IX

El tiempo pasó volando.

No hubo en sus relaciones variación alguna. Andrés, hosco y alejado de ella, parecía ignorar que aquella mujer le pertenecía.

Un día, los dos se vistieron elegantemente y los criados les despidieron en el parque. El viaje se efectuó sin incidente alguno. Y su llegada a la finca de Susan fue apoteósica por parte de las amigas de Raquel, quienes se hallaban todas reunidas para celebrar la boda de la antigua compañera de colegio.

Raquel parecía suspendida en el vacío. Era como si todo lo estuviera soñando. Sintióse abrazada y besada y cuando se vio sola en la alcoba de Susan, creyó que el tiempo no había transcurrido y que ambas se hallaban aún en la habitación del colegio.

—Qué marido más estupendo tienes, Raquel. Es un hombre interesantísimo. ¿Le quieres mucho, querida?

Raquel contestó sin titubeos. No mentía. Jamás nadie fue tan querido ni tan respetado como Andrés, aunque éste sólo lo comprendiera a medias.

—Apasionadamente, Susan. Con toda mi alma.

—¿Acaso se ha realizado tu sueño, Raquel? ¿Es tu vecino?

—Era mi capataz.

Susan abrió mucho los ojos y tras de una pequeña cavilación, abrazó estrechamente a su compañera.

—Es estupendo, querida… Yo, como tú, he despreciado el dinero por el amor. ¿Recuerdas cuando en el interior de nuestra alcoba del colegio disertaba sobre este mismo tema? ¡Qué ingenuas somos a veces las mujeres!… Yo soñaba con un hombre estupendo, sin amor o con él, pero un hambre millonario, de novela… Y voy a casarme con un muchacho vulgar, que para mí es el más interesante del mundo. Ya te lo presentaré cuando venga; ahora ha ido con papá a la fábrica. Ven, te enseñaré las habitaciones que os hemos destinado — añadió atropelladamente, con aquella verbosidad que alguna vez había cansado a Raquel—. Fue la alcoba nupcial de mis abuelos, ¿sabes? Es de una antigüedad emocionante.

Cogió de la mano a Raquel y la arrastró tras ella.

Abrió una puerta y se encontró con los Ojos clavados en una amplia habitación de estilo antiguo, con un gran lecho, colgaduras de terciopelo y cuadros de un valor incalculable.

—¿Te gusta, querida?

Raquel respiró hondo. ¿Es que Susan no comprendía que ella nunca podría ocupar aquella habitación con su marido? Claro que Susan no podía comprenderlo; pero aun así… Raquel hizo un esfuerzo, la boca se distendió en una mueca uniforme y trató de sonreír.

—Es muy bonita — dijo con un hilo de voz.

—Hola…

Ambas se volvieron. De pie en el umbral se hallaba Andrés, sonriente, feliz, como si el mundo fuera todo suyo.

—Hombre, Andrés, pasa — exclamó Susan entusiasmada—. Estaba enseñándole vuestra alcoba a Raquel. Pero no parece muy entusiasmada.

—¿Por qué no? — repuso Andrés, yendo al lado de ellas y colocando un brazo en torno a la espalda de su mujer. Se inclinó hacia ella y buscó, avaricioso, los ojos asustados. Sonrió—. ¿Es cierto que no te gusta, querida?

—Claro que me agrada. Es que Susan imagina cosas absurdas.

—Os dejo — chilló Susan, un tanto emocionada, pues iba a casarse dos días después y el amor que imaginaba entre sus amigos le hacía pensar en el suyo, hacia aquel Fredy bueno y enamorado que le había dado lo mejor de su vida a cambio de su cariño—. Ya sabéis. Dentro de dos horas cenaremos y a las once abriremos el baile en honor a todos los invitados. Quiero que sea una fiesta feliz para todos, que si alguien tiene penas las olvide y si no le agrada el ambiente familiar de la velada se adapte a él, aunque sólo sea por mi felicidad. Adiós, amigos. Podéis arreglaros antes de bajar.

La puerta se cerró tras la frágil figura. Andrés apresuróse a encender un cigarrillo, y después miró, interrogante, a su esposa.

—Lo siento mucho, Andrés. Habrá que hacer algo.

—¿Algo de qué, querida?

—Para evitar esto.

—¿Te refieres a la alcoba? Es muy bonita.

Se sentó en el borde de una butaca y estiró las piernas. Estaba muy atractivo. Vestía un traje gris, camisa de seda, sin corbata, y sus largos dedos jugaban, distraídamente, con el cigarrillo que, a pequeños intervalos, llevaba a los labios. Los cabellos se hallaban algo mejor peinados que de costumbre y su piel morena y tostada contrastaba de maravilla con la blancura inmaculada de los dientes, que al sonreír ahora quedaban al descubierto.

—No te aflijas, Raquel — añadió suavemente—. Después de todo somos marido y mujer y tú el otro día me dijiste que me amabas.

—El que yo te ame — repuso Raquel con acento ahogado — no es motivo para sentirme satisfecha. Yo no puedo consentir que tú solo me toleres. No puedes, además, olvidar el pasado. Es como una espina para ti… Un día me confesaste que habías soñado con un hogar, unos hilos y una mujer como yo… Pero aquella mujer, la de tu sueño, no era yo misma. En cambio yo no sé por qué, soñé siempre con un hombre como aquel muchachote de erizados cabellos y franca sonrisa que se subía al muro del barranco para alcanzar flores para mí.

—No irás a decirme que me has amado siempre.

—Lo ignoré hasta que fui tu mujer. ¿Crees que de otro modo hubiera puesto mi vida al descubierto? Tenía grandes recursos para olvidar el pasado. El dinero tiene un gran poder y yo pude hacer uso de él, marchar lejos, volver dos años después… Nadie hubiera dudado de mí… Sin embargo, preferí poner mi vergüenza en tus manos y pedirte que te casaras conmigo.

Estaba de pie junto a la cama. Una de sus manos se agarraba nerviosamente al largo palo del dosel y sus ojos miraban obstinadamente hacia el suelo… Andrés aplastó el cigarrillo en el cenicero y se puso en pie. Avanzó despacio hacia ella y la rodeó con sus brazos.

—No sé si debo creerte o no, Raquel — murmuró con acento bronco—. Cuando un hombre ama de verdad a una mujer, su pasado no debe importarle. Todos tenemos derecho a vivir cuando ignoramos que el amor nos espera en otro lado. Y cuando al fin lo alcanzamos, sólo nos queda el panorama de un futuro, el pasado es de ella, como hubiera sido de él si fuera éste quien cometiera la falta. Ni yo tengo derecho a reprocharte, ni tú a recordarme algo que pretendo olvidar por todos los medios. Hoy estamos aquí, en una casa extraña. Tú eres Raquel Ortiz, una mujer distinguida; yo soy Andrés Vigil, un hombre rudo; pero por encima de tu distinción y de mi rudeza está nuestro matrimonio y, puesto que somos uno de otro, debemos compenetrarnos. No puedo confesar que haya olvidado; necesito mucho tiempo para ello. Pero si continuamos como hasta ahora, es muy posible, casi seguro, que no olvidaré jamás. Y eres tú, Raquel, quien debe llegar a mi corazón… Algún día el pasado se convertirá en una nube difusa, imprecisa en el lejano horizonte de nuestras vidas. Pero para que suceda así, es preciso que nosotros seamos un hombre y una mujer, un marido y una esposa. Y puesto que el Destino nos trajo a esta casa para hacer nuestro algo que hasta hoy estaba volando, no debemos rebelarnos. Tenemos obligación de seguir sus indicaciones y esperar…, esperar a que un día, sin que nosotros mismos nos hayamos apercibido, el pasado no existía en nuestra existencia.

Hizo una pausa. Raquel tenía los ojos llenos de lágrimas, y sus manos, las manos que ahora sujetaba Andrés, ocultándolas entre las suyas, temblaban perceptiblemente.

—Cierto que yo soy un patán. Me da pena tocarte. ¡Somos tan diferentes! Pero a veces es preciso esta diferencia para alcanzar la felicidad. Yo soy bruto, tú eres exquisita. Y si juntamos la fuerza con la debilidad, es seguro que la potencia formada por los dos ha de ser infinita.

Raquel se soltó y fue hacia la ventana.

—Pero tú no me quieres — suspiró ahogadamente.

Andrés avanzó de nuevo hacia ella y la sujetó por la cintura. Su rostro se hundió en el cuello fino y terso de Raquel y la voz del hombre se oyó muy atenuada.

—Soy un hombre de honor, Raquel. Pese a mi condición de capataz, mi orgullo no lo ha pisado jamás mujer alguna ni hombre alguno. Por nada del mundo me hubiera casado contigo si no te amara. Pero aquel amor se hizo agrio y ahora, poco a poco, al observar tu carácter y tu bondad, el acíbar desaparece. Has cometido un pecado. Pero, ¿lo has cometido tú en realidad? No, no fuiste tú. Fue la vida o los hombres, que no supieron aquilatar el valor espiritual de tu corazón. Además, te dejaron sola… ¡Qué deseos pasé de ir a tu lado! Pero don Angel consideraba que por tu condición de aristócrata, el Mundo tenía derecho a respetarte, y don Angel ignora que para los hombres no existe diferencia de clases en lo que respecta a las mujeres que hallan solas a su paso. Tú fuiste víctima de tu propia inconsciencia. Nadie debe culparte de nada.

—Pero tú me culpas — dijo Raquel, sollozando.

Andrés le dio la vuelta. Quedaron frente a frente. Muy juntos sus rostros, muy cerca sus ojos.

—Al culparte a ti, me culpo a mí mismo, mujer. Antes eras Raquel Ortiz, hoy eres tan sólo la esposa de Andrés. Y si algún día me das un hijo, Raquel, un hijo de la dueña de la hacienda y del pobre capataz, sólo podré ver la estela luminosa de un futuro venturoso al lado de una muchacha que ha sabido amar al hombre sin preocuparse de su escasa elegancia. El verdadero amor, Raquel, no ama la riqueza, ni ama la distinción. El corazón humano es para todos igual y la mujer que ama sinceramente debe amar el fondo, sin preocuparse del exterior…

Alguien gritó desde el parque:

—Raquel… ¿Es que no bajas?

La joven estremecióse como si despertara de un profundo sueño. Se apartó un poco de Andrés y le miró largamente.

—Voy a cambiarme, Andrés. Aún no he podido hablar mucho con ellas. Vivimos juntas por espacio de diez años y tanto ellas como yo tenemos deseos de cambiar impresiones.

Andrés nada repuso. Al cruzar ella a su lado minutos después, ya con otro traje y peinada sencillamente, pero con suma distinción, la mano de Andrés la sujetó suavemente. No hubo palabras, no hubo miradas, porque Raquel cerró los ojos y se sintió tan sólo apasionadamente envuelta en los brazos de aquel hombre que era su marido y que decía cosas maravillosas. La besó en la boca, larga e intensamente. Fue el beso más delicioso que recibió Raquel en toda su vida, pues el hombre puso en los labios, que adheridos a los suyos estuvieron una eternidad, todo su cariño.

—Déjame — susurró Raquel, ahogadamente.

No la soltó. Le daba pena dejarla porque era suya y porque las miradas de otros hombres iban a contemplarla.

—¿Recuerdas bien lo que te he dicho, Raquel? — preguntó bajito, sin dejar de mirarla.

—Sí.

—¿Y qué respondes?

—No tengo nada que responder, Andrés. Soy tu mujer. Yo no tengo nada que olvidar. Sólo tengo de ti buenos y agradables recuerdos. Eres tú quien… quien…

No la dejó terminar. Acarició después su pelo y, apretándola contra su corazón, susurró bajito:

—Solo encuentro un defecto en ti, Raquel. Que eres la dueña de la hacienda. Si fueras una simple criada, hace mucho tiempo que mi corazón estaría abierto para ti. Cuando se ama como yo amo, todo se olvida. ¡Todo! — añadió pensativamente—. Parece mentira lo fácil que es olvidar cuando se quiere a una mujer.

Minutos después, Raquel se hallaba en medio del grupo que formaban sus antiguas compañeras de colegio.

* * *

Raquel daba los últimos retoques a su tocado. Vestía un modelo de noche negro, muy pronunciado el escote, que sujetaba con un broche de gran valor, la espalda al descubierto. Los cabellos tan cortos, peinados como si fuera un muchacho… Estaba francamente bonita. Y aquella luz de apasionada ternura que brillaba en su mirada contribuía a hacer más interesante su hermosura.

Hacía rato que la orquesta tocaba en el salón. Las terrazas estaban muy iluminadas y los jóvenes con sus parejas bailaban alegremente. La música ponía en el corazón de Raquel unos locos anhelos de cosas imaginadas y sentía la dulzura de saber que aquel hombre, que veía a través del espejo tratando de abrochar la camisa almidonada sin conseguirlo, era su marido y le pertenecía.

—No puedo, Raquel — gritó Andrés, descompuesto. — Demonios, nunca creí que fuera tan difícil abrochar unos simples botones. ¿Crees que podré soportar esto, Raquel? ¡Maldita fiesta y maldita boda!

Raquel soltó la carcajada. Andrés parecía un niño grande, más que un hombre hecho y derecho.

—Eres el colmo, querido. Ven, yo te ayudaré. Y no me blasfemes de ese modo, ¿eh? La boda de Susan no puede ser maldita porque es lo más hermoso del mundo.

—Bueno, yo lo que te digo es que tan pronto se case quiero volver a la finca. ¿Piensas que podré desenvolverme dentro de este traje? Nunca lo he usado y la verdad es que me ahogo.

Raquel le abrochó los botones. Alisó un poco el cabello crespo y después, cuando iba a retirarse encontró la barrera de los brazos masculinos.

—Eres de una dulzura sorprendente, Raquel — suspiró Andrés—. Y esta noche, además de bonita, tienes algo que no he visto nunca en ti.

—Dime la verdad, Andrés, la pura verdad. ¿Me quieres?

Fue inesperadamente. La asfixió. ¡Qué bruto era y qué delicioso al mismo tiempo!

—Me despeinas.

—¿Y qué importa? ¿Quieres otra demostración?

—No, no. Prefiero que no me lo demuestres nunca más.

Se apartó de él. Abrió la puerta.

—Vamos, querido. Seremos los últimos

—Pero, ¡contesta!

—Toda la vida, a cada minuto.

Ya no pudo alcanzarla. Majestuosa y esbelta, bajaba las escalinatas alfombradas. De un salto llegó a su lado.

Raquel se colgó de su brazo.

—El traje de etiqueta te sienta maravillosamente — dijo Raquel.

—Pero yo estoy mucho más a gusto con la camisa de cuadros y el pantalón de dril algo manchado de barro.

—Hubo un día en que sentí un odio mortal hacia tus ropas.

—¿Y ahora?

—Las amo.

Susan salió a su encuentro. Venía colgada del brazo de un hombre no muy alto, pero esbelto y bien formado. Tendría aproximadamente unos treinta años. Era rubio y de ojos verdes. La sonrisa afable de su boca le gustó a Raquel y le agradó también la gentileza con que besó su mano y estrechó la de Andrés. Era un hombre que sin ser guapo gustaba por su sencillez y por la diáfana sonrisa que iluminaba su rostro.

—Raquel y yo nos quedamos en el salón un momento — dijo Susan—. Vosotros podéis inspeccionar por ahí. Pero mucho cuidado con bailar con Alice, ¿eh, Fredy? No me fío de Alice ni tanto así.

Y coqueta señalaba la yema de su dedo fino y rosado.

—Ven, Raquel. Te enseñaré mi equipo.

La llevó del brazo a través de todo el salón. Muchos ojos contemplaban, admirados, a la joven española. Susan era una chica linda, pero no tenía la belleza luminosa de Raquel Ortiz ni sus ojos ardientes, llenos de vida, ni su majestad, ni su esbeltez.

—Los hombres te miran. Gustas mucho, Raquel.

—¡Bah! Me basta con que le guste a Andrés — hizo una rápida transición y admiró el equipo de su amiga—. Es maravilloso, Susan. ¿Dónde vais a vivir?

—En esta finca. Es el regalo de boda de mi padre. A Fredy le gusta el campo y se dedicará a él por entero. Presiento, Raquel, que voy a ser muy feliz.

Cuando salieron de nuevo en dirección al salón, Alice había acaparado a los dos hombres. Susan frunció el ceño.

—¿Sabes lo que te digo, Raquel? No me gusta nada Alice. Es una coqueta redomada. Yo no me siento tranquila cuando la veo con mi novio. Y fíjate… Ahora se va a bailar con Andrés.

—No me inquieta nada, Susan. Andrés es tan mío, que sólo Dios puede quitármelo, y por ahora ha de ser tan bueno que no me lo quitará.

Vino Fredy hacia ellas. Raquel permaneció con ellos algunos minutos. Pero luego hizo un esfuerzo y trató de disculparse. Tenía algo muy importante que hacer. Deseaba acudir al lado de Dios y pedirle consejo y protección. Se deslizó procurando no ser vista, y minutos después penetraba en la oscura capilla. No tuvo miedo. Avanzó por aquella oscuridad y se postró ante una imagen. Juntó las manos.

Rezó fervorosamente. Necesitaba ayuda. Ayuda espiritual. No había sido culpable; pero tenía que pagar cara aquella inconsciencia y creía bien merecido su castigo. Pero ahora todo parecía llegar a su fin. Amaba a Andrés con toda su alma, apasionadamente. Y era correspondida. Tenía que dar gracias a Dios. Y con las manos unidas estuvo mucho tiempo. Nunca supo cuánto.

Cuando regresó al salón, Andrés se hallaba junto a Susan y su prometido.

—¿Dónde has estado, querida?. ¿Hace más de una hora que ando buscándote.

—Tomando el fresco.

—¿Quieres bailar, Raquel? No soy un gran bailarín; pero Alice aseguró que lo hacía estupendamente.

Se dejó enlazar. Era la primera vez que bailaba con Andrés. El hombre la apretó apasionadamente contra su cuerpo.

—¿Por qué has bailado con Alice? Es una coquetuela.

—Pero deliciosa.

—¿Te gusta?

Y los ojos negros de Raquel se alzaron interrogantes, un poco asustados, hacia los de Andrés.

Este sonrió.

—Me gusta, pero yo te quiero a ti y eres mi mujer.

—Pero has de prometerme que no bailarás más con Alice.

—Tal vez no lo haga.

Pero lo hizo tan pronto Alice apareció de nuevo al encuentro de uno de ellos. Susan aprisionó fuertemente el brazo de Fredy.

—No, Alice. Te aseguro que no te llevas a Fredy. Estoy harta de tus coqueteos.

—Pero si te vas a casar con él — dijo Alice, que parecía una niña inocente—. Yo no me casaría con un hombre en quien no tengo confianza. ¿Tú me dejas, Raquel? ¿Verdad que no te importa que baile con Andrés?

—Claro que me importa, Alice. Aún recuerdo cuando coqueteaste con el portero del colegio y el pobre muchacho rompió con su novia, creyendo que tú estabas enamorada de él.

La joven soltó el cascabel de su risa. Era una muchacha rubia, de abundante cabello bronceado. Ojos azules, picaruelos, muy coquetones. No era bonita, pero gustaba la picara sonrisa de su cara moderna.

—Me llevo a Andrés — dijo resuelta, colgándose del brazo del capataz.

—Yo en tu lugar no se lo permitiría — comentó Susan, enojada—. Es de una audacia sorprendente.

—Pero en el fondo es una inocente, Susan.

—¿Lo oyes, Fredy? ¿Tú qué dices?

—Lo que Raquel. Alice será coqueta mientras no encuentre el verdadero amor; pero ni Andrés ni yo somos los hombres de su vida.

—Pero mientras no lo encuentra hace sufrir a sus amigas. Y la prueba la tienes en que el novio de Betty la dejó por ella.

—Porque no quería mucho a Betty. Ten la seguridad de que si entre ambos hubiese habido un profundo amor, ni el novio dejaba a Betty ni Betty se consolaba tan pronto.

—Tiene razón Fredy, Susan. Tú eres demasiado acaparadora.

Algunos momentos después volvió Alice con Andrés.

—Ahora me dejarás a Fredy, Susan.

—¿Y vas a estar toda la noche bailando con los novios de tus amigas?

Alice hizo un mohín de picardía.

—Son los dos únicos hombres interesantes que hay en el salón. ¿Por qué tienes tan mal gusto para invitar, Susan? ¿Y dónde demonios está tu hermano?

Fredy sonrió humorístico.

Dio la vuelta y llamó:

—Richard, ven un momento.

Richard era un joven apuesto, de negros cabellos y negros ojos, quien aparecía en aquel momento en el salón. Avanzó hacia el grupo y saludó en general.

—Aquí te presento a tu futura esposa — dijo Fredy burlón.

Richard meneó la cabeza de un lado a otro denegando.

—Dios me libre. Alice es muy capaz de dejarme plantado la víspera de nuestra boda. No, Fredy. No me arriesgo tanto.

—Pero, al menos, vendrás a bailar — saltó Alice, despreocupadamente.

—Bueno, eso no compromete a nada.

Cuando se alejó la pareja, dijo Fredy:

—Ahí tenéis el verdadero amor de Alice. Y qué bien sabe ocultarlo, ¿verdad?

—No digas desatinos, cariño. Alice es una muchacha millonaria que no tiene otro capricho para hacer a los hombres. No es capaz de amar. Por otra parte, Richard no es un hombre interesante ni tiene un gran capital.

—Yo tampoco soy un hombre interesante y tú me has amado.

—Pero es que yo soy diferente a Alice.

Fredy sonrió suavemente y acarició las manos de su prometida. Andrés había enlazado su brazo con el de Raquel y los contemplaba entre divertido y burlón.

—Todas las mujeres os consideráis superiores a la generalidad. Alice no es mejor ni peor que otra alguna. Bajo esta máscara de frivolidad oculta su verdadero carácter. Y puedo asegurarte, querida, que en el fondo Alice ni es coqueta ni es caprichosa, ella no tiene la culpa de ser una incomprendida.

—Pero, Fredy, te has erigido en defensor de Alice y eso me enoja. ¿Por qué dices todo eso? ¿Es que te gusta Alice?

—¡Qué chiquilla eres!… Dinos, Andrés, tú que has hablado y bailado con ella, ¿crees en realidad que es una mujer coqueta?

Andrés sonrió. Miró a su mujer y apretó delicadamente el brazo que tenía entre sus manos.

—Francamente, Fredy, me pones en un aprieto… Puedo enojar a Susan y no quisiera.

—Eres un buen psicólogo, Andrés. Pero, dime… Susan es una chica comprensiva aunque ahora no lo parezca — sonrió por último.

—Pues, no — exclamó Andrés, satisfecho—. Alice no es una muchacha coqueta. En el fondo es una inocente. Y, como Fredy, casi puedo asegurar que ama a tu hermano. ¿No lo ves? Están bailando en la terraza, olvidados de todos, Ahora a Alice ya no le interesa bailar con nosotros.

—¿Será posible?

—Lo es, Susan. Vamos a bailar nosotros.

Andrés y Raquel quedaron solos.

—¿También tú consideras a Alice incapaz de enamorarse de verdad, Raquel? — preguntó Andrés, enlazándola por el talle.

—He vivido muchos años con Alice. Siempre la consideré algo superficial; pero en el fondo jamás ninguna supimos cómo era en realidad… Pero, querido — añadió sin transición—, me gustaría dejar de hablar de Alice. ¿Cuando has dicho que regresábamos a la finca?

—Al otro día de haberse casado Susan y Fredy. ¿También lo deseas, Raquel?

—No lo sé, ciertamente, pero sí sé que tú lo anhelas como nada en la vida, y, puesto que tú lo anhelas, yo lo anhelo también.

* * *

La ventana estaba abierta. Andrés se hallaba sentado en el alféizar. Habíase quitado el traje de etiqueta y sus músculos, fuertes y recios, se apreciaban a través de la fina tela del pijama.

Raquel, a su lado, miraba hacia el parque solitario y silencioso.

—Fíjate, Andrés. Hace un momento en ese parque bailaban veinte parejas. Ahora el suelo está pisoteado y ya no hay nadie.

—Es natural.

Quedaron de nuevo silenciosos. Andrés elevó la mano y la colocó en el hombro de Raquel.

—¿No te pesará, querida?

—Nunca puede pesarme nada que se relacione contigo, Andrés. — Hizo una rápida transición y añadió suplicante: — ¿Por qué no me cantas algo? Me gustaría tanto oírte esta noche…

Andrés miró hacia la noche y cantó. Cantó una bella canción melodiosa, llena de triste dulzura. Los ojos de Raquel fueron, poco a poco, llenándose de lágrimas. De súbito, la voz calló y los brazos de Andrés la aprisionaron.

—Olvídalo todo, Raquel. No pienses tampoco que yo soy aquel antiguo capataz que tú menospreciabas. Piensa sólo que somos marido y mujer y que nos queremos por encima de todas las miserias humanas.

Raquel se apartó para mirarlo a los ojos.

—Nunca te menosprecié.

—Observaste mi amor hacia ti. Lo supiste porque yo nunca pude ocultarlo, y te reías. Confiesa que te has reído, Raquel. ¿Qué importa ahora? Estamos juntos y nos amamos. Yo no podría ahora pensar que tú no me quieres, porque necesito tu amor.

—¿Y el pasado, Andrés? ¿No me atormentarás luego…?

Andrés acarició el pelo negro, besó los ojos llenos de lágrimas y, por último, ocultó su gallarda cabeza en el cuello femenino.

—Me atormentaría yo, Raquel. Pero nunca podría atormentar a una mujer. Además, ¡oh, querida! ¡Cuántas veces a solas conmigo mismo soñaba locuras y tú estabas asociada a mi demencia! Pero jamás quise concebir que un patán como yo pudiera recibir y devolver los besos de aquella muchacha. Y esa muchacha es mía ahora, Raquel, me pertenece. Puedo besarla y tocarla, y es ella, no se trata de un espejismo, sino de una realidad. De una realidad que afianzaremos ahora con nuestro amor.

No pudo responder. La ahogaba con sus labios. Sintió locos golpetazos en su corazón y miró por encima del hombro masculino los mil puntitos luminosos que bordeaban aquel cielo extranjero.

—Dios quiera que nunca nos arrepintamos — dijo ella bajito.

Cuando Andrés bajó al jardín a la mañana siguiente, lo primero que vio fue a su mujer charlando amigablemente con Alice. Esta vestía graciosos pantalones de hombre, una blusa escocesa y fumaba indiferente un cigarrillo. Una de sus piernas colgaba del brazo del sillón donde se sentaba y la otra hacía raros movimientos.

Andrés procuró no ser visto y se alejó en dirección a la capilla. Dos lindas muchachas procedían a adornarla. AI día siguiente se casaría Susan y ellos podrían marchar… Marchar. Volver al remanso, a la finca llena de gratos recuerdos. Y él sabía que ahora marcharía al trabajo y a su regreso hallaría los brazos amantes de Raquel y sus labios prestos a acariciarlo.

Y qué dulce y qué bella y qué espiritual era aquella muchacha que la vida había atormentado. Y cómo él había apreciado su valor de mujer y su alma de niña.

—¿Quieres ayudarnos, Andy? Súbete al altar y coge la imagen. Es preciso limpiarla — dijo una muchacha.

—Encantado, amiguitas. ¿Creéis que podré?

—¿Con esos músculos? Puedes con toda la nación.

En el parque tenía lugar el siguiente coloquio entre Alice y Raquel.

—Dime, Ali, ¿nunca te has enamorado?

—¿Y eso qué es?

—Me asustas, Ali.

—¡Bah! No merece la pena enamorarse, Raquel — dijo la americana, con cierto sarcasmo—. Jugamos tanto al amor, que cuando una se enamora de verdad nadie la cree.

—Luego, entonces, ¿tú te has enamorado de Richard?

Alice levantó vivamente la cabeza.

—¿Quién te ha dicho semejante disparate?

—Lo he visto yo.

—Tienes unos ojos desastrosos, querida. Richard es una calamidad.

—Pero aun así, tú le amas — repitió obstinada Raquel, inclinándose hacia su amiga y mirándola fijamente a los ojos—. Puedes engañar al mundo y a tus amigas, a tus padres y hermanos, pero no a mí que me he criado a tu lado. Hemos recibido las mismas impresiones, juntas nos disgustábamos y juntas reíamos… Dime: ¿desde cuándo, Ali?

Alice bajó los ojos. Los levantó después súbitamente y dijo fuerte, con voz vibrante:

—Desde que el año pasado presencié su discurso de fin de curso. Me cautivó su palabra brillante y su endemoniada energía.

—¿Lo ves? ¿Y no es cierto que has quedado más tranquila desahogándote?

—Tal vez.

—¿Lo sabe Richard?

—Richard no tiene corazón. Ayer, como en las películas, me declaré yo; pero Richard se rió de mí.

—Porque tú eres una coqueta.

—¿Una coqueta con corazón? Algo raro, en verdad, ¿no te parece?

—No te mofes, Ali. Tienes por costumbre mofarte de todo y de todos. ¿No temes que el Destino se burle de ti?

—¿Y no lo está haciendo? ¡Bah! ¡Richard es un estúpido!

—¡Ali! ¡Ali!… ¿Dónde demonios te has metido?

Ali se puso en pie de un salto.

—¿Lo oyes, Raquel? — gritó gozosa—. Es él. ¡Dios santo, creo que voy a morir de la impresión!

Echó a correr y Raquel suspiró ahogadamente. Alice era una gran muchacha y le gustaría que fuera feliz como ella. Lo merecía.

No se movió. Permaneció con los ojos clavados en el paisaje. Desbordaba de felicidad su corazón. ¡Qué bueno era Andrés, y con qué dulzura la había tratado! Y ella lloró. Tuvo que llorar porque aquel hombre era demasiado hombre para ella que tanto había pecado. Y sabía, porque conocía a Andrés, que jamás volvería a recordar el pasado. Y le gustaba, además, la forma en que ambos se habían manifestado su cariño. No habían existido luchas espirituales, ni enojos, ni discusiones. Ella y Andrés se habían querido silenciosamente y un día se confesaron uno a otro sinceramente. Todo había sido sin ruido, sin estridencias, callado y suavemente. Y aun cuando la compenetración entre ambos surgió de manera sencilla, su amor había sido lo más grande, hermoso y noble del mundo. Se habían tratado con delicadeza, pero se habían querido con intensidad.

Suspiró.

—Dios mío — susurró bajito—. Tal vez no merezca tanta dicha.

—¿Por qué no? — preguntó una voz suavísima tras ella.

Se volvió en redondo y encontró los ojos pardos de Andrés, aquella mirada que no era fría ni metálica. Ahora los ojos de él eran luminosos, suaves, tiernísimos.

—Quizá porque eres demasiado superior a mí.

Andrés cogió el rostro femenino entre sus dos manos y se inclinó para besarla apretadamente en los labios.

—Soy un hombre que te quiere — dijo, sentándose a su lado—. No amé en ti tu calidad de mujer aristocrática, ni tu dinero, ni tu hermosura. Amé tu bondad, y amé también tu sufrimiento, que era mi propio sufrimiento.

Cogió las manos de Raquel y las apretó cálidamente entre las suyas. Los dedos de Andrés aún estaban algo duros y Raquel sintió por primera vez que amaba la dureza de aquellas manos trabajadas, que tanto servían para acariciar como para levantar una valla en la hacienda.

—Cuando tenías diez años — añadió Andrés con su voz profunda y pastosa, llena de ricos matices—, no eras bonita, y sin embargo, yo hubiera dado mi vida por la tuya. Y cuando me colgaba del barranco para recoger las flores que tú deseabas, me sentía el más feliz de los muchachos. Y cuando llorabas por aquel pastel de frutas que hacía Rosa en la cocina, yo de buen grado hubiera matado a Rosa para arrebatárselo y dártelo a ti.

—Y un día se lo robaste.

—Pero del empacho tú estuviste enferma.

Raquel sonrió. Andrés encendió un cigarrillo y lo llevó a los labios.

—Estoy deseando que termine todo esto, Raquel. Figúrate si seré tonto, que vengo de la capilla de ayudarles porque pensé que si yo les ayudaba terminaban antes.

—Sin embargo, la boda no se adelantará porque tú lo desees.

—Pero me alegro de haber venido.

—Yo también — dijo Raquel, casi sin voz.

Andrés mordió el cigarrillo y escupió sin grandes miramientos.

—¡Oh, Andrés…!

El hombre soltó una carcajada.

—Soy un bruto, Raquel, lo reconozco. Un maleducado, un hombre casi primitivo.

Ella se puso en pie y colocó la mano en el hombro masculino, la dejó bajar y acarició el cuello de Andrés.

—Para amar eres el más fino de los hombres, y eso es lo importante. Yo te quise tal como eras. Adiviné en seguida que bajo tu capa de brutalidad se escondía un espíritu exquisito, y no me equivoqué, ¿verdad?

—¿Puede un hombre dejar de ser exquisito con una mujer como tú?

Y cogiendo la mano de Raquel la llevó a sus labios y la besó apasionadamente. Y fue entonces cuando Raquel volvió a recordar que entre ella y Andrés ya no podía haber secretos. Y el recuerdo intensísimo por su valor indescriptible, puso en su rostro un delicado rubor. Andrés levantóse y la cogió por la cintura. Debió comprender el significado de aquel rubor, porque susurró suavemente, rozando con sus labios la boca femenina:

—A veces, me pareces una chiquilla.