VII
Vestía un traje gris. Llevaba una camisa blanca y una corbata discreta. Los cabellos crespos, la mirada seria y fría. Pero aquella mañana había algo en las grises pupilas que se parecía a la ansiedad. No estaba tan moreno y parecía más fino dentro de su traje bien cortado de americana holgada. Paseábase agitadamente de un lado a otro del largo pasillo. Hundía las manos en los bolsillos del pantalón y de vez en cuando elevaba los ojos y los clavaba en la cerrada puerta.
Las enfermeras cruzaban a su lado. Lo miraban con curiosidad e interés porque era atractivo, elegante, y porque parecía inquieto y febrilmente ansioso.
De pronto aquélla se abrió y apareció el doctor, enfundado en una bata blanca.
—Ha muerto — dijo con cierta compasión.
—¿Ella?
—Ella está bien. Hay que resignarse — añadió con suavidad, estrechando la mano de Andrés.
Andrés miraba ante sí. «Ha muerto». ¿Por qué? ¿Por qué había muerto? El lo quería vivo. Penetró en la estancia.
Tendida en una cama estaba Raquel, bella, triste y exquisita. Avanzó lentamente y sentóse en una silla al lado del lecho.
—Lo siento, querida — dijo el hombre cogiendo las manos de Raquel y apoyando su frente en ellas.
—Estás ardiendo, Andrés. ¿Has sufrido mucho?
—Me he sentido decepcionado.
La mano de Raquel se extendió hacia adelante y acarició el cabello crespo.
—Gracias, querido. Pero Dios es más poderoso que nosotros.
Entró una enfermera.
—Lo siento, señor. La señora ha de quedar sola. Necesita descanso.
Andrés la miró largamente. En aquel momento no recordaba nada, sino que era su mujer y que la amaba por encima de todo. De las miserias humanas, de los rencores y de todos los odios que pudieran existir. Y, según la enfermera, había sufrido mucho, pero ella nada le había dicho, sino que, por el contrario, continuaba sonriendo suavemente con la misma dulzura de siempre. ¡Qué buena era y cómo Dios la había castigado sin merecerlo!
«No debo blasfemar», pensó. «Tal vez Dios la haya hecho sufrir para hacerla mía. O para que yo pudiera aquilatar con mayor precisión el valor de esta mujercita.»
—Puedes volver por la tarde, querido — dijo ella quedamente —. Te esperaré.
Andrés se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Era la primera vez que los labios de Andrés rozaban su piel, y la joven experimentó algo parecido a la felicidad. Y no lo amaba; pero durante aquellos meses que habían vivido uno al lado del otro sin separarse un solo día, había aprendido a descubrir el valor espiritual de aquel hombre que era rudo en los campos, y bueno y dulce a su lado. Y lo admiraba porque jamás oyó de su boca un reproche, y en cambio, recibió muchas atenciones de un hombre que, en cierto modo, no tenía derecho a saber lo que era una atención para con una esposa imaginaria.
Perdióse tras la puerta y los ojos de Raquel lo siguieron hasta que la madera pintada de blanco se cerró de nuevo.
—Es muy bueno — dijo bajito, como si hablara para sí sola.
Después pensó que Andrés Vigil merecía algo más que su cariño. Pero ella había cerrado su corazón al amor porque sabía que jamás tendría derecho a él, y no podría nunca amar a su marido.
Aquella misma tarde volvió Andrés. Llevaba un ramo de flores en la mano, y Raquel volvió a sentir una dulzura insospechada.
—Son para ti, querida — dijo el hombre sentándose a su lado, junto a la cama.
—Gracias, Andrés, son muy bonitas.
—No tanto como tú mereces.
—Eres muy galante.
—Soy tu marido.
De este modo transcurrió un día y otro y, al fin, una mañana, Raquel cruzó el pasillo, ágil, bonita y delicada, al encuentro de Andrés. Y éste al verla, sintió que algo humedecía sus ojos; pero no le dijo nada. Apretó sus manos entre las suyas, y Raquel se dio cuenta de que los dedos de Andrés eran finos y suaves.
—Podemos marchar cuando quieras, Andrés — dijo ella con cierta melancolía, que él atribuyó a un motivo que le hizo enmudecer.
—Repito que lo siento, Raquel.
Esta miró ante sí y murmuró bajito, ahogadamente:
—El pasado ha muerto. Nunca más vuelvas a recordarlo. Ahora seremos buenos amigos. Si algún día quieres marchar, hazlo. Yo no tengo derecho alguno a retenerte.
Andrés la cogió del brazo y juntos salieron del edificio. El auto estaba detenido ante la acera.
En el vehículo se hallaban colocadas las maletas.
—¿Sabías que deseaba volver?
—No, Raquel; pero yo sí lo deseo. Hice todo lo que tú has querido durante muchos meses y ahora tengo derecho a recibir una compensación y la compensación que anhelo es volver a mi mundo.
—Creí que tu mundo era el mío.
—Aparentemente sí, Raquel. Pero, ¿para qué vamos a engañarnos nosotros? Ante los hombres, mi mundo es tu mundo; para nosotros, mi mundo es mi mundo y el tuyo es diferente. Yo no podría vivir en una gran ciudad. Ni podría permanecer inactivo días y días, años y años. No creas que me he habituado a ello. Nunca podré habituarme a vivir sin trabajar — abrió la portezuela del auto y ella se sentó. El ocupó un lugar ante el volante y miró sus manos —. Hasta la fina piel de mis dedos me produce asco. Tengo que sentir los dedos duros y las palmas callosas. Ahora nadie podrá evitar que yo trabaje. Tengo ansias de ver de nuevo mis queridas tierras y mis esbeltos árboles. Y el fruto verde en los campos siempre me ha seducido y este año no pude verlo. No, Raquel, yo nunca saldré de tu hacienda. Si algún día quieres separarte de mí porque en el camino de tu vida aparezca el amor, serás tú quien me deje; yo no te dejaré nunca.
—Pero no por mí.
El auto se deslizó raudo.
—Por los campos, por mi ambiente — repuso él, bajito.
Y es que el amor que de nuevo había sentido al verla desamparada moría ahora que Raquel era una mujer libre y hermosa. No es que muriera el amor, sino el deseo de quererla, de que ella lo quisiera a él. Había por medio algo que jamás Andrés podría olvidar, y Raquel tenía derecho a saberlo.
—Está bien, Andrés — murmuró Raquel con cierto sarcasmo —. Eres un hombre abrumadoramente sincero. A veces, creo que eres delicado y otras me pareces inhumano.
Andrés esbozó una mueca casi imperceptible.
—Tengo un poco de todo, amiga mía.
* * *
Eran las nueve de una mañana clara y alegre.
Raquel se tiró del lecho, cubrió su cuerpo con un salto de cama y retirando la cortina penetró en la salita y después en la alcoba que había ocupado un día su padre y ahora pertenecía a Andrés.
La cama estaba deshecha, pero Andrés no estaba allí. Vio que Ana hallábase de pie junto a la ventana. Y a través del espejo, Raquel observó que los dedos casi infantiles de Ana acariciaban la corbata que el día anterior había lucido Andrés en el viaje de regreso.
Carraspeó y Ana dio la vuelta bruscamente, ocultando la corbata tras la espalda. Raquel supo desde aquel momento, horrorizada, si Andrés experimentaba hacia aquella muchacha idéntico sentimiento.
—¿Qué haces aquí? — preguntó, avanzando hacia la joven —. ¿Por qué ocultas esa corbata?
Ana parpadeó.
—Voy a limpiarla, señora.
—No me agrada que limpies tú la habitación de mi marido, Ana. Que lo haga Leonor.
—Está bien, señora.
Y Ana se deslizó rápidamente, dejando sobre una silla la corbata masculina.
Raquel se sentó, en el borde del lecho y quedó profundamente pensativa. ¿Por qué? ¿Por qué acariciaba Ana la corbata de Andrés? Ella nunca le había tenido gran simpatía a Ana. No sabía por qué, pero ahora se daba cuenta de ello, de los motivos por los cuales siempre experimentó cierta repulsión hacia la jovencita.
Nadie debía saber que ella y Andrés no se amaban. hubiera lo que hubiera entre los dos, no permitiría bajo ningún concepto que le robaran a su marido.
Con vaguedad miró en torno. Los calcetines estaban en el suelo, junto a los zapatos. El traje tirado de cualquier modo sobre una silla y la camisa arrollada sobre la cama. Eran las nueve de la mañana, y Raquel se preguntó a dónde iba Andrés a aquella hora.
Habían llegado la noche anterior. Habían sido recibidos clamorosamente; pero nadie sabría jamás lo que había sucedido durante aquellos meses de ausencia. Sólo Andrés y ella, y ambos para los efectos eran uno mismo.
Se puso en pie y corrió hacia la ventana. Estaba todo solitario. Pero no llegó a preguntar por Andrés porque éste apareció en el umbral de la alcoba con su horrible camisón de cuadros y su pantalón de dril algo manchado ya.
—Tengo que reír, Andrés — dijo Raquel soltando la carcajada —. Apuesto a que ese pantalón estaba limpio hace unos minutos y ahora ya lo tienes manchado.
—Soy feliz, Raquel, ¿sabes? El más feliz de los hombres porque estoy de nuevo entre mis amigos. Esta tarde tenemos mucho trabajo, y eso es para mí una gran satisfacción.
—¿Y vas a trabajar tú?
—Voy a resarcirme del tiempo perdido.
—¿Y me obligas a verte con esa ropa toda la vida?
—Te habituarás a ella, ya lo verás.
—No, Andrés — dijo Raquel, avanzando por la estancia y mirándolo todo con censura —. No me habituaré nunca a verte sucio. ¿Te das cuenta de cómo has puesto la habitación? Ropa por todos los sitios, agua en la ventana, barro en la alfombra. ¡Qué horror, querido!
—Volveré a mi buhardilla. De allí vengo ahora mismo; pero me la han acaparado y estoy dispuesto a quitársela a Pedro.
—No, Andrés. Pedro es el capataz de la hacienda. Y tú el amo.
—Recuerdo que una vez hablamos de eso y salimos mal. No habrá en esta hacienda más capataz que yo. Y no me interesa ser dueño. ¿Comprendes, Raquel? No quiero ser dueño.
Y la miraba con sus ojos acerados, con tal intensidad y resolución, que Raquel comprendió una vez más que Andrés haría lo que decía aunque ella se opusiera de rodillas para pedirle lo contrario.
—Está bien. Algún día te darás cuenta de tu error.
Le dio la espalda y dirigióse a la cortina, dispuesta a marchar, pero Andrés avanzó hacia ella rápidamente y la sujetó por los hombros.
—¿Por qué dices eso? — preguntó con voz descompuesta.
—Porque yo nunca podré amarte mientras seas un patán.
Andrés le dio la vuelta, sin brusquedad, pero con energía, y hundió sus luminosos ojos en los de ella. Raquel nunca pensó que los ojos de Andrés vistos así, casi pegados a los suyos, fueran tan bellos ni tan ardientes.
—No necesito tu amor, Raquel — dijo con voz bronca—. Nunca lo necesitaré.
—¿Acaso necesitas el de Ana?
Los dedos de Andrés se crisparon en la carne de Raquel. La capa cayó al suelo y la joven quedó en camisón de dormir.
—No menciones a Ana jamás. ¿Me oyes? — gritó Andrés, fuera de sí —. Ana es una criatura inocente y desconoce las maldades del mundo y de los hombres. No tienes derecho a manchar a Ana. Y yo no lo consentiré.
Y sin esperar la respuesta de ella, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta tras la que desapareció.
* * *
Aquella misma tarde, Raquel visitó a don Anselmo. Le contó todo lo sucedido durante el tiempo que había estado ausente, y el sacerdote la confesó de nuevo y a la mañana siguiente, muy temprano, Raquel asistió a misa.
Cuando regresó, a las ocho, el caballo de Andrés estaba apostado junto al patio. Los demás, ya se habían ido. Y al traspasar ella el umbral, encontróse de manos a boca con su marido, quien, enfundado en ropas de montar, con la fusta en la mano, salía en dirección al caballo.
—¿A dónde vas, Andrés?
—A trabajar. Volveré para comer.
Saltó al caballo, y antes de que Raquel pudiera reaccionar, el hermoso potro, con su jinete en la silla, se perdió en el próximo bosque. Raquel mordióse los labios y se mantuvo muy quieta allí, en la terraza. Sus ojos vagaron en torno al campo y después con los ojos de su espíritu trató de analizar las sensaciones que la vista de Andrés despertaba en su corazón. Pero no pudo conseguirlo. Jamás se había sentido tan deprimida ni tan desesperada, ni siquiera cuando Salvador Losada la dejó en la puerta del hotel.
«Andrés nunca podrá olvidar el motivo por el cual se ha convertido en mi marido — pensó desalentada. — Y yo necesito que alguien me quiera y yo misma necesito querer. Jamás he tenido en el mundo alguien en quien pensar y ahora que estoy casada y pertenezco a un hombre, éste nunca me admitirá en su corazón».
¿Por qué? ¿Por qué Raquel tenía aquellos pensamientos cuando estaba segura de no amar a Andrés?
—Buenos días, querida.
Miró. Era don Angel, que sonreía bonachonamente, enseñando su boca algo desdentada.
—Hola, Angel.
—¿Estás triste, Raquel?
—Estoy tal vez malhumorada. Creo — añadió tras una pequeña vacilación — que voy a vender la hacienda.
—¿Qué vas a vender…? ¿Lo has pensado bien, hija?
—Lo estoy pensando. Quizá me decida.
Y agitando la mano se dirigió al interior del vestíbulo y después ascendió en dirección a sus habitaciones.
Hundióse en una butaca y ocultó el rostro entre las manos. No supo el tiempo que llevaba allí. Observó que Ana iba de un lado a otro arreglando la estancia. Vio que metía la ropa en el armario y, por fin, suspiró cuando la vio salir.
No odiaba a Ana. Pero le repugnaba la dulce sumisión de aquella niña que amaba a su marido. Y éste la había defendido apasionadamente, como si Ana fuera para él lo mejor del mundo.
Sintió que los caballos se detenían en el parque. Irguióse y fue hacia la ventana. En medio de los criados estaba Andrés, con una sonrisa feliz en los labios. Lo miró detenidamente, como si. tratara de penetrar en el corazón de aquel hombre. Andrés era feliz con su trabajo, sus faenas del campo y sus criados… Nadie podría alejarle de aquella vida. Sería como matarlo o arrancarle lo mejor de su ser. Ella no tenía derecho a sacrificar a Andrés. Lo observó ávidamente. Tenía el cabello más crespo que de ordinario y dos mechones erizados le caían por la frente. La camisa desabrochada, dejando ver su ancho pecho fuerte y velludo. Arremangadas las mangas, arrugado el pantalón, manchadas de barro las botas. Lo vio gallardo y esbelto penetrar en el patio y sintió sus voces a través de la entreabierta ventana. No supo definir las causas, pero lo cierto es que se sintió orgullosa de él, de pertenecerle y de ser la esposa de aquel hombretón enérgico y activo.
—¿Dónde estás, Raquel? — gritó con toda su alma desde el vestíbulo.
Raquel no contestó. Pero se sintió feliz de que él la buscara… En seguida escuchó los pasos recios y abrióse la puerta de la alcoba.
—¿Es que no me has oído, Raquel?
—Considero que es de un mal gusto subido dar voces desde el vestíbulo.
Andrés no tenía deseo alguno de reñir. Soltó la carcajada. Era la primera vez que Raquel le veía reír ce aquella manera y experimento una dulce satisfacción. Además, el rostro de su marido ganaba en atractivo con aquella risa tan espontánea.
—Te has casado con un trabajador, amiga mía. Yo no entiendo de etiquetas.
—Ye me di cuenta de ello.
—Pues, entonces, no censures jamás mi euforia. Soy feliz de nuevo en mi ambiente, en mí…
—Ya me lo has dicho cientos de veces — atajó Raquel, yendo a su lado.
Le retiró los cabellos y Andrés la contempló muy de cerca.
—Raquel — murmuró, sujetándola por la cintura —. Toda la vida vamos a estar riñendo y no merece la pena para dos días que hemos de vivir. Yo nunca puedo ser tu ideal de hombre, porque he nacido de otra manera y en otro lugar. Creo que no he tenido ni siquiera infancia. Has de darte cuenta de ello y no exigirme más de lo que puedo dar buenamente. Tratemos de ser buenos amigos y admite de buen grado que yo trabaje en tus tierras. ¿Sabes a lo que vengo? — preguntó tras rápida transición —. A que me adelantes el sueldo del mes que viene. Lo he gastado todo y me encuentro sin un céntimo para tomar un vaso de vino.
—¿Y no crees que esa situación es ridícula?
—Yo la encuentro deliciosa.
—Está bien, Andrés. Eres un hombre incomprensible. Otro en tu lugar hubiera sido feliz considerándose dueño de todo.
—Yo sólo tuve una ambición — dijo Andrés, separándose un tanto, pero sin dejar de mirarla —. Poseer una mujer. No la puedo tener en mi vida. ¿no es cierto? Pues lo demás me tiene sin cuidado. El dinero me es indiferente, con lo justo para vivir me considero más que agradecido.
Raquel le dio la espalda.
—El dinero está en esa caja, Andrés — dijo con extraño acento —. Coge el que quieras, ve al campo cuantas veces se te antoje y vive tu vida si eso te agrada.
—Tú puedes vivir la tuya, Raquel.
—Muy agradecida. Pero yo no estoy loca como tú. Aunque quizá siga tu consejo y…
Andrés se aproximó de nuevo a ella y la cogió violentamente por la cintura. La apretó contra su cuerpo y su erizado pelo cosquilleó en la garganta de Raquel.
—Otro hombre, no. Raquel. Seria lo único que no consentiría.
—¿Y tú puedes tener otra mujer?
—Yo no necesito tener otras mujeres. Sólo te he ambicionado a ti y ahora…
La miró al fondo de los ojos y ella sostuvo, valientemente, la mirada. Aquella mañana, Raquel estaba más bonita que nunca, y aun cuando Andrés se dio cuenta de ello, dominó su deseo de besarla y la soltó tras de un violento esfuerzo.
Sin decir otra frase, se alejó en dirección a la puerta.
—El dinero, Andrés — murmuró Raquel, burlonamente.
—Ni eso quiero — repuso él con voz de trueno.
Aquella misma noche, Raquel sintió voces de los muchachos en el patio. Oyó la voz vibrante de Pedro cantando una bella canción moderna, y se precipitó a la escalera. Por una noche bien podía mezclarse con ellos. Lo estaba deseando. ¿No había dicho Andrés que si el marido no cambiaba tenía que cambiar la mujer? Pues ella ya había cambiado. Necesitaba estar al lado de Andrés cuando éste cantara. Pero Raquel ignoraba que su marido aquella noche había desertado del grupo, y se dio cuenta de ello cuando, al bajar precipitadamente las oscuras escaleras, tropezó con el cuerpo de un hombre, cuyos brazos la apretaron fuertemente.
—¡Oh!… — gimió Raquel.
Elevó los ojos y encontró muy cerca la mirada de Andrés. Y aquellas pupilas grises, claras, profundas, tuvieron un raro destello de ardiente deseo, que Raquel no pudo enjuiciar toda vez que no tuvo tiempo de ello. Sintió que los brazos masculinos la cerraban contra su cuerpo y después… Un trozo de fuego quemó su boca. No supo si había transcurrido un siglo o un minuto, supo tan sólo que Andrés la estaba besando desesperadamente, y se apretó contra él, vencida y desarmada.
—Oh, Raquel — susurró. Andrés, casi sin voz—. A veces…, a veces…
Raquel lo descubrió en aquel momento. Lo sintió cuando él la besaba. No pensó en la diferencia de clases, ni siquiera en el carácter brusco de Andrés, sino en que era un hombre, ¡su hombre!, y lo amaba, por encima de todo, de Salvador Losada, de su muerte, de su humillación… ¡Lo amaba!
Alzó los brazos. Todo estaba oscuro. Y aquella oscuridad ahuyentó su vergüenza y su timidez. Rodeó el cuello masculino y enredó sus nerviosos dedos en el pelo crespo.
—No, no. Sería una locura — dijo Andrés con voz baja, destrozada—. Es preferible…
La soltó. Su cuerpo ancho y fuerte tambaleóse y ascendió precipitadamente las escalinatas. Raquel apoyó la cabeza en el pasamanos y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.
Volvió, más tarde, sobre sus pasos y se tendió en la cama. Cruzó las manos tras la nuca y cerró los ojos.
Era él, el hombre que esperada cuando Susan mencionaba el matrimonio. ¿Por qué? ¿Por qué existía aquel pasado que los separaba? Nunca podría ser dueña total del corazón de Andrés, ya que éste jamás podría olvidar un episodio tan triste de su vida. Y el pasado, como si fuera una masa implacable, los separaba.