IV

Steve abrió la puerta y su prócer rostro tenía una Jura contracción.

—Me han mandado a llamar —dijo la joven brevemente.

Steve suspiró.

Franqueó la entrada y se quedó con la puerta abierta un segundo, como si fio se diera cuenta de nada.

A una mirada interrogante de Martha, se apresuró a cerrar, exclamando entre dientes:

—Por aquí.

Era el mismo camino que el día anterior. Martha entró y se quitó el abrigo antes de que Steve saliera. Este lo tomó en sus manos y se fue con él, cerrando la puerta.

—Buenos días, Martha —saludó, entrando en mangas de camisa, eufórico y feliz—. Como habrás observado, no me olvidé de tu nombre.

Martha no contestó. Esperó muy rígida que Rod tomara asiento y después lo hizo a sus pies, pidiendo con un gesto la mano masculina.

Pero míster Ball no se la dio.

—¿Fuma? —preguntó, correspondiendo al gesto interrogante de ella.

—No.

—¿Nunca?

—He venido a arreglar sus manos, míster Ball.

—Hay tiempo, ¿rio? ¿Qué te parecieron las flores?

—No las he visto.

—¿No te las enviaron?

—Supongo que sí. Si en algo estimo a una persona, le ruego que no vuelva a hacerlo.

—Vaya, cualquiera en tu lugar, hubiera saltado de gozo.

—Cualquiera, quizá, señor. Yo no.

—¿Distinta?

—He venido a arreglarle las manos.

—Por favor, Martha, sé razonable. Soy un cliente de la casa Caine y suponte lo que significaría que diera quejas de ti a miss Dina, por ejemplo. ¿Te asombra que la conozca? No la conozco, la verdad. Pero todo el mundo sabe que miss Dina es el coco del salón de belleza.

—Señor…

—Dejémonos de tonterías, Martha. Yo no soy un caprichoso, pero… cuando me gusta una chica… suelo decírselo, y me agrada en extremo que a ella le complazca ese simple hecho. ¿Qué te parece si comemos juntos esta noche?

Martha se puso en pie con cierta presteza.

Tenía una extraña amargura en los ojos y un rictus indefinible en sus labios.

—Suponiendo —dijo fuerte, demasiado fuerte para su linda fragilidad— que tuviera por hábito aceptar las invitaciones de algún cliente, considerará usted que los elegiría a mi gusto.

—¿No te gusto yo?

—No, señor. Sé que tiene mucho dinero y que lo gasta con generosidad. Pero yo prefiero mi trabajo y mi sacrificio. Nada de lo que consiga con facilidad me ilusiona.

—Puedo enamorarme de ti —dijo Rod simpáticamente.

—Quedando libre su fiel corazoncito. ¿No es así, míster Ball?

—Suelo ser muy apasionado.

—No me interesa su pasión —y sin hacer transición—. Pediré mi abrigo y me iré, puesto que no necesita mis servicios. Y otra cosa, míster Ball. Si mañana con los avisos recibo el suyo, no vendré. Puede dar usted las quejas que guste. Hace seis años que trabajo para BEAUTY CAINE y tenga la seguridad de que me encuentro bien en mi trabajo, y que hoy día es difícil hallar otro. Pues aun así, dejaría mi empleo antes de venir a perder el tiempo.

Rod pensó que igual era verdad.

La miró detenidamente, al tiempo de ponerse en pie.

—Aguarda un momento. Termino en seguida. Y luego puedes irte. Voy a seguirte a donde quiera que vayas. ¿Quieres que te cuente un secreto que nunca compartí con nadie hasta ahora? Te lo voy a participar a ti sola. Hace mucho tiempo, ¡mucho!, que al llegar a casa bien de madrugada, bien a la hora honesta que llegan los hombres honestos, cierro los ojos y ante mí se dibuja el cuerpo y el rostro de una muchacha. Esa muchacha se parece a ti físicamente. No me mires con ese sarcasmo, no te estoy declarando mi amor ni pidiéndote en matrimonio. Antes de casarme pese a las ganas que tengo de hacerlo, me miraré mucho. Las mujeres de hoy andáis siempre a la caza de un buen partido. Si sois fáciles, os arregláis de forma para parecer lo contrario. Si sois decentes, os enamoráis en seguida y resultáis fáciles después. Ninguna de ellas me sirve. La mujer que sea madre de mis hijos, tendrá que ser dura como una roca para defender lo único bueno que tenéis las mujeres cuando en realidad lo tenéis. Ahora puedes irte, Martha.

—Buenos días.

—Ah, otra cosa, esta tarde te estaré esperando ante la casa Caine. ¿Tienes algún inconveniente?

—Lo tengo, por supuesto.

—De todos modos, vas a verte y desearte para alejarme de ti. Y conste… que no voy a casarme contigo, salvo que lo merezcas.

—Me parece, míster Ball, que es usted un buen fanfarrón.

—Un hombre honrado, cabal y sincero, casi siempre lo parece. Pero resulta que después, la mujer piensa que es verdadero.

—¿Algo más, señor Ball?

—Que me gustas, y que no siempre; a primera vista, me gusta una mujer.

Martha giró. Nada más hacerlo, se abrió la puerta y un Steve malhumorado le presentó el abrigo.

—Gracias —dijo ella.

Lo puso y salió, apretando fuertemente el estuche que no usó.

Tan pronto la puerta se hubo cerrado y se oyó el suave taconeo femenino en dirección al ascensor, Rod Ball se volvió hacia su criado.

—Puedes añadir que no dije ninguna mentira.

—¿Se refiere el señor…?

Rod se encaminó hacia la puerta que comunicaba con su alcoba.

—La llamada telefónica que tuviste con Liza Ball. Dile a mi madre que esta chica me gusta.

—Señor, yo…

—Te voy a despedir, Steve. Vuelve a Ball House y ocúpate de mi alcoba

—Señor.

—No eres un buen criado, Steve. No sabes serlo. O eres amigo de mi madre, o lo eres mío. No me interesa que cuanto yo haga se fiscalice.

—Le aseguro, señor…

—Largando.

Y seguidamente desapareció él.

Cuando una hora después llegó a su oficina, tiró gabán y sombrero en poder de su secretaria.

Esta lo recogió y lo colgó en el perchero.

—¿Qué novedades hay?

—Comida con mistress Ball, señor. A las dos en punto.

—¿Y después?

—Nada. La tarde la tiene libre.

—De acuerdo. Gracias, señorita Evelyn. ¡Ah! —exclamó sin transición—. Envíe un brillante a la señorita Martha Adams.

La secretaria no pareció extrañarse.

—¿A su casa particular, señor? —preguntó con toda naturalidad—. ¿O al Instituto de belleza Caine?

—¿Acaso sabe su dirección?

—Sí, señor. Una casa de huéspedes muy humilde.

—A esa casa entonces.

Abrió la carpeta como si el asunto Martha-brillante, va no tuviera importancia, pero Evelyn seguía allí de pie.

—¿Desea algo, señorita Evelyn? —preguntó, elevando un poco su indolente mirada.

Mudamente, Evelyn le mostró un ramo de flores marchito, con la tarjeta rota, metida entre los pétalos.

—¿Qué es eso? —rió Rod despreocupadamente.

—Lo he recibido hace… diez minutos, señor. Parece que ha dormido en el cubo de la basura. Tiene la cáscara de un plátano introducida entre las flores. Y el polvillo característico de los cubos de basura.

—Ajajá. ¿Quién lo envía?

—No lo sé, señor, pero… como ayer lo envié yo a Martha Adams…

—Muy divertido. Tírelo, señorita Evelyn.

—¿Y… los brillantes?

—Envíelos —dijo secamente—. Cuanto antes.

—Sí —titubeó—. Sí, señor.

—Empecemos nuestro trabajo. Recuérdeme la hora a la una y media.

—Sí, señor.