XII
Soportó las bromas de sus amigas durante toda la semana. ¿Amigas? Nunca los tuvo. Compañeras de trabajo… a las cuales no sacó de su error. ¿Para qué? ¿Explicarles que lo suyo no era un plan, sino… sino… algo que dolía y a la vez causaba un goce indescriptible?
No sería capaz de compartir aquella plenitud con nadie. Escuchaba las bromas y los chistes y las risas, y jamás hacía eco de ellas, pero tampoco daba la explicación que los demás deseaban.
Su vida privada era muy suya, muy íntima.
Nadie podría jamás penetrar en ella.
Todos los días, a la salida de Beauty Saloon, se encontraba con él. Sin mirar hacia atrás subía al auto y Rod lo ponía en marcha.
Celoso de su ternura, de su pasión, que cada día se encendía más, no la llevaba a lugares públicos. Unas veces a casa de su madre, con la cual tomaba el té y charlaban interminablemente, hasta que Martha veía las manecillas del reloj correr y se ponía en pie, despidiéndose.
Otras la llevaba en auto y lo detenía en cualquier parte, donde la besaba como un loco desquiciado, contagiándole a ella su ardor.
Empezaron a conocerse bien.
Ella supo de sus terribles impetuosidades. El de sus reparos, de sus escrúpulos, de su delicadeza, de su temperamento emocional, que parecía sojuzgarse aún. Supo de los valores espirituales de aquella muchacha, que ocultaba como delitos, y fue, poco a poco, poniendo de manifiesto ante él, casi sin darse cuenta.
Muchas veces, Rod se la quedaba mirando largamente. Y ella, sofocada, le cubría los ojos con la palma de la mano, susurrando:
—No me mires así.
—Es como una necesidad.
—Que aturde.
—¿No te gusta aturdirte un poco a mi lado?
¿No se aturdía todos los días? ¿No se olvidaba incluso de sus viajes de los domingos, y buscaba un pretexto para irse otro día cualquiera?
¡Qué sabía él de los muchos sacrificios que hacía en pie de aquella ternura, de aquella pasión, de aquella verdad!
¡La más bella de toda su vida!
Desde hacía dos semanas, justo las transcurridas a partir del día que se puso en relaciones con Rod Ball, apenas si dormía. Nadie se daba cuenta, pero aquella muchacha iba perdiendo color, y a veces, en el salón de belleza Caine, había de ocultarse para no caerse.
Aquella noche, a las siete de la tarde, hacía frío. Lloviznaba. Se hallaban ambos con Liza Ball, en su lujosa mansión, confortable, cálida.
Liza dijo de súbito:
—Lo que no me explico, Rod querido, es por qué consientes que Martha trabaje. Os vais a casar pronto. No creo que esperéis un año.
—Ni dos meses —rió Rod, apretando los dedos temblorosos que se perdían en los suyos.
No notó el estrechamiento de Martha, pero sí oyó su voz ahogada.
—Nunca dejaré de trabajar.
Los dos la miraron asombrados.
—¿Nunca?
Ella parpadeó nerviosa.
—Hasta que… hasta que…
—Nos casemos —terminó Rod.
Sólo pudo asentir con un breve movimiento de cabeza. ¡Casarse! ¿Podría ella casarse alguna vez? ¿Tendría valor para decirle…? ¿Para decirle…? No. Nunca lo tendría. Un día desaparecería y no volvería jamás. Y Rod iba a sufrir y quizá Liza consolara a su hijo, diciendo con ternura: «No era una buena chica, Rod. No lo era. Piensa eso y olvídala.»
Aquello iba a doler. Doler como una llaga incurable, que supura todos los días. Iba a doler la evidencia de aquel olvido, e iba a doler dejarlo y apartar de su vida aquella plenitud.
Sacudió la cabeza.
¡ Era tan bello el momento!
¿Para qué estropearlo con pensamientos dolorosos?
—No obstante —insistió Liza Ball, ajena a sus pensamientos—, si es que os vais a casar pronto, estimo que Martha debiera dejar el trabajo.
—No me obligues a eso.
Rod la miró con cálida ternura.
—Es lo normal, Martha.
—Pero yo prefiero seguir trabajando hasta el último momento.
—Es que el último momento es éste, si pensáis casaros dentro de dos meses.
Saltó impulsiva.
Había dolor y sofoco y hasta una fuerza extraña en su negación.
—Tan pronto… ¡no!
Los dos la contemplaron asombrados.
—¿A qué esperas? —insistió Liza Ball—. De vuestro amor estáis bien seguros los dos. Rod tiene sus años, una edad muy apropiada para formar un hogar. Tú estás sola… ¿Tienes algún familiar en alguna parte?
Apretó los labios.
No contestó.
Mentiras no podía decir. Iban contra ella. Contra su dignidad, su rectitud. Por eso evitó la respuesta.
Liza Ball, un tanto asombrada, pero sin demostrarlo, no insistió, pero dijo reiterante:
—Nada impide que os caséis. Además, dada la intensidad de vuestro amor, lo mejor es casarse. Se evitan muchos disgustos. El equipo de novia lo pido yo. Te lo regalo yo. En cuanto al hogar… —dudó un segundo—, supongo que vendréis a vivir conmigo.
—Por supuesto —afirmó Rod riendo—. Una vez casado, me complacerá dejar la oficina y correr hacia este remanso, donde os hallaré a las dos.
Martha nada decía.
Nada podía decir.
Nada era capaz de decir.
No obstante, por mucho que ambos insistieron, no fueron capaces de convencerla. Deseaba seguir trabajando hasta el final. Hasta dos días antes…
Lo consideraron propio de su orgullo de mujer. Nunca aceptaba nada. Cuando Rod pretendía hacerle algún regalo, siempre terminaban enfadados. No los admitía.
Decía invariablemente, con voz trémula:
—«Algún día, cuando seas mi marido —y la voz parecía extinguirse—, cuando lo seas… lo aceptaré todo.»
Pero aceptaba besos.
De ésos no podía escapar. Los sentía en su ser. Sin pecado, con ansiedad tan sólo. Una ansiedad que nacía en el alma y se esparcía por todo el cuerpo.
Al fin se decidió a complacerla. Seguiría trabajando…
* * *
Era domingo.
Tenía que buscar una disculpa.
No más domingos sin ir allá.
Rod la llamó bien de mañana. En bata y con el cabello un tanto revuelto, cruzó el pasillo hacia el teléfono.
Madame Maggie estaba allí, como expectante.
—La llama su novio —dijo un tanto suspicaz. Y lanzó sobre ella una mirada censora.
Martha asió el auricular. Madame Maggie hubiera jurado que le temblaban los dedos.
Se quedó allí, arreglando la mesa camilla sobre la cual aún estaba la labor en la cual trabajó la noche anterior.
—Hoy no voy a poder salir.
—¿Qué dices? Si acaba de llamarme mamá y nos invita a almorzar con ella. Podemos pasar todo el día en su finca.
—Lo siento, Rod. Me es imposible.
¿No temblaba aquella voz?
Madame Maggie empezaba a preguntarse qué clase de chica era aquélla. En realidad hacía seis años que se lo preguntaba, sin hallar respuesta a su interrogante.
—Oye, Martha, chiquilla, ¿qué tienes?
—Nada.
—Pero es que me estás resultando extraña esta mañana. Es domingo. Tenemos los dos el día libre y me sales diciendo que no vienes conmigo.
—He prometido a una amiga ir con ella a un hospital. Tiene allí a su madre… No puedo eludir ese compromiso, Rod. Comprende.
«Está mintiendo —pensó madame Maggie—. Esta chica no sabe mentir y cuando lo hace cambia de color y le tiemblan los labios.»
—No me irrites, Martha —gritó Rod al otro lado—. Te aseguro que no voy a consentir que te marches con una amiga y me dejes a mí plantado.
—Rod, sé comprensivo.
Casi lloraba.
—Lo soy, caramba. ¿Es que no tengo derecho a disfrutar contigo de un domingo tranquilo? El pasado estuviste nerviosa todo el día. Hasta mamá te lo notó. Y hoy…
—Ve a buscarme a la estación a las siete en punto, Rod, querido, por favor…
—¿Lo dices en serio?
—Sí —fuerte. Muy fuerte.
Madame Maggie, a su pesar, se estremeció. Y lo raro fue que no supo por qué razón se estremecía.
—Está bien —terminó por impacientarse Rod—. Quizá vaya a esperarte o quizá no vaya. Depende todo de mi humor.
Y colgó.
Era la primera vez que se enfadaban de verdad. El, porque ella no estaba enfadada. Sólo triste.
Soltó el auricular y apretó la bata en el cuerpo.
Al girar se encontró con los ojos de madame Maggie. En aquel momento ni eran curiosos ni suspicaces. Eran casi cariñosos.
—Está usted más delgada cada día, Martha —adujo suavemente—. Ha dormido usted esta noche, dos horas escasas.
Martha no contestó.
Iba hacia la puerta un poco tambaleante.
—Teniendo un novio rico, poderoso en la ciudad… no me explico por qué sigue esa vida.
—¿Qué vida?
¿Qué sabía madame de su vida?
¿Qué sabía nadie en realidad, de aquella vida suya tan celosamente oculta?
Quedó medio encogida en el quicio de la puerta.
—No sé qué puede pasarle, Martha —adujo de nuevo la patrona—. Nunca reparé mucho en usted. ¡Tengo tantos huéspedes! Pero usted, de un tiempo a esta parte, me da mucha pena.
Martha ni siquiera parpadeó.
Pero seguía allí, apoyada en el marco de la puerta.
—¿Adónde va usted todos los domingos?
La joven se alzó de hombros.
—No me lo explico.
Ella, sí. Ella se lo explicaba.
Giró y se encaminó al pasillo.
Madame Maggie quedóse allí sin saber qué decir. Aún estaba allí, cuando de súbito vio avanzar a Martha, vestida ya, pálida, cargada de paquetes y envuelta en el abrigo gris de corte inglés.
—Martha…, si vienen a preguntar por usted…
—No sabe dónde estoy.
Rápida. Casi brusca, pero con un fiero patetismo en la voz.
Madame Maggie era curiosa, pero no mala persona. Cierto que no se excedía pidiendo informes a sus huéspedes. Ella se ganaba la vida. De alguna forma había que ganársela, pero en el fondo era una empedernida sentimental.
—No debo mencionar su trabajo… nocturno.
—¡No! —como un gemido—. No.
—Pierda cuidado, Martha. Váyase tranquila, pero… me parece que está usted jugando con sus propios sentimientos, y eso es peligroso.
Lo sabía.
Lo supo desde aquel día que fue a arreglarle las uñas a Rod Ball.
Salió a la calle y se perdió en ella presurosa.
Una hora después, Rod preguntaba a madame Maggie por ella.
—Ha salido.
—¿Sola?
—De aquí, sí.
Y no fue capaz de sacarle otra explicación.