XVII
Nunca creyó que él hiciera de vulgar sabueso. Pero estaba allí, perdido en su coche, solo, sin fumar, con el anhelo enloquecido de pasar la noche sin verla salir. Si era la mujer que decía Arthur, es que tenía una doble vida, y si la tenía, ninguna mujer de su clase podía pasar una noche en casa.
A las nueve en punto se abrió el portal de la fonda, y la figura de Martha Adams, enfundada en el abrigo gris de corte inglés, sencilla y modosa, se deslizó calle abajo.
Rod no fue capaz de moverse de allí.
No tuvo valor. Tuvo miedo de ver, de saber. Sería peor que si le quitaran la vida a trozos.
Apretó la cabeza contra el volante y permaneció en el interior del auto horas y horas, mordiéndose las uñas, fiero con su dolor, tratando de desterrarle, y sintiendo, en contraste, más fiereza y dolor dentro de sí.
Vio cómo salían las gentes de los cines. Cómo la calie iba quedándose desierta. Como alguna mujerzuela se apostaba en las esquinas, esperando que pasara un hombre. Vio que las luces de las casas se apagaban, y empezó el impresionante silencio del amanecer.
Y de súbito…
Lanzó una sorda exclamación. Eran las tres y media de la madrugada y Martha, sola, presurosa, avanzaba calle abajo, perdida en el abrigo gris, hundidas las manos en los bolsillos, inclinada la cabeza sobre el pecho.
De pronto, alguien bajó de un auto y se quedó plantado ante ella.
Un silencio.
Martha se detuvo. Quedó tensa, y su rostro, perdido en la sombra, parecía paralizado, pero la mano de Rod la agarró, tiró de ella y la puso bajo un farol.
—Dios —gritó—. Dios, vienes de pasar la noche alegremente y estás… estás llorando.
No quería llorar.
Restañó la lágrima. Volvió a hundir la mano en el bolsillo del abrigo.
—Ahora —dijo él tristemente, sin rabia— ya no puedes negarlo. Por el día eres la honesta manicura modosita, puritana… Qué bien haces tu papel, Martha. Y por la noche la mujer que sale a vivir…
Martha pensó con amargura que era peor verlo así: Sereno y ecuánime, despreciativo y amargo, que sentirlo enfurecido y violento.
—Déjame seguir. Rod. ¿Para qué continuar?
—Confiesas.
—Mil veces no —gritó sin poderse contener—. Mil veces no.
—¿De dónde vienes?
—Vengo… No tengo por qué… por qué., —apretó los labios—. Perdona, Rod —añadió muy bajo—. No me preguntes nada.
—Pero… ¿cómo voy a juzgarte?
—Ya me tienes juzgada, Rod. ¿No te das cuenta? Nadie sería capaz de hacerte comprender que aquella mujer y yo somos personas distintas.
—Pero sales a la calle por la noche.
—Sí.
—Y dices que…
—No he dicho nada, Rod. Por favor…, no me preguntes, porque nada voy a decirte.
Intentó seguir.
Eu aquela fría madrugada, bajo un farol callejero, las dos figuras parecían fantasmas.
El dolido y humillado, y, ¡oh, sarcasmo!, enamorado de ella como un loco. Y Martha, suave, rígida a la vez, cerrada, sin una explicación que pudiera calmar aquella inquietud indescriptible que dolía como un desgarramiento.
—Y si tienes una explicación para mí, en la que estoy deseando creer, ¿qué clase de amor es el tuyo hacia mí, que no calmas mis locas dudas?
—Lo siento, Rod.
—Y lloras. Estás llorando… Es como para volverse loco. Una mujer de la vida, no llora así. No son lágrimas qúe salgan sólo de tus ojos, Martha —gritó, quitándoselas con el dedo—. Salen de tu alma. Como gemidos que no hacen ruido, Como renuncias que cuestan la propia vida. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces? ¿Qué hay en tu vida que yo no sepa? En realidad… y ¿qué sé de ti? Di, ¿qué sé?
Martha no contestó. Volvió la cabeza a un lado, y trataba de doblegar el sollozo que se cerraba como un nudo en su garganta.
Dio un paso al frente. Pero él la retuvo otra vez.
—No me mates así, Martha. Si eres la misma mujer, imbécil de mí, aún lo dudo, dímelo y me iré. Lloraré en un rincón como un infeliz chiquillo atormentado y quizá un día… cuando crezca, cuando sea un hombre, cuando vuelva a serlo, consiga olvidarte. Pero así… maldiciendo siempre tu recuerdo, va a serme imposible vivir.
Tampoco ella iba a poder.
Pero tenía que poder.
Decirle la verdad… sería perderle lo mismo. En cuanto a la mujer… nada sabía de ella. Lo que ella podía decir… era muy distinto a lo que él esperaba que dijese, y la cuestión sería tanto peor si ella hablaba.
Por eso se mordió los labios. Que la juzgase como quisiese. De cualquier modo, iba a perderlo.
Volvió a girar, dio un titán y corrió como enloquecida calle abajo, hasta el portal.
Rod no la siguió.
Dio la vuelta sobre sí mismo y como un autómata, subió al auto y lo puso en marcha.
* * *
—Te esperaba.
Entró como un sonámbulo. En unas horas, parecía haber envejecido años. Pálido, con los cabellos en desorden, enrojecidos los ojos, temblándole las manos, a él, a él, que siempre fue tan firme en todo.
—Mucho la quieres. Rod —susurró Arthur quedamente.
Rod se dejó caer en una butaca y ocultó el rostro entre las manos.
—Más que a mi vida. ¿Mi vida? —desdeñó, alzando los hombros—. No significa nada sin ella.
—No está en el cabaret, Rod. Ni en ningún otro. La he buscado sin parar. He preguntado. Dicen que desapareció hace cosa de dos semanas. Pero que eso no tiene mucha importancia, porque Sandy desaparece frecuentemente, y no se la ve en un mes o dos.
—¿ Sandy?
—Es su nombre de guerra.
—Escucha, Arthur. Tienes que seguir buscándola. Martha no puede ser esa mujer. ¿Me oves bien? No puede serlo.
—Es lo que no comprendo. Siendo un hombre como tú eres que te obceques así.
—Acabo de ver a Martha.
Lo dijo con fuerza.
Arthur dio un salto.
—¿Ahora? Si son cerca las cuatro de la madrugada.
Refirió lo ocurrido.
—¿Y aún dudas?
—Más que nunca. Martha oculta algo. Pero de aclarar lo que sea, me encargo yo. Tú tienes que buscar a esa mujer.
—Si son la misma persona, Rod.
—¡No! —gritó—. Mil veces no. Soy un hombre de experiencia. Aprendí demasiado pronto a conocer a las mujeres. Tendría que haber entontecido de repente, para engañarme así. Una mujer de la vida, Sandy, por ejemplo, no sabe llorar. Es una roca. Lo son todas.
—Está bien —decidió Arthur—. Casi me convences. Dicen que se ha ido a Liverpool. Mañana mismo saldré para allá.
Rod se puso en pie como un beodo. Pasó los dedos por la frente y se dirigió hacia la puerta.
—Tengo que saber a dónde va Martha los domingos. Me será fácil, sólo con esperar al domingo. La seguiré…
—Me parece que vas a recibir otro desengaño, Rod.
—Prefiero eso a vivir en esta incertidumbre.
No se quedó en su apartamento.
Necesitaba escuchar la voz suave de su madre, sus consejos, sentir el contacto de su mano en la frente, como cuando era pequeño.
Liza Ball estaba levantada. Corrió al vestíbulo cuando lo sintió llegar.
—Rod…, ¿sabes algo?
La besó con ternura.
—No sé qué me pasa —dijo suavemente—, cuanta más es mi amargura, más te quiero y más cerca me siento de ti, madre.
—Es para lo que servimos las madres cuando los hijos son mayores y no son felices.
—Y vosotras os resignáis a esa migaja.
La dama sonrió tibiamente.
—Algún día te tocará a ti hacer el papel, Rod. Es ley de vida. Recuerda aquello, querido Rod. «Quizá a nadie atormentemos como a nuestra madre; quizá por ningún cariño sacrifiquemos menos: tan seguros estamos de poseerlo siempre, de que siempre perdona.»
A su pesar, Rod distendió los labios en una tenue sonrisa.
—Benavente, en sus Rosas de otoño, dijo lo que todos los hombres pensamos y sentimos.
—Así es una madre, Rod. Pasa, anda. Pasa. Estás rendido y desesperado. La has visto.
Entró en la salita junto a ella y se escurrió hacia el fondo de una butaca. Con voz tenue se lo refirió todo.
—Y supones, Rod querido…
—Que hay algo que me oculta, pero no tienes que ver… con esa mujer de la fotografía.
—Estuve mirándola, Rod. Es… ella.
—No me digas eso, por favor.
—No pueden existir dos personas tan iguales. Es imposible, Rod. Vuelve a mirar sus rasgos, su ronrisa… su mirada.
—¡Oh, no, no! —gritó, ocultando el rostro entre las manos—. No, mamá. No me obligues a morir de dolor —alzó súbitamente el rostro—. No me conocías bajo ese aspecto, ¿verdad? No imaginabas que un nombre como yo, que rige la vida de cientos de seres humanos, que dirige un negocio fabuloso, que asiste a reuniones, sentándose en la silla presidencial, se convierta en un vulgar sentimental como yo.
—Eso me llena de emoción, hijo mío. Saber que eres capaz de amar así… llena el corazón de una madre. Pero ahora descansa. Tírate hacia atrás. Así, Rod querido. Necesitas descanso. Unas horas de sueño repararán tu cansancio y tu amargura.
Como un niño pequeño, se dejó querer. Y al cerrar los ojos sintió que no podía más, que el sueño, el cansancio, el dolor, le rendían…