XV

Tan pronto se vio en la calle, sintió la sensación de que todo era distinto, de que acababan de contarle un chiste, y de que el papel que apretaba entre los dedos, era un simple apunte sin importancia.

Pero no se hizo ilusiones. Era hombre reflexivo, dominaba sus impulsos y no se dejaba vencer por la desesperación.

Se fue directamente a su casa y se cerró en su habitación. Se quitó la chaqueta y se dejó caer cuan largo era en el lecho. No volvió a mirar la cartulina. La tenía oculta en el bolsillo de la americana y no pensaba sacarla de allí, entretanto no viera a Martha.

Ella. Ella era la única que podía darle una explicación. El desgarro sufrido nadie iba a evitarlo ya, pero tenía aún la esperanza de que todo fuera debido a una confusión.

¡Una ilusión absurda de hombre infantil! Y él no era absurdo ni infantil. Esta convicción produjo en él una sacudida.

¿Esperar?

Sí, esperar aunque se muriera de dolor y de impaciencia. Era lo bastante sensato y maduro como para no provocar un escándalo a la una de la madrugada, en una fonda donde no sólo vivía Martha.

¡Martha Adams! Era odioso e inhumano pensar que todo cuanto dijo Arthur fuese cierto.

Pero también… había que suponer que Arthur no era un hombre que se lanzara a vuelo sólo con una suposición.

Y Entonces… entonces… ¿Martha Adams?, la muchacha que él adoraba, en la que creía, la que rechazó las flores y un brillante y cuantas suposiciones le hizo… era una mujer pública. De la calle, depravada y de todos.

No. Mil veces no.

Cerró los ojos y apretó las sienes Con ambas manos. Iban a estallarle. Por muy ecuánime que fuera, por muy reflexivo, por muy sensato, no era posible mantenerse quieto ni siquiera indiferente ante lo que tenía que saber de cierto al día siguiente.

No obstante, trató de dormir. Un sudor frío empezó a invadirle, y cuanto más luchaba por cerrar los ojos, por sentir la inconsciencia del sueño, mayor era su desvelo. Nadie podría imaginar jamás aquel dolor, el desgarramiento de todas sus esperanzas frustradas, la evidencia de saber que bajo la capa de chica buena y sensible se escondía el mayor cinismo que pudo imaginar un ser humano.

No fue capaz de quedarse quieto. Empezó a pasear la estancia y al amanecer salió a la calle.

Vagó de un lado a otro a pie. Ni siquiera podría asir el volante. No tenía fuerzas para nada, excepto para soportar el peso de su cuerpo sobre las piernas. No era ira, ni cólera. Era un dolor indescriptible que lo menguaba y lo anulaba. Toda la vida buscando una mujer como Martha Adams, y de súbito… era el más vilmente engañado de los hombres. El más gusanito, el más absurdo, el más muñeco…

Sintió la sensación de que estaba solo en la vida, de que nadie, ni las razones de Martha, podrían llenar aquel vacío.

Y, como siempre, pensó súbitamente en su madre. Se sintió niño, desamparado, vulgarcito. Como un imberbe que tiene su primer fracaso y va a contárselo a su madre. O como el chico al que le roban la pelota y va llorando a contárselo a su madre…

A las siete de la mañana tomó un taxi. No era capaz de conducir su coche. Llegó a la regia mansión hacia las siete y media. Entró en la casa como un autómata y preguntó al primer criado si su madre estaba levantada.

—Ha ido a misa a las siete, señor. No tardará en volver.

Penetró en el salón de la planta baja y se hundió en un sillón, pálido, con las dos manos sujetando las sienes, los ojos inmóviles, fijos en el suelo.

No supo el tiempo transcurrido, ni se dio cuenta de la elegante figura de Liza Ball ante él.

—Rod…

Sólo levantó un poco la cabeza. Y después, con esa cortesía innata, muy ajena a su propio y bárbaro dolor, se puso en pie.

—Buenos días, mamá.

Liza lo besó en la mejilla. Era alta, pero más baja que él, y hubo de empinarse sobre los zapatos para llegar a su rostro.

—Estás helado. Rod. ¿Te ocurre algo? Es tan temprano y ya estás aquí…

—Siéntate, mamá.

—Algo muy grave y muy doloroso te ocurre.

Se sentó. Liza lo hizo enfrente.

Y de súbito, Rod empezó a hablar. No omitió nada. Lo contó todo. Desde que ¿e presentó en casa de Arthur, hasta que se fue. Y como un autómata metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó la fotografía.

Hubo un silencio.

Un largo y penoso silencio.

Liza Ball, con los ojos desorbitados por el asombro, contempló absorta aquella fotografía. Muda, paralizada, estremecida de dolor. Cuando se la dio de nuevo a su hijo, éste, con ademán de momia, la hundió en el bolsillo, sin pronunciar palabra.

—Rod…

La miró tan sólo.

—Rod… —repitió la dama con su ma ternura—. ¿Qué quieres que te diga?

—¿Decir?

—Sí. Has venido a mí a buscar un consuelo, una respuesta, la respuesta que tú deseas, pero…

—No vas a dármela.

—No me gusta juzgar sin ver ni oír. Rod… Bien sabes cómo soy. Pero sabemos los dos que Arthur te quiere de verdad y no es hombre que se lance a la aventura en una cosa así. Además… esa fotografía…

Rod se puso en pie.

—Es ella, Rod. Te duela o no te duela.

—¡Me duele! —gritó—. Me duele como si me arrancaran las vísceras del cuerpo, a dentelladas. ¿No te das cuenta? ¿No te la das, madre?

—Sí, Rod, sí. ¿Qué piensas hacer?

—Saber.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé.

—No te muevas de ahí. Ahora mismo llamaré a Beauty Saloon pidiendo una masajista, y diré que tiene que ser Martha Adams.

—¿Aquí?

—Sí, aquí. Y tú estarás presente. Es decir, tú le hablarás. Tendrá que decirte la verdad. Y por muy cruel que sea… debes asimilarla, Rod. Vete lejos. Olvídala.

—No podré creer jamás en ninguna otra mujer. Y lo que es peor… no podré olvidarla a ella.

—La llamaré ahora mismo. Hay cosas que no pueden ni deben dilatarse. Mejor aquí que en ninguna otra parte. Aguarda, Rod.

De súbito, éste asió a su madre por el hombro. Quiso volverla hacia sí, pero la dama se negó obstinadamente,

—Madre, tú la querías. La querías mucho. Estás llorando.

—Calla, calla… Calla, Rod…

Y salió.

Rod se derrumbó en una butaca y ocultó el rostro entre las manos.

*  *  *

Sam iba contándole un chiste.

No le oía.

—Cuando yo tenga pozos de petróleo… —empezó.

—Calla, Sam.

—Ya sé que tienes novio. Todos hacen comentarios en el trabajo, pero yo sé que tú jamás te venderías por unas libras.

—Cállate, te digo.

La furgoneta avanzaba, torcía ya por la carretera particular, hacia la mansión de los Ball.

—¿Por qué te han llamado a ti precisamente, para dar masaje a mistress Ball?

Sí. ¿Por qué?

Si ella lo supiera.

Pero ella no sabía nada. Ella sólo vio que su botón se iluminaba y en seguida oyó la voz atiplada de miss Dina.

«Señorita Adams, la reclaman de la calle. Tendrá que ir usted a la mansión de los Ball.»

Ball House estaba allí. Veía sus escalinatas de mármol, sus plantas trepadoras en la terraza, la encorvada figura del jardinero limpiando un seto…

¡Qué ironía la de miss Dina al mencionar la mansión de los Ball! Y qué expresión la de sus compañeras.

La furgoneta se detuvo y ella, con el maletín en la mano y el abrigo gris sobre la bata rosa del uniforme, saltó al suelo.

—Espérame aquí, Sam. Quizá tarde en salir —dijo con acento temblón.

Sam la miraba con cálida ternura.

—Una vida entera te esperaría, Martha. Pero ya sé que esperaría en vano.

Ella echó a correr.

Casi inmediatamente de llegar a la puerta principal, una doncella le salió al paso.

—Por aquí, señorita Adams.

—Gracias, Mary.

Y la siguió en silencio, buscando la silueta familiar de su futura suegra.

¿Por qué la llamaba? ¡Para dar masaje! Pero si Liza Ball jamás mencionó tales cosas. Era una dama suave, elegante, pero sin exagerar sus hábitos. Una dama sencilla, de porte muy distinguido, pero nada ultramoderna.

—Por aquí —dijo la doncella.

Y abrió una puerta.

Martha, sin titubeos, se deslizó dentro. Las persianas estaban echadas. Ia semipenumbra del saloncito apenas si le permitía ver las figuras. Pero de súbito, algo se movió al fondo y casi súbitamente, vio a Rod de pie, fijos los ojos en ella.

—Rod —susurró maravillada—. Tú… aquí, a estas horas… ¿Estás enfermo? —corrió hacia él anhelosa—. Rod, amor mío, estás… —se detuvo en seco. Su ademán de acercarse a él, se frenó. Su voz se extinguió, su sonrisa se convirtió en una mueca—. Rod…

El hijo de Liza Ball tenía como un coágulo en los labios. O quizá más bien una cerradura.

Tenía allí a Martha Adams y aún no podía concebir que aquella linda y suave muchacha, fuera la misma que andaba por los cabarets jugando con los hombres a tanto la hora.

—Rod…, estás raro! No sé… no sé por qué me habéis llamado.

Rod no decía nada.

Tenía miedo decir…

Herirla era herirse a sí mismo. Maldecirla era maldecir su propia vida. Escupirle a la cara… era peor mil veces que destruir su vida y su felicidad. Y admirarla era convertirse en un ente, algo contra lo que luchó desde que empezó a saber lo que era un hombre y una mujer, el amor, la posesión y el idealismo.

—Siéntate, Martha —pidió quedamente, con una voz que no parecía la suya—. Hazme el favor de escucharme un segundo.

—¿Ocurre algo, Rod?

—Ocurren muchas cosas. Ayer te presenté a un amigo.

—Sí —susurró ella sin comprender—. Arthur no sé qué. No recuerdo el apellido. Sé que es tu mejor amigo.

—Lo es. Por eso no puedo concebir que ese amigo me destruya la vida sólo por capricho.

—No te comprendo. Rod.

—¿No te sientas?

—Me da miedo tu… frialdad.

—No estoy frío, Martha.

—Colérico.

—No. Ojalá pudiera sentir cólera y rabia y dar puñetazos y escupir a las personas y maldecirlas… No puedo. ¿Sabes? Siento dolor. Un dolor que me roe las entrañas y me convierte en la momia que ahora ves.

—Rod —exclamó la joven temblando—. ¿Qué es lo que pasa? ¿No tengo derecho a saberlo?

—Lo tienes. Claro que lo tienes. Pero tener que decírtelo yo. Esperar tú que yo te lo diga… es hacer más penosa la agonía de mis estúpidas ilusiones.

—No… no… te comprendo.

—Dime, Martha. Dime, por favor… no puedo concebir que bajo ese rostro bonito, bajo esa suave expresión, esa boca que yo creí que aprendió a besar en mis labios… se oculte un demonio. No permitas que yo tenga que decírtelo. Ni me obligues a maldecir tu silencio. Ya ves lo que son las cosas. Estoy loco por ti, y, sin embargo, no podría hacerte mi amante.

—¿Qué dices? ¿Pero, qué dices, Rod?

—Te pregunto yo a ti, Martha. ¿No tienes nada que decirme? ¿No hay en tu vida actos censurables?

Los había.

Censurables… hasta cierto punto nada más. Había algo, pero… no podría decirlo nunca. Nunca se atrevería a perderlo por eso. ¡Nunca!

—Mira, Martha —y le mostró la fotografía—. ¿La conoces?

Martha contempló su propia imagen con ojos desorbitados.

—Soy yo —dijo con un hilo de voz.

Rod giró sobre sí.

Apretó el puño y lo dejó caer pesadamente a lo largo del cuerpo.

—Eres tú… ¡Lo confiesas! —gritó sin volverse.

Martha no podía apartar los ojos de aquella imagen.

—Sí —admitió bajísimo—. Sí… creo que soy yo… Pero…, pero… nunca bailé con él. Además… ¡qué horror! Yo nunca tuve esos vestidos ni esa risa… ni… —levantó vivamente la cabeza. Sus ojos se abrieron tanto, que parecía iban a romperse—. Rod —gritó desgarradoramente—. Rod…, ¿qué estás pensando?

Rod se volvió hacia ella.

Pálido y rígido señaló con el dedo enhiesto la fotografía que aún temblaba en los dedos femeninos.

—Si confiesas que eres tú… ¿qué más puedo decirte? Supongo que conocerás también ese lugar.

—¿Ese lugar? —se agitó—. ¿Qué lugar?

—Kinglike, el cabaret más famoso de la ciudad.

—¡Oh, no, Rod! —gritó como si la hiriesen—. Nunca, jamás estuve allí. Tú… tú… has pensado que yo… que yo… —parecía súbitamente enloquecida—. Ésta mujer… es como yo, sí, parezco yo misma. Pero tú has pensado…

Tiró la fotografía al suelo y sus dos manos horrorizadas se cubrieron el rostro.

Hubo un silencio.

Se diría que de súbito aquellos dos seres que tanto se amaban y se necesitaban mutuamente, eran dos extraños.

Ella lúe retrocediendo poco a poco como si la fulminaran, y quedó pegada a la pared, medio encogida, con el rostro cubierto con las manos, la cabeza inclinada hacia el pecho.

Y Roa, como un juez, parecía una estatua en medio de la estancia.