VIII
Estaba hundida en un sillón del jardín. Vestía el traje de montar y aparecía bellísima bajo la enredadera que sombreaba su rostro. Tenía la fusta en la mano y la sacudía nerviosamente. Eran las siete de la mañana y los criados ensillaban los caballos. Sintió los pasos de Andrés y se mantuvo quieta y callada. Cuando lo vio ante ella se puso en pie.
—Buenos días, Andrés; voy con vosotros.
El hombre se detuvo. Vestía las mismas ropas del día anterior, pero su frente estaba plegada en una profunda arruga. Y Raquel observó que, como una ráfaga, el recuerdo del beso de la noche anterior pasó por la imaginación de aquel hombre que se debatía en una lucha bochornosa.
—No puede ser, Raquel. En otra ocasión ya te dije lo inconveniente de tu presencia en los campos de trabajo.
—Lo recuerdo. Pero entonces tú no eras mi marido.
—Y ahora te lo pido con mayor motivo. No es necesario que nos acompañes. Los chicos se sienten cohibidos.
—¿Los chicos? Yo no voy con los chicos, voy contigo.
—Está bien, Raquel.
A partir de aquel día no era el caballo de Andrés el que galopaba muy de mañana, eran los dos caballos, el de él y el de ella. Y Raquel fue amoldándose, poco a poco, a aquella vida, y transcurrió mucho tiempo sin que se sintiera cansada de aquella monotonía.
Pero una noche, Raquel recibió una carta. Era de Susan, y ésta se expresaba así:
«Mi querida y siempre recordada amiga:
»Un día te prometí que te invitaría a mi boda. Añadí que te mandaría una enorme tarjeta; pero considero de mal gusto enviarte la invitación ceremoniosa, cuando tengo pluma y papel y un corazón que desea tenerte a su lado. Así, pues, mi querida Raquel, tanto si estás casada como soltera, yo deseo que el día de mi boda te encuentres a mi lado.
»La vida no es como nosotras creíamos, Raquel. ¿Recuerdas mi euforia cuando afirmaba que me casaría con un hombre rico aunque no le quisiera? ¡Qué tontas somos las mujeres! He conocido a hombres ricos y guapos; pero mi corazón se prendó de un hombre no tan atractivo y sin un centavo. Voy a casarme con el secretario de mi padre, Raquel. Le amo con toda mi alma y no veo en él ni caudales ni mucha elegancia, sino al hombre, al hombre de mi vida y de mi corazón. Asiste a mi boda, Raquel. Me caso dentro de dos meses en la finca de mis padres, en una capillita pequeña y linda, que es totalmente de mi agrado y del de Fredy. Si te has casado, ven con tu marido Y si sigues soltera, ven también, porque yo no seré feliz si no te tengo cerca.
»Susan.»
Raquel permaneció con la carta ante los ojos varios minutos. Después avanzó hacia el cortinón y lo retiró. Quedó de pie en el umbral. Hundido en una butaca, estaba Andrés leyendo un periódico y fumando un cigarrillo.
—Andrés — llamó bajito.
El hombre elevó rápidamente la cabeza. Cuando galopaban por el campo, los ojos de Andrés eran luminosos, reía su boca y su ancho pecho se ensanchaba de satisfacción. Pero cuando se hallaban solos en el interior del hogar, los ojos de Andrés se volvían esquivos, ásperos, como si temieran algo, o quisieran escapar de alguien. Y aquella noche fue una mirada hosca la que Andrés clavó en ella.
—¿Qué deseas? — preguntó, con voz un poco alterada, plegando el periódico, pero sin ponerse en pie—. Creí que ya te habías acostado. Son las doce.
—Ana no me dijo que había tenido carta, la dejó olvidada sobre el tocador y cuando iba ahora a prepararme para dormir la he visto. ¿Quieres leerla?
—No creo que me interese gran cosa; pero si tú prefieres que la lea, dámela.
Raquel avanzó más. Sentóse en un diván al lado de Andrés y le entregó la carta. Andrés vestía el pijama y sobre él llevaba una bata, atada de cualquier modo en derredor de la cintura.
—¿Quién es esta Susan?
—Una compañera de colegio.
—Veamos qué dice.
La leyó rápidamente. Después la dobló en pequeños cuadros y la dejó sobre la mesa de centro.
—¿Y piensas ir?
—Me gustaría. Hemos de atravesar el mar, ¿pero qué importa? Será un viaje muy agradable.
—¿Te agrada, Andrés?
Andrés quedó pensativo. Se puso en pie y dio algunos pasos por la salita. ¡Qué personalidad! Parecía un hombre vulgar y, sin embargo, no lo era. Le satisfizo que Susan se casara por amor. Sería tal vez un hombre parecido a Andrés… Y Andrés era de los hombres que se aman sin saber por qué, ni desde cuándo. Ella lo amaba por encima de todo.
—Escucha, Raquel — dijo Andrés con acento vibrante, sentándose a su lado en el diván y cogiendo una de las manos femeninas—, a mí no me agradaría ir, lo sabes; pero si tú quieres te acompañaré. Haremos el viaje en avión, que es más rápido, y asistirás a la boda de tu amiga; pero, dime, querida, ¿no te sentirás avergonzada junto a mí? Yo no soy un hombre elegante, acostumbrado a alternar. Durante el tiempo que estuvimos solos por esos mundos, yo hice grandes esfuerzos para no desentonar a tu lado. Y estábamos solos — añadió bajito—. Ahora asistiremos a una boda y, por lo tanto, estaremos rodeados de gente. Quizá te deje en mal lugar, tal vez te avergüences de mí, de mis modales, de mis conversaciones, de mis gestos… No soy un hombre de mundo, sin embargo, tengo el orgullo de un caballero y sentiría verme sometido a estudio. Pero aun así, Raquel, yo quisiera complacerte.
Raquel elevó hacia él sus humedecidos ojos y lo envolvió en una larga mirada.
—Hubo un tiempo en que dudé de lo que acababas de decirme. Hoy, Andrés, sé no me dejarás mal en ninguna parte. Además, yo…, yo…
Se puso en pie.
—Sigue, querida.
—Yo te admito de cualquier modo. Y también…
Irguióse el hombre y la dominó con su alta estatura.
—Me gustaría saber lo que significa eso que dejas por decir — murmuró bajito.
—Es preferible que lo ignores, querido.
—¿Porque me afecta a mí?
—Lo que yo dejo por decir, sólo puede afectarme a mí; es muy doloroso.
Raquel se estremeció. Hubo un raro destello en sus ojos.
—Ven, Raquel, no te vayas aún. Quiero decirte que el pasado supone para mí cada vez menos. Llegará día día en que acaso no suponga nada; pero tú eres joven, hermosa…, tienes mucha vida por delante y quizá no te interese esperar.
La sujetó por los hombros y la miró a los ojos con intensidad.
—Eres joven y hermosa, Raquel.
—Pero esperaré siempre, siempre.
—¿Por qué, mujer?
—Porque nadie ha sabido comprenderme como tú. ¡Cuántas veces habrás deseado afear mi conducta, recordar con hirientes palabras mi pasado, y no obstante, jamás lo has recordado para ofenderme! Dices que no eres un caballero, pero que tienes su orgullo… Además de su orgullo, tienes su gentileza, Andrés y. eso es muy raro hallarlo en un hambre de campo.
—Del campo se reciben muy buenas enseñanzas. Y por otra parte yo no tenía derecho a recordar una época que tú misma habías matado casándote conmigo.
Raquel se soltó y fue hacia el cortinón que comunicaba con su alcoba.
—Raquel — añadió Andrés con raro acento—. No has puesto ni siquiera una puerta entre los dos. ¿Nunca has temido que yo, sin cultura y sin educación, traspasara la débil barrera de un cortinón rojo?
Raquel se volvió y sus ojos se iluminaron con una dulce sonrisa.
—Nunca he dudado del honor de un hombre del campo.
En dos saltos, Andrés estuvo a su lado.
—Pero esos hombres son como los demás, mujer. Con sus deseos y sus pasiones. Y yo no soy de barro, Raquel; soy de carne y hueso, como la generalidad.
—Pero me amas, Andrés.
El hombre envaró el cuerpo. Sus ojos relucieron de un modo extraño.
—Eres demasiado audaz, muchacha — susurró bajito.
De súbito algo pasó por sus ojos. Algo terrible que estremeció a la joven. Y la frágil figura de Raquel quedó envuelta en la locura de unos brazos masculinos que amenazaban ahogarla, destruirla.
—Sí, con mayor motivo, Raquel. Estoy desesperado — susurró Andrés, apretándola violentamente—. Yo te quiero. Te he querido desde que tú tenías diez años. He sufrido y he gozado soñando en ti. Y cuando pensaba que otros brazos te apretarían como yo te aprieto ahora, sentía el horrendo deseo de matar a un personaje que se presentaba amenazador ante mis ojos. Y sin embargo… Eres mía, porque me perteneces por derecho. Tengo derecho sobre ti, sí. Y yo… yo… ¡Oh, Raquel! — gimió, ocultando su cabeza en el cuello femenino—. No puedo… No puedo… Sería horroroso. Recordaría a otro hombre y, no obstante, yo te he perdonado. Pero sería imposible una unión material entre ambos, porque tú, porque yo… ¡Oh, mujer, mujer!
Raquel se mantuvo rígida. Adivinaba las luchas espirituales de aquel hombre, pero no imaginaba que fueran tan intensas y dolorosas. Acarició el cabello erizado y su mano fina y alada fue deslizándose suavemente, y quedó quietecita en el cuello moreno de Andrés.
—Calla, querido. Algún día olvidarás todo eso. Mientras, trata tan sólo de ser un buen amigo para mí.
Elevó los ojos y encontró los de Andrés.
—Estaría besándote toda la vida, Raquel. Y sin embargo, aunque eres mi mujer, yo no tengo derecho a nada…
—Nunca te he negado mis besos, Andrés, ¿verdad?
—Nunca me los has negado; pero yo…
La soltó con brusquedad y rápidamente dio la vuelta, saliendo de la salita. Raquel enjugó una lágrima y, retirando la cortina, se lanzó sobre la cama y prorrumpió en ahogados sollozos.
Aquella situación era insostenible.
* * *
Desde aquella noche, Andrés le huía. Parecía más hosco que nunca y tal vez con objeto de que ella no les acompañara al campo, salían mucho más temprano que antes. Raquel no volvió a bajar. Prefería contemplar la puesta de sol desde su alcoba que ir al lado de un Andrés silencioso y hostil.
Aquella noche salió sola a dar una vuelta por el parque y al pasar bajo el porche encontróse de manos a boca con la frágil figulina de Ana, que miraba amorosamente a un hombre no muy alto, pero fuerte y bien parecido. Los contempló con curiosidad y experimentó una dulzura infinita. Allí estaba el amor, él segundo y tal vez definitivo amor de Ana, hacia aquel Pablo qué era capataz de la «casa roja». Ana ya se había consolado, y Raquel sintió cierta satisfacción que le hizo sonreír y dar muy cariñosamente las buenas noches.
Continuó avanzando en las tinieblas. No sabía a dónde iba, pero lo cierto es que necesitaba sentir sobre su frente la brisa nocturna. Al cruzar junto al patio, los muchachos, que parecían dispuestos a cantar, se pusieron en pie.
—Buenas noches, señora.
—Buenas noches, muchachos. Cantad algo agradable esta noche — dijo cariñosa, y continuó su camino.
Se internó en el bosque. Andrés no estaba en el patio y presumió que, seguramente, vagaba por el bosque solo con sus pensamientos.
Y cuando vio brillar la luz de un cigarro, se dirigió hacia allí. Estaba sentado en el césped, con las piernas encogidas, la vista perdida en un punto inexistente y la espalda apoyada contra el tronco de un árbol.
Sentóse a su lado sin hacer ruido, pero Andrés la sintió y la contempló de un modo muy raro.
—Hola, querido. ¿En qué piensas?
—En nada.
—¿Te has cansado de tus amigos?
—Me pedían que cantara y hoy no tengo ganas.
—Nunca has cantado nada para mí. ¿Quieres hacerlo esta noche?
Andrés quitó el cigarrillo de la boca y ladeó un poco la cabeza para mirarla con mayor atención.
—¿Quieres que te cante el «baiau» o «los cascabeles»?
—Nada de eso. No tienen alma esas canciones.
—¿Para qué quieres alma, Raquel? A veces es preferible no tenerla.
—Pero tú la tienes.
—¡Demasiada alma!
Cogió la cabeza de Raquel entre sus manos. Ya no eran las manos finas y delicadas del Andrés que vagó con ella de un lado a otro durante más de diez meses, pero Raquel sintió placer bajo el contacto de aquellos dedos recios y algo violentos.
—Voy a cantar bajito algo exclusivamente para ti — dijo la voz intensísima de Andrés.
Y sin soltarla, mirándola a los ojos, la voz de Andrés, rica y poderosa, cantó tenuemente algo que llegó al corazón de Raquel. Algo que la estremeció y que la hizo desear que el pasado no existiera. Hubiera querido nacer aquella noche y conocer a Andrés solo en la finca. Sin que en su vida existiera el estigma del pasado que los separaba. Pero lo olvidó todo y cuando la voz de Andrés se extinguió abrazóse a él y el hombre la besó en la boca, larga y apasionadamente.
—Perdona, Raquel. Estoy medio enloquecido y no sé lo que hago.
La soltó y su recia figura perdióse en la oscuridad.
Raquel quedó allí, muda y absorta, con los labios palpitantes y el corazón destrozado. Amaba a Andrés y éste lo sabía; pero era lo mismo, porque ni él ni ella podían ser felices cuando quisieran. La vida los separaba. Ni ella podría olvidar, ni Andrés olvidaría nunca, porque él, mejor que nadie, había sabido lo que el pasado podía representar para Raquel.
Había sido todo demasiado duro y Andrés lo había palpado. Lo había visto y oído y nunca podría olvidar que Raquel había llegado a su lado accidentada. El podía curar aquella herida, pero Raquel nunca se lo pediría. Tenía que ser él, él solo, por su propia iniciativa, quien se presentara a curarla.
—Vas a coger frío, mujer — le dijo, de nuevo a su lado.
Raquel vio, a través de la oscuridad, la mano de Andrés y cogiéndose a ella se puso en pie. El hombre la apretó contra su cuerpo y dijo, bajito:
—Es más fuerte que nosotros mismos, Raquel.
—¿Quién, Andrés?
—El pasado.
Caminaron en silencio. Al cruzar ante el porche vieron a Pablo que se despedía de Ana.
—Pronto tendremos boda, Andrés — dijo Raquel, dulcemente.
—Tal vez. — Hizo una rápida transición y añadió: — Si es que has acordado asistir a la boda de tu amiga, dímelo porque hay mucho trabajo esta temporada y quiero adelantarlo.
—Iremos, querido.
Andrés nada repuso. Atravesaron el vestíbulo y al ascender por las escaleras, Raquel preguntó:
—¿Cómo te llaman los muchachos, Andrés?
—Don Andrés — repuso el hombre con ironía—. Quise disuadirles, pero fue inútil. Y me pregunto, Raquel, por qué antes era Andrés y ahora anteponen un «don». Es curioso, ¿verdad? Yo me río de todo eso.
Antes de que ella pudiera dar su opinión sobre el particular, Andrés abrió la puerta de la alcoba de su mujer y dijo presuroso:
—Buenas noches, Raquel. Descansa y ve disponiendo el viaje. Tal vez nos convenga a ambos:
El pasillo estaba oscuro y la alcoba no había sido iluminada aún. A través de aquella oscuridad, Andrés vio lágrimas en los ojos de Raquel.
Súbitamente, la cogió por la cintura y la apretó contra su cuerpo. La miró largamente a los ojos, la quemó con su aliento.
—No podemos, Raquel. Ni tú ni yo… Lo sentiríamos mucho, después.
—Pero yo te quiero — dijo ella, con voz ahogada.
—¡Me quieres! ¿Por qué, Raquel? No soy el hombre de tu vida. Nunca podría hacerte feliz.
—Lo sé. Pero no porque no seas el hombre de mi vida, sino porque nunca podrás olvidar…
—¡Nunca podré olvidar! — repitió Andrés, como para sí solo—. Nunca podré olvidar. — Hizo una rápida transición, la soltó y añadió bajito, dulcemente: —Descansa, Raquel. No pienses en nada. Es mejor así.