Capítulo 3
La enfermera le dijo: «El último cliente de la tarde está en consulta. Si quiere usted esperar, señor Escalante…»
Él estaba allí, esperando. Era curioso que una cosa así le pusiera nervioso. Perdido en el sillón, desplegó de nuevo la carta y la leyó por décima vez: «Sólo dos letras respondiendo a su anuncio… Soy maestra y estoy destinada en un pueblo… Me gustaría conocerle. Creo responder a los «requisitos» que solicita en el mencionado anuncio. Aquí va mi número de teléfono, advirtiéndole que aun cuando interne averiguar quién soy a través de él le será difícil, porque estoy dándole el de una amiga. Y también le doy una hora concreta para que me llame, pues de no ser a esa hora, no me hallaré a su disposición telefónica. Debo advertirle, también, que no estoy segura de que me agrade usted… Un saludo.»
Nervioso, David cerró la carta en el puño Ni siquiera le daba opción a conocerla un poco, puesto que la carta había sido escrita máquina. ¿Alguien que pretendía tomarle el pelo?
Fue en aquel preciso momento que apareció Ernesto, aún enfundado en la bata blanca.
—¿Qué pasa? —entró, preguntando—. La enfermera me ha dicho que esperabas muy nervioso. ¿Elegiste ya definitivamente, la media naranja?
David pasó, maquinalmente los dedos por el pelo. Él no era un tipo nervioso ni se excitaba con facilidad. Era, por el contrario, más bien cachazudo, y si buscaba por aquel medio esposa, era precisamente para evitarse líos.
Le había llegado la hora de casarse. Andaba siempre de la Ceca a la Meca. Carecía de hogar y vivía en un apartamento alquilado, amueblado, porque pensaba que no le merecía la pena comprar un piso para vivir solo. Comía la mayoría de los días que se hallaba en la capital, en casa de su hermana Elvira cuyo marido era Ernesto, y él siempre fue un buen amigo de aquel galeno que, además de ser cuñado, era un excelente amigo, aunque en aquellos días se burlaba de su forma de buscar mujer.
Pero, pese a todo lo antes dicho, en aquel momento David daba muestras de un indescriptible nerviosismo, lo cual no dejó de parecerle muy extraño a Ernesto, dado que conocía perfectamente el cachazudo carácter de su cuñado.
—Toma —dijo—. Lee.
Ernesto se echó a reír.
—¿Más cartas? ¿Cuántas, desde el día que apareció el anuncio?
David, que se había puesto en pie se derrumbó de nuevo en el sillón y murmuró, desalentado:
—Mil doscientas justamente y ésta, la más curiosa, la que más me intriga, hace el número mil doscientas una.
—¡Ajajá! Dame, dame —y se caló los lentes. Pero nada más ver la carta, levantó los ojos y miró burlonamente a su cuñado—. ¡Caramba, chico!, ésta viene escrita a máquina. Curioso, ¿no? —y fijando los ojos en el escrito, lo leyó de un tirón.
Permaneció silencioso, mirando a David, cuya figura parecía enterrarse, más y más, en el muelle sofá.
—¿Qué dices? —preguntó, roncamente, ante el silencio de Ernesto.
—Curioso. Digo eso: Curioso en verdad. La chica 110 parece tonta. Y, por supuesto, dice que antes, debe asegurarse si tú le gustas a ella. ¿Alguna otra te dice cosas parecidas?
—Ninguna —sudó David.
—Entonces, la llamarás por teléfono.
David se levantó de un salto y empezó a pasear el saloncito de parte a parte.
Ernesto le seguía con los ojos. Unas veces pensativamente, otras burlonamente, las más con creciente curiosidad.
—¿Quieres un consejo, David?
No lo quería.
—Te lo daré —continuó Ernesto, siguiendo con los ojos los precipitados pasos de su cuñado—. Deja esto. Olvida esto. Busca esposa si tanto deseas casarte. Búscala como se debe. Entre tus amigas. Entre las amigas de tu hermana. Entre tantas mujeres hermosas y jóvenes que andan por Madrid. Pero no sigas con este juego absurdo.
—No tengo tiempo de conocer, a fondo, a una mujer. Es decir, quiero conocerla sin que ellas sepan de qué vivo, quién soy, lo que hago…
—Tú estás acomplejado.
—No sé lo qué estoy. Te digo que la pienso encontrar así y ésta —agitó la carta escrita a máquina—, por lo que sea, me ha impresionado. No me preguntes por qué. No lo sé. Ni pienso detenerme a averiguarlo. Pero si sé que a la hora en punto, la hora que ella cita, hoy, ¡hoy mismo!, pienso llamarla por teléfono. Al fin y al cabo, es maestra de escuela. No necesita mi dinero para vivir. No sabe a qué me dedico y yo sé, en cambio, a qué se dedica ella, que ya es algo.
—¡Ji!
David detuvo sus precipitados pasos.
Miró a Ernesto con expresión furiosa.
—¿De qué te ríes ahora?
—Me pregunto qué cosa harás, si cuando la conozcas compruebas que tiene los dientes postizos, nariz de águila y cuarenta años. Y además le sudan los pies y tiene un tic nervioso en un ojo y legañas.
—¡¡Ernesto!!
—¿No puede ocurrir?
Podía.
Clara Muchas cosas podían ocurrir y no siempre ocurrían.
—¿Por qué has venido a verme? —preguntó Ernesto sin guasa—. Si has venido es para que te de mi parecer ¿Te lo digo?
—No me ofendas —bramó David—. Pienso buscar mujer por este medio y es inútil cuanto digas.
—La persona que escribió la carta —murmuró Ernesto pensativo, con más madurez —pretendía excitarte, impresionarte y lo ha logrado. Llama, pues, y ya me dirás que ocurre. ¿Quieres llamar desde aquí?
—No —salió, furioso—. Sigues pensando que estoy loco. Pues no lo estoy. ¿Entendido? No lo estoy. Ni soy un joven inmaduro. Tengo treinta y cuatro años y estoy harto de encontrarme con pendones. Al menos, si me caso con un pendón, que yo no lo sepa, y ojalá encuentre una mujer lo bastante hábil para no hacérmelo saber.
Salió dando un portazo.
Media hora después. Ernesto comentaba con su hermana Elvira:
—Yo creo que tu hermano se ha infantilizado de poco tiempo acá.
—Lo dices por lo del anuncio.
—¿Y te parece poco?
Elvira se alzó de hombros.
Era una mujer de unos treinta y pocos años. Bien parecida, seria, de grave continente. No se asombraba por poca cosa. Estaba de vuelta de todo y vio en la vida demasiadas cosas raras para asombrarse por aquella tan pequeña, aunque no habitual en un hombre serio y formalote como su hermano.
—Me alegro de tener dos hijas, en vez de dos hijos varones —dijo, con lentitud—. Recuerdo a mi madre decir: «¡Qué pobre mujeres a la hora de escoger marido.» Yo digo ahora lo contrario: ¡Pobres hombres, a la hora de elegir mujer. No te extrañe que David esté algo escamado. Siempre dije que debió casarse con la primera novia que tuvo. ¿Sabes lo que pienso de mi hermano? Que toda su vida buscó en las mujeres aquella primera novia.
—Pero la dejó él. ¿No?
—Ni la dejó ni la retuvo —sonrió Elvira, con indiferencia—. La vida, el destino, como quieras llamarle, les separó. En aquella época. David tenía veinticuatro años, y a los veintiuno aún no había iniciado una carrera. A los veinticuatro seguía pensando qué cosa estudiaría y cuando se dio cuenta, no pasó del Bachillerato Superior. ¿Qué podía ofrecer a una mujer?
—A eso le llamo yo comodidad.
—Nadie lo apuraba —sonrió Elvira, indulgente—. Papá se ocupaba de todo. Pienso que la culpa de que David no llegara a nada, la tuvo él. Decía que si bien le fascinaba su profesión, era tremendamente ingrata. Y en ese ambiente fue creciendo David. ¿Si quiso a aquella novia? ¡Cualquiera lo sabe! Yo entiendo que no. Que era su novia como podía ser su mascota. A los veintiséis años, cuando falleció papá. David miró en torno desolado. ¿Qué hacer? No sabía hacer nada, y gracias a unos amigos de papá, consiguió una representación farmacéutica. Ya ves como acertó. No creas que es fácil acertar siempre, cuando se vive en una desorientación así. De aquel laboratorio pasó a otro y después a otro, y hoy es un representante que, si bien gana mucho dinero, no visita a nadie, porque las concesiones en exclusiva las tiene él y dispone de visitadores propios, los cuales ganan y trabajan para él. Yo no digo que David no trabaje, pues tú sabes lo mucho que trabaja, pero es un trabajo cómodo que le hace ganar un capital sin apenas romperse la cabeza. Ahora me pregunto: ¿Realmente quiso David a su primera novia? Pues no lo sé. Pero esta noche, cuando venga a comer, si lo deseas, le preguntaremos.
—O sea, que tú ves bien lo que ha hecho.
—¿El anuncio? Sí, ¿por qué no? Allá él. ¿Nos molestó alguna vez? No. ¿No es un buen amigo tuyo? ¿No es un buen tío para nuestras hijas? ¿No es un buen hermano? Su vida le pertenece. Que haga con ella lo que le dé la santa gana. Si me dice que se casa con la hija del portero, yo tranquila. David sabe lo que se hace. ¿Si decide casarse con Rosina la del tercero que hace números por él. Yo también tranquila, aunque pensaría que David es tonto de remate cargando con una mujer tan caprichosa como Rosina. Por otra parte, aún recuerdo cuando le confundí aquella vez, en la nieve. ¿Tú crees que una mujer que se va a casar, tiene derecho a engañar así a su novio? No. Pues no me extraña que David esté harto de mujeres conocidas.
—Si continúas, vas a convencerme.
—No lo pretendo, ni es ésa mi intención. Tú me dices una cosa y yo te contesto lo que creo más lógico, no en defensa de la actitud de David, sino en defensa de cualquier persona que ventile su vida a su manera, importándole un rábano la opinión de los demás. Cuando tú decidiste solicitar la titularidad de un pueblo, ¿pediste consejo? No. Dijiste que era lo mejor para ti. Que deseabas tranquilidad y allá nos fuimos contigo. Luego decidiste regresar a la capital. Creo que has tenido toda la razón, pero si no la tuvieras, y así lo consideraba yo, jamás me hubiera inmiscuido en lo que tú habías decidido. Es por esa razón, que tampoco considero ahora que David esté equivocado. Si ha decidido casarse así, pues que se case; lo esencial es que encuentre lo que busca, y, ya ves, eso sí que lo dudo.
—¿Por qué lo dudas?
—Porque no estoy segura de que las mujeres que merecen la pena de ser tenidas en cuenta, estén a la orilla de un periódico esperando que aparezca un señor que se ofrezca para casarse.
—Yo también lo creí así, pero hoy pienso que al fin apareció una que medio convenció a tu hermano.
Elvira prestó suma atención.
—¿Quién es?
—¡Quién sabe! Sé únicamente que es maestra de escuela y que da el teléfono de unos amigos y que además, dice en su carta, escrita a máquina, que tiene que saber primero si el hombre que se ofrece le gusta también a ella.
—¡Ah!
—¿Tan raro te parece?
—Curioso.
—Eso es lo que yo he dicho.
—David siempre fue un poco particular y algo raro. Quiera Dios que por medio de ese vulgar anuncio encuentre una mujer que no sea tan vulgar como el anuncio mismo. ¡Una maestra! —sonrió, apenas—. Es posible que el hecho de que sea maestra le empuje, aun sin darse cuenta él mismo, a conocer a la candidata por razones de afinidad.
Ernesto elevó una ceja.
—¿Afinidad?
—La primera novia que tuvo David, que le duró desde los veintiuno hasta los veinticuatro años, estudiaba Magisterio.