Capítulo 14
Acababa de regresar de la escuela.
Eran escasamente las seis de la tarde. Estaba allí, hundida en un sofá cuan larga era, ante la chimenea encendida. Sentía frío y sabía que no lo hacía. Era el frío de dentro, como si el alma se le fuera filtrando por los huesos.
Tenía un libro en la mano, pero no leía. Se miraba a sí misma. Por dentro, no su físico. Lo sabía de memoria, pero por dentro no era tan fácil conocerse, aunque se tratara de su propia persona.
Se había ido, estaba segura. Regresaría a Madrid y no volvería jamás. Era lo mejor. Para ella, para él.
—Marta…
Ojalá nunca volviera. Ojalá…
—¡Marta! —gritó Martina.
Marta la miró, como si se tratara de un fantasma.
—Marta, te estoy llamando y no me oyes.
—¡Oh, perdona…!
—Es que te llaman por teléfono.
Se sentó en el diván.
Miró a Martina, interrogante.
—¿Quién?
—No lo dijo. Es una voz femenina. Una voz fina…, delicada.
—¿María?
—No.
Se fue poniendo en pie. Caminó hacia su pequeño despacho y se sentó tras la mesa. Asió el auricular y apoyó el codo en el tablero de la mesa.
—Diga —preguntaba, en el mismo momento en que Martina cerraba la puerta—. Diga… diga.
—Marta. ¿Eres Marta?
—Sí, pero…
—Ya sé, no me conoces. Después de tanto tiempo… Soy Elvira Fernández Escalante.
—¡Oh…!
—Dirás que soy una impertinente al atreverme a llamarte.
—No…, no…
Estaba como aturdida. Como ida. Como si su voz no le perteneciera.
Reaccionó. Intentó por todos los medios serenarse.
—Dime, Elvira. Sí que ahora recuerdo tu voz… Era así de pastosa… Así de tenue. Ya sé que te has casado, ya sé que tienes dos hijas…
—Y tú, Marta…
—Yo sigo aquí… Es decir, he recorrido muchos pueblos. Ya sabrás que soy maestra de escuela. Para el próximo año tal vez me marche a Madrid. Es posible que pueda solicitar escuela ahí. A decir verdad estoy un poco cansada de los pueblos. Viajo mucho, ¿sabes?
—Marta… es inútil. Te voy a hablar igual de lo que he decidido hablarte.
Quedó cortada.
—Hace un rato que David salió de aquí. Regresaba al pueblo.
—No… no sabía que había vuelto a Madrid.
—Sólo ha venido a verme… Está desesperado. No acabo de entender cómo pudo estar siete años esperándote, y a la vez llevarte tan dentro. Pero el destino, como siempre, suele jugar malas pasadas… ¿Quién iba a decirle a él que un anuncio en el periódico diera tales resultados?
¿Un anuncio?
¿El hombre del anuncio… era él?
Por eso su voz le parecía familiar, como de haberla oído poco tiempo antes… Pero… pero…
—María, ¿te has caído?
—No, no —su voz tenía un temblor convulso—. No, Elvira. Es que me resbaló… el codo. Lo tenía apoyado en la mesa.
—Ya se lo decía yo a David. Lo que menos él imaginó es que tu amiga iba a pensar en ti para el hombre del anuncio. Imagínate la sorpresa de David… Fue algo tremendo. Sorprendente.
No le cabía en la cabeza.
No entendía bien.
Oh, no, no, lo entendía todo perfectamente. El hombre del anuncio y David, era la misma persona, y María… ¡Bendita María! ¿Bendita? ¿Estaba loca? ¿Qué cosas pensaba?
—Así que no te extrañe que haya corrido a conocer a la maestra. No sé por qué sospechó. Bueno, eso ya te lo explicarla él. Fue de gracia. Ernesto y yo casi lloramos de risa, de emoción, porque nos dimos cuenta de que David, sin saberlo él mismo, buscaba en cada mujer a la muchachita que había querido y que no creía recordar. Pero, sin duda, la recordaba.
Guardó silencio.
Marta no respondía. Estaba allí, como aplastada contra la mesa, aún paralizada. ¿Cambiaba las cosas aquello? ¿Las cambiaba?
No, y sin embargo… cedía la dureza en sus sentimientos. Sentía que cedía. Era absurdo, pero era así.
—Marta… no me dices nada.
—Luego vendrá David… ¡Si dices que está camino de aquí!
—Sí, por supuesto…
—Hablaré de nuevo con él, Elvira. Tal vez… No sé… No sé. Ya veremos. Te llamaré mañana. Si vuelve por ahí, no le digas que has hablado conmigo.
—Te doy mi palabra. Pero, por favor…, ayúdale a encontrarse a sí mismo. Piensa en olvidar el pasado. Reanúdalo únicamente y piensa en el futuro. Que él olvide y que tú te olvides…
—Lo intentaremos, Elvira. Gracias por llamarme.
Colgó.
Quedó tensa.
De repente se puso en pie. Tenía que contárselo a María. Le diría… No sabía aún cómo se lo diría.
Los dos niños andaban por el pequeño jardín. y al ver a la señorita maestra corrieron hacia ella.
María los asió por un brazo.
—Te brillan los ojos Marta —le dijo, y mirando á sus dos hijos ordenó—: Estaos quietos. ¡Qué niños más revoltosos sois! Oye, Marta, pasa. Tengo que contarte algo. Ya sé que vas a decir que soy ridícula, pero hasta casi me emocioné ayer noche.
Marta iba a contárselo, pero nunca sabría decir por qué razón guardó silencio, esperando que María le contara lo que la había emocionado.
¿Tal vez Juan, al fin, había conseguido destruir la frigidez de María?
Pero la voz suave de María la sacó de dudas.
—Ayer noche, antes de que llegara Juan, me llamó, por teléfono, el hombre del anuncio.
Marta se tensó.
Pensó mucho en pocos segundos.
Infinidad de cosas.
Y estuvo a punto de decir muchas otras, pero al fin de cuentas no dijo nada, y miraba a su amiga como si talmente fuese un fantasma.
—¡Marta! —exclamó María, asombrada—. ¡Cómo me miras…!
Marta sacudió la cabeza.
—Sigue, ¿qué te ha dicho?
—Me pidió que hablase contigo, que te convenciese. Yo ya le dije…, ¡qué sé yo lo que le dije!, pero él insistía e insistía…
—Y tú te ofreciste a convencerme —dijo, suavemente.
María enrojeció.
—No, no. Le dije que no tenías un buen concepto del matrimonio. Cosas así. Ya sabes. La verdad, al fin y al cabo.
—Él te preguntaría si yo había tenido otros amores, ¿no?
—Pues… oye, parece que no te enfadas.
Marta se alzó de hombros.
—Te escucho únicamente. Sigue. María. ¿Te preguntó eso?
—No, no. Sólo me dijo que estaba solo, que si situación económica era estable. Yo le dije que a ti eso no te importaba en absoluto. Que tú también la tenías, pero que no pensabas casarte. Es decir, la cosa discurrió por ahí. De todos modos insistió mucho en llamarme hoy, para saber lo que tú me respondías.
—Dile que… lo estoy pensando.
María, sorprendida, dio un salto en el sofá.
—¿De veras? —Tenía expresión feliz—. ¿De veras, Marta, que vas a pensarlo?
—En realidad, mi soledad… Ya sabes. Yo creo que él tiene un poco de razón. El amor para mí, es tabú. Yo no creo en los grandes amores, ni en los chicos. Yo creo más bien en que dos personas de distinto sexo se gustan, se comprenden y basta. Atraerse es importante, por supuesto. Si él me gusta físicamente, ¿por qué no? Siempre será algo más potable que Germán. Y no creas, la situación económica también es importante. Se debe tener en cuenta.
—Marta —murmuró María, desilusionada—. Has cambiado.
—Los años. Yo digo que los años obligan a una a reflexionar. Lo extraño es que siendo tú una mujer incomprendida por tu marido, intentes casar a la gente por amor.
—Nada tiene que ver uno con el otro. Tengo amigas que son felicísimas y otras que les ocurre lo que a mí, pero ya te he dicho que una vive pegada y obligada a sus deberes y el que acierta, ¡mira qué bien!, y el que no acierta, pues se aguanta. No tiene más remedio. La sociedad está montada así.
Marta miró el reloj.
Se puso en pie.
—Tengo que irme. Hoy ni siquiera tomo el té contigo.
—Oye, ¿entonces qué le digo?
—Dile eso, que bueno, que me gustaría conocerle. Que, al fin y al cabo, su situación económica es sólida y si no es demasiado viejo y es relativamente atractivo… —se alzó de hombros—. Pues sí, que intentaré aceptar su proposición.
—Marta, ¿estás segura de que quieres que se lo diga?
—No le quites ni le pongas nada. Puedes añadir que me estoy cansando de ser soltera y que he tenido hace ya años un novio, que ahora, de repente, ha aparecido en mi vida y me está molestando de continuo para que continuemos nuestras relaciones.
María tenía los ojos tan abiertos como si le fueran a sallar de las órbitas.
Marta rió.
—Marta, ¡estás tan desconocida!
—¿Tú crees?
—Opuesta. Tú tan delicada, tan así…, de repente no te importa nada o no parece importante.
Marta iba hacia la puerta con andar elástico. Como si jamás cusa alguna le importara un pito.
—Una termina cansándose de ser espiritual, chica. Tú le dices eso. ¿Eh? Lo del no vio se lo dices muy clarito. Si aun con el lastre de ese amor me acepta, que vaya a mi casa.
—Marta, Marta… ¡qué distinta estás hoy de otros días!
Claro. La cosa no era para menos… Diente por diente. La ley del Talión. Pero… ¿iba a servir de algo darle aquel golpe bajo a David?