IV
Había creído que todo formaba parte de un pasado, que no volvería jamás y, sin embargo…, allí, acusador, terrible, estaba su delito.
No salió de su alcoba aquella mañana. Sentíase deprimida, horrorizada. ¿Qué sería de ella? Prefería morir a que todos supieran que ella era una mujer sin moral.
Y no obstante, pronto la voz correría por la comarca y aquellos que la habían admirado la despreciarían. Prefería morir, morir destrozada en el barranco, horriblemente humillada ante sí misma, a que el mundo se diera cuenta de su gran delito.
¿Y qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? ¿En quién desahogarse?
Dio vueltas por la alcoba. Tenía que poner remedio, rápidamente, pronto, en seguida… Pero, ¿cómo? ¿Quién podría ayudarla?
Se detuvo bruscamente. Sólo una persona podría ayudarla, porque la amaba. ¡Andrés! Andrés podría ayudarla; pero…, ¿se atrevería ella a decírselo? ¿Descubrir su vergüenza? Sí si Andrés tan rudo, tan áspero, tan fiero, la desdeñaba. ¿Y si después su vergüenza era mucho mayor? ¿Qué diría él? ¿Qué concepto formaría de ella? Horrible, lo suponía. Pero, ¿qué importaba? Un día cualquiera, después, Andrés podría marchar. Era preferible que la dejara su marido a que el mundo supiera…
Nadie, nadie podría imaginar jamás la desesperación de aquella muchacha que no había cometido más pecado que el de aceptar la compañía de un hombre desconocido. Había sido engañada. Salvador Losada la había juzgado mal porque ella, inconsciente, se dejó juzgar así. Pero no había sido absolutamente culpable. Había bebido, jamás creyó que unas copas de champaña… Y después… ¡Qué horror! Tiróse sobre la cama y sollozó. Jamás había llorado con tanta desesperación. ¡Jamás!
Ella no podría nunca explicar lo sucedido. Nadie la creería, y por otra parte, el mundo no se reducía a un puñado de seres, los habitantes de la finca, que quizá por cariño disculparan su culpa, sino a un mundo inmenso, lleno de millones y millones de almas.
Se puso en pie. Tenía que obrar rápidamente, en seguida. Era preciso hacer algo, y Raquel se encontró de pronto con una energía desusada en ella.
Salió hacia el pasillo. Ana cruzaba en aquel momento ante ella.
—¿Ha venido Andrés, Ana?
—Hace unos minutos, señorita. Se está lavando para comer.
—Por favor, dile que le espero en el despacho ahora mismo.
Cuando se abrió la puerta del despacho, Raquel se hallaba de pie, apoyada en el tablero de la mesa.
—¿Me llamaba?
—Pasa y cierra, Andrés. He de comunicarte algo horrible.
Andrés no se inmutó. Parecía hecho de piedra.
—Usted dirá, ama.
Raquel aspiró hondo. Se ahogaba. ¿Qué podía decirle a aquel hombre? ¿Y cómo iba a reaccionar él en el supuesto de que ella le comunicara la verdad?
—Está usted descompuesta. ¿Sucede algo en la hacienda? ¿Es que mi trabajo no es…?
—No voy a hablarte de la hacienda — dijo Raquel, con fuerza—. Quiero hablarte de mí.
Ni un músculo se movió en el rostro atezado del capataz. Y ella estaba mucho más hermosa que nunca con aquella palidez que cubría su semblante, y con el brillo inusitado de sus grandes ojos, que ahora miraban en torno como acorralados.
—Necesito que te cases conmigo, Andrés — dijo bruscamente.
El dio un paso atrás y la miró como alucinado.
—¿Casarme con usted? ¿Qué ha dicho usted? ¿Por qué necesita casarse conmigo? ¿Por qué?
—Sé que me amas.
Andrés envaró el cuerpo. Un copioso sudor bañó su frente. Las arrugas paralelas que la cruzaban se hicieron más profundas.
—Eso no es un motivo — dijo con voz ronca.
—No, no lo es. Voy a contarte una historia, Andrés. Siéntate, por favor. Estoy enloquecida. Y sólo tú, en memoria dé tu padre y de los míos, puedes ayudarme. Estoy en tus manos, ¿comprendes?… Es preciso que, aceptando o no, esto que voy a contarte quede para siempre entre los dos. Me has querido desde que yo tenía diez años. No me mires de ese modo. Lo sé, Andrés. No me di cuenta hasta que espié tus gestos, tus miradas, y hasta que cantaste el otro día… Cantaste para mí, ¿verdad?
—¡Cállese! — gritó Andrés, pálido por el esfuerzo—. Puede pedirme que me case con usted. Puede aceptar o no; pero no tiene derecho a escarnecerme de ese modo. No debe hacer mofa de un amor que es tan viejo como mi vida.
—¡Oh, Andrés, no quise ofenderte! No puedes imaginar lo que me sucede, porque todos me habéis colocado demasiado alta en el pedestal de vuestros corazones. Y sin embargo, soy tan inferior… como un gusanito. Escucha, Andrés, y no seas demasiado severo al juzgarme…
* * *
Se extinguió la voz, y un ahogado sollozo rompió el silencio que reinaba en la estancia.
Andrés, rígido como una estatua, se hallaba de pie a su lado. Tenía los dedos de sus manos crispados nerviosamente, y gotas de sudor perlaban su frente. Los ojos metálicos parecían de acero y sus labios se hallaban apretados horriblemente.
—¡Cállese! — gritó ronco—. Ahora no es momento para llorar.
Raquel sintió que algo horrible penetraba en sus venas. El hombre, como un juez, se alzaba ante ella acusador, frío, duro y violento.
—En realidad — dijo Andrés, con voz amarga — no es usted responsable de nada. Le dije a don Angel que fuera a buscarla. Habían sido muchos años de internado y su experiencia era nula. Pero nunca creí que llegara a tan alto grado de inconsciencia. El ha muerto, y hubiera sido preferible que ambos fueran en el interior del auto cuando éste se estrelló contra la acera. Y yo, que soy un pobre hombre que no puedo inspirar amor porque soy rudo y bravo, tengo en mi poder el honor de una mujer. Pero aun así, me casaré con usted, Raquel. Sí, me casaré con usted.
Raquel irguió la cabeza y avanzó hacia él. Lo miró fijamente. Las lágrimas habían abrillantado aún más sus ojos y la mirada que ahora clavaba en Andrés era dura y ardiente.
—No tienes derecho a juzgarme. Te pido un favor y tú aceptarás o no, pero nada más.
—En efecto. Un hombre como yo no tiene derecho a juzgar, sino a sentirse agradecido ante el favor que de él solicitan — dijo con extraño acento.
—¡Cállate! Sobre mi dolor y mi humillación está tu aspereza. Pero no tienes derecho. ¿Me oyes? No te lo concederé nunca.
—¿Pero va usted a casarse conmigo?
Raquel retrocedió unos pasos. Su espalda chocó con la madera de la puerta.
—Sí, voy a casarme contigo porque eres el único que conoce mi pecado…
—Me lo ha hecho usted conocer hace un momento.
—En cierto modo estás obligado a… a…
Andrés avanzó hacia ella y la sujetó por los hombros. El sufrimiento de aquel hombre era extraordinario, porque la imagen que había elevado hasta su corazón pura, fina, exquisita, se había convertido en unos momentos en una mujer como las demás. Se había derrumbado aquella imagen y el corazón duro de Andrés se hallaba desgarrado. Lo había desgarrado ella con su confesión. La sacudió fríamente. La mirada metálica de sus ojos era ahora más parda, más acerada. Y el trazo de su boca rígido y áspero produjo un extraño escalofrío en aquella mañana que había creído hallar en Andrés un sumiso aliado.
—No estoy obligado a nada — dijo él intensamente—. Me han pagado un sueldo por trabajar y di más rendimiento que dinero me han entregado. No estoy obligado a nada porque cumplo con mi deber. Eso es diferente. En estos momentos usted sólo es una mujer y yo un hombre. Se educó en un gran colegio — añadió con ironía—. Yo he sido criado al amparo del campo, y como él, crecí a mi albedrío. Aprendí la rudeza de los labradores y aquilaté el valor de las personas por lo que eran, no por lo que parecían. Había elevado un pedestal en mi corazón para su recuerdo, y ahora lo ha destruido usted de un manotazo. Y usted, que es exquisita, fina y elegante, y tiene una fortuna fabulosa, se cree con deber a ordenarme que me case con usted para subsanar una falta que cometió otro. Y quiero decirle que si me caso no es porque me crea obligado a ello, es porque soy un hombre digno dentro de mi misma rudeza, y tengo compasión de una mujer — se inclinó hacia ella y sin soltarla la miró al fondo de los ojos. Los suyos, claros, grises, parecían dos gotas de plomo derretido—. Me caso con usted por compasión. Mañana, pasado, dentro de un día o de un año, yo desapareceré. Ya no la amo — prosiguió con voz bronca—. Yo amaba a una mujer buena, santa, noble, sencilla y espiritual. Y ahora me doy cuenta de que es usted otra mujer más, otra de tantas.
La mano de Raquel se alzó violentamente y golpeó por tres veces la mejilla de Andrés.
—Por descarado. No debes faltarme al respeto — gritó jadeante—. No lo consentiré nunca. Creí que eras un hombre de corazón y eres un canalla. Te lo conté todo, cómo había sido. Y tú tienes que darte cuenta de que no fue culpa mía. Ahora buscaba tu ayuda y encuentro tu desprecio.
—Marcha. Déjame sola.
Andrés la miró de una forma muy rara. Luego, su alta y corpulenta figura se perdió tras la puerta, y Raquel tiróse de bruces sobre la mesa y rompió en fuertes sollozos.
Y entre tanto ella lloraba, la sombra del hombre perdíase en el bosque. La cabeza parecía ir a estallarle. Sentía unos latidos locos, y los ojos, aquellos ojos duros que jamás se ablandaban, estaban llenos de lágrimas; y dos gotas, gordas, saladas, amargas, rodaron por la tez bronceada hasta confundirle con su aliento.
* * *
Avanzaba serio y hosco. No había comido, no hacia cenado y ahora se retiraba a su cuarto cuando los muchachos cantaban en el patio.
Atravesó el oscuro pasillo y abrió la puerta.
Una figura de mujer se hallaba sentada en el borde de su sobado lecho. Al verlo, Raquel se puso en pie. Tenía los cabellos un poco en desorden y sus ojos llenos de lágrimas se alzaron suplicantes hacia el rostro rígido de Andrés.
—Te he buscado esta tarde.
—Estaba en el campo — repuso él, cerrando la puerta e inclinándose para no tocar el techo con la cabeza.
Ya no parecía tan duro ni tan áspero. Había meditado mucho durante aquellas horas y más que asco, ella le inspiraba pena. Había sido víctima de la maldad humana. Y ahora lo era de su pecado. Andrés sabía que para Raquel, exquisita, distinguida y educada en un ambiente selecto, aquella humillación tenía que ser espantosa… Sabía, también, que pasaba por un momento crítico en su vida de mujer, y no ignoraba que de él dependía la existencia de aquella chiquilla que había matado en él el buen concepto que de ella formara. Pero Andrés, a pesar de todo, era un hombre humano y con humanidad juzgaba a Raquel Ortiz. No, no había tenido ella toda la culpa. Había sido la vida, los hombres o el Destino, que la reservaban para él, para recibir con su nombre una gran humillación.
—Vuelva a sentarse — dijo, señalando el borde del lecho —; es algo duro, pero confortable para descansar unos momentos. Dígame. No es prudente que me visite en mi… guarida — concluyó mordaz.
—Eres cruel, Andrés — murmuró ella, con ahogada voz—. Sabes lo que pasa por mi corazón, y, sin embargo, te gozas en mi dolor.
—A veces, es preciso expiar el dolor para aquilatar el valor de las cosas.
—Sí, la experiencia me lo ha demostrado.
—¡Triste experiencia!
Levantó la cabeza y preguntó:
—¿Cuándo quiere casarse? ¿Desea dar usted la noticia o la doy yo? ¿No ha pensado en lo que dirán los muchachos, Rosa, don Angel, los vecinos, los colonos…? Imposible decirles que ha sido el flechazo — añadió con ironía —. Sería absurdo mentir un amor que no puede ni debe existir jamás.
—Yo procuraré quererte.
—No lo necesito — murmuró Andrés, con intensidad—. Nunca he sido un pordiosero. Además, ya no la quiero.
—Eres duro, Andrés.
—Soy duro como las piedras del barranco. Me he criado entre ellas. Yo nunca sabré decir palabras exquisitas, ni engañaré jamás a una mujer. Ella, si me ama, lo verá en mis ojos. Yo también he soñado — añadió bajito, con voz destrozada—. He soñado con una mujer, unos hijos y un hogar…
Hallábase sentado en una silla baja y sus altas piernas estaban extendidas hacia adelante. Estrujaba la gorra entre sus dedos callosos y los pelos crespos le caían ahora por la frente amplia y morena.
Raquel se puso en pie y fue hacia él. Colocó una mano en el hombro masculino y susurró bajito:
—Y me has asociado a tus sueños.
Andrés movió la cabeza de un lado a otro.
—No — exclamó sin fuerza—. Era su figura; pero tenía otro corazón. Para dar vida a mis locos sueños tenía que ver el rostro de una mujer, y veía el suyo. Pero jamás he pensado en casarme con usted. No lo creía posible y prefería que no sucediera nada que me obligara a ello. Veía su rostro, sí; pero estaba seguro de hallar a otra mujer que, sin ser usted, se le pareciera. ¡Era el amor más bonito y bello del mundo! — suspiró. Elevó los ojos y los clavó en la faz ideal de la muchacha—. Puede decirles que se casa conmigo porque necesita un hombre que cuide de sus tierras… Es algo inverosímil. Nadie lo creerá. Pero hay que decir algo.
—No necesito decir nada — replicó Raquel, con rabia—. No tengo que dar cuenta a nadie de mis actos. Me caso contigo porque me da la gana. Y por otra parte, ¿tan extraño ves que pueda estar enamorada de ti?
Andrés soltó una carcajada bronca, horrible.
—Sería de novela y nosotros no estamos viviendo una novela. Estamos viviendo la vida.
—Muy inferior te crees… — dijo ella, con raro tono.
—O demasiado superior.
—Hasta para decir las cosas más duras eres inhumano.
—Si no fuera duro, no sería inhumano.
Se puso en pie y la dominó con su alta estatura.
—Estoy a sus órdenes — añadió secamente—. Cuando quiera podemos casarnos.
—Más tarde, transcurrido algún tiempo, podrás marchar — dijo Raquel, con voz ahogada—. Ningún hombre está obligado a vivir al lado de una mujer que desprecia.
Andrés estaba rígido y frío ante ella. Nada repuso, diríase que no la había oído. Raquel repitió las mismas palabras y, entonces, el hombre movió la cabeza de un lado a otro y murmuró con extraño acento:
—Lo que he de hacer más adelante, ni lo sé yo mismo.
—Hablaré ahora con don Angel. Es el único a quien me creo obligada a participar mis planes. Los demás no me interesan.
—No son gusanitos — gritó Raquel—, pero si son mis criados.
—También yo soy su criado.
Raquel fue hacia él y lo sacudió por los hombros, al menos intentó hacerlo, pero el cuerpo ancho y fuerte de Andrés no se movió. Con voz desgarradora, la joven dijo:
—Repito que no te considero un juez para juzgarme. Además, aún estás a tiempo de volverte atrás. No quiero nada a la fuerza. Te pido un favor, no te lo exijo, ¿comprendes? No te exijo nada.
Ahora Andrés salió de su modorra. Sacudió la cala cabeza y una mueca casi imperceptible estremeció su boca.
—Nadie se atrevería a exigirme una cosa parecida. Soy yo el que se casa con usted, no usted la que se casa conmigo.
Y dando la vuelta, se dirigió al umbral y desapareció.
Raquel corrió hacia la ventana y pegó su frente al cristal. Segundos después, la figura masculina se perdía en el bosque.
La muchacha llevóse las manos al pecho y sintió que el llanto se deslizaba por su rostro. ¡Qué tormento y qué rabia suponía para ella tener que soportar el desprecio de aquel hombre ordinario que era un simple criado y para decir las cosas parecía un señor!… Apretóse las sienes con ambas manos y las frotó con intensidad, como si pretendiera alejar el dolor que las hacía palpitar aceleradamente.