Capítulo 5

David, boquiabierto, tenía toda la información ante él.

Miraba al detective privado y se preguntaba una vez más qué jugarreta le estaba jugando el destino.

Preguntó al informador cuánto le debía, le pagó y con todos los papeles en el bolsillo de su loden verde, se fue a casa de su hermana.

Esta vez no le interesaba hablar con Ernesto sino, a solas, con Elvira.

Elvira no estaba visible a aquella hora y la criada le dijo que tuviera la bondad de esperar, que la señora bajaba en seguida. En efecto, al rato. Elvira bajó.

—¿Qué te ocurre?

—Una cosa peregrina —dijo David, derrumbándose en un butacón del salón—. Ten peregrina y sorprendente, que no sé aún por dónde aferraría.

—¿Quieres explicarte?

—¿Te acuerdas de Marta Fernández Gordon?

—Anda —rió Elvira—. Claro. Tu primera novia.

Y se lo refirió todo, desde el principio. Desde que recibió la carta de una amiga de Marta haciéndose pasar por ella, es decir, por Marta, hasta el momento de haberla llamado por teléfono y luego, todo lo averiguado por mediación del detective privado.

—Y resultó ser María Fernández. Es curioso. David, ¿qué vas a hacer?

—No es que yo sea amigo de pedir consejos, porque si bien los pido alguna vez, termino por hacer lo que me da la gana. Pero esta vez, te pregunto, ¿qué hago?

—Chico, ¿y me lo preguntas a mí? Tú sabes cómo terminó aquello tuyo con Marta. Además, ¿sabe ella que el hombre del anuncio y su antiguo novio, son la misma persona?

—Desde luego que no.

—Entonces…, no sé. David. ¿Es que te interesa, como posible esposa?

—Sí. Lo digo como lo siento. Me doy cuenta ahora de que fue la mujer que siempre busqué.

—¿Que tú buscaste a Marta?

David se impacientó:

—A Marta, no. por supuesto, pero a una chica como ella, desde luego que sí.

—No pensarás que la Marta de aquella época es la misma en relación a ésta, ¿eh?

—¿En qué puede existir la diferencia?

—¿Eres tú el mismo?

Quedó cortado.

—Elvira, iré a ese pueblo.

—Y te vas a presentar como el hombre del anuncio.

—No.

—¿Entonces…?

—Es que no sé aún lo qué haré ni cómo lo haré.

—Hay una cosa que tienes a tu favor, según este informe privado. Marta sigue soltera. Es maestra. Tiene un galán que puede casarse con ella el día que Marta lo desee. Y puedes empujar tú ese deseo.

—¡Quizá!

—¿Cómo dices?

—Que no. Escucha lo que dice aquí. El chico, se llama Germán, es hijo del boticario, pero no es farmacéutico. El boticario corre sus buenas juergas, lo cual quiere decir, a su vez, que no existe fortuna privada. Que el muchacho, que ya no es un muchacho, puesto que ha cumplido sus buenos treinta años, le salen callos si trabaja y que no está dispuesto a dar golpe y que la maestra, dada su dignidad, que según parece mucha, creo que la de siempre, porque jamás me escribió si no era en respuesta a mis cartas, por eso las relaciones se cortaron, porque ella nunca me buscó, no es como para mantener a un vago. ¿Está claro, Elvira?

—Me pregunto —dijo Elvira, riendo—, por qué hoy me buscas a mí para contarme tus penas y no a mi marido.

—Porque tu marido, a fuerza de diagnosticar enfermedades mortales, tiene de humanidad lo que yo tengo de don Juan. ¿Está claro? Díselo tú cuando venga a casa, porque lo que es yo, me marcho al pueblo.

Se iba.

Elvira le retuvo con un…

—David, ¿y qué vas a buscar tú al pueblo? ¿Qué pretexto buscarás?

—Soy representante de farmacia, ¿no?

—No. Eres concesionario.

—Pero allí no lo saben. ¡Chao, Elvira! Deséame suerte.

 

 

Era la tercera vez que María iba a la escuela a la hora del recreo y la tercera, asimismo que trataba por todos los medios ablandar la ira de Marta.

Aquella tercera vez. María no se sentía ni medianamente feliz. Sus cosas con Juan iban peor. No es que empeoraran, pues casi siempre iban «peor» de por sí, pero aquellos días, al faltarle su confidente, que era Marta, le parecía a ella que Juan se había convertido en un egoísta por partida doble.

Los niños jugaban en el pequeño patio, y María, después de besar a sus dos hijos, que al verla corrieron hacia ella, se deslizó hacia el interior de la clase.

Como todos los días. Marta, serena, apacible, indiferente y casi ausente, se hallaba sentada tras su mesa de trabajo.

—Marta —llamó María.

La maestra elevó los ojos.

A María le parecieron más azules que otras veces, o más verdes. Nunca eran del mismo color. Era según movía la cabeza. Tenía una melena semilarga, de un castaño claro y una piel tostada, tal vez por estarse al sol algunos minutos todas las mañanas, diariamente.

—¡Hola, María! Ya ves —con la misma sonrisa de siempre, apacible, serena—, tengo mucho trabajo pendiente.

—No me has perdonado, Marta.

La maestra elevó una ceja.

¿Perdonado?

Pues sí.

Había sido un episodio tonto. Ella bien conocía a María.

Por supuesto que de haber sido otra persona jamás la disculparía.

Pero María, le constaba a Marta, estaba llena de buena voluntad.

—Claro que no lo he olvidado. María. No digas tonterías.

María casi lloraba.

Y en el fondo de su ser lloraba a mares.

—Pero no has vuelto por casa. ¿Sabes lo que eso supone para mí? Mira —se afanaba, animada por la mirada apacible de su amiga— yo lo hice guiada por un buen deseo hacia ti. Me pareces estar sola. ¡Si, si, ya me lo has dicho el otro día! No debiste decírmelo. Me dolió. Marta. Que yo estoy acompañada y, sin embargo, más sola que un palillo. Lo sé, lo sé. Pero yo tengo la vida trazada así y tengo que apechugar con ella. De nada serviría que me rebelara. ¿No ves dónde vivimos? En un pueblo y, además, en España. Una se casa y se caga y lista. Aquí no hay alternativa. Tenemos unos principios, unos prejuicios, y estamos ligados a ellos, como otros están ligados a la propia vida. ¿No lo entiendes? ¿No comprendes? Yo quería echarle a ti de este grupo absurdo que somos el montón de mujeres que hemos caído en la trampa. Ya sé que yo debiera tener valor y dejar a Juan, si no tuviera hijos, yo dejaba a Juan, pero tengo dos hijos y carezco de valor. Eres joven aún. Marta. Divinamente joven. Pero un día verás en tu pelo la primera cana, y seguramente, te dará mucho miedo, y pensarás en el futuro de tu soledad o en la soledad de tu futuro e igual te da por casarte con ese vago de Germán y le mantienes toda su vida y te sientes más pobre que una mendiga y tu arrepentimiento llegará demasiado tarde. Lo entiendes, ¿verdad? Por eso le escribí. Te aseguro que no hubo en mi mala intención. Tú me conoces…

Claro que la conocía.

Por eso eran amigas.

Marta agitó la mano en el aire y dijo, al mismo tiempo:

—Olvida eso, María.

María respiró profundamente.

—¿Lo has olvidado tú?

—Te aseguro que lo estoy intentando de verdad. De modo que procura no mencionarlo más.

—Pero… nuestra amistad, ¿seguirá como antes?

—Espero que sí.

María juntó las dos manos.

Las metió nerviosamente bajo la barbilla mirando a su amiga.

—Lo esperas nada más —murmuró desalentada—. ¿Qué hago yo sin ti, Marta? ¿No lo entiendes? Yo todo lo hice por tu bien. ¿Qué culpa tengo yo si soy así de ingenua? Yo, que podría asegurar que el matrimonio es una mierda, me empeño en buscar marido para mis amigas. ¿Te das cuenta del contraste?

Marta se puso en pie y dio la vuelta a la mesa.

—Olvídalo todo María. Ya sé qué intención te guió y sé también, que tantas ganas tienes de ser feliz en tu hogar, que no crees que en todos haya el desbarajuste que existe en el tuyo. En efecto, debe y tiene que ser así. Pero a ti te tocó la peor parte, y en muchos otros también hay lo suyo, aunque se lo callen. Yo he llegado al convencimiento de que el que dijo «matrimonio» dijo fatiga y desilusión. No es que no me case por falta de un hombre que me siga. María, eso es lo que tú no has entendido aún. Cada vez que salgo de este pueblo y tomo un avión o un barco, encuentro media docena de hombres dispuestos, unos a casarse de inmediato, y otros a conquistarme, y algunos me piden que me acueste con ellos sin demasiados preámbulos. Hay de todo. María. Pero yo me hice egoísta.

Hizo una pausa y siguió:

—A mí me aterra la atadura: el arrepentirme después, y no tener oportunidad de dar un giro a mi vida. Un giro de noventa grados, ¿comprendes? No me voy a casar con Germán, pierde cuidado. De momento, el hecho de que salga con él alguna vez no quiere decir, en modo alguno, que esté dispuesta a casarme con él. Ya ves, a veces pienso que tú casada, y yo soltera, te doy veinte vueltas en experiencia. Tú sigues con tu ingenuidad pensando y esperando que ocurra un milagro: yo sé que los milagros no existen. ¿Ves tú la diferencia?

—Entonces —decía María, casi a punto de llorar—, ¿vendrás a tomar el té conmigo esta tarde?

Sin pensarlo.

—Iré. Estoy preparando el pasaje para irme estas vacaciones de Navidad. Me voy a Roma y tengo que pasar por la agencia, pero después iré a tomar el té contigo.

—Gracias. Gracias, Marta.