Capítulo 1
«Hombre de treinta y cuatro años. Buena presencia, buena salud económicamente bien situado, culto, con ideales humanos definidos, dispuesto a la comprensión y a una buena y honesta amistad, con vistas a un futuro amoroso matrimonial, busca amiga culta, bien parecida, sana, educada y comprensiva, que esté dispuesta a dar cuanto reciba, entre los veintiocho y los treinta años. Escribir al apartado…»
—Es curioso —comentó Marta, doblando d periódico—, nunca acabaré de entender esta sección periodística. Ni comprenderé jamás qué tipo de hombre con todas las virtudes que enumera busque esposa por mediación de esos anuncios.
María Silva dejó de manipular en la tetera para mirar a su amiga.
—No creas, a veces, ocurren cosas sorprendentes. Matrimonios felicísimos unidos así, tan estúpidamente, como tú dices. Hombres solitarios, hombres tímidos, hombres de negocios. Hombres, en fin, que carecen de tiempo para buscar una mujer o se han acordado tarde y prefieren dar la cara con la verdad, que buscar esposa en esta barahúnda humana que es el comercio de carne de la mujer actual.
—No exageras tú nada.
María servía el té a su amiga.
—Dos terrones, ¿no?
—Como siempre —dijo Marta y removió el azúcar en la tacita de porcelana—. Gracias, María —y sin transición—: No estoy tan de acuerdo. Para un hombre tímido, siempre existe un día propicio durante el cual encuentra a la mujer de su vida. No concibo un matrimonio que se lleve a cabo por medio de estos anuncios absurdos.
—Pues yo te diré —dijo María, divertida— que me gustaría estar soltera, por una sola semana, y escribirle a este fulano.
—Estás loca.
Llevó la laza de té a los labios.
Eran jóvenes ambas, no más de veintisiete años, aunque a Marta bien podrían calculársele cinco menos. María en cambio, ya tenía dos hijos de nueve y siete años, un marido que no era precisamente un dechado de perfecciones y una vida trabajosa, con la cual bregaba María con toda la firmeza de que era capaz. Y María era capaz de mucho.
Marta echó el periódico a un lado, dejó la taza vacía en el plato y encendió un cigarrillo, del que fumó con fruición.
Luego fue hacia un mueble y recogiendo un cenicero, volvió a sentarse en frente de su amiga.
—Olvidando un poco este asunto que, en realidad, nada nos concierne, tengo que decirte que tu hijo Alvarito es un desastre. No avanza. Suspendió cinco asignaturas en la última evaluación. No sé qué cosa voy a hacer con él. ¿Sabes lo que piensa con respecto a tu hijo mayor? Sería conveniente que lo enviaras a un internado. Es indisciplinado, listo; pero vago. Distraído, demasiado infantil para sus nueve años, pero sólo infantil cuando le conviene. Yo en tu lugar, te repito, tomaría medidas. Los estudios no están ahora para tomárselos a broma.
—Dile todo eso a Juan. Tú sabes bien que aunque aparento que mando en mi hogar, el que rompe y raja es mi marido. Y no creo que un tipo como Juan sea capaz de sacrificarse por sus hijos. Sabes, asimismo, que él me entrega una cantidad al mes y ahí se queda todo. Lo que yo haga con ella le tiene muy sin cuidado, aunque jamás me permite que no me alcance. Él tiene sus cotos de caza y pesca. Él va todos los días al club a jugar la partida. Él viste y vive como un pachá, pero en casa yo me multiplico para administrar lo poco que me entrega, dado el coste de vida actual. Juan piensa que yo me arreglo hoy con la misma cantidad que me arreglaba hace seis años y tú sabes que eso es imposible. Pero vete y díselo a Juan. En seguida me llama mala administradora —suspiró—. Mira, Marta, ¿sabes lo que te digo? El amor es muy bonito, tal como lo escriben los novelistas y los poetas. Mueve montañas, según ellos: endereza bosques de pinos torcidos. Todo, con que les dé la gana, pero a veces, como en mi caso, es un desastre.
Marta miró el reloj. Tenía dos clases a aquella hora y, luego, la clase nocturna para los hombres del pueblo que nunca pudieron cursar estudios y que algunos se empeñaban, casi después de viejos, en adquirir el título de graduado escolar.
—Otro día seguiremos hablando de esto —dijo, riendo—. Mañana volveré a merendar contigo. Pero de todos modos ya te adelanto que no me interesa Germán para marido.
Ernesto Ruiz aún no había dejado de reír. Tenía las dos manos sujetando el vientre y apoyado contra la vitrina del instrumental, estaba a punto de derribarla. En cambio, David Escalante miraba a su cuñado con expresión muy seria. Se diría que la risa de Ernesto le empezaba a sacar de quicio:
—¿Quieres decir que el anuncio es tuyo?
—¡Deja de reír, que me crispas! —gritó David, exasperado—. Es mío y no me interesa negarlo y nadie me obligó a venírtelo a decir.
Ernesto dejó de reír y volvió a leer el anuncio y vio bajo el brazo de David el montón de cartas recibidas.
—¿Las has leído todas? —preguntó Ernesto, guasón.
—O lo tomas en serio o dejamos de hablar de ello. Vengo a ti a desahogarme y resulta que me tomas a risa.
—¿Y cómo no he de tomarte, hombre? Conoces a montones de mujeres, todas bien situadas, hermosas, jóvenes, y vienes a poner un anuncio en el periódico…
—Es distinto —dijo David, enojado—. Muy distinto. Las mujeres que conozco no me van. No me casaría con ninguna de ellas por nada del mundo. Recuerda aquella vez que estuve a punto de casarme, y un día descubrí que se entendía con mi mejor amigo. Recuerda aquella otra vez que, cuando ya disponía mi matrimonio, viene tu mujer, mi hermana, y me dice qué hacía yo esquiando con mi novia cuando jamás me había puesto un esquí. Yo no era. Entonces, mi novia también me engañaba. Tengo mala suerte, Ernesto. Con casi todas las novias que tuve, me acosté a la semana de conocerlas.
—Bueno, ¿y qué? Mejor, así las conocías en su intimidad, que no creas, es peliagudo casarse y no saber si la mujer que has elegido te va sexualmente.
—No seas bestia. Yo estoy chapado a la antigua.
Ernesto soltó la carcajada.
—¿Estás chapado a la antigua y pones un anuncio de ese tipo en el periódico?
—Habrá montones de mujeres que como yo buscan una verdad sin florituras. Las hay y por esa razón yo las busco así. Tengo conocimientos de grafología. Por los rasgos, yo conozco algo de ellas. Alguna existirá que me vaya a mi temperamento. ¿Entiendes?
—No. Nunca he creído en la grafología. Y por otra parte, encuentro extraño que un hombre mundano, casi perfecto como tú eres, busques ese método para casarte.
—Nadie dijo que me fuera a casar, sin conocerla. Primero leeré estas cartas, después las seleccionaré y. más tarde, me entrevistaré con alguna candidata. Después vendrá lo demás. Te digo que en el mundo hay montones de mujeres honestas que nadie ha conocido aún. Sin ir más lejos, Miguel Sanata se casó así, por medio de un anuncio y todos los días me dice que es inmensamente feliz y es verdad que lo es.
Ernesto miró a su cuñado de una forma pensativa. Después se quitó la bata blanca y dijo:
—Mi consulta, por hoy ha terminado. Si quieres, presto estoy a ayudarte a leer toda esa montaña de correspondencia. ¿Te mandan fotografías?
—No las he solicitado, pero en alguno de estos sobres sí que creo que viene una foto grafía. Agradezco que me ayudes.
Juntos, uno al lado del otro se fueron a una salita contigua y se sentaron en torno a una mesa de centro, sobre la cual David depositó sus cartas.
—Entretanto —dijo Ernesto, aparentando una seriedad que no sentía—, tomaremos un whisky. Tú lo quieres sin agua.
—Con hielo, nada más —dijo.
Y empezó a abrir sobres.
Al cabo de una hora habían sido leídas, por ambos, más de tres docenas de cartas. Algunas fotografías de mujeres, saltaban sobre la mesa, bajo la mirada analítica, maliciosa y burlona de Ernesto y bajo la expresión seria, madura de David.
—Bueno, descansemos un rato. ¿Has sacado alguna conclusión. David? Mira esta monería de muchacha. Joven, linda, con ojos vivaces…
David la apartó de un manotazo.
—No me va. Es vanidosa, inculta y presumida. Y, además, demasiado joven. Esa se ha acostado ya con dos docenas de hombres y a cada uno les ha dicho que era una inocentita.
Ernesto abrió la boca de un palmo.
—¿Te lo dice ella? —preguntó, asombrado.
—No es preciso. Lo veo ya mira esta otra.
Mostró la carta y la fotografía adjunta.
—Un bombón.
—Es una embustera.
—Pero, David…
—Sólo tengo tres cartas seleccionadas de las tres docenas que he leído. Mira esta joven. Es una lindeza y, sin embargo, es tan inculta, que ni siquiera sabe quién fue Colón.
—No irás a decirme que todo eso lo sabes por la grafología.
David se echó a reír de buena gana. Era un hombre de estatura más bien corriente. Moreno, los ojos oscuros, entre marrones y negros. Las cejas algo juntas, la boca algo relajada. Ancho, fuerte. Un tipo que no llama en la calle la atención de una mujer, pero, en el fondo, todo un hombre, todo un tipo, con los sentidos en su verdadero sitio, pese a aquella nueva modalidad, si se quiere un poco infantil, de buscar esposa por medio de un anuncio.
—Y por sus faltas de ortografía, que no son pocas.
Ernesto le miró fijamente.
—Una pregunta. David —dijo, a media voz—. Me pica una tremenda curiosidad. Dime, ¿nunca te has enamorado de veras? Siempre fuiste un hombre con los sentidos aquí —señaló su propia frente—, de modo que no te dejaste llevar jamás por las emociones naturales de un hombre de tu edad.
David no respondió en seguida. Poco a poco, y como distraído, iba rompiendo las cartas y los sobres e incluso las fotografías, e iba tirándolas a un cesto que hacía las veces de papelera, colocado a sus pies.
—Una vez —dijo al rato, de una forma algo ronca—. Una vez y de verdad. No era ninguna belleza, tenía diecisiete años, ella, se entiende; yo veinticuatro. De eso hace, por lo menos, diez años, contando desde que nos conocimos. El padre de ella era maestro del pueblo y el mío era el médico… —se alzó de hombros, como si desistiese de meterse en honduras, en recuerdos pasados—. ¡Qué sé yo! Transcurrió mucho tiempo desde entonces. Las veces que intenté casarme, después de aquello, fue debido a mi soledad, para paliarla, pero no para vivir enamorado. Debo de ser un tipo bastante particular. Algo muy complejo… en fin —se levantaba—. He elegido tres cartas y tres fotografías… De momento, voy a empezar. Estoy seguro de que mañana recibiré otras cuantas docenas. ¿Sabes? —se echó a reír, cachazudo—. Nunca pensé que hubiera en España tantas mujeres solteras, con ganas de pillar un marido. Gracias por tu ayuda. Ernesto.
—Oye, oye…
—Voy a pensar en esto —dijo y tranquilamente, mostró las cartas.