Capítulo 7
—¡Oh. oh, oh! —exclamó María, mirando a su amiga Marta, la cual, dicho en verdad, refería lo ocurrido sin una gota, al menos aparentemente, de resquemor o añoranza—. Lo cuentas como si estuvieras diciendo que está lloviendo, Marta —María se exaltaba—. ¿Quieres decirme, que te encontraste con tu novio de hace siete años, y te quedas tan fresca? No lo concibo —continuaba María, obviamente alterada—. No lo comprendo. O eres de hierro o nunca has querido a David.
Lo había querido.
Y por supuesto no era de hierro.
Pero el encuentro sorprendente, casual, sin duda la había sepultado en un pasmo total.
La había menguado y a la vez, la había dejado lasa o perdida en sí misma, o tal vez humillada porque, por primera vez en su vida, hubiera deseado estar casada, ser feliz y poderle presentar a David a su marido e incluso una recua de hijos.
—No tiene demasiada importancia —comentó al tiempo de azucarar su té con una gota de leche—. Te aseguro que David siempre fue muy inconsciente y el hecho de que volviera a encontrarlo así, tan de repente, ni a él le emocionó, ni a mí me intranquilizó en absoluto.
—¿Cómo lo has encontrado?
Marta pensó un segundo.
No para responder sinceramente a María. Sino para responderse a sí misma. Más maduro. Es decir, maduro totalmente. Algo más grueso, por supuesto, pero siempre interesante.
—Con siete años más. Pero yo digo diez, porque desde que empezamos a ser novios hasta hoy, han transcurrido diez años, justamente.
—¿Y qué dice él de esa separación? ¿Cómo se ha disculpado ante ti?
—¿Y por qué tenía que disculparse? A fin y al cabo, tampoco a mí me interesó si vivía o moría. Dejó de escribirme y se acabó. Nunca se me ocurrió averiguar las causas —se ponía en pie—. Son cosas que pasan, María. Pasan y se olvidan…
—Pero tú sigues soltera —decía María, medio en serio medio en broma— precisamente porque aunque no parezcas dispuesta a confesarla en el fondo algo te traumatizó.
Marta se ponía el abrigo con mucha calma.
Estaba nerviosa.
—Tenía diecisiete años —dijo pensativa, sin dejar por ello de sonreír—. A esa edad se cree en muchas cosas que luego te causan risa. Si me remonto ahora a mis diecisiete años, por supuesto que me produce una pequeña pena, pero ya tengo veintisiete, María, y estoy de vuelta de muchas cosas.
—Y si él se queda aquí —preguntó María, asombrada—, y desea verle am frecuencia o intenta reanudar las relaciones, ¿qué vas a hacer?
—No sé —dijo, sin que María dijese palabra—. No sé. Nada. ¿Queda algo que deba hacer?
—Puede despertar amor en ti.
Marta sonrió.
Mostró las dos hileras de perfectos dientes.
—El amor es un condimento que te alimenta y te agrada a los diecisiete años. Con diez más encima, es todo completamente diferente.
—No te entiendo, Marta.
Lo sabía.
María no podía entenderla. En modo alguno.
Si no se entendía ella misma, que era inteligente, más que María, ¿cómo iba a entenderla su amiga?
—Me marcho —dijo—. Ya seguiremos hablando de esto.
—¿Cuándo?
—Mañana, pasado. ¡Qué sé yo!
Se fue.
Entró en su casa empujando, apenas, la verja. Como si pretendiera que aquélla no cediese y a la vez la mantuviera en la oscuridad, firme, con el cerebro lejos de allí, en alguna parte, junto a un David juvenil que, de hecho, con mentiras o verdades llenaba toda su vida.
Pero la verja cedió y ella se deslizó hacia su casita y entró en ella deteniéndose en el vestíbulo, colgando el abrigo en el perchero y llamando a la vez:
—Martina, ¿estás ahí?
Martina, de pelo blanco, menuda, sana, pero con muchos años sobre si, apareció ante sus ojos con un plato en una mano y un paño en otra.
—Ya pensé que no venias —dijo—. Te tengo la cena lista. ¿Es que hoy no vas a la escuela, a dar tu clase nocturna?
—¡Claro!
—Pues a la mesa —la anciana giraba sobre sí—. Fui al rosario y me entretuve en la rectoría, con el señor cura. ¿Sabes lo que quiere, ahora?
—¿Que digas tú la misa?
Martina la miró severamente.
—No seas sacrílega, Marta. A veces, hasta parece que no crees en Dios. Lo que me ha dicho el señor cura es que ahora ni enseñáis siquiera catecismo a los niños, en la escuela.
Marta sonrió, apenas.
—Enseñamos lo que nos mandan y te aseguro que el catecismo de antes se queda pequeño ante los libros de religión y moral de ahora. Dile al cura que vaya aprendiendo, que está muy anticuado.
Martina no se quedó muy convencida.
Fue al rato, cuando comían, una sentada enfrente de la otra, cuando Marta lo dijo. Lo dijo como al descuido:
—He visto a David. ¿Te acuerdas de David Fernández Escalante?
Martina tenía sus años y sus muchas arrugas, pero tenía, también, una memoria prodigiosa. Y, sobre todo, tratándose de algo relacionado con la vida intima de Marta. Por eso levantó vivamente la cabeza. Miraba a la joven con expresión tan asombrada que provocó la risa, falsa, de Marta.
—Me miras como si acabara de anunciarte una catástrofe.
Martina elevó el vaso y bebió un sorbo de agua.
Después tosió.
Luego, sin dejar de mirar a Marta fija mente, murmuró, interrogante:
—¿Y no lo es?
Marta esbozó una sonrisa. Una débil y cuajada sonrisa.
—No creo que lo sea No tiene por qué serlo. No debe serlo, ¿verdad?
—¿Me lo preguntas a mí…?
No.
Se lo preguntaba a sí misma.
Era obvio que el súbito encuentro con David producía íntimas inquietudes, pero eso no tenía por qué saberlo Martina.
Como Marta no dijera nada en alta voz, Martina insistió, con voz algo trémula:
—Querida…, ¿cómo ha sido? ¿Dónde ha sido? ¿Cuándo?
Marta, a media voz, sin temblor, pero sintiendo que si bien el encuentro, al pronto, la había dejado como inmunizada, de repente todo se estremecía dentro de sí. Refirió el encuentro y casi todo lo que hablaron durante él.
Después concluyó con un dejo algo vibrante:
—Lo tendrás por ahí, en cualquier momento. Al decirle que vivías conmigo, ya en aquel mismo instante pidió que le permitiera saludarte…
—Marta —la voz de Martina tenía, también una cierta vibración extraña—, ¿no se ha disculpado por su comportamiento? ¿No te ha dicho las causas que motivaron su silencio?
Marta manipuló el cubierto, con cierta precipitación. Mas, sin embargo, su voz era apacible al responder.
—No interesa eso. Ya… no interesa en absoluto —agitó la cabeza, algunos cabellos se le fueron hacia los ojos—. Tengo que irme. Martina.
La mujer le miraba fijamente.
—Marta…, estás inquieta.
Era lo peor.
Que Martina la conocía demasiado. Que para sus viejos ojos, ella fuera como un cristal transparente.
—No es tan fácil mirar ante una… —dijo—. Miras, y parece que la vista se extravía. Pero tampoco eso tiene mucha importancia.
Se ponía en pie.
Martina también.
—Marta… ¿qué le digo si viene a verme? ¿No puedo hacerle, yo un reproche?
La joven se volvió en redondo. Había un color azuloso en sus mejillas, después rojo, luego pálido.
—No —con arranque, casi con ímpetu—. No. Eso pasó. No debemos mirar hacia atrás. Martina. El tiempo pasado no debe moverse; el presente se vive sin más. y el futuro no nos pertenece. Eso es todo.
Marta entró en el baño. Sonó el timbre de la puerta.
Martina casi dio un salto y Marta quedó envarada.
Martina reaccionó rápidamente y fue hacia la puerta. Abrió y se topó con David Fernández Escalante.
—Martina —dijo él, y su voz tenía un dejo raro, de emoción, de inquietud, y a la vez, podía ser de alegría simplemente.
Marta, desde el baño, sintió una sensación rara.
Oída la voz de David desde lejos, le daba la sensación de haberla oído pocos días antes.
No sabía dónde ni cuándo.
Pero sacudió la cabeza. Era una tontería. ¿Imaginación?
¿El secreto deseo de haberla oído todos los días?
Eso. No otra cosa.
Martina preguntaba por Elvira, por el padre muerto, por el esposo de Elvira a quien no conocía.
David respondía un poco precipitadamente.
No preguntaba por ella.
Pero de repente, la voz de David murmuró algo roncamente:
—¿Y Marta? ¿No está?
—¡Claro! —decía Martina—. Claro. Está en el baño. Ya sabes, tiene escuela.
—¿Escuela?
—Nocturna.
—¡Ah…! No lo sabía.
—Es lógico.
—Dirás que fui un ingrato, ¿verdad, Martina?
—Yo no soy nadie para juzgar tus actos. David. Pero eras tanto de la casa del maestro… Tanto eras para Marta, en aquella época. Tanto para todos nosotros… No sé, tú sabes tus cosas. Todo el mundo sabe las suyas, ¿no? —Marta, desde su encierro, notaba como Martina se evadía; pese a sus años sabía responder—. Pero el tiempo ha pasado y nunca pasó así por las buenas, sin notarse que pasa —y sin transición—: ¿No te sientas un rato?
En aquel momento. Marta decidió salir del baño.
Lo hizo sin apresuramiento.
—¡Hola, David! —saludó.
Y nadie diría que la presencia de David en su casa, le inquietaba o entorpecía.
David se volvió en redondo. Entretanto, Marta, como quien obra automáticamente, se ponía el abrigo que había descolgado del perchero.
—Tengo que irme —decía Marta a media voz—. Ya te veré otro día, David.