Capítulo 11

No entró en seguida.

David la imaginó quitándose el abrigo. Y la imaginó con aquella expresión suya inmóvil. No había vivacidad en sus ojos, como antes. Eran, tal vez, unos ojos más bellos por la madurez que denotaban, pero no brillaban confiados como antes.

—Está aquí David —le oyó decir a Martina.

Fue cuando ella apareció.

Gentil. Esbelta.

Una mordedura en los labios. Una expresión quieta en los ojos. Una suave palpitación en los senos que se apreciaban bajo la blusa.

—¡Ah! —dijo—, estás aquí… —alargaba su fina mano. Su mano expresiva. Su mano tan humana, tan viva. David la oprimió entre las suyas: pero ella la rescató al instante, diciendo, a la vez, como al descuido—: Creí que te habías ido…

—He vuelto.

—¡Ah!

Sólo eso.

—¿Estarás aquí por mucho tiempo? —preguntó con la misma simplicidad.

—No lo sé —respondió David.

Martina les interrumpió diciendo:

—Prepararé la comida —y mirando a Marta, algo suplicante—: Si no te parece mal, invito a David.

Otra vez apoyando los encuentros.

Otra vez Martina cometiendo la insensatez de apoyar a un hombre que nunca lo mereció.

Pero no dijo lo que pensaba.

Ya no era la niña de entonces.

Sabía lo que quería.

Cuándo lo quería y cómo debía quererlo.

Ya nadie iba a engañarla.

—Puedes invitarle, si él lo desea.

David pensó que debía negarse.

Que debiera irse.

Pero se encontró diciendo:

—Acepto… vuestra invitación.

—La de Martina —rió Marta, divertida.

Pero la situación no le divertía nada.

En absoluto.

Martina, feliz, se fue hacia la cocina cerrando la puerta. Y ella miró a David desde su rincón de la chimenea.

—La pobre Martina piensa que todo vuelve atrás.

Lo dijo con cierto desdén.

David prefirió decir a su vez: —Fui a esperarte a la escuela.

Ella alzó una ceja.

—¿Si?

Su voz tenía un matiz sarcástico.

—Sí, sí, fui. Salías con Germán, el de la farmacia.

—¡Ah!

—Es tu novio.

No preguntaba.

Afirmaba más bien.

—Pues no. Es un amigo.

—Con el que te ves todos los días.

Lo miró entre severa y censora.

—Cuando quiero y como quiero, David.

El aludido se puso en pie.

Tenía, entre los dedos, el vaso vacio.

Lo dejó en la mesa y la miró fijamente.

—Sabes que eso duele.

—Ah…, ¿sí?

—Marta…, vengo a casarme contigo.

Marta sintió que un temblor la sacudía.

Pero nadie lo hubiera dicho.

—Marta, no te busqué. No quiero mentirle. Casi no te recordé en estos años, pero, sin duda, en cada mujer que hacía mía buscaba la comparación, la muchacha que tú habías sido para mí.

También María se levantó.

Tenía una mano caída a lo largo del cuerpo.

La otra se crispaba en el borde del sofá.

—Prefiero hablar de otra cosa —dijo—. ¡Lo prefiero!

Su voz tenía una vibración rara. Contenida.

David dio dos pasos al frente. Era más alto que ella. La dominaba. La miró así, casi cuerpo a cuerpo.

Pero ella no se retiró.

Sabía mucho más que siete años antes. Eso era obvio. Y por lo visto en aquel instante se gozaba en ver a David crispado, apasionado, tal vez sincero.

—David —dijo, y su aliento rozó el rostro masculino—, te digo que prefiero hablar de otra cosa.

Fue cuando David levantó una mano y la asió por un brazo.

La pegó a él.

Marta no se separó, pero su cara cayó un poco hacia atrás.

No había en su ademán, ni coquetería, ni deseo de incitación.

Pero sin darse cuerna coqueteaba, incitaba.

Y David no era de los que soportaban ciertas cosas.

Fue brusco, casi brutal.

Levantó el otro brazo.

Así la cerró en su cuerpo sintiéndola palpitar toda, entre sus músculos.

Le buscó la boca.

No con ira, entonces.

Ya no.

Con una ansiedad extraña. Como si quisiera tomar para si lo que tuvo abandonado en siete años.

Le abrió la boca con la suya.

Fue así todo.

Así de simple.

Así de extraño.

La besó mucho sin que ella se alejara.

Sintió aquellos labios cálidos, diluidos en los suyos y después, rabioso, imaginándola así en miles de brazos masculinos, la soltó. La miró despavorido.

—Cuántas veces lo habrás hecho —dijo.

Su voz era tan ronca como de ira tenía su mirada.

Marta alisó el cabello. Sus senos, bajo la blusa, oscilaban, pero no había en su semblante ni un reproche, ni calor, ni ansiedad.

Era la cara más inexpresiva del mundo.

—Así con todos —volvió a decir él.

—¿A qué vienes? ¿Si lo sabes, a qué vienes? ¿Por qué vuelves?

David dio una patada en el suelo.

Giró después sobre sí.

De espaldas a ella, que pasaba la mano por el cabello, maquinalmente la voz de David sonaba muy ronca.

Era como si algo se desgarrara dentro:

—No sé por qué vuelvo. O si, lo sé. ¡Pero qué más da! Vuelvo a recoger las migajas que yo dejé. Venía a buscar tu ternura la de antes. No tu pasión ni tu miseria. No tengo derecho a reprocharte nada. ¡Nada! Lo sé —volvía a mirarla. Su semblante se crispaba y su voz se apaciguaba con amargura—. Te necesito. Es doloroso llegar a estas conclusiones —y furioso consigo mismo y con ella—: Pero debo de tener algo de dignidad aún. Sin duda te hice daño, pero tú te cobras con creces el que yo te haya hecho.

—No te he buscado. David.

—Tu voz lasa, tu acento suave me saca de quicio. Marta. ¿Es que aún no lo has entendido? ¿Es que no sabes aún que te quiero? Que no deseo quererte y sin embargo te quiero y te necesito y te deseo y daría la mitad de mi vida por hacerte mía. Pero no esperaba encontrarme con lo que eres ahora…

Marta no contestó en seguida.

Se inclinó sobre la chimenea.

Removió, con las tenazas, las rojas cenizas.

Fue cuando él se acercó y se inclinó sobre la figura inclinada. El cabello dejaba al descubierto parte de la nuca. La besó allí.

Fue cuando Marta dio un salto.

Cuando la afinidad del pasado se convertía en presente.

Su punto flaco.

Él lo conocía.

Sabía cómo vencerla, cómo dominarla.

—¡No lo hagas más! —gritó Marta.

Y fue cuando se vio en ella una señal de vida, de vida de aquel pasado que sin querer, o queriendo, él había tentado para hacer presente.

La vio palpitar.

Oscilar sus senos.

Como si una indoblegable emoción la embargara. Por eso fue tras ella cuando se acercó a la puerta.

—Martina —le oyó decir con voz apaciguada—. ¿Vienes luego?

La voz de Martina respondió, desde la cocina:

—Unos segundos Marta. Estoy terminando.

—Si quieres que te ayude…

Él estaba tras ella. La asió por un brazo y sintió que Marta quedaba tensa. Inmóvil, pero sin volver la cara hacia él.

—No trates de huir de lo que está tan cerca de ti, Marta.

La respuesta de Marta fue muda.

Rescató su brazo, caminó unos pasos por el saloncito, buscó en una caja de cigarrillos y de espaldas aún, encendió uno.

—Supongo —dijo, como si todo lo ocurrido careciera de importancia—, que no vendrás mucho por estos pueblos. Casi todo el mundo pertenece a la Seguridad Social de la Agricultura y los pedidos vienen directamente de la capital.

De él.

Precisamente sus viajantes eran los que servían los pedidos.

Pero no era el momento para aclarar la cuestión.

—No me quejo —dijo, evasivo—. Dime, Marta, descubramos nuestra cara, nuestro espíritu, nuestra verdad que existe, tiene que existir.

—Yo no sé —le atajó ella—, qué cosa puede existir en ti. En mi, no cabe duda.

—¿Duda de qué?

—De que existen muchas cosas, pero ninguna ligada a ti. Un pasado… Ya sabes lo que pienso sobre el particular.

—Admito que fui un criminal en potencia. Marta.

—¿Es tu disculpa?

—Es la verdad para iniciar un futuro.

—¡Futuro! —rió Marta, desdeñosa—. No es preciso pensar en el futuro. David. Ese futuro llega, quieras o no. No es preciso ir a por él. Aparece solo.

—No me interesa tu filosofía.

—Ni a mi tu cariño tardío.

—Lo necesitas —dijo con fiereza—. Acabo de saber que… lo necesitas. Y acabo de saber, también, que ningún hombre te conoció lo bastante, ni tú has tenido confianza con él como para saber lo que te agrada y complace.

—¡Cállate!

—¿Lo ves? Meto el dedo en la llaga.

—David, o cambias de conversación, o te despido sin ninguna consideración. Estoy cansada. Me gusta la vida fácil, la vida tranquila. Sin complicaciones. Aprendí a vivirla así y así seguiré viviéndola.

—Buscando de ella lo que físicamente te agrade.

Le miró desafiadora.

—¿Puedes tú reprochármelo?

—No debiera. Pero me duele. Me rasca en las entrañas. ¿No te parece ridículo? ¿Qué tipo de hombre soy que me atrevo a pedirte cuentas de un pasado que yo mismo abandonó? Lo sé, todo lo sé. Pero dejaría de ser hombre si pensara o sintiera de otra manera.

—Te digo que calles.

—Las cosas se callan, pero nadie puede evitar que se piensen.

—David, te digo…

Martina entró en ese momento cargada con una bandeja.

—La cena —dijo.