III
Todos habían cambiado sus ropas de trabajo por los trajes domingueros. Eran las tres de la tarde y todo estaba dispuesto para recibir al ama.
—¿No te mudas de ropa, Andy? — preguntó Ana, tocando discretamente en el hombro masculino.
—¿Para qué? Me he puesto limpio esta mañana. Además, no tengo tiempo de subir a mi cuarto. En seguida llegará ella.
Nunca decía el ama, ni Raquel, ni la señorita. Para Andrés, Raquel Ortiz era «ella», la mujer.
Ana se alejó en dirección a la cocina. Rosa aún no había salido. Don Angel fumaba sentado en un sillón de mimbre de la terraza.
Andrés retrocedió unos pasos y sentóse sobre el macetón, donde todos los días aparecía la ceniza de su cigarrillo. Tenía la vista clavada en la gruesa suela de sus zapatos, y de vez en cuando chupaba el pitillo automáticamente, como si no se diera cuenta de lo que hacía.
—Un coche — gritó alguien—. Un auto avanza por la carretera.
Muchos ojos siguieron aquella trayectoria. Don Angel se puso en pie y descendió apresuradamente. Rosa salió de la cocina limpiándose las manos en el mandil. Ana corrió tras ella. Nadie se fijó en Andrés, que continuaba sentado en el borde del macetero.
Se mantuvo quieto. Un febril cosquilleo ardía en su corazón. Nadie lo hubiera notado porque su rostro manteníase impenetrable, no dejando ver ninguna emoción. Y los ojos, aquellos ojos luminosos de Andrés Vigil estaban serios, extraordinariamente serios e indiferentes, clavados ahora en la cancela alta y dura del parque, cuyos goznes crujían para dar paso a un lujoso automóvil blanco, descapotado. Y sentada ante el volante de aquel hermoso vehículo, los ojos de Andrés, ahora casi ocultos bajo los párpados entornados, vieron una figura de mujer…
Las pupilas de Andrés la vieron de esta manera: negro el pelo, muy corto, negra la mirada triste, mate el cutis, roja la boca de delicado trazo. Erguido el busto, palpitante el seno. Y observó cómo saltaba del auto, esbelta, flexible el talle, redonda la cadera, las piernas perfectas. Parecía una figura de publicidad. Hermosa, elegante, distinguida…
Cerró los ojos. Apretó los labios. Sintió el amargor del tabaco entre la lengua y el paladar y sintió, también, que algo rudo y violento penetraba en su corazón. Cuando abrió los ojos de nuevo, vio que ella, aquella Raquel Ortiz toda elegancia, apretaba las manos de los muchachos. Para todos hubo una sonrisa gentil.
Pero, ¿qué había bajo aquella sonrisa? ¿Por qué en el fondo observó Andrés una melancolía indescriptible? ¿Por qué los ojos que querían sonreír parecían próximos a derramar un raudal de lágrimas? ¿Por qué? ¿Qué existía bajo la máscara de gentileza de aquella muchacha que tenía los mismos ojos de Raquel-niña, pero con la pasión de Raquel-mujer?
Observó que, tras de apretar la mano del último colono, besaba ambas mejillas de don Angel. Después fue hacia Rosa y la besó también, y besó a Ana, y a todas las muchachas. Luego elevó los ojos, aquellos ojazos grandes y rasgados, y los clavó en la figura del hombre que se hallaba junto al macetero. Andrés sintió que todo su cuerpo se estremecía. Avanzó como si le impulsara un resorte y se detuvo ante ella.
—¿Dónde está el viejo capataz? — preguntó, sin dejar de mirar obstinadamente a Andrés.
—Ha muerto, Raquel — repuso don Angel suavemente—. Ahora el capataz de la hacienda es Andrés, su hijo. Aquí le tienes. Le dejaste un jovenzuelo de veinte años y le encuentras convertido en un hombre maduro.
Raquel alargó la mano. Andrés la envolvió entre sus dedos, la cerró. La fina y delicada mano de Raquel se perdió entre los dedos duros de Andrés.
—Hola, Andy. Aún no te he olvidado. ¿Conservas el rizo que te entregué antes de marchar? — preguntó, queriendo ser humorística; pero Andrés hubiera jurado que una gran preocupación cerníase en torno a aquella linda muchacha.
—Todavía lo conservo — dijo con su voz bronca, de profundas e insondables inflexiones.
Raquel rescató su mano y se colgó del brazo de Rosa.
—Estoy muy contenta de hallarme entre vosotros, mi querida «aya». ¡He deseado tanto este momento!
Se volvió hacia los muchachos.
—Hoy es día de fiesta, amigos míos. Podéis disfrutarlo a vuestro agrado.
Desapareció en el vestíbulo con Angel y Rosa. Andrés se sentó de nuevo sobre el macetero y encendió un cigarrillo.
Minutos después se hallaba en sus habitaciones. Se componían de una alcoba regiamente amueblada, sin grandes lujos, pero con la elegancia sencilla del campo. Una cama ancha (la que habían ocupado sus padres) de estilo colonial, de altos palillos, muy bajitos los pies, delgados, rectos. Un armario anchísimo, del mismo estilo. Dos mesitas de noche, dos sillas, y un tocador con un gran espejo. Los visillos blancos, en las ventanas que daban al jardín, y cortinones de cretona muy alegre cayendo con gracia hacia el suelo. Una gruesa alfombra. junto a la cama y dos jarrones de flores sobre el tocador.
La estancia contigua era una salita que daba acceso a otra habitación algo más austera que aquella, pero similar en lo que respecta a decorado y su estructura. La había ocupado su padre. Aquella habitación se comunicaba con el saloncito y ninguna de las dos habitaciones tenían puertas, sino unos largos cortinones claros.
Raquel contempló todo aquello con tristeza. Había pertenecido al infortunado matrimonio. ¡Qué poco pudieron disfrutar de su unión y de la hija que Dios les había proporcionado!
Hundióse en el lecho. Llamaron a la puerta y apareció Ana en el umbral.
—Pasa, Ana.
—Venía a ocuparme del equipaje, señorita.
—Aún está en el auto. Ya lo arreglarás después.
—Rogué a Andrés que me lo subiera, señorita.
Raquel se puso en pie y fue hacia la ventana. Sí, a través de los cristales vio cómo Andrés sacaba las maletas del auto. Las manejaba como si fueran plumas y, no obstante, Raquel sabía que pesaban mucho. En silencio, admiró el ancho tórax de aquel muchacho, que ocho años antes era alto y desgarbado. Admiró su cabeza altiva y su pelo crespo… Sí, aquel cabello siempre había sido crespo porque Andrés jamás lo había peinado cuidadosamente.
Se retiró de la ventana y esperó que llegara Andrés. Cuando su alta y ancha figura se perfiló en el umbral, llevando las dos maletas, se sintió desconcertada porque no se había fijado en los ojos de aquel hombre. Y ahora observó su brillo, su luminosidad, su viril hermosura. Jamás había visto ojos como aquellos.
—Aquí está el equipaje — dijo ásperamente —. ¿Desea algo más, ama?
Era la primera vez que le llamaba Ama y Ana sintió un no sé qué parecido a la satisfacción.
—Nada más, Andrés. Puedes retirarte.
El hombre giró sobre sus tacones y se perdió en el pasillo.
—Ve colocando la ropa en el armario, Ana. Si no cabe toda ahí, puedes llevarla al armario de la habitación contigua.
Volvió a sentarse sobre la cama. Una congoja terrible le apretaba la garganta. De buen grado hubiera llorado con todas sus fuerzas. Pero Ana estaba allí y no se atrevía a decirle que aplazara aquel trabajo para más tarde. Veía a la joven ilusionada y le parecía que era una descortesía por su parte ordenarle que la dejara sola.
* * *
No bajó a cenar. Prefería hacerlo en su cuarto.
Imposible borrar de la imaginación lo sucedido. Y por otra parte, creíase culpable de la muerte de aquel hombre. ¿Y si todo llegaba a saberse, qué sería de ella? ¿Dónde podría ocultar su vergüenza?
Había sido una estúpida, una loca, una irreflexiva.
«He soñado que te casabas con un hombre elegantísimo, Raquel.»
¡Si Susan supiera! Ella ya no podría casarse con nadie. Ella era…, era lo último de la Humanidad. Era una poca cosa. Y todos en la hacienda la respetaban, la admiraban y la querían. Y no merecía el respeto ni el cariño de nadie porque era una mujer sin moral.
Apretó las sienes. Tenía que olvidar. Consagrarse a la hacienda, vivir para ella y sus muchachos. Olvidar todo lo sucedido, su inconsciencia, su dolor, la muerte de aquel hombre…, ¡todo!
No durmió en toda la noche. Dio mil vueltas en el lecho. Le parecía que el rostro de Salvador Losada se erguía ante ella desafiándola.
«Me has dejado morir. Sabías que estaba bebido, que no podía conducir el auto, y me dejaste marchar segura de que encontraría la muerte. Yo no tuve la culpa. Soy un hombre. Tú eres una mujer, tenías derecho a saber que es peligroso salir sola con un desconocido en una noche de embriaguez, en Madrid. Te aventuraste demasiado. Yo era un hombre, un hombre, un hombre…»
—¡Basta! — gritó desgarradoramente, incorporándose en el lecho.
Y al darse cuenta de que todo era fruto de su imaginación exaltada, enloquecida, se pasó las manos por la frente y trató de ahuyentar aquella horrible visión.
Nunca, nunca podría tener tranquilidad, porque ella no era una mujer desaprensiva. Era una mujer honrada, formal, tenía un alto concepto del honor; pero había caído. Había caído porque el champaña la enloqueció. Olvidóse de todo porque…, porque no estaba acostumbrada a beber. Olvidó su condición de mujer, su vida, su educación. Y no había sido por amor. Jamás hubiera amado a Salvador Losada. No era su hombre y sin embargo…
Un tenue rayo de luz apareció en la estancia. Se tiró del lecho y corrió hacia la ventana, la abrió de par en par y sacudió la cabeza, como si algo la ahogara. La brisa del amanecer la despejó un tanto. Vio que los aperos de labranza se hallaban en medio del parque, vio también la mesa donde comían los muchachos. Vio que una mujer pequeña y vivaracha salía hacia el lavadero con una cesta tremenda de ropa. Y observó que los caballos estaban apostados en el bosque. Dos hombres los ensillaban.
De súbito apareció en el jardín la figura corpulenta de un hombre de crespos cabellos negros. Llevaba el pelo completamente mojado, pero rebeldes, se erizaban los pelos oscuros, goteando aún. Vestía una camisa de dril azul, pantalón de montar y altas polainas. Llevaba un látigo en la mano y un sombrero en la otra.
Y oyó su vozarrón, fuerte y vibrante, ordenar ásperamente :
—¡Que se levanten los que faltan! ¡Pronto! Antes de las siete hemos de estar trabajando en las eras. ¿Qué hacen, Pedro?
—Están desayunando, Andrés.
—Que coman piedras. Han tenido tiempo de comer siete terneras. ¿Me oyes?
Pedro bajó la cabeza, dejó el caballo y corrió hacia el patio.
Raquel sintió algo extraño observando la energía de aquel hombre. Había en él tan fuerte virilidad, que todos quedaban anulados a su lado.
Se retiró de la ventana y se puso, precipitadamente, el traje de montar. Pantalón rojo, chaqueta negra y una visera sobre la cabeza. Altas botas y la fusta en la mano. Bajó precipitadamente las escaleras, y segundos después se hallaba en el jardín.
El hombre se volvió como si lo impulsara una fuerza magnética. Abrió mucho sus grandes ojos metálicos y preguntó con aspereza:
—¿Por qué te has levantado tan temprano? Vamos para el trabajo. No volveremos hasta el mediodía.
Raquel avanzó. Si bella estaba la tarde anterior, hermosísima estaba ahora. Parecía aún más alta y más flexible vistiendo aquellas ropas de amazona. Sacudía la fusta con gracia y miraba sonriente al mozarrón.
—Me has despertado con tus gritos, Andrés — mintió suavemente—. Y puesto que me fue imposible coger de nuevo el sueño, he decidido acompañaros.
—¿Acompañarnos al campo?… ¿Sabe usted lo que dice? El campo está lleno de polvo. Hace mucho tiempo que no ha llovido y las tierras están resecas. Además, no es muy seductora la siega. Los muchachos sudan, se agotan y no es un cuadro propio para sus ojos.
—De todos modos, iré.
Andrés dio una patada en el suelo. Iba a responder una de sus barbaridades pero se abstuvo de hacerlo.
—¿Sabe montar?
—Perfectamente.
Andrés dio la vuelta.
—Pedro… — llamó fuerte—. Ensilla el potro del ama.
El mismo Pedro la ayudó a subir y, minutos después, doce caballos con sus respectivos jinetes se perdían en la llanura. En medio iba ella, alegre, feliz, olvidando todos sus tormentos.
Y gozó lo indecible mezclada con sus trabajadores. Andrés trabajaba como un obrero más. Ella quiso segar y la dejaron. Después, jinete en su caballo, recorrió los terrenos. Volvió más tarde y, al mediodía, regresó en medio del grupo de sus muchachos.
—Ha sido una mañana maravillosa… — comentó, aproximando su caballo al de Andrés.
—Eso me lo dirá mañana, cuando no pueda soportar el dolor de huesos.
—No es nada agradable acostumbrarse a un traba jo tan duro. Además…
—¿Por qué no sigues?
—Los muchachos no trabajan con tanto ahínco — dijo rudo—. Su presencia les da derecho a holgazanear. Hoy debiera quedar segada toda la «parrocha», y sin embargo, no han segado ni la mitad de lo que yo había previsto.
—Es que tú les hostigas demasiado. No te das cuenta de que no son animales.
—Fuera del alma, somos potros — dijo Andrés, ásperamente—. Nos pagan para que trabajemos.
—Eres de una crudeza inhumana — repuso ella, mirándolo con curiosidad—. Si te consideras un animal, no me explico por qué continúas aquí.
—Tal vez no esté mucho tiempo.
¿Pensaba marchar? Raquel clavó en él sus pupilas, pero Andrés encendía en aquel momento un cigarrillo y no pareció darse cuenta del interrogante en los ojos femeninos.
—¿No tienes novia, Andrés? — preguntó ella, de súbito.
El no se inmutó. Diríase que no la había oído; pero la voz demostró lo contrario:
—No tengo tiempo de pensar en eso.
—Pues el trabajo hubiera sido menos duro teniendo la compensación del amor de una mujer.
—No lo sé porque nunca lo he probado.
—Ello indica que no te has enamorado nunca.
—Exacto. No tengo ningún deseo de perder el juicio.
Los muchachos se habían adelantado. Los caballos de ellos dos caminaban al paso, paralelo uno de otro.
Raquel elevó la fusta y la agitó un Poco nerviosamente.
Y tras un silencio observó:
—Creí que eras menos duro.
—No tiene derecho a juzgarme de ninguna manera. Me ha conocido ayer.
—Te he conocido hace ocho años. Más, muchos más, puesto que cuando yo nací tú ya corrías ligero por el parque. Entonces, eras un muchacho sensible. Recuerdo que una vez me propinó una patada el potro que montaba mi papá y tú te echaste a llorar. Me acariciabas la pierna lastimada y me decías palabras consoladoras. Y en aquella época ya eras un mozalbete.
Andrés se mordió los labios. De nuevo el tabaco puso un sabor agrio en su boca. Lo escupió con rabia y elevó la cabeza. Los ojos metálicos se clavaron fríamente en el rostro de su ama.
—Entonces era un chaval. Ahora es diferente.
—Pero el temperamento es el mismo.
—Yo lo domeñé.
—¿Porque no te agrada ser bueno?
Andrés detuvo el caballo. Rezongó algo entre dientes y, al fin, preguntó malhumorado:
—¿Cuándo piensa dejarme en paz? Si usted vuelve al campo yo renuncio a mi cargo.
Y lanzó el caballo al trote.
Raquel emitió una sonrisa ahogada.
Desde aquel día, y aunque se levantaba al amanecer, tenía buen cuidado de no acudir a los campos. Y observó, llena de extrañeza, que Andrés le huía. Pero, ¿por qué? ¿Qué le había hecho ella? Rudo y todo, casi fiero, y sus miradas de santo…
Un día la visitaron las señoritas de la «casa roja». Devolvió la visita y desde entonces pasaba buena parte del día tendida al sol junto a la piscina de la casa de sus buenas amigas. De esta forma fue transcurriendo un mes. Un mes que, a veces, parecía volar y otras le daba la sensación de que se eternizaba. Olvidóse de todo, llegó un momento en que se creyó libre y feliz como otra muchacha cualquiera, y sonrió con la seguridad de que jamás nadie sabría lo sucedido.
Y en aquel mes se dio cuenta de algo sorprendente. Sí, comprendió que el corazón recio y bravo de Andrés Vigil le pertenecía. Y sintióse en principio enternecida, y después burlona. ¿Cómo era posible que un hombre como Andrés, criado en el campo, sin más educación que la recibida al amparo de aquellas bravas tierras, pudiera poner los ojos en una mujer exquisita como ella?
Observó que los ojos de Andrés estaban siempre clavados en su rostro cuando creía que nadie lo miraba.
Y, también, que huía y que sufría las penas del infierno.
Era evidente que, dada la férrea voluntad de Andrés, éste había hecho todo lo posible por domeñar el Sentimiento que le inspiraba ella, y si es que no había logrado conseguirlo, el amor tenía que ser profundo, rudo y bravo como él.
Pero Raquel no le amaba, no podía amar a un hombre como Andrés, porque había recibido otra educación, otros principios, y ambos eran absolutamente diferentes.
Aquella noche, cuando todos hubieron satisfecho su apetito, los muchachos salieron al parque y cantaron. Raquel nunca les había oído cantar. Lo hacían maravillosamente, con apasionamiento, con fuerte voz, pero melódica.
Estaba recostada en su ventana y desde allí observaba lo que sucedía en el patio. Algunos estaban sentados sobre el largo tablero de la mesa, otros en el suelo. Andrés hallábase apoyado en el quicio de la cocina con el cigarrillo ladeado entre los labios. Hacía una noche cálida y transparente. La voz vibrante de un muchacho rasgó el silencio y extendióse a través de los campos.
Raquel se sintió enternecida, emocionada.
De súbito, la voz calló bruscamente y alguien pidió con ansiedad:
—Que cante Andrés aquella bella romanza.
Andrés ni siquiera movió un músculo de su rostro. Parecía ausente de cuanto le rodeaba. Y Raquel contempló a Ana, que había sido la autora de la demanda.
—Canta, Andrés — gritaron a coro los muchachos.
—Dejadme en paz.
—Eres un descastado, Andrés — chilló Rosa—. Los chicos cantaron ya y ahora te piden que cantes tú.
Raquel se replegó un tanto hacia dentro. Deseaba como nada en el mundo oír la voz apasionada y vibrante de aquel hombre tan extraño que se atrevía a enamorarse de ella.
De pronto, el silencio de la noche fue rasgado por una voz pastosa, rica, profunda. Cantó una romanza bella y nostálgica y Raquel experimentó un violento estremecimiento oyendo aquella voz que parecía traspasar todos los corazones humanos. Nunca creyó que Andrés Vigil, el rudo capataz, poseyera aquel arpegio. La voz vibrante se extendió por los callados campos, traspasó la alcoba de Raquel y penetró en su corazón. Dos gotas amargas rodaron por las mejillas de la joven y cuando la voz se extendió experimentó un sobresalto.
Se recostó en la ventana y miró hacia el patio.
Había un emocionado silencio en el grupo de aquellos bravos muchachos. Andrés tenía un cigarrillo entre los labios y continuaba en la misma postura. Su pecho, ancho y velludo, se agitaba; pero aparte de eso, nada denotaba en él la emoción.
—Canta otra, Andrés — pidió de súbito la voz de Ana.
—Aquella que nos hace llorar a todos, Andy.
—Dejaos de tonterías — repuso Andrés, áspero—. Tengo pocas ganas de cantar. Y a vosotros no os hace falta llorar. Idos todos a la cama, que mañana hay que levantarse temprano.
Dio la vuelta en redondo y se perdió en la puerta de la cocina.
—Se ha ido — dijo Pedro.
—Claro que sí. ¿Por qué le has dicho lo de llorar, Rosa? ¿No sabes, acaso, que es espíritu de contradicción?
Raquel cerró la ventana y precipitadamente salió al pasillo. Sabía que Andrés tenía que pasar por allí para subir a la boardilla, y deseaba enfrentarse con él.
En efecto. La figura masculina avanzaba por el pasillo posterior en dirección a su cuarto.
—Cantas muy bien, Andrés — dijo Raquel, mirándolo escrutadora, como si deseara estudiar todas sus reacciones.
—No todo lo bien que piensan ellos — repuso, indiferente. Y siguió su camino.