Capítulo 4

María estaba algo inquieta. La verdad es que no sabía si lo que había hecho era un disparate o una sensatez, pero se inclinaba a creer que era una soberana insensatez.

No obstante allí estaba, en espera de que llegase su amiga Marta y en espera, a la vez, de que sonara el teléfono. Y fue esto lo primero que ocurrió.

María dio un salto, y se colgó materialmente del auricular.

—Diga.

Un silencio.

Después, María, insistiendo con voz chillona:

—¡Diga, diga…!

Al otro lado hubo como un carraspeo y, después, una voz masculina algo vacilante. ¿Algo? Pues, no. Muy vacilante.

—Verá…, he recibido una carta… Yo… Usted dice… Bueno, quiero decir…

«Es un tímido», pensó María, desilusionada.

No servirá para Marta. Un tipo tímido no va con la personalidad de Marta. Estuvo a punto de colgar, pero prefirió oír de nuevo su voz.

—Sí, sí —se apresuró a decir—, usted es el hombre del anuncio.

—Eso… eso es… ¿Y usted es la… bueno, la chica, la señora…?

—No —cortó María, sofocada—. Yo no soy la señora ni la chica. Yo soy amiga de mi amiga.

—¿Cómo dice?

El hombre parecía menos tímido.

Tenía una voz potente.

Una voz que se impacientaba.

—Dice usted que no es la maestra…

—Yo soy amiga de la maestra.

—Pues yo le ruego que me ponga en comunicación con ella.

María casi dio un salto de gozo. El hombre tenía voz autoritaria. Una voz muy varonil. Como la tenía Juan, cuando era novio de ella. Después. Juan dejó de tener aquella voz y de tener otras muchas cosas. Pero ella no debía pensar en Juan en aquel momento, sino en Marta, sólo en Marta.

—Mire usted, señor, el caso es que la señora maestra…

—¿Señora? —gritó el hombre, con voz tonante—. Oiga…

—Aguarde. La maestra viene aquí. Y eso de señora es un decir. No, no. la maestra es soltera, y señorita por la edad. Sólo tiene veintisiete años.

—Dice usted que…

María veía avanzar a Marta a través del pequeño jardín. Con su aire de muchacha moderna, desenvuelta de caminar elástico, sin miedo. Con sus cabellos castaños claro, sus ojos entre verdosos o azules, su piel mate, su boca sensitiva…

Su falda, de un tono marrón liso, altas botas y una chaquetita corta…, sobre su blusa verde… linda en verdad. Madura, con una mirada expresiva, su boca sonriente…

Esbelta…

—Aguarde un segundo. Le pondré en contacto con ella. Es decir, le diré que le llama usted por teléfono.

—Gracias —dijo el hombre, algo impaciente.

María no pensó que estaba cometiendo un disparate soberano. María sólo pensó que Marta era demasiado joven, demasiado atractiva y demasiado femenina y si no la forzaban un poco, como no tenía una meta en el matrimonio, igual se quedaba soltera esperando, que Germán enriqueciese de repente. Y lo peor de todo es que a ella le constaba que ni siquiera amaba a Germán.

Nerviosa, asustada ante sí misma por lo que estaba haciendo, pero tratando de envalentonarse, salió al encuentro de Marta.

—¡Corre! —le dijo—. Te llaman al teléfono.

Marta enarcó una ceja.

—¿A mí? —preguntó, asombrada—. Si nadie sabe que vengo a tu casa…

—Aun así. Un señor quiere hablar contigo. Pregunta por la maestra y aquí no hay más maestra que tú.

—Pero…

—Anda, anda, que la conferencia es desde Madrid y corren los minutos.

—¿Estás segura de que es para mí?

—Seguro, seguro.

Marta miró el auricular con las cejas algo fruncidas. Después lo acercó al oído, preguntando:

—¿Quién es?

—¡Hola! —dijo el hombre—. Soy el del anuncio.

—¿El de… qué? —Marta abría los ojos como platos.

—Recibí su carta.

—¿Cómo dice?

María iba y venía entretanto con las manos tan pronto bajo la barbilla, como tras la espalda, como crispándolas.

La cosa no iba a salir bien. Marta iba a enfadarse.

Marta no le perdonaría…

La voz alteradísima de Marta produjo en María un soberbio sobresaltó.

—¡Óigame! No entiendo nada. ¡Nada! Yo no he escrito ningún anuncio.

—No, no, señorita. El anuncio lo escribí yo. Salió en el periódico del domingo. Usted me envió el recorte y el número de teléfono. Es por eso que quisiera hablar con usted.

Marta separó el auricular del oído como si fuese un aparato fantasma y lo miró y remiró, en menos de dos segundos. Después miraba a María, interrogante y luego acercó de nuevo el auricular al oído.

—Óigame, aquí debe de haber una confusión. No he escrito ninguna carta, no cité ningún teléfono. ¿A qué anuncio se refiere usted?

El hombre, al otro lado, parecía sofocado. Jadeaba.

—Verá —decía el hombre, aún jadeante—. Yo puse un anuncio en el periódico del domingo (hoy estamos a viernes) solicitando una amistad con vistas al matrimonio.

Marta dio un salto.

Miró a María.

María se iba hacia el jardín.

Marta gritó fuera de sí:

—¡¡María!!

—No soy mujer —decía el hombre, al otro lado—. Le estoy diciendo que soy un hombre.

Marta separó el auricular y gritó nuevamente:

—¡María, ven inmediatamente! ¡¡María!!

—Señorita —decía el hombre—. ¿Se ha vuelto loca?

Marta frenó su ímpetu, su ira, su rabia. Su… vergüenza. La vergüenza que debía y tenía que sentir María, por meterse a redentora. Porque la cosa estaba clara, si no ¿por qué se iba y andaba por el jardín como si la persiguiera el mismísimo demonio?

—Oiga, señor —se tranquilizó Marta, de repente—, me parece que aquí hay un equívoco.

El hombre la atajó.

Tenía una voz varonil, algo ronca. Marta creyó estar oyendo otra voz. Después de tanto tiempo aún creía oírla muchas veces. ¡Tonterías!

—Es usted la maestra de escuela de ese pueblo.

—Si —dijo Marta, ya apaciguada—. ¿Qué tiene eso que ver?

—Mire usted, no puede existir equívoco. Tengo ante mis ojos una carta suya, escrita a máquina. Me da ese teléfono.

—Señor… —dijo María, observando cómo María al otro lado del jardín, daba con la cabeza en la verja—. Es posible que haya recibido una carta, pero ésa no la he escrito yo.

Hubo un silencio larguísimo.

Marta ya iba a colgar, pero sentía el jadeo del hombre al otro lado del aparato telefónico y no quería colgar sin aclarar antes aquel asunto tan absurdo.

—Señorita… tengo una carta ante mí. Le aseguro que no soy tonto. Ni soy infantil. He escrito ese anuncio solicitando una amistad sincera con vistas al matrimonio, porque lo considero así mejor para mi futuro.

—He leído su anuncio —cortó Marta, con toda la delicadeza de que era capaz, pero furiosísima con su amiga María—, entre otros muchos. Despiertan mi curiosidad. Es más, lo comenté con mi amiga, pero sepa usted que yo jamás hubiera pensado en responder a él. Ni creo que el matrimonio sea una meta, ni me interesa buscar marido. Lo siento, señor. Pero seguramente mi amiga tendrá respuesta para sus interrogantes. Con ella le dejo.

—Pero… Aguarde. Un segundo tan sólo. ¿Su amiga también es maestra?

—No —replicó Marta, secamente—. Es esposa de un señor respetable y madre de dos niños. Pero seguramente pensó que yo, su amiga, necesitaba un marido y si yo le hiciera caso hace más de cuatro años que me hubiera casado sin necesidad de responder a un anuncio tan…

—Dígalo.

—Pues sí, se lo digo. Tan absurdo como el suyo. Tenemos en España casi dos docenas de mujeres por cada hombre, y es ridículo que un hombre recurra a un anuncio para buscar mujer.

Dicho lo cual gritó, sin escuchar la respuesta del desconocido:

—¡María, atiende el teléfono, que la llamada es para ti!

María, que no sabía ni dónde posar los ojos, ni dónde meter las manos.

La voz dura de Marta, dijo:

—María, si un día deseo casarme, te aseguro que no necesito escribir a ningún anunciante. Discúlpate con ese señor, que al fin y al cabo, no tiene culpa de nada.

—Marta —oyó David, que decía María—: Marta, perdóname. Me parecía a mí que estabas demasiado sola.

—¿Y no lo estás tú teniendo tanta compañía?

—Marta… te aseguro…

—No me agrada esta broma. María. No te la voy a disculpar. Jamás se me hubiera ocurrido responder a un anuncio así. Es ridículo. Toma el aparato —pero rápidamente lo acercó al oído, añadiendo—: Señor… quienquiera que sea usted, disculpe todo esto. No le he escrito ninguna carta ni tengo, creo, necesidad de decirle que disculpe a mi amiga porque, por encima de sus bromas, por supuesto que sigue siendo mi amiga.

Sin esperar respuesta entregó el auricular a la pobrecita María que temblaba como si hubiese cometido un asesinato.

—Señor —balbuceó, atragantada—. Señor, yo…

—No tiene importancia. Pero dígame, por favor…, ¿cómo se llama su amiga?

María parpadeó.

—No se lo puedo decir.

—¿Y por qué no puede decir, si abogó por ella?

—Pensé que ella… lo tomaría más filosóficamente. Se ha enojado. Lo siento, señor. Tiene razón mi amiga. Estoy casada y tengo dos hijos y la verdad, es que no me explico por qué tengo tanto interés en que se casen mis amigas, si yo no soy lo que dice verdaderamente feliz.

—Lo siento por usted. Pero yo estoy convencido que si la gente quiere, puede y debe ser feliz.

—Eso es cuando dos están de acuerdo, ¿no?

—Desde luego. Dígame, por favor, ¿dónde puedo hablar yo con su amiga?

—¡Hum…! Lo veo difícil. Se va. ¿Sabe? Está subiendo a su auto y se va. No sé si volverá a hablarme en toda su vida. Pero como es tan buena persona, seguro que me perdona uno de estos días.

A David le interesaban un pepino los problemas de aquella mujer. Pero si empezaba a interesarle la maestra y aprovechó la oportunidad que sin proponérselo, le brindaba aquella buena señora que tenía al otro lado del teléfono.

—¿No quiere usted ver contenta y feliz a su amiga?

—Qué sé yo lo que daría —decía María, embobada.

—Pues dígame su nombre.

—Eso sí que no.

—¿Por qué tiene usted tanto interés en casarla?

—Porque es maestra, porque sale de vacaciones y se va por esos mundos. Porque está sola y porque es buena y bonita y muy femenina y muy sensible, y porque hay aquí, en el pueblo, un tipo que no sabe hacer nada y un día cualquiera pilla el punto flaco de Marta y la convence para que se case con él.

—¿Se llama Marta?

—¡Oh…!

—Si ya lo ha dicho usted antes.

—¿Si?

—Gracias, de todos modos. Por el número del teléfono sé dónde queda el pueblo. Me parece que iré a por Marta.

—¡Dios mío!, creo que he perdido su amistad para siempre. Si sabe esto mi marido, me mata. ¿Quién me manda a mí meterme a redentora?

—Gracias de todos modos.

—De nada, Señor.

Colgó. Quedó temblando, pensando en que había perdido, para siempre, la amistad de Marta.