V
—He de hablarte, amigo mío.
Don Angel calóse los lentes de concha y miró por encima de su montura el semblante muy pálido de la joven.
—¿Qué sucede, Raquel? Te encuentro muy desmejorada. Rosa me ha dicho que no has comido desde ayer, excepto beber unos vasos de leche. ¿Es que estás enferma?
Raquel se sentó en el tablero de la mesa del despacho, y alargando una mano la colocó en el hombro de su administrador.
—He decidido casarme, Angel — dijo bruscamente.
—¿Casarte?… Diablo, lo encuentro muy razonable. Todas las mujeres debieran casarse y todos los hombres, ¿sabes? Cada hombre debiera formar una familia y de ese modo el mundo sería algo más llevadero. Bueno, me refiero a la vida, hija mía. Pero, dime, Raquel, ¿desde cuánto tienes novio?
—Desde ayer.
—¿Ayer? ¿Y ya piensas casarte? ¿Quién es él?
Raquel descendió, dio unos pasos por la estancia y, al fin, se detuvo ante la ventana, con la espalda vuelta hacia el anciano.
—Se llama Andrés Vigil.
Lo dijo secamente, con frialdad, hasta con aspereza.
Don Angel dio un salto en el sillón giratorio y quitóse los lentes. Los limpió con mano temblorosa y, al fin, murmuró bajito:
—¿Andrés Vigil? Sí, sí, dijo Andrés Vigil.
—He dicho Andrés Vigil, amigo mío. Y, además, pienso casarme esta semana.
—¿Esta semana…? ¿Sabes bien lo que haces? Andrés ha recibido una educación muy diferente a la tuya. Es decir, no ha recibido ninguna, y tú en cambio recibiste una muy selecta. Dime, Raquel, ¿por qué has elegido precisamente a un hombre que quizá no te comprenda nunca? Es casi seguro que tenéis puntos de vista dispares, diferentes gustos, distintas aficiones. Tú eres exquisita como una dama (lo que eres). Andrés es bravo como los campos donde nació, y creció a su libre albedrío.
—De todos formas, es Andrés mi futuro esposo.
—¿Porque le amas?
—Porque le amo.
—Ejem, ejem…
—¿Lo dudas?
—¿Por qué voy a dudar de la veracidad de tus palabras? No, no lo dudo; pero me parece algo inverosímil que una mujer como tú se haya enamorado de un hombre como Andrés. Nunca seréis felices. Te lo repito: tú eres exquisita; Andrés es rudo.
—A veces, y se dan muchos casos en la vida, el hombre no necesita ser bien educado para ser exquisito. Hay algo en Andrés que nació con él. Por otra parte, su rudeza es sólo aparente. Tal vez sea mas exquisito que aquel que tiene fama de serlo y no lo es porque lleva otro instinto.
—No te he comprendido muy bien, hija mía, pero no importa. Confieso que me gusta Andrés. Es un hombre trabajador, honrado, caballeroso. Me gustaría, verlo casado, se lo he dicho muchas veces, pero nunca con una mujer como tú.
—Todas las mujeres tenemos un corazón, un alma, nervios y pasiones… Yo no puedo diferenciarme de ninguna de mi sexo porque tengo derecho a ser similar a la generalidad. Me enamoré del carácter de Andrés y voy a casarme con él.
Don Angel limpió de nuevo los lentes. Veía algo raro en todo aquello. Sabía, porque se lo decía su intuición, que Raquel no amaba a Andrés. ¿Por qué, entonces, se casaba con él? ¿Qué otro motivo había? Tenía que ser muy poderoso; pero don Angel se abstuvo de escudriñar en los secretos de aquella rara muchacha que afirmaba amar al capataz. No, no le amaba; pero puesto que deseaba casarse con él, él nada objetaría.
—Está bien, Raquel. Después de todo yo ya soy viejo y esta casa necesita una mano dura para guiarla. La mano que siempre creí más a propósito para suplir la mía, es la de Andrés; pero nunca imaginé que lo hiciera en calidad de esposo.
—Aún te quedan muchos años por delante, Angel — murmuró Raquel, con extraño acento —. Andrés será mi marido, no mi administrador.
Y besando a don Angel, dirigióse a la puerta del despacho y desapareció. El anciano colocó de nuevo los lentes sobre el pico de su larga nariz, y movió la cabeza de un lado a otro. ¿Por qué estaría tan triste la muchacha? ¿Qué existía bajo la sonrisa de complacencia? ¿Qué ocultaba tras su careta?
Nunca se supo quién había corrido la voz. Pero lo cierto es que aquella misma noche la noticia se había esparcido en la hacienda y hasta en la vecindad y parte de la comarca.
La señorita de la quinta se casaba con su capataz… ¡Qué cosa más inverosímil y más desproporcionada! ¿Es que se habían enamorado uno del otro en un mes que la joven llevaba en la hacienda? ¿Y como era posible que después de haber sido educada en un gran pensionado extranjero, viniera a casarse con un patán? ¿Por qué era aquello?
Ah, ésta era la interrogante; pero nadie supo jamás decir el porqué, puesto que el único que tenía el secreto lo guardó, pues además de perjudicarse a sí mismo en el supuesto de que hiciera a alguien partícipe de los motivos que le inducían al matrimonio, amaba a la mujer y, a pesar de todo, la respetaba por encima de su mismo despecho.
El personal de la hacienda admitió con naturalidad aquel matrimonio. Eran gentes honradas y buenas, y les parecía que el capataz merecía ser el esposo del ama.
Tan sólo una mujercita lloraba acurrucada en una esquina de la cocina. Era Ana, que no podía soportar la idea de que Andrés, el hombre de quien siempre había estado enamorada, pudiera ser para otra mujer.
—Cállate, Ana — pidió su madre con voz ruda que ocultaba la emoción —. Andrés es mucho hombre para ti. Merece a la señorita y será un buen amo para todos.
—No puedo callar, madre. Tengo derecho a sentir el dolor. ¿Crees que soy de barro?
—A veces es preciso serlo, Ana.
Ana lloró con más ansia. Parecía que el corazón le salía del pecho. ¡Tanto como ella había soñado con ser la esposa de Andrés, la madre de sus hijos, la dueña de un hogar sencillo y humilde, compartido con él, con el mocetón de luminosa mirada y palabra ruda! Y se lo llevaba la señorita porque era más elegante, porque era una mujer exquisita, porque…
—Me estás poniendo nerviosa, Ana. Vete al campo y llora donde no te vea.
—Ya no lloro, madre.
—¿Qué significan, pues, esos gemidos? No desesperes Otro vendrá tan bueno y tan hombre como Andrés. Yo también estaba enamorada, cuando tenía tu edad, del hijo del boticario. Pero éste se casó con la hija del alcalde y yo, pobrecita, lloré mucho, como tú estás llorando ahora. Más tarde llegó tu padre. Era un mozo gallardo y juncal, tenía diez años más que yo y una cabeza de rey y promesas de santo. Olvidé al hijo del boticario y me casé con él. No envidié jamás la felicidad de nadie. Fui dichosa con tu padre y cuando tú llegaste al mundo mi felicidad fue ilimitada. ¿Por qué no domeñas tu corazón y esperas al que ha de llegar más tarde?
Ana enjugó el llanto y se puso en pie.
—Ven, hija. Te limpiaré las lágrimas con mi delantal. Ve a ver quién llama, Ana — añadió después—. Hace rato que estoy sintiendo voces en el vestíbulo.
Ana salió. Estaba pálida, pero en su rostro no quedaba vestigio alguno de la desesperación anterior.
—¿Quién anda ahí?
—Hola, Ana. ¿No está la señorita Raquel en casa?
—Iré a ver — repuso Ana, con aspereza.
Era Irene, la señorita de la «casa roja», la estúpida aquella que tenía a menos hablar con sus criados.
Subió de dos en dos los escalones y llamó a la de la habitación del ama.
—Pasen.
—Señorita, la esperan abajo.
—¿Quién, Ana?
—La señorita de la «casa roja».
—Bajo ahora mismo.
Ana salió. Raquel se puso en pie desganada y se asomó a la ventana, ¿Qué deseaba Irene? ¿Es que ya se había enterado de que iba a casarse con su capataz? Le resultaba penoso hablar con nadie de su boda. ¡Era horrible!
Irene era una chica rubia, de ojos azules, muy abiertos, tendría, aproximadamente, unos veinte años o quizá menos, dada su fragilidad.
Acudió presurosa al lado de su amiga y la besó en ambas mejillas.
—¡Chica, Raquel, qué sorpresa nos has dado! ¿O es que me han engañado?
—No sé a qué te refieres.
—A tu boda con el capataz.
—Pues no, no te han engañado. Pienso casarme el jueves en la finca a las nueve de la mañana. Marcharemos a las once y no regresaremos hasta…, pues no lo sé. Quizá volvamos pronto, o no volvamos hasta transcurrido un año.
Irene la contempló con curiosidad. No concebía que una mujer joven como ella pudiera casarse con Andrés. Y se lo dijo descaradamente.
—El amor no admite diferencias de clases.
—Según quien lo juzgue, así, querida mía. Yo nunca me casaría con Pablo, nuestro capataz.
—Porque no te has enamorado de él. Y además, tienes padres y hermanos, lo que quiere decir que estás supeditada a una voluntad más fuerte que la tuya; pero yo soy dueña de mis actos y la opinión del mundo nunca me importó. Voy a casarme con un hombre que sé me hará feliz.
Lo decía soberbiamente, con cierto sarcasmo que desconcertó a la otra. Charlaron durante algunos minutos, y después Irene le pidió un ramo de flores y, al fin la dejó sola.
Hundióse en una butaca y tapó el rostro con las manos. No supo el tiempo que llevaba así hasta que sintió que la puerta de la salita se abría y la recia figura de Andrés se perfilaba en el umbral.
—Hola.
—Hola — repuso Raquel, poniéndose rápidamente en pie —. No te sentí llegar.
—¿Ya marchó ésa?
Se refería a Irene. Raquel experimentó cierta satisfacción porque le gustaba que Andrés odiara a las mismas personas y cosas que odiaba ella, y a juzgar por el tono en que hizo la pregunta, era evidente que le resultaba poco simpática.
—Pasa y siéntate; he de hablar de algo importante.
Andrés avanzó con Sus burdas botas. Estaban algo manchadas de barro y llenos de polvo los pantalones, pero esto no parecía inquietarle gran cosa. Era maravilloso ver aquel hombre tan guapo y tan dueño de sí, enfundado en las ropas de trabajo. Y su pelo crespo cayendo por la frente y la mirada luminosa de sus ojos grises contrastando con la tersura de su piel tostada. Raquel hubo de aquilatar la hermosura un poco brava de aquel hombre que iba a ser su marido y no se disgustó. Después de todo, su matrimonio era una comedia y Andrés nunca volvería a quererla ni podía esperar a que ella le quisiera.
—Puede decir cuanto quiera. Ahora ya lo sabe todo el mundo y no tiene nada de particular que estemos solos en esta linda salita.
—¿Cuándo dejarás de ser irónico, Andrés?
—Cuando la vida deje de serlo conmigo. Me gustaría que mi padre levantara la cabeza. Había de asombrarse, y estoy seguro de que no aprobaría este matrimonio.
—Pero como tu padre ha muerto, sólo quedamos los dos, y puesto que ambos estamos de acuerdo, no tenemos que mirar hacia atrás.
—Es cierto.
—¿O es que tal vez ya te arrepentiste?
—Tengo una sola palabra. Y no soy variable.
—Entonces, si no eres variable…
Andrés sacudió la mano. Agitó vigorosamente la cabeza y se apresuró a decir:
—Las cosas del corazón son diferentes.
—Veo, Andrés, que me comprendes sin palabras. Es consolador saber que podremos compenetrarnos algún día.
—Eso es algo problemático. ¿No decía que tenía que decirme algo?
—Ciertamente. Pero antes me parece más prudente que nos tuteemos, es decir, que me tutees tú, puesto que dos que se aman no pueden tratarse con tanta ceremonia.
—¡Ah, vamos! — sonrió Andrés, burlón, escupiendo sin grandes miramientos el tabaco que se separaba del cigarrillo que fumaba. Raquel cerró los ojos horrorizada. ¿Qué podría hacer con Andrés en un gran hotel? ¿Escupiría también el tabaco sobre la mullida alfombra de un elegante vestíbulo? —. Ha dicho usted que nos amábamos. Es un bonito argumento… — Hizo una rápida transición y añadió —: Pero no creo necesario que yo la tutee mientras estemos solos. Me es difícil tutearla. Nunca podré dejar de ver en usted al ama de la hacienda.
—El jueves no habrá un ama, Andrés. Habrá dos amos.
Andrés movió la cabeza de un lado a otro.
—No, no. Yo siempre seré Andrés, el capataz.
—¿Quieres decir que continuarás de capataz aun siendo mi marido? ¿Te has vuelto loco? No podrás volver a las eras después, jamás. Irás en calidad de amo, sí; pero nunca con los trabajadores.
Andrés se puso en pie. Tiró el cigarrillo por la ventana y sonrió de una forma muy rara.
—Dicen que cuando dos se casan uno de ellos ha de cambiar; o bien el marido se hace semejante a la mujer, o bien la mujer al marido; esta vez, Raquel Ortiz, me temo que sea usted quien se haga a imagen y semejanza mía. Nunca me consideró dueño de lo que no es mío. Usted continuará pagándome un sueldo como hasta ahora, y yo trabajare con mis muchachos como hice desde que mi padre murió y me dejó el cargo de todo eso. De otra forma, yo no puedo casarme con usted. ¿Qué papel sería el mío? No, por mil demonios. Soy un hombre del campo y continuaré siendo un hombre del campo hasta que me muera. No sé ser señor ni quiero serlo. Jamás deseé cambiar y a fe mía que estoy muy satisfecho de mi carácter, mi temperamento, mi orgullo de hombre y mi dignidad de varón.
Raquel se había puesto también en pie y lo miraba como si no lo conociera. ¿Es que se había vuelto loco? ¿Qué dirían sus vecinos, los colonos, los mismos criados?
—O te has vuelto loco o quieres enloquecerme a mí —dijo con voz ahogada.
—Enloquecerá usted, que es lo más probable. Yo estoy bien cuerdo — dijo con ruda franqueza—. Además, yo le presto mi nombre, pero mi persona no la presto a nadie; es mía y jamás dejará de serlo.
Y sin esperar la respuesta de ella, salió de la estancia y se dirigió al patio, donde comió con los muchachos como si no sucediera nada.
Raquel creyó enloquecer. Nunca podría minarlo. Era recio como los campos, sí, tal como él había dicho, era duro como las rocas del barranco y nadie lograría ablandarlo jamás.
Salió sin reflexionar y se dirigió a la terraza. Inclinó el cuerpo hacia el patio y llamó.
—¿Puedes venir un momento, querido?
Andrés levantó la cabeza. Retiró el plato y se puso en pie.
—Ahora mismo, Raquel — repuso con naturalidad.
Avanzó hacia ella y la cogió del brazo.
—¿Qué desea? — preguntó, cuando estuvieron de nuevo en la salita —. ¿Es que no hablamos bastante?
—No. No te he dicho nada de lo que deseaba.
—Pues dímelo…
Raquel lo miró. La había tratado de tú. Y el tuteo en su boca le pareció a Raquel algo extraordinario.
—Sí, ¿qué pasa? ¿No quieres que te tutee? Pues ya te he tuteado.
—Deseo hablarte de nuestro viaje de boda.
—Hum. ¿Es que también habrá viaje?
—Tiene que haberlo por fuerza. Sería humillante quedarse aquí. Y he de añadir, además, que cuando volvamos irás o no a los prados con tus muchachos…
—Eso ya lo discutiremos en otra ocasión; ahora quiero decirte que ocuparás las habitaciones que un día ocupó mi padre. Y quiero también que, ante los ojos del mundo, aparezcamos como un matrimonio normal…
—Me parece muy bien. Pero el viaje será de brevas días. El campo necesita mi vigilancia.
—Será de un año — dijo Raquel, con fuerza.
—¿Un año? No, no puede ser de un año. Tú si quieres puedes quedarte, yo volveré. Me asfixiaría en la ciudad, me ahogaría el barullo. Tengo que vivir en contacto con el campo.
—Tengo otra finca no lejos de Valencia. Primero pasaríamos los diez días en esta ciudad, y después…
—Lo hablaremos después — dijo precipitadamente —, ahora he de marchar.
Calóse la visera y se dirigió al parque, donde ya lo esperaban los mozos de labranza.
La caravana de caballos se perdió pronto en el bosque y su trote fue apagándose poco a poco.
Raquel pasó el comedor y comió en silencio junto a don Angel. Parecía ausente de todo cuanto la rodeaba. Estaba triste y deprimida.
Cuando subió a su alcoba, se tiró de bruces sobre la cama y sollozó ahogada y desesperadamente.
* * *
Lo pensó mucho antes de llevar a cabo aquel paso. Era terrible para ella verse obligada a confesar su culpa; pero tenía que hacerlo. Nadie la hubiera comprendido como el Padre Anselmo. Vistióse precipitadamente, puso una simple bata de campo, calzó zapatos sin tacón y peinando el cabello hacia arriba con las puntas vueltas, cogió una chaqueta de lana y se lanzó al camino que conducía al pueblo. El Padre Anselmo era el único que sabría comprender su desesperación y consolarla. Además tenía que confesar. Confesar sus culpas y sus fracasos y hacerle partícipe de su dolor.
Caminó por la falda del monte y se internó después en el largo camino que terminaba en el poblado. El pueblo era de unas cien casas, algunas de estructura moderna, otras pequeñitas y derruidas. Hacía mucho tiempo que ella no había pisado aquellos duros pedruscos y le impresionó volver a ver las casitas que tan familiares le eran en otro tiempo. Atravesó una ancha calle y se dirigió a la iglesia. A aquella hora de la tarde estaba vacía. El sacristán iba de un lado a otro disponiendo unas velas. Una mujer pequeñita vestida de negro, limpiaba el polvo de los reclinatorios y cambiaba los pañitos del altar mayor. No era una iglesia grande, pero sí nueva y bonita. La habían edificado los feligreses y a ella le había tocado contribuir con una fuerte suma de dinero y los ornamentos que regaló por propia iniciativa hacia el poblado y sus habitantes. Había nacido allí y sabía que sus padres jamás se hubieran alejado de él si Dios les hubiese concedido la vida qué tan prematuramente había sido tronchada por la fatalidad.
Al verla, el sacristán inclinó la cabeza con un respetuoso saludo. La anciana le sonrió y se aproximó a ella. Raquel sentóse en un banco, hizo una venia y después se postró ante una imagen.
—¿Desea ver a don Anselmo? — preguntó la anciana.
—No, no — se apresuró a negar. Raquel con voz insegura—. Pasaba por aquí y decidí entrar.
La mujer se alejó de nuevo y continuó su labor.
Raquel unió las manos y rezó muy bajo. ¡Cuánto tenía que rezar y cuántas culpas tenía que perdonarle Dios Nuestro Señor!
No supo el tiempo que había transcurrido El sacristán cerró la sacristía y marchó arrastrando sus pies. La anciana llevó en su paño el último átomo de polvo del altar cerró la puerta cuyos goznes crujieron de un modo intensísimo, asustando a la joven. Ella continuaba allí, quieta, callada, con las manos unidas y los ojos clavados en la faz de la imagen.
Entró la gente para el rosario. Tocó la campana. La iglesia fue llenándose de ancianas, alguna joven y dos hombres. El sacristán apareció en el púlpito con el rosario en la mano. Rezaron con voz monótona Al fin apareció don Anselmo. Desde el altar habló dulcemente a sus feligreses. Raquel seguía en el mismo sitio. Terminó el rosario y el local volvió a quedar vacío.
—Tienes cara de dolor, hijita.
Raquel elevó el rostro y se estremeció. Ante ella estaba don Anselmo, bajito, redondo, con cara de santo.
—Y estoy dolorida.
—¿Quieres confesar? Eso te reconfortará.
—¿Podría hacerlo en la sacristía? Me gustaría verle la cara, Padre. Tengo tantas cosas duras que decirle. ¡Y necesito tanto que usted sea indulgente conmigo!
—Ven.
La condujo por la pequeña nave sorteando los reclinatorios que habían quedado diseminados sin gran simetría. Raquel penetró en la sacristía y el Padre Anselmo cerró la puerta.
—Siéntate, Raquel. Hace muchos días que vengo observando tu semblante — dijo pesaroso—. No veo en él la alegría de la juventud. Dejaste ya el colegio, has regresado a tu casa. Tienes poderosos motivos para ser feliz y, sin embargo, pareces presa de una extraña congoja. ¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué no has venido antes? La palabra de Dios está en mis labios y Dios sabe perdonar y disculpar ciertas ligerezas propias de la juventud. Por otra parte, tú eres una chica noble y cariñosa; pero hay algo en tu vida que no funciona bien. ¿Qué es ello, Raquel?
—¿Usted cree que soy una mujer buena, Padre?
—Sin duda alguna.
—¿No dudaría de mí?
Don Anselmo bajó la cabeza. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y las ocultaba en las anchas mangas de su sotana. Pareció meditar. Después elevó los ojos y los clavó escrutador en el pálido rostro de la joven.
—Es algo audaz la pregunta, Raquel; pero lo más seguro es que no dudara de ti.
—Y no obstante, yo, Padre, soy…
—No, calla, hija. No blasfemes. Mira bien lo que vas a decir.
—Tengo que contárselo todo, Padre. No podré resistir más. Estoy desesperada. Nadie puede comprenderme excepto usted. Ellos, todos… creen que soy feliz. Pero no es cierto, ¿sabe usted? No es cierta, no puedo serlo porque estoy… estoy… He cometido un horrible pecado.
Y con voz descompuesta, rota por los sollozos, Raquel Ortiz confesó por segunda vez su gran delito. Y cuando hubo concluido y su voz se extinguió en un tenue sollozo, siguió un largo y frío silencio que destrozó una vez más el corazón de aquella muchacha.
—¡Es horrible, Padre! ¡Horrible! — gimió ahogadamente.
La mano del sacerdote se posó en la cabeza inclinada y dijo bajito, dulcemente:
—Cierto que es horrible. Pero no has tenido tú toda la culpa. ¡Oh, hijita, cuando yo dije que no debieran enviarte a un colegio, qué razón tenía! Y cuando censuré que permanecieras en el pensionado ocho años enteros, nadie tomó en cuenta mis palabras. Ha sido una desgracia, hija. Una horrible desgracia. pero repito que no eres la mayor culpable. Los hombres son perversos y tú has sido víctima de tu propia inconsciencia y esa inconsciencia no sé a quién atribuirla. Si al que te mandó al colegio o a ti misma que no te preocupaste de ver la vida más que por el lado bueno. Ahora ya nada tiene remedio. ¡Nada tiene remedio!
Sacó el rosario del bolsillo y añadió suavemente:
—Reza conmigo, hija mía. Reza siempre, mucho, todos los días. Pide misericordia a Dios y procura soportar con valentía tu dolor y tu vergüenza.
Raquel rezó, rezó con fervor, como jamás había rezado. Le parecía que después de desahogar su conciencia, quedaba algo más reconfortada.
De súbito, don Anselmo levantó las cuentas de su rosario y sin mirar a Raquel preguntó con voz monótona :
—¿Y por eso vas a casarte con tu capataz?
—Por eso voy a casarme con él — repuso ella estremeciéndose.
—¿Y no crees que es un nuevo delito obligar a un hombre que no tiene culpa de nada?
—El me quiere, Padre.
—¡Pobre Andrés! Hubo un día en que fue mi alumno. La he tomado mucho cariño porque es bueno y honrado. Dime, hijita: ¿te sientes con fuerzas para enamorarte de él? El amor lo olvida todo; pero antes has de querer tú también. Conozco a Andrés. Sé lo que piensa y lo que siente, sin que me lo haya participado. He sido amigo de su corazón y estudié todas las facetas de su carácter.
—No sé lo que haré aún, Padre. Pero tengo que casarme con él.
—¿Y sabe Andrés los motivos por los cuales te casas? ¿Se lo has pedido tú?
—Se lo he pedido. Le conté la verdad. Me he confesado con él como ahora me confieso con usted.
—¿Y qué dijo?
—Casi no lo recuerdo. ¡Fue todo tan doloroso!
—Sí, fue todo muy doloroso — repitió don Anselmo, con voz insegura —. Has de recordar siempre esto que voy a decirte, Raquel. Andrés es un hombre, posee un corazón y este corazón tiene derecho a sentir a reclamar su parte buena en la vida. Su carácter y su orgullo debemos respetarlo. No porque sea pobre y casi miserable hemos de juzgarlo equivocadamente. La estructura de un hombre poco importa. Lo esencial es llegar a su interior, y eso es lo que tú tienes que procurar. Elegir al corazón de Andrés, que es grande y hermoso.
—Lo procuraré, Padre.
—Y cuando una mujer se casa tiene deberes que cumplir. Y esos deberes no puedes negarlos, ni negar tampoco el derecho que sobre ti tiene tu marido, aunque se case contigo sólo para encubrir una falta que cometiste. Hay que ser humanos en esta vida y juzgar las cosas y aquilatar su valor. Nunca se debe mirar el valor de una persona por lo que tiene o dice, sino por lo que es y demuestra. Y Andrés es un gran hombre; pero vuestros caracteres distan mucho de ser iguales. Y tu educación es muy diferente de la de Andrés. Tu deber de mujer es casarte con Andrés, puesto que así crees solucionar algo muy importante para ti; pero, además de casarte, debes ir a él y ofrecerte como esposa. Ningún hombre debe pagar las culpas de una mujer. Yo te perdono, en nombre de Dios, pero ahora es Andrés quien debe perdonarte en nombre de los hombres. Y para ello has de llegar a su corazón.
—¿Y si me lo cierra, Padre?
—¿No has dicho que te amaba?
—Me amaba; pero ahora ignoro lo que siente el corazón de Andrés y el sentimiento que éste puede albergar para mí.
—Cuando un hombre ama de verdad, no olvida nunca. Si le has contado a Andrés la verdad como me la contaste a mí, tu futuro esposo tiene que hacerse cargo de que tú no has tenido la culpa de lo que sucedió. Fue una desgracia, hija mía, y nadie está libre de ellas. Ahora, Raquel, si es que has perdido momentáneamente el amor de Andrés, en ti está recuperarlo. Hoy te casas con él porque lo necesitas. Tu corazón no ama el corazón de Andrés; pero algún día lo amará, porque eres justa y has de saber aquilatar el valor espiritual del hombre.
—Dios se lo pague, Padre. Me hizo usted mucho bien.
—Reza mucho, hija mía. Y acude a mí siempre que te sientas atribulada.
Un momento después, Raquel caminaba de nuevo por la falda de la montaña. Era entrada la noche y la brisa era sólida y agradable.
Al cruzar un prado para hacer más corto el camino, divisó la luz de un cigarrillo. Y se detuvo suspensa, con el corazón saltando medroso en el pecho. ¿A quién pertenecía aquel cigarrillo? Tuvo miedo, era tarde ya, y las últimas luces del día se habían extinguido.
—Me ha dicho Rosa que bajaste al pueblo — dijo la voz bronca de Andrés muy cerca de ella.
El pecho de Raquel se hinchó. No supo si era satisfacción o disgusto; pero lo cierto es que se sintió más segura al lado de aquel hombre rudo y violento, pero de un corazón noble y sencillo.
—Fui a hablar con el párroco.
Caminaron uno al lado del otro. La luz del cigarrillo brillaba suavemente en la oscuridad.
—Te has confesado — dijo Andrés de pronto, sin preguntar, como si lo afirmara de antemano.
—Sí, he confesado. Me siento liberada de un gran peso.
La voz era tenue, y Andrés apenas si pudo entenderla. Pero aún así se sintió satisfecho de que Raquel hubiera estado con don Anselmo.
Continuaron el camino en silencio. El fumaba su cigarrillo y miraba ante sí. Ella, a su lado, muda y pensativa, parecía muy lejos de él.
—Ya estamos en casa — dijo Andrés —. Ahora que ya has llegado voy a cenar. Hace una noche hermosa y los muchachos quieren sentarse un poco en el porche antes de retirarse.
—No debes cenar con ellos. Es humillante.
—Para mí no puede ser humillante cenar con mis compañeros. Desde que soy un rapazuelo he cenado con ellos y me siento orgulloso de mis pobres amigos.
—¿Y piensas continuar así después de casados?
—Ignoro lo que haré entonces. Ahora aún soy Andrés. Luego seré un… — avanzó hacia el patio, pero Raquel todavía oyó su voz bronca y dura añadir — no sé lo que soy…
El primer impulso fue correr tras él y maltratarlo horrorosamente con sus palabras; pero recordó la voz dulce de don Anselmo y agitando desesperadamente la cabeza, cruzó el vestíbulo y subió a sus habitaciones.
«Debes tener paciencia. Es preciso que tu corazón penetre de nuevo en el corazón de Andrés.»
Tiróse sobre la cama y estuvo mucho tiempo callada y seria, con las manos apretando las sienes. De súbito oyó la voz vibrante de Andrés cantando una romanza. Se estremeció. Corrió hacia la ventana y apoyó la frente en el cristal.
Allí estaba él, gallardo, alto y fuerte, con el pecho hinchado, cantando con su bella voz de barítono. Y aquella voz penetrando en el corazón de Raquel y suavizando un tanto las asperezas de su alma atormentada hasta que dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
Se retiró de la ventana y, tendida en el lecho con las manos tras la nuca continuó oyendo la voz potente que ahora cantaba una bella canción lánguida, suave y tierna. Era la voz de un corazón. Parecía traspasar los muros de la casa y penetrar en la alcoba de Raquel. ¡Y qué dulce placidez experimentó la joven oyendo la voz potente y dulce de aquel hombre! ¡Y qué ansias incontenidas de abrir su corazón y abrazar algo, algo que no podía existir porque su vida estaba destrozada!