III
Martha saltó de la furgoneta y se dirigió rápidamente a la entrada del edificio. Atravesaba el vestíbulo en dilección a recepción, cuando alguien le chistó.
Era Lynda, que acababa de dejar su guardia y se tomaba su descanso habitual.
Martha se detuvo en seco y se dirigió al guardarropa.
—¿Qué pasa? —preguntó, al tiempo de quitarse el abrigo.
—Tienes seis avisos para esta tarde. Ha tocado el timbre hace un segundo para las del primer turno. Voy a comer, ¿vienes? —y siseando—: Mira esto.
Martha miró.
—¿De quién son? ¡Qué bonitas!
—Tuyas —dijo Lynda de modo raro, y poniendo un dedo en la boca—. Las recibí yo en el último minuto de guardia en la centralita. Las he traído aquí en evitación de que las viera miss Dina. Anda siempre a la caza de algo, y como tú sabes, tiene un olfato especial para estas cosas.
—Gracias, Lynda. Tíralas.
Lynda abrió los ojos como platos.
—Si no las ha visto miss Dina. Además, suponiendo que las viera, se pueden dar mil disculpas. Sabes muy bien cómo nos encubrimos unas a otras. Con quitar la tarjeta e ignorar para quien son destinadas…
—De todos modos, yo no tas quiero.
—Sabes de quien vienen.
—He trabajado esta mañana al lado de tres hombres, u cada uno más indecente.
—Y no sabes de quien proceden las flores.
Martha hizo un gesto vago. Giró sobre sí.
—Aguarda, mujer…
—No quiero las flores. Tengo el tiempo justo para comer y empezar de nuevo. Si algo detesto en este mundo, es mi turno de la calle. Menos mal que me toca tan sólo cada tres meses.
—Suponiendo que un señor no se encapriche y te pida a ti todos los días. Recuerda lo que le pasó a Margaret el invierno pasado. Aquel tejano que pasó seis semanas en Sheffield y pidió a la casa Caine la misma manicura todos los días.
—Hasta que Margaret mandó al diablo a la casa Caine y al tejano.
—¿Supiste algo de ella?
—No. Cuando se negó a ir al hotel Carlton y la encargada la despidió, se fue a Liverpool y no he vuelto a saber de ella.
—Pues tómate tú ese ejemplo. Si el de las flores, que es Rod Ball, se empeña en que le arregles las manos todos los días…
—Lo haré —secamente.
—¿Qué hacemos con ellas?
Martha no lo pensó un segundo. Las levantó y las tiró en la papelera allí próxima.
—¡Oh! —se lamentó Lynda—. Habrán costado un dineral.
—¿Vienes?
Lynda fue.
Ambas salieron a la calle.
Sam, que engrasaba la furgoneta, se quedó con la estopa en alto.
—¿Hemos terminado esta mañana, Martha?
—Pero reanudaremos el trabajo a las cuatro en punto. Tenemos seis encargos. Y hemos de terminar para las seis.
—¿Puedo ir con vosotras a comer?
—Si no has terminado —rió Lynda—. Si te ve míster Glyn, el encargado de personal, te despide.
—Hum.
Y continuó su trabajo.
Las dos jóvenes, una junto a otra, levantando el cuello de sus abrigos, se lanzaron callé abajo.
—Martha…, un día tendrás que aceptar algún galanteo.
—Tengo demasiadas cosas que hacer, para ocuparme de eso —replicó Martha secamente.
—¿Y si Rod Ball empieza en broma y termina en serio… y casándose?
Martha no se detuvo. Pero dijo con acento irritado:
—Un cuento de hadas.
—No es la primera vez que ocurre.
—Seguro. No creo que me esté reservado a mí. Además, debo ser tan sentimental, que no me bastaría la fortuna de míster Ball.
—Dicen que es hombre interesante.
Martha parpadeó.
Lo era mucho, pero… ¿qué importa? Estaba ella harta de conocer hombres interesantes sin ningún resultado positivo.
Todos los hombres interesantes con dinero, se creían con derecho a todo.
—Dicen —añadió Lynda, ante el silencio de su amiga— que su madre pertenece a la más rancia aristocracia de Nueva York.
Martha se alzó de hombros.
—Dicen también que son gente muy generosa. Y él es el único hijo. Hace diez años que falleció míster Ball y desde entonces, Rod está al frente del negocio.
—No sé tanto.
—No tiene novia.
Martha entró la primera en la cafetería.
—Voy a pedir un plato combinado —dijo por toda respuesta—. Tengo mucho apetito.
Lynda consideró conveniente no hablar más del asunto. Martha era así. Hacía seis años que trabajaba con ellas y nadie la conocía. Nadie sabía cómo pensaba ni lo que hacía, después de dejar el trabajo a las seis de la tarde. Lo único que se sabía de ella era que siempre parecía tener sueño, estar muy lejos de donde se hallaba realmente y el gesto de melancolía que nunca nadie pudo disipar de su rostro.
* * *
A las nueve de la noche, Martha Adams salió de su alcoba y cruzó el largo pasillo en tinieblas.
Madame Maggie prohibía encender luces y los huéspedes siempre andaban tropezando por las esquinas. La patrona francesa, residente en Sheffield de muchos años antes, no desperdiciaba un chelín. Decía que de los pequeños ahorros nacían grandes fortunas.
Martha, como siempre a aquella hora, cruzó el pasillo y se deslizó hacia la calle. Pero antes de llegar a la puerta, la patrona asomó por la rendija de un ventanuco que hacía de observatorio desde la sala de estar hacia los pasillos por donde salían y entraban los huéspedes.
—Hay una carta para usted, Martha.
Esta no se asombró.
Pero sí extendió la mano y recogió la carta.
—¿A qué hora vendrá hoy, Martha?
—Espero terminar a las tres de la madrugada.
—Así está usted de escuálida —gruñó la patrona.
Martha no respondió.
Con la carta entre los dedos se dirigió hacia la calle y ya en ella, se detuvo bajo la tenue luz de un farol callejero. Rompió la nema y leyó la carta del principio al final. Sus azules ojos tuvieron como un súbito parpadeo, pero la cosa no pasó de ahí. Guardó en el bolsillo del abrigo el sobre con la carta dentro, y suspirando de modo casi imperceptible, emprendió la marcha.
A la mañana siguiente, cuando llegó al salón de belleza, eran las nueve y cinco.
—Recoge tu ficha —le siseó una compañera— antes de que venga miss Dina. Si sabe que has llegado tarde hoy también, te despide.
Martha se apresuró a hacerlo y pasó al guardarropa. Se quitó el abrigo y se puso la bata rosa.
Inmediatamente después, se deslizó por los pasillos.
Miss Dina, una mujer de unos cuarenta años, grave y malhumorada, avanzaba hacia ella, en dirección a los salones masculinos.
—¿De dónde viene usted, Martha?
Martha no decía mentiras.
Pero en aquel instante tenía que decirla. Y lo peordel caso era que se veía obligada a decirlas todos los días.
—De tomar los avisos para hoy, mis Dina.
—¿Ha sonado ya su botón rojo?
—No, señorita.
—Martha… lamento que ande usted por los pasillos a estas horas, cuando cada uno ya está en su trabajo. Se lo he repetido durante seis años más de mil veces. Es usted una buena empleada, pero lamentaría tener que dar una queja de usted a la dirección.
—Lo siento, miss Dina.
—¿Qué avisos tiene hoy?
—No me los han dado aún.
—Pues yo se los daré, porque en su busca iba. Acaba de sonar el botón rojo y usted no estaba en su puesto —miró el papel que tenía entre los dedos—. El primero, Rod Ball. Míster Ball la reclama con urgencia. Tendrá que ir a su apartamento.
Martha se estremeció.
—Si he ido ayer —exclamó sin poderse contener.
Miss Dina distendió la boca en una suave sonrisa.
—Tanto mejor. Ello indica que ha quedado contento de su trabajo.
—Pero…
—Sam espera en su furgoneta, míster Ball pidió la hora de las diez y media. Tiene usted tiempo aún de recogerlo todo y presentarse en casa de mistress Sugden. Después podrá ir al apartamento de míster Ball. Tiene usted seis encargos para este distrito.
—Sí, miss Dina.
—Dése prisa.
La encargada siguió su camino tras de entregarle a Martha las notas del día, y ésta lo hizo en sentido inverso.
Al pasar junto a la centralita, Lynda le siseó.
—¿Te dieron la nota?
La mostró en silencio.
Lynda le hizo una seña para que se acercase y Martha, sin ganas, obedeció.
—¿Qué te parece lo de míster Ball? Te reclama otra vez.
Martha hizo un gesto vago.
—No creo —apuntó Lynda mordaz— que se le hayan resquebrajado las uñas. Tendrá ganas de verte otra vez. Si te envía flores…, ¿qué hago con ellas?
—Lo que yo hice ayer —cortó secamente.
Y se alejó hacia la calle. Sam ya la esperaba.
Subieron ambos en silencio.
—Hoy —dijo Sam— estás triste.
No hizo comentario.
—¿Tiene la culpa el trabajo?
—Cállate, Sam. Llévame a casa de mistress Sugden.