II
—Siempre estás pensativo, Andrés. ¿Qué te pasa, Andrés? ¿Por qué eres tan serio? ¿Por qué estás callado cuando todos hablan? ¿Por qué te pones serio cuanto todos ríen?
Andrés Vigil era un hombre de unos veintiocho años, tal vez más, pues las profundas arrugas de su frente le daban un aspecto de hombre maduro. Además, el pelo crespo, algo enmarañado, y la tez tostada por el sol, contribuían a acrecentar su rudeza, lo que hacía suponer que tenía muchos años más. Era anchísimo de hombros, la espalda cuadrada, la cintura breve, alto sin exageración. Y la mirada metálica de sus ojos grises, muy claros, guardaban en el fondo una dulzura indescriptible, y un poder desusado en un hombre que vivía en el campo, subordinado a una autoridad mayor.
No obstante, algo poderoso emanaba de aquel hombre rudo, que tenía en sus ojos la dulzura emotiva de un colegial y la rudeza de un rey. Y aquellos ojos famosos en la comarca por su luminosidad y por su belleza, algo rara en un hombre de su clase, guardaban un misterio inconmovible que nadie había descubierto aún. Y cuando los ojos de Andrés Vigil miraban de frente, clavándose en un lugar determinado, conmovían y fascinaban por su poder de atracción y por su seriedad y por su adustez. Sí, los ojos de Andrés eran dulces y adustos al mismo tiempo. Igual inspiraban bondad que aspereza.
Aquella mañana vestía una camisa a cuadros rojos y verdes. Desabrochada, dejando ver la tersura morena de su pecho velludo. Llevaba las mangas arremangadas y sus manos grandes, callosas y largas, de delgados dedos, sostenían un papel azul. Aquel papel estaba ajado, como si hubiese sido manoseado por cientos de manos en cientos de días. Los ojos de Andrés no se apartaban de aquel papel y su entrecejo aparecía más fruncido que de ordinario.
Vestía también un pantalón de dril color perla, algo sobado, y calzaba zapatos de gruesa piel manchados de barro.
—¿Me has oído, Andrés?
Andrés no levantó la cabeza. Guardó el papel azul y miró a lo lejos.
—Todo cambiará, Ana. Ya no seremos libres — dijo bajito, con aquel arpegio de voz bronco y profundo—. Hasta ahora hemos sido dominados por la voluntad de don Angel, que es un bendito de Dios. Desde mañana, ella vendrá y todo será reformado.
Se refería al ama. Ana lo supo y sintió una terrible congoja en el corazón.
Ana era la hija de Rosa. Se trataba de una muchacha joven, tendría unos veinte años o tal vez menos. Era morena, de grandes ojos negros, y amaba a Andrés desde que éste era un muchachuelo. Ella también recordaba a Raquel Ortiz. No era altiva ni orgullosa; pero era el ama… Además, habían transcurrido ocho años desde entonces. Quizá ahora, Raquel se convirtiera en una señorita orgullosa y déspota como las dueñas de la «casa roja», aquella casa de campo grande y hermosa que se divisaba al otro lado de la colina…
—Madre dijo que yo sería su doncella — murmuró Ana, suavemente.
Andrés levantó la cabeza. Sus grandes ojos soñar dores, ahora luminosos por el cariño que le profesaba Ana, se clavaron en el rostro de la muchacha y acarició con sus dedos callosos los dedos de Ana.
—Yo tal vez marche, Ana — dijo bajito—. He tardado mucho tiempo en reaccionar. Pero esto no es mi ambiente. Mi padre me dejó en su puesto… Soy el capataz de la finca, sobre mí recae todo el peso de la hacienda, tengo un buen sueldo; pero los hombres como yo aspiramos a algo más.
Miró de nuevo hacia lo lejos y se puso en pie.
—He de retirarme, Ana. Hay mucho quehacer todavía. A las cuatro llega ella…
Ana quedó sentada en el tronco del árbol y contempló con los ojos llenos de lágrimas la alta silueta que se perdía entre los árboles.
—No te duermas, Andy — gritó don Angel desde la terraza—. Hay mucho quehacer y tú andas hoy como desquiciada. ¿Qué demonios te sucede?
—No sé por dónde empezar.
—Cuando regresen los muchachos a comer da orden de que nadie vuelva a los campos. Es preciso que todos estén aquí para recibirla. Además, es necesario que arregléis algo el parque. Lo tenéis muy descuidado.
—Lo haré — replicó Andrés ásperamente.
Y siguió su camino.
Minutos después se sentaba en el borde de su cama. Ocupaba la misma habitación que un día había ocupado su padre. Era una estancia pequeña. Allí había una cama, dos sillas, una mesita de noche, un armario empotrado en la pared, donde él guardaba sus ropas, y un retrato de su padre sobre el tablero de la mesita de noche. La alcoba se hallaba en la buhardilla y si se ponía en pie tocaba el techo con la cabeza.
Extrajo de nuevo el telegrama y lo leyó por centésima vez.
«Esperadme día 15, cuatro tarde. Raquel.»
Lo rompió en muchos pedacitos. Después extrajo la cartera y un rizo negro, menudo, apareció entre sus dedos. Se lo había dado ella el mismo día que se fue, hacía ocho años. ¡Ocho años, durante los cuales no dejó de contemplarlo ni un solo día!
«Es para ti, Andy. Para que no olvides a tu inquieta amiguita.»
No, nunca olvidaría aquellas últimas palabras. Y jamás dejó de sentir el beso que ella había puesto en su mejilla. Después, había contemplado durante mucho tiempo el auto que, envuelto en gruesas nubes de polvo, se llevaba a Raquel. A la niña que tenía diez años y que, sin embargo, era amada como si tuviera veinte.
Los ojos grises parecieron rasgar la oscuridad de la estancia. Brillaron humedecidos. Los años fueron transcurriendo, y él, callado, áspero y frío, continuó formando un pedestal en su corazón para aquella niña que ahora regresaba convertida en una señorita. Olvidaría al hijo del capataz, olvidaría a Ana, los olvidaría a todos…
—¡Andrés!… ¿Qué haces que no bajas, Andrés? — chilló la voz de Rosa desde el vestíbulo.
Andrés de puso en pie. Guardó de nuevo la cartera, y la mirada que antes era luminosa se trocó en una áspera expresión de dura inquietud. Abrió las maderas y la minúscula alcoba llenóse de luz. Quemó los trozos que quedaban del telegrama y después se dispuso a bajar.
—Tenemos mucho quehacer, Andy. Y tú andas pensando en las musarañas.
—Está bien, Rosa — dijo rudo—. Hoy todos parecéis desquiciados.
—Ya han llegado los muchachos. Mándalos al parque.
—¿Es que pretendéis que ponga un arco lleno de laureles?
—Eso no sería del agrado del ama. Pero al menos limpia el sendero.
—Lo cubriremos de piedrecitas blancas — dijo, furioso.
Dirigióse hacia la avenida.
Era una finca grande y hermosa. La casa, ancha y circundada de una alta tapia. Grandes terrazas llenas de flores caían sobre el jardín. Más lejos se extendía el bosque, y a lo largo de la falda de la montaña los campos llenos de fruto, todo propiedad de Raquel. Una hilera de minúsculas casitas se divisaban a lo lejos. Eran los hogares de los colonos. Aquella mañana todos se hallaban reunidos en la hacienda con la esperanza de recibir al ama.
Andrés dio órdenes, riñó con dos o tres criados, hizo algo por sí mismo y después les dio la espalda y se reunió con don Angel en la terraza.
—¿No cree usted, don Angel, que fue un descuido que ella llegara sola? Usted debió ir a buscarla a Madrid.
—Me han dado órdenes como yo te las doy a ti, muchacho. No creas que soy el dueño de esto. Lo administro junto con los cuantiosos bienes de Raquel; pero no soy nadie para acudir adonde no me llaman. Por otra parte, Raquel es una muchacha de mundo. ¿Tienes un cigarrillo? Estos míos saben a demonios.
Andrés sonrió. Los cigarrillos de don Angel siempre sabían mal para él. Pero no es que supieran diferentes a los otros; es que a don Angel le gustaba fumar de los demás y dejar los suyos en los bolsillos. Era una enfermedad que todos respetaban porque, pese a su calidad de administrador, era un hombre bueno y los apreciaba.
—Tenga; pero deme a mí uno de los suyos, que aunque sepan a demonio, yo lo tolero.
—Ejem, ejem…
—Si prefiere no dármelo…
—Claro que lo prefiero.
Andrés volvió a sonreír. Sacó dos pitillos, uno se lo entregó a don Angel y otro lo prendió en sus labios.
—Está bien, don Angel. Si no le conociera creería que es usted un tacaño.
—Pero como me conoces…
—Hemos de admitir que siente usted pasión por el tabaco de los demás. — Hizo una rápida transición y añadió: — Dígame, don Angel ¿es que la señorita Raquel no tiene tutor?
—No, hijo. Sus padres murieron en un accidente de aviación. Yo era administrador y asumí todos los cargos…. Creo haber cumplido con mi obligación.
—Yo también lo considero así.
—Como Raquel no tenía más familia que sus padres, no pudo haber consejo alguno. Fue una muchacha que quedó de la noche a la mañana sin un mal amigo… excepto yo. El señor Ortiz fue un hombre cómodo. Tenía mucho dinero y jamás lo empleó en empresa alguna. Aparte de esta hacienda, el capital de Raquel es todo en metálico. Con esto quiero decir que no hubo consejo de familia, puesto que no existía tal familia, ni siquiera amigos ni consejeros. Yo administraba este capital y sigo administrándolo. ¿Comprendes?
—Perfectamente.
—Cuando murieron ellos, me dediqué por completo a esta hacienda, y a fe mía que en ocho años produjo más de lo que hubiera producido en veinte si ellos vivieran. Nunca fui ambicioso ni deseé lo de los demás. Administro este capital con la seguridad de que Raquel aquilatará en su justo valor mi honradez. Estoy satisfecho de mí mismo y creo haber cumplido un alto deber.
—Ciertamente. ¿Y por qué no ha venido en todos estos años?
—Ni yo lo creí conveniente, ni ella me lo pidió jamás. Hubo un tiempo en que pensé que tenía vocación de monja; pero no debe de ser así, puesto que regresa.
—Hace ocho años era una niña bondadosa, noble, sencilla. ¿Y si ahora hubiese cambiado, don Angel?
—Nosotros tenemos el deber de amoldarnos a su carácter.
—Usted, tal vez; pero los muchachos, Ana y yo…
—Dame otro cigarrillo, Andrés. Saben endemoniadamente bien. ¿Dónde los has comprado?
—Son como los suyos, don Angel.
—Diablo, entonces tu bolsillo debe de tener magia.
Andrés estaba acostumbrado a las ocurrencias de don Angel, pero ninguna había sido tan ingeniosa como aquella, y hubo de soltar la carcajada. Pero le dio el pitillo.
Don Angel lo chupó con placer y dijo serio:
—Amigo mío, nosotros comemos el pan de esta hacienda desde que nacimos. Tú naciste aquí. Los muchachos nacieron aquí. Tenemos el deber de mantenernos firmes en la hacienda tanto si ella es buena como si es mala. ¿Entendido? Formamos parte de estas tierras cenicientas y jamás debemos dejarlas. Oye — añadió tras rápida transición—, ¿por qué no te casas con Ana?
Andrés estiró el cuello. Rascóse la cabeza. Era rudo, fiero, áspero, sin educación, excepto la base elemental que había recibido del señor cura cuando su padre vivía aún; pero no estaba dispuesto a casarse con Ana por que Ana no era su ideal de mujer. El alma da Andrés era exquisita. Tenía derecho a elegir una mujer que fuera acorde con los deseos de su corazón. Nadie podría imponerle una esposa.
—Nunca cometeré tal desatino — dijo, queriendo ser jocoso—. Ni tengo posición para unirme a una mujer, ni tengo deseo alguno de echarme tal responsabilidad sobre la espalda.
—Es que esta casa siempre acogió a los matrimonios que se formaron en ella. Cuando Rosa muera, Ana pasará a ocupar el cargo de ama de llaves. Tú serás algún día el administrador y un matrimonio entre ambos sería muy ventajoso.
—No, don Angel. No miro el matrimonio como una ventaja, sino como una compensación a mis esperanzas. No amo a Ana. No la amaré nunca. Quiero casarme con la mujer que elija mi corazón. Ya la encontraré.
—¿No crees que es demasiado lujo para un capataz?
—Es lo único que tenemos los pobres. Que sin dinero o con él, cuando llega el amor es para todos igual.
—Eres muy inteligente, Andrés. ¿Me das otro pitillo?
—¡Al demonio! — gritó Andrés, furioso—. Se ha fumado usted dos en menos de un cuarto de hora… No, don Angel. No le daré otro. Fume de los suyos.
—Bueno, pues en honor al ama te voy a convidar yo. ¿Qué te parece?
—Me parece muy razonable.
Le alargó un cigarrillo.
—Saben mal, pero nos conformaremos — dijo don Angel —. Dime, Andrés, tú no ignoras que Ana te ama, ¿verdad?
—Yo nunca le di motivos para ello. Se lo juro a usted.
—Bueno, nunca le diste motivos, pero Ana te quiere.
—Es igual. Nunca me casaré con ella. No es la mujer por quien yo hubiera luchado hasta la muerte.
—Ejem, ejem. ¿Sabes, amigo, que eres demasiado apasionado?
—¿Y qué culpa tengo yo de ser así?
—Ninguna, hijo; pero es una desgracia.
Andrés esbozó una media sonrisa casi imperceptible. Nadie podría adivinar su significado, pues igual podía ser de alegría que de tristeza.
—Ya le dejo, don Angel — dijo tras un corto silencio—. Voy a ordenar que se alimenten los muchachos. Después de comer aún queda algo que hacer en el pabellón del jardín.
Don Angel le contempló cuando Andrés se alejaba en dirección al parque. Admiró su gallarda figura, su cabeza erguida y altiva, su paso elástico y sus aires de gran señor. Sí, Andrés era un simple capataz, vestía ropas burdas, hablaba poco, trabajaba mucho, de la mañana a la noche, incesantemente; pero nadie podría negar su innata elegancia, un algo que no se sabía en qué radicaba, pero lo cierto es que diferenciábase de todos sus compañeros.
Y el anciano se preguntó si Andrés Vigil, como su padre, dejaría pasar los mejores años de su vida en la hacienda, consagrando su vida al trabajo ajeno; o bien, un día cualquiera les daba las buenas noches y a la mañana siguiente sólo quedaba de él la ceniza del cigarrillo sobre el macetero del vestíbulo.