IX
Madame Maggie, desde su agujero, vio entrar a Martha y quedar como desmayada, apoyada contra la pared del pasillo.
A ella no le importaba la vida íntima de sus huéspedes. Allá ellos. Pero le molestaba en gran manera el hecho de que aquella muchacha llevara seis años hospedada en su casa, y la conociera tanto como el primer día.
Muy rara aquella joven. Muy rara y muy bella al mismo tiempo. Recibía cartas de vez en cuando, de tarde en tarde, por supuesto. Trabajaba por el día y trabajaba por la noche, y los domingos y días festivos, nadie le veía el pelo hasta el anochecer, y lo que era más curioso, siempre se iba con un montón de paquetes.
Se alzó de hombros, viendo desde su observatorio, cómo Martha apretaba los labios y crispaba una mano en la pared donde se apoyaba.
En aquel mismo instante sonó el teléfono, y madame Maggie hubo de dejar su observatorio para agarrar el auricular.
—Diga.
Una voz muy bien educada, la que algunas veces preguntaba por Martha Adams, según pensó madame Maggie, murmuró al otro lado:
—¿Podría hablar con la señorita Adams?
—Precisamente llegó en este instante, señor. Aguarde —tapó el auricular y asomó la cabeza por la ventanuca, desde la cual podía ver sin ser demasiado vista, todo lo que entraba y salía de su casa—. Martha, un señor la llama por teléfono.
La joven, que aún continuaba medio encogida, patética y bonita, apoyada contra la pared del pasillo, elevó un poco los ojos.
—Le digo que la llaman por teléfono. Si quiere hablar, pase aquí.
Como un autómata, Martha pasó.
Se diría que la empujaba una fuerza íntima y extraña, ajena a sus deseos.
—¿Debo irme?
En aquel instante, a Martha le importaba todo muy poco. Siguió mirando a la mujer con expresión estúpida, y ésta, haciéndose, en efecto, la estúpida, se quedó allí, sentada ante la mesa camilla y con una oscura labor de punto entre los dedos.
—Diga —susurró Martha ahogadamente.
—Martha…
—Ah… —una pausa. Después—: ¡Eres tú!
—Sí. Escucha, Martha, escucha. Todo cuanto te he dicho es cierto. ¿Me entiendes bien? —Era distinta, grave, profunda, la voz de Rod Ball—. No estuve contándote un cuento. Ni besé tu boca sólo por el placer de besarla. Fue una necesidad física y moral que llevo dentro desde hace mucho tiempo.
Silencio.
Madame Maggie hubiera dado algo por oír lo que decía el hombre. Pero no era posible. A la tenue luz de la lámpara sólo veía el perfil crispado de Martha y los dedos que agarrotaban el auricular con una fuerza extraña, como reprimida.
—¿Me oyes, Martha?
—Sí.
Y madame Maggie hubiera jurado que aquella voz que afirmaba, sonaba hueca, amarga, forzada.
—Martha, escucha. Mañana, a la salida de Beauty Saloon Caine, te estaré esperando. Te llevaré a mi casa para que mi madre té conozca. Ya le hablé de ti.
Silencio.
—¿Me oyes?
—Sí.
—Mañana te estaré esperando.
—Sería mejor… sería mejor…
No pudo continuar.
La voz de Rod, al otro lado, tenía como una loca ansiedad.
—¿Qué te pasa, Martha? ¿Estás llorando? ¿Qué es lo que piensas? ¿Qué me burlo de ti? Di, ¿piensas eso? Un hombre se burla de una mujer mientras no la necesita y la ama, pero luego, cuando realmente la necesita y la ama, burlarse de ella sería como burlarse de sí mismo. ¿Me oyes, Martha?
—Sí.
—Tú me amas también. Me amas, sí. Aprendiste a quererme despreciándome tanto. Dirás, o quizá solamente lo pienses, que soy un sentimental absurdo. Puede que lo sea. Y no me desprecio por serlo, Martha querida… Yo… no sé qué tengo, no sé lo que me pasa. Desde que te vi llegar aquel día a mi casa… sentí la sensación de que ella, la mujer que yo esperaba, estaba allí. Todo lo que te hice, todo lo que te tenté, fue encaminado a conocerte mejor. Si te hice daño, perdóname.
—Sí… sí…
—¿No puedes decir nada más? ¿Es que no estás sola?
—No lo estoy.
—Ah. Dejémoslo, pues. Mañana. ¿Me oyes? Mañana iré a buscarte para llevarte a mi casa.
Colgó.
Ella también.
Madame Maggie la vio dejar la salita y perderse mudamente en dirección a su cuarto.
A las nueve y media la vio salir de muevo. Y por primera vez en seis años, se le ocurrió preguntarse: «¿Qué hará esta mujer por las noches?»
* * *
—Ya veo que esta vez es verdad, Rod.
—Y no te alegras.
—Te equivocas —susurró Liza Ball, puesta en pie y acariciando con su fina mano el rubio oscuro del cabello masculino—. Sé que no te habrás enamorado de una muchacha que no te merezca, Rod. Tienes treinta y dos años y estás, como el que dice, de vuelta de todo. Empezaste a vivir demasiado pronto, y bajo tu sonrisa, a veces un poco infantil, se oculta una madurez inconmensurable. Por eso sé que Martha Adams será merecedora de ti.
Rod asió las dos manos de su madre por el aire y la arrastró hacia el diván, frente a la chimenea encendida, en el cual se hallaba él sentado.
—¿Te hablo más de ella, mamá?
—Si ello te consuela, hazlo, Rod.
—Es morena. Tiene el cabello negro como el azabache y los ojos glaucos. No sé si verdes, azules o grises. Cambian según su estado de ánimo.
—Tú no te conformas con su físico, Rod. ¿Verdad, hijo?
Rod Ball se echó a reír.
Tenía una risa madura y bronca. Distinta a la que empleaba con las mujeres cuando se ponía en plan de conquistador.
—No sería suficiente. No —adujo gravemente—. Estimo en Martha valores espirituales infinitos. No me digas por qué. Apenas la conozco y tengo la plena certidumbre de que no me, equivoco.
—De acuerdo. Pero debes tener en cuenta algo muy importante. A mí me gusta que me cuentes tus cosas, Rod. Siempre me has considerado madre y amiga al mismo tiempo. Y eso es importante para una madre. Sumamente importante. Si alguna vez hiciste algo malo, yo lo supe antes que nadie. Por eso tuve la oportunidad de conocerte y aconsejarte debidamente. Y como te conozco tanto, tengo miedo por ti y por ella. Suponte que formalizas tus relaciones, que la llevas aquí y allá, que sales y entras con ella. Que te haces ver en la ciudad, que si bien es muy grande, a ti te conoce todo el mundo y ella, desde su posición de manicura, también tendrá sus amistades y su mundo.
—¿Adónde vas a parar, mamá?
—Sólo voy a hacerte una consideración. Después… recibiré a Martha Adams con los brazos abiertos.
—Hazme esa consideración.
—Suponte que si bien hoy la amas, la deseas y te gusta tanto, a medida que la tratas va perdiendo valores para ti. Eres exigente en cuanto a la mujer elegida. No perdonas ni defectos, ni deslices ni pequeñas rebeldías. Suponte por un momento que la mujer física no corresponde a tu ideal espiritual.
—Lo supera —cortó—. De tal modo me lo advierte el instinto, que dudarlo sería tanto como partirme el alma.
—Una cosa es que tú desees que sea así, y otra que lo sea, Rod.
—Lo es —susurró—. Lo es, mamá. Ya lo verás. Nunca me enamoré. Esta vez es de verdad, y sería como perder la vida, fracasar en algo que supone para mí el centro de toda mi vida.