uno hablaba mientras que los demás escuchaban. Algunas figuras estaban ocultas por otras, uno de los perfiles se distinguía bastante mal, pero Stachelmann creyó reconocer a Lehmann. Sin su lupa no podría avanzar en aquello. Metió las fotografías en los sobres, probó el café, consultó la carta para ver cuánto costaba, colocó un billete de cinco euros bajo el platillo y corrió hacia su hotel.
El calor comenzaba a apretar, a pesar de que ni siquiera era mediodía. No había día en que no sudara, muy pronto se quedaría sin ropa que ponerse.
No se duchó en esta ocasión, sino que simplemente se lavó la cara y las manos. Examinó a toda prisa las fotografías una tras otra. La mayor parte de ellas no le servirían, las excluyó. Se las regalaría a la señora Schmelzer. Un grupo minoritario de fotografías, sin embargo, debía ser examinado con mayor detalle. Se obligó a ser paciente. Las escrutó una a una con su lupa. Las fotografías en las que le parecía reconocer a alguien eran arrojadas sobre la cama. La primera en la que distinguió inconfundiblemente a Lehmann, la colocó sobre el escritorio. La lupa le servía de gran ayuda, pero en algunas fotografías las personas se veían tan reducidas que al menos en cuatro casos no pudo estar seguro de que se tratase de Lehmann. Al final apartó un total de siete fotografías, tres en las que estaba seguro de distinguir a Lehmann y cuatro en las que sólo suponía que aparecía aquel hombre.
Stachelmann había estado sentado en una postura muy forzada y el dolor castigó su espalda. Se estiró, se levantó, caminó un par de pasos. Volvió a sentarse sin que hubiera desaparecido el dolor. Se puso en pie de nuevo. Tras buscar un poco encontró unos analgésicos. Tragó rápidamente dos y volvió a examinar, aún de pie, las siete fotografías, una a una. Todas ellas mostraban a Lehmann o a quien él tenía por Lehmann junto a otros jóvenes. Parecían estudiantes y podía suponerse que lo eran. Colocó las fotografías una al lado de la otra sobre el escritorio y se sentó en la silla. Con la lupa examinó a los jóvenes cercanos a Lehmann, aunque no siempre se distinguían sus rostros. En dos de las tres fotografías en las que la presencia de Lehmann era indudable se repetían también otros dos jóvenes. Examinó sus rostros, pero incluso con la lupa no los distinguía bien, o el fotógrafo se había situado demasiado lejos o simplemente había querido tomar una fotografía de la muchedumbre y no de personas aisladas.
Stachelmann situó ambas imágenes una al lado de la otra examinándolas atentamente con la lupa. Una de ellas mostraba la plaza del mercado, Marktplatz, la otra la universidad. Ignoraba qué pretendían recoger aquellas fotografías, ya que no le parecieron especialmente interesantes. Aunque en realidad, lo único que le importaba ahora era quiénes eran aquellos otros dos hombres. Quizá eran testigos o cómplices del asesinato. Bueno, se dijo Stachelmann, tampoco tenía por qué ser todo tan sencillo, quizá el que ambos aparecieran junto a Lehmann se debía simplemente a la casualidad. Pero constituía una pista, una pista muy débil, pero muy probablemente una pista no tenida en cuenta en su día por la policía. Habrían estado investigando en el entorno de la víctima, como acto rutinario, pero dudaba de que conociesen aquellas mismas fotografías. Le preguntaría a la señora Schmelzer.
Examinó de nuevo atentamente a los dos hombres. Uno de ellos llevaba una barba poblada, el otro poseía una cara angulosa con una barbilla prominente. Stachelmann creyó reconocer al de la barba. Estuvo torturando su mente intentando reconstruir imágenes del pasado, pero no logró situar al hombre. Probablemente se equivocaba.
Guardó las imágenes que no poseían utilidad para él en los sobres y éstos, a su vez, en la cartera. Se la colgó del hombro y abandonó el hotel. Aunque continuamente buscaba a los dos hombres que le habían apaleado y seguía experimentando cierto temor, se sentía bien y estaba de buen humor. Creía haber avanzado. O, expresado de otro modo, si era posible avanzar en aquel caso, sin duda se encontraba en la senda adecuada. Y si todo se revelaba como un callejón sin salida, entonces dejaría de buscar. Hacía calor y caminaba a buen ritmo, por lo que comenzó a sudar de nuevo. Ya estaba totalmente empapado cuando llegó a la cuesta que había de subir para alcanzar la casa de la señora Schmelzer. Se alegraba de poder volver a verla. Era una mujer de mente abierta y sin maldad. Sin su ayuda no hubiese alcanzado el punto en el que se hallaba en aquel momento. Bueno, no sabía con seguridad en qué punto se encontraba, pero sí quería creer que aquellas siete fotografías que tenía sobre la mesa le harían avanzar. Con algo de suerte encontraría al, o los, asesinos de Thingstätte y con ellos, a quienes hubieran asesinado a Ossi.
Ossi había sido asesinado, eso seguro: no era depresivo, mantenía una relación estable con una compañera muy atractiva, disfrutaba de cierto éxito en su profesión y era respetado. Si hubiese querido desaparecer, Ossi le hubiera llamado previamente, para despedirse. Y más, si su muerte estaba relacionada con la época de Heidelberg, la que ambos habían vivido en común.
Se acercó, casi sin aliento, a la casa en la que vivía la señora Schmelzer. Quizá la debería haber llamado antes de visitarla. Bueno, ahora ya estaba allí. Fue cuando tomó la última curva cuando descubrió la ambulancia. Dos hombres en bata blanca portaban una camilla.
2 de diciembre de 1978
Han venido a interrogarme. De repente me encontré con dos policías de paisano ante mi puerta que me preguntaron con una amabilidad extrema si me podían hacer un par de preguntas. Yo permanecí impasible. Les dejé pasar, pero sólo hasta la cocina. En la pared aún colgaba el póster del Che Guevara, pero bueno, ese está en todas partes.
Los policías venían en plan comprensivo. Que si ellos también estaban en desacuerdo con ciertas cosas. Y que en la democracia todo el mundo era libre de expresarse.
Yo simplemente les dejaba hablar. Aunque llegó un momento en que me cansé de tanta palabrería y les exigí que me dijeran qué querían exactamente.
Que si había oído hablar del asesinato de Thingstätte.
Claro, ¿quién no?
Que si conocía a Lehmann.
Sí, pero no demasiado. Nos saludábamos cuando nos veíamos en la cafetería Kakaobunker. O en la cola del comedor universitario. Y ya está.
Uno de los polis, un tío gordo medio calvo, sin aliento por haber subido un par de escalones, asintió comprensivo y me preguntó si tenía alguna idea de quién podría haberle asesinado.
No, contesté, algún nazi, quizá. Por lo del sitio, y, además, Lehmann era más bien de izquierdas.
Como usted, dijo el otro poli.
Sí, como yo, dije yo.
Pero quizá le mataron los suyos, dijo el gordo.
Me encogí de hombros. Ni idea. Pero no lo creo.
¿Por qué no?
Los izquierdistas no se matan entre sí. Yo no lo haría al menos, dije, y me reí.
¿Por qué se ríe?, me preguntó entonces el gordo.
Es que me estaba imaginando seriamente a los izquierdistas matándose entre ellos.
Pues no se pegan, dijo el gordo, de ahí a hundirse el cráneo tampoco hay tanto. O pegar tiros, igual.
No dije nada, porque me di cuenta de que el gordo podía llegar a ser peligroso. Se las daba de simpático, pero era perspicaz como una serpiente.
Bueno, yo no sé nada, dije yo. Y tampoco le pego a nadie, aunque soy de izquierdas.
Bueno, entre los vuestros también hay gente razonable, dijo el gordo. No creo que todos sean iguales. Entiendo perfectamente lo que quiere usted decir. Hay muchas cosas que mejorar en el mundo. Los nazis tienen muchos seguidores. Y ese profesor nazi en Mannheim impartiendo clase sin que nadie se lo impida. Entiendo que los izquierdistas se cabreen. Yo no soy de izquierdas, pero también me molesta.
Después estuvieron ambos largo rato allí sentados, simplemente, sin decir nada. Muy hábil. De alguna manera me sentía presionado. Sólo por su presencia; el gordo seguía resoplando, me daba calor. Espero que no se hayan dado cuenta de nada, pero si no es así, me da igual.
Después se marcharon, el gordo me dejó su tarjeta sobre la mesa. Farfulló algo de recompensa y de proteger a los testigos.
Fui entonces a ver a Angelika y se lo conté todo. Me estuvo observando largo rato y luego me dijo que esperaba que yo no tuviera nada que ver con todo aquello.
No, no tengo nada que ver. Pero, ¿si Lehmann era un traidor, por qué condenar a quienes acabaron con él?
Porque no se asesina a alguien para hacerse el machito.
Creí que entendía cómo eran las cosas. He intentado explicárselo, pero se rio de mí. Después quise acariciarla, pero no me dejó.
Así que me dirigí al Weiße Bock para emborracharme.